CAPÍTULO SEXTO
1
Wilding quedó ligeramente perplejo ante las últimas palabras de Llewellyn.
—Ha sido muy amable contándome lo que le ha pasado —dijo un poco turbado—. Créame, se lo ruego, por mi parte no ha sido una vulgar curiosidad.
—Ya lo sé. Siente usted un profundo interés por sus semejantes.
—Y usted es un ejemplar fuera de serie. Me he enterado de su carrera por varias noticias aparecidas periódicamente.
Llewellyn asintió. Su mente seguía ocupada por el pasado. Recordó el día en que el ascensor lo había conducido al piso treinta y cinco del alto edificio. El salón de recepción, la esbelta y elegante rubia que lo recibió y el joven grueso, de cuadrados hombros, que lo acompañó al último santuario: la oficina interior del magnate. La pálida y brillante superficie del inmenso escritorio y el hombre que se levantó detrás de la mesa para saludarle. Las potentes mandíbulas, los penetrantes ojos azules. Tal como lo había visto aquel día en el desierto.
—… muy contento de conocerlo, señor Knox. Como veo, el país está maduro para un sublime retorno a Dios… para asegurarse el aplauso… para conseguir estos resultados hemos tenido que invertir mucho dinero… asistido a dos conferencias… Me dejó impresionado… los arrastró consigo… devoraban cada palabra… fue magnífico… ¡magnífico!
Dios y los grandes negocios. ¿No parecía una incongruencia? Y sin embargo, ¿por qué lo hicieron? Si la perspicacia en los negocios era un don que Dios confería al hombre, ¿por qué no lo usaban en su servicio? Él, Llewellyn, no tenía dudas ni escrúpulos, pues esta habitación y ese hombre y se lo habían demostrado. Era parte del sistema, de su sistema ¿Hubo sinceridad, una simple sinceridad, tan grotesca como las primitivas esculturas de una pila bautismal? ¿O era una simple codicia para una oportunidad comercial? ¿La verificación de que Dios podía servir para pagar?
Llewellyn nunca lo había sabido ni nunca se había preocupado en preguntárselo. Formaba parte de su método. Él era un mensajero, nada más, un hombre que obedece.
Quince años… Desde las primeras y pequeñas conferencias al aire libre, a las salas de conferencia, los vestíbulos, los inmensos estadios. Muchos rostros, cantidades ingentes de rostros borrosos, retrocediendo en la distancia, alzándose en apiñadas filas. Esperando, hambrientos… ¿Y su parte? Siempre lo mismo: la indiferencia, el temor al miedo, el vacío, la espera.
Y entonces el doctor Llewellyn Knox se levanta y de su cerebro se desbordan las palabras… brotan de sus labios… No son sus palabras. Nunca. Sino la gloria, el éxtasis de proferirlas, eso sí es suyo.
(Allí era donde residía el peligro. ¡Qué extraño que hasta ahora no lo hubiera advertido!).
Después vinieron las consecuencias: las adulaciones de las mujeres, las lisonjas de los hombres, la sensación de náusea mortal, la hospitalidad, los halagos, la histeria. Y él mismo, respondiendo lo mejor que podía; ya no era el mensajero de Dios sino un ser humano inadecuado, algo mucho más pequeño que los que le miraban con sus estúpidos ojos sumidos en profunda adoración. La virtud lo había abandonado, estaba vacío de todo lo que confiere dignidad humana al hombre; una criatura enferma, agotada; completamente desesperado, sumido en un negro y profundo vacío.
—¡Pobre doctor Knox! —decían—. Parece estar tan cansado…
Cansado. Cada vez más cansado…
Físicamente había sido un hombre fuerte, pero no lo suficiente para soportarlo quince años. Náuseas, vahídos, un corazón agitado, dificultades al respirar, indisposiciones, sencillamente: un cuerpo gastado.
Fue a un sanatorio en la montaña. Acostado e inmóvil, contemplaba a través de la ventana la oscura silueta de los pinos que se recortaba en el cielo, y la redonda y rubicunda faz que se inclinaba sobre él, observándolo a través de los gruesos cristales de los lentes, semejante a una lechuza en su solemnidad.
—Será un tratamiento largo. Debe tener paciencia.
—Sí, doctor.
—Tiene una fuerte constitución, afortunadamente, pero la ha forzado sin consideración. Corazón, pulmones, todos los órganos de su cuerpo están afectados.
—¿Va a darme la noticia de que me voy a morir?
Formuló la pregunta sólo por simple curiosidad.
—De ningún modo. Pronto lo pondremos bueno. Pero como le digo, será un tratamiento largo, aunque saldrá de aquí completamente nuevo. Sