5
Conocí al candidato un par de días después, cuando vino a entrevistarse con Carslake. Éste lo trajo a nuestra casa para tomar una copa.
Surgió un asunto relacionado con el trabajo de oficina realizado por Teresa, y mi cuñada salió de la habitación con nuestro vecino para aclarar la cuestión.
Me excusé con Gabriel por no poder levantarme. Le indiqué dónde estaban las bebidas y le dije que se sirviera. Como pude observar, se sirvió una buena cantidad.
Me trajo mi copa al mismo tiempo que me preguntaba:
—¿La guerra, por casualidad?
—No —contesté—. Harrow Road.
Ésta era la respuesta que daba siempre. Había llegado a conseguir divertirme con las variadas reacciones que provocaba. A Gabriel le hizo mucha gracia.
—Es una lástima que diga eso —comentó—. Ahí tiene usted una auténtica mina.
—¿Espera que me invente una historia heroica?
Me dijo que no había necesidad de inventar nada.
—Solo tendrá que decir: «Estuve en el norte de África». O en Birmania. O dondequiera que usted estuviera en realidad. ¿Ha estado usted en ultramar?
Respondí afirmativamente.
—En El Alamein y toda esa zona.
—¿Así que estuvo por allá? Mencione entonces El Alamein. Eso es suficiente. Nadie le preguntará por los detalles, los darán por sabidos.
—¿Vale la pena hacerlo?
Se quedó pensando un momento.
—Bueno, será útil con las mujeres. Les encantan los héroes heridos.
—Ya lo sé —le dije con amargura.
Asintió con una comprensión inmediata.
—Sí. En ocasiones le será muy útil. Hay muchas mujeres por aquí. Algunas con gran instinto maternal. —Cogió su vaso vacío—. ¿Le importa si me sirvo otra copa?
Le rogué que lo hiciera.
—Voy a cenar al castillo —explicó—. ¡Esa vieja zorra me da un pánico cerval!
Podríamos haber sido los amigos más íntimos de lady St. Loo, pero supongo que sabía perfectamente que no lo éramos. John Gabriel rara vez cometía errores.
—¿Se refiere a lady St. Loo? ¿O a todas ellas en general?
—Me trae sin cuidado la gorda. Es ese tipo de mujer a la que puedes manejar como quieras, y la señora Bigham Charteris es prácticamente un caballo. Lo único que tienes que hacer con ella es relinchar. Pero esa St. Loo pertenece al tipo de mujer que puede ver a través de ti; el otro lado. ¡Con ella hay que andarse con cuidado!
Yo le miré lleno de curiosidad. Y al mismo tiempo sorprendido. Sin embargo debió de notar en mí comprensión, porque siguió explayándose.
—Con ella no valen las bromas —añadió pensativo—. Compréndame, cuando se choca con una aristócrata de verdad, se queda uno encadenado. No puedes hacer nada.
—No estoy seguro de haberle comprendido —dije.
Sonrió.
—Bien. En cierto modo estoy en el bando equivocado.
—¿Quiere decir usted que, en realidad, no es un tory en política?
—No, no. Lo que quiero decir es que yo no soy de su clase. Lo que a ellos les gusta. No pueden evitar que se les note, es la unión de la vieja escuela. Naturalmente, hoy en día no pueden ser demasiado exigentes, y se ven obligados a cargar con tipos como yo —añadió en tono vacilante—. Mi padre era fontanero. Y ni siquiera un buen fontanero.
Me miró y frunció el entrecejo. Le sonreí. En aquel momento sucumbí a su encanto.
—Sí —continuó—. El partido laborista es el que me corresponde.
—Pero ¿no tiene fe en su programa? —me atreví a sugerir.
Contestó con soltura:
—¡Oh, no tengo creencias! Conmigo se trata de efectividad. Necesito un trabajo. La guerra es buena mientras dura, pero las golosinas se acaban pronto. Siempre pensé que podría hacerme un nombre con la política. Verá como lo consigo.
—¿Así que por eso es usted un tory? ¿Prefiere estar en el partido que llegar al poder?
—¡Por Dios! —exclamó—. No creerá que los tories van a llegar al poder, ¿verdad?
Confesé que ciertamente lo creía así. Con una pequeña mayoría.
—De ningún modo —dijo—. Los laboristas van a meterse al país en el bolsillo. Su mayoría será aplastante.
—Pero… entonces, si usted piensa así…
Me callé.
—¿Por qué no quiero estar en el bando que va a ganar? —sonrió—. Mi querido amigo, justamente por eso no soy laborista. No quiero hundirme en la multitud. La oposición es el sitio que me conviene. ¿Qué significa hoy el partido tory en resumidas cuentas? Siendo caritativo con él, no es más que una gran multitud de cabezas embotadas de caballeros ineficaces, combinada con inexpertos hombres de negocios. No tienen esperanza. En realidad tampoco poseen una política determinada. Y todos andan por los sesenta y los setenta años. Cualquiera que tenga la mínima habilidad les sacará una milla de ventaja. Esté pendiente. ¡Me dispararé como un cohete!
—Si consigue introducirse —dije.
—¡Oh, me introduciré perfectamente!
Le miré con curiosidad.
—¿Realmente lo cree así?
Volvió a sonreír.
—Si no me convierto en un tonto. Tengo mis zonas débiles —Apuró lo que le quedaba de la bebida—. Sobre todo las mujeres. Debo mantenerme alejado de las mujeres. Aquí no será muy difícil. Aunque en el pueblo, en el pub St. Loo Arms hay unas cuantas bastante agradables. ¿No se ha dado usted cuenta al pasear por la ciudad? Lo siento, desde luego que no. —Sus ojos repararon en mi estado de inmovilidad. No tuvo más remedio que añadir con un acento que parecía de verdadero sentimiento—: Tremenda imposibilidad.
