8

El tiempo seguía siendo bueno. Yo me pasaba la mayor parte de las horas en la terraza soleada, en la que había rosales y un añoso tejo en uno de los extremos. Desde mi atalaya podía mirar al mar y ver las murallas almenadas del castillo de St. Loo. E incluso podía contemplar a Isabella, paseando por los campos, yendo desde el castillo hasta Polnorth House.

Tenía la costumbre de pasear casi todos los días. A veces llevaba perros; otras veces iba sola. Cuando llegaba sonreía, me daba los buenos días y se sentaba en el gran banco de piedra, cerca de mi silla de inválido.

Era una amistad extraña, pero era amistad. No se trataba de amabilidad respecto a un inválido. Ni de lástima. Tampoco era la simpatía la que traía a Isabella a mi lado. Se trataba, desde mi punto de vista, de algo mucho mejor. Era compenetración. Se sentía a gusto conmigo y por eso venía y se sentaba en el jardín a mi lado. Lo hacía de modo tan natural y deliberado como lo habría hecho un animal.

Cuando hablábamos, lo hacíamos generalmente de las cosas que estábamos viendo: la forma de una nube, el color del mar o la manera de comportarse de un pájaro…

Fue precisamente un pájaro quien me mostró otra faceta de la naturaleza de Isabella. El pájaro estaba muerto. Se había estrellado la cabeza contra el cristal de la ventana del salón. Y allí se había quedado, debajo de la ventana, sobre la terraza, con las patas estiradas patéticamente, tensamente extendidas al aire, y con sus brillantes y suaves ojos cerrados.

Isabella lo vio primero y la impresión y el horror de su voz me sorprendieron.

—¡Mire! —dijo—. Es un pájaro muerto.

Fue la nota de pánico en su voz lo que hizo que la mirara inquisitivamente. Tenía el aspecto de un potro nervioso. Sus labios temblaban.

—Cójalo —dije.

Negó con la cabeza vehementemente.

—No puedo tocarlo.

—¿Le desagrada tocar pájaros? —pregunté.

Sabía que a algunas personas les sucedía eso.

—No puedo tocar nada muerto.

Me quedé mirándola atónito.

—Tengo miedo a la muerte, un miedo horrible —dijo—. No puedo soportar que algo se muera. Supongo que es porque me recuerda que yo misma me moriré algún día.

—Todos estaremos muertos algún día —dije.

(Yo estaba pensando en lo que se escondía en aquel momento, convenientemente tapado, cerca de mi mano).

—¿Y eso no le preocupa? ¿No le obsesiona terriblemente? Pensar que se cierne sobre su cabeza y que cada día que pasa está más y más cerca…

Sus hermosas y largas manos se estrecharon contra su pecho en un movimiento dramático.

—¡Un día llegará! El final de la vida.

—¡Qué chica tan extraña es usted, Isabella! —exclamé—. Nunca imaginé que pensara en estas cosas.

Isabella comentó con amargura:

—Tengo suerte, ¿verdad?, en ser una muchacha y no un chico. Tendría que haber ido a la guerra y habría sido la vergüenza de todo el mundo, porque hubiera desertado o algo por el estilo. Sí, es terrible ser cobarde.

Yo me eché a reír un tanto desconcertado.

—Supongo que no hubiera sido cobarde llegado el momento. A mucha gente le ocurre lo mismo. En realidad tienen miedo a tener miedo.

—¿Tuvo usted miedo en la guerra?

—¡Por Dios, claro que sí!

—¿Y cuando llegó el momento todo fue bien?

Retrocedí mentalmente a un momento determinado —la tensión de esperar en la oscuridad—, aguardando la orden de avanzar… La horrible sensación en la boca del estómago…

—No —dije—. No diría exactamente que todo fue bien. Pero encontré que más o menos podría resistirlo. Es decir, que lo podría resistir tan bien como cualquiera. Vea, al cabo de un rato se adquiere la certidumbre de que uno no es nunca el blanco de los disparos. Puede ser, quizá, el tipo de al lado, pero tú no.