Fue la primera vez que no despertó en mí ningún resentimiento. Había surgido con la mayor naturalidad.
—Dígame —le pregunté—. ¿Habla usted con Carslake con esta sinceridad?
—¿Con ese estúpido? ¡Dios santo! No.
Entonces me pregunté por qué John Gabriel había decidido ser tan franco conmigo la primera tarde que nos tratábamos. La conclusión a la que llegué era que se sentía solo. Estaba llevando a cabo una campaña muy buena, pero no tenía oportunidad de relajarse entre acto y acto. Además sabía, tenía que saberlo, que un inválido y un hombre inmóvil siempre cae al final en el papel de auditor. Yo necesitaba entretenimiento. John Gabriel estaba muy deseoso de proporcionármelo, transportándome al teatro de su vida. Aparte de que era un hombre franco por naturaleza.
Le pregunté con bastante curiosidad cómo se comportaba con él lady St. Loo.
—Muy bien —contestó—. Perfectamente. ¡Malditos sean sus ojos! Ésa es su manera de meterse bajo mi piel. No hay nada que se pueda librar de su mirada inquisitiva. Es imposible. Y ella conoce su poder. Esas viejas brujas… Si quieren ser descorteses, lo son hasta tal punto que te cortan la respiración. Y si no quieren ser descorteses, no puedes conseguir que lo sean.
Me sorprendió un poco su vehemencia. No veía qué le podía importar en realidad el que una vieja dama, como lady St. Loo, fuera o no descortés con él. Posiblemente a ella le traía sin cuidado. Pertenecía a otra época ya pasada.
Se lo dije así y me lanzó una extraña mirada de soslayo.
—Usted no lo puede comprender —dijo.
—No. Creo que no.
John Gabriel afirmó con lentitud:
—Piensa que soy basura.
—¡Mi querido amigo!
—Esa gente te mira dándotelo a entender. Miran a través de ti. Tú no cuentas. No estás allí. No existes para ellos. Solo eres el chico que vende el periódico o el chico que trae el pescado.
Entonces me di cuenta de que era el pasado de Gabriel lo que todavía estaba presente. Alguna ligera y casual ofensa que habían infligido hacía mucho tiempo al hijo del fontanero.
Pareció leer mis pensamientos.
—¡Oh, sí! —exclamó—. Siempre la tuve. Tengo conciencia de clase. Odio a esas arrogantes mujeres de la clase alta. Me hacen sentir que nada de lo que haga me pondrá a su nivel. Que en su consideración siempre seré basura. Entiéndame, saben perfectamente lo que en realidad soy.
Me quedé perplejo. Esa repentina floración de un fondo de resentimientos era completamente inesperada. Reflejaba odio. Un odio real e implacable. Me pregunté qué incidente concreto del pasado fermentaba y rebullía todavía en el subconsciente de John Gabriel.
—Sé que ya no cuentan —continuó—. Sé que sus días terminaron. Viven por todo el país en casas que se están viniendo abajo, de hipotecas que ya no valen nada. Muchos de ellos no tienen lo suficiente para comer. Viven de las verduras que cultivan en su huerta. Hacen sus propias faenas domésticas, cosa impensable en otra época. Pero todavía tienen algo que me es imposible soportar, que nunca podré soportar: ese condenado sentimiento de superioridad. Soy tan bueno como ellos, en muchos terrenos soy mejor, pero cuando me encuentro en su compañía no lo siento así.
Se interrumpió con una risa repentina. Paseó por la habitación y se detuvo a mirar por la ventana.
Yo callaba y esperaba que volviera a hablar. Por fin dijo:
—No me haga mucho caso. Solo estoy soltando vapor. Un viejo castillo artificial y de mal gusto. Tres viejos cuervos que graznan, y una muchacha que parece un palo, tan estúpida que no encuentra nada que decirte. Supongo que se trata de la típica muchacha a la que le interesan un comino todas las cosas importantes.
Sonreí.
—Siempre pensé —dije— que La princesa y el guisante es una historia que está muy lejos de ser intrascendente.
Una de mis palabras le llamó la atención.
—¡Princesa! Así es como se comporta y así es como ellas la tratan. Como algo real salido de un libro de cuentos. No es una princesa, es una chica corriente de carne y hueso. Lo tiene que ser a la fuerza, la traiciona esa boca.
En aquel momento regresaron Teresa y Carslake. Inmediatamente Carslake y Gabriel se marcharon.
—Me gustaría que no hubiera tenido que irse —dijo Teresa—. Me gustaría haber charlado con él.
—Espero que le veamos por aquí con frecuencia —comenté.
Ella se me quedó mirando.
—Estás muy interesado, ¿verdad?
Me quedé pensando en la pregunta de mi cuñada.
—Es la primera vez —dijo Teresa—, la primera vez de verdad que te he visto interesado en algo desde que llegamos aquí.
—Debo de estar más interesado por la política de lo que me imaginaba.
—¡Oh, no es la política! —aseguró ella—. Es el hombre.
—Ciertamente tiene una personalidad dinámica —admití—. Es una lástima que sea tan feo.
—Supongo que es feo —concedió Teresa pensativa—, aunque es muy atractivo.
Me quedé un tanto atónito.
Teresa se dio cuenta y dijo:
—No me mires así. Es atractivo. Cualquier mujer te diría lo mismo.
—Bien —concedí—. Me sorprendes. Jamás se me habría ocurrido pensar que fuese de ese tipo de hombres que las mujeres encuentran atractivos.
—Pues estás equivocado —aseguró Teresa.