—¿Cree que el mayor Gabriel sintió también eso?

Rendí a Gabriel su tributo:

—Más bien creo —dije— que Gabriel es una de las raras y afortunadas personas que simplemente no saben lo que es el miedo.

—Sí —asintió ella—. Yo también pienso eso.

Había una misteriosa expresión en su rostro.

Le pregunté si siempre había temido a la muerte. Si había sufrido alguna emoción particular que le hubiera originado terror especial.

Ella negó con la cabeza.

—No lo creo. Claro que a mi padre lo mataron antes de que yo naciera. No sé si eso…

—Sí —admití—, creo que pudiera ser. Por lo menos supongo que influiría.

Isabella estaba pensando. Su mente se encontraba en el pasado.

—Mi canario murió cuando yo tenía cinco años. Estaba perfectamente bien la noche anterior y a la mañana siguiente yacía en la jaula, con las patas duras y estiradas, igual que ese pájaro. Lo cogí con la mano, sentí un escalofrío, estaba helado… —Luchaba con las palabras—. Ya no era real, solo una cosa… No veía ni oía ni sentía… ¡Ya no estaba allí!

Se calló. Yo no sabía qué decirle. De repente, casi patéticamente, me preguntó:

—¿No cree que es una cosa estúpida el tener que morirse?

No sabía qué decir.

En vez de pensar una respuesta escupí una verdad, mi propia y particular verdad:

—A veces es la única cosa que un hombre espera con satisfacción.

Me miró con ojos de incomprensión.

—No sé lo que quiere decir.

—¿De verdad? —le pregunté con amargura—. Utilice sus ojos, Isabella. ¿Cree que la vida es algo parecido a la que yo llevo? Lavarse, vestirse, levantarse por las mañanas como un bebé, ser arrastrado por ahí como un saco de carbón… Un armatoste inanimado, inútil, roto, tirado aquí, al sol, sin nada que hacer, nada que esperar y nada que desear… Si se tratara de una mesa o de una silla vieja, ya me habrían tirado a la basura. Pero como soy un hombre me ponen ropas civilizadas, me cubren con una manta lo más destrozado que tengo y me sacan a tomar el sol.

Se agrandaron sus ojos a causa de la sorpresa y de la interrogación. Por primera vez, me pareció, me miraban detenidamente, me enfocaban… Pero no veían ni comprendían nada aparte del puro hecho físico.

Dijo:

—De todas formas usted está ahí, al sol… Está vivo. Podría haberse muerto fácilmente.

—Muy fácilmente. ¿Y no puede entender el que yo pida a Dios la muerte?

No, no lo entendía. Para ella yo estaba hablando en una lengua desconocida. Dijo, más bien tímidamente:

—¿Es que sufre mucho? ¿Por eso?

—Lo paso muy mal de vez en cuando. Pero Isabella, no es por eso. ¿No puede comprender que no tengo ninguna razón para vivir?

—Sé que soy estúpida, pero ¿es necesario tener una razón para vivir? ¿Entiende lo que quiero decir? ¿No puede uno simplemente vivir?

Se me cortó la respiración ante aquella ingenuidad.

Y entonces, cuando me di la vuelta, o intenté dar la vuelta a mi coche, un gesto torpe por mi parte hizo salir el tubo de aspirinas del lugar donde lo guardaba, cayendo sobre la hierba. En la caída se salió el tapón y las pequeñas tabletas se esparcieron por el césped.

Casi pegué un grito. Oí mi propia voz sonando histérica y artificialmente. Por primera vez comencé a tutear a la muchacha:

—¡No dejes que se pierdan! ¡Recógelas! ¡Búscalas, que no se pierdan!

Isabella se agachó y empezó a recoger las tabletas. Al volver la cabeza, vi a Teresa que se asomaba por la ventana. Con voz casi sollozante, grité:

—¡Qué viene Teresa!

Y en ese momento, para mi sorpresa, Isabella hizo algo de lo cual nunca la habría creído capaz. Con un movimiento rápido, pero sin perder su naturalidad, se quitó el pañuelo de colores que llevaba alrededor del cuello de su traje de verano y lo extendió sobre la hierba, cubriendo las tabletas que quedaban desparramadas.

Al mismo tiempo, dijo con voz tranquila, como si estuviese en medio de una conversación:

—¿Sabe? Todo será muy distinto cuando venga Rupert a casa.

Teresa vino hacia nosotros y preguntó:

—¿Qué les parece si traigo algo de beber para los dos?

Yo insinué algo más bien complicado. Cuando Teresa volvía a casa se agachó para recoger el pañuelo de Isabella. Pero ésta le dijo con voz tranquila:

—Déjelo, señora Norreys. Los colores hacen muy bonito sobre la hierba.

Teresa sonrió y se fue.

Me quedé perplejo mirando a Isabella.

—Mi querida niña —dije—, ¿por qué hiciste eso?

La joven me miró con cierta reserva.

—Pensé —dijo— que no quería que las viera…

—Pensaste bien —contesté lacónicamente.

En los primeros días de mi convalecencia había trazado un plan. Preveía que mi estado de desvalido y mi total dependencia de los demás iba a resultar insoportable.

Buscaba encontrar un sistema para poder salir de la situación.

Mientras me inyectaban morfina no podía hacer nada. Pero llegaría el momento en que la morfina fuese sustituida por somníferos. Era mi oportunidad, y más adelante, cuando ya estaba con Robert y Teresa y la asistencia médica no era tan frecuente, el doctor me recetó pastillas para dormir. Creo que Seconal o quizá Amytal. Acordamos que yo intentaría pasar sin pastillas, pero me dejaban un par de ellas a mano por si no conseguía dormir. Poco a poco había ido acumulando un montón. Continué quejándome de insomnio y me prescribieron nuevas pastillas. Aguanté largas noches de dolorosa lucidez, reconfortado al saber que mi puerta de salida se abría cada vez más.

Hacía tiempo que ya tenía las suficientes, y aún más, para llevar a cabo mis propósitos.

Con el logro de mi proyecto retrocedió la urgente necesidad de realizarlo. Me sentía contento de irlo retrasando. Pero no era mi intención rechazarlo definitivamente.

Durante unos cuantos minutos de agonía había visto mi plan comprometido, retardado, quizá arruinado definitivamente, pero la rápida actuación de Isabella me había salvado de aquel desastre. Ahora recogía las pastillas que quedaban y las volvía a meter en el tubo. Me las dio.

Volví a colocar el tubo en su sitio y suspiré aliviado.

—Gracias, Isabella —dije emocionado.

En su rostro no había señales de curiosidad ni de ansiedad. Había sido lo suficientemente astuta como para darse cuenta de mi agitación y acudir en mi ayuda. Me recriminé mentalmente por haber pensado una vez que era deficiente mental. No era tonta.

¿Qué estaría pensando? Tenía que haberse dado cuenta de que aquellas pastillas no eran aspirinas.

Me quedé mirándola. No dejaba traslucir nada.

Encontré que era muy difícil comprenderla…

Y entonces surgió en mí una curiosidad repentina.

Había mencionado un nombre…

—¿Quién es Rupert?

—Rupert es mi primo.

—¿Te refieres a lord St. Loo?

—Sí. Quizá venga pronto. Se pasó en Birmania la mayor parte de la guerra. —Hizo una pausa y agregó—: Quizá venga a vivir aquí… El castillo de St. Loo es suyo, ya sabe. Nosotros solo lo tenemos en arrendamiento.

—Lo que me pregunto —dije— es por qué lo mencionaste de repente.

—Lo único que quería era decir algo, con rapidez, para que pareciera que sosteníamos una conversación. —Se quedó pensativa unos momentos—. Nombré a Rupert porque siempre estoy pensando en él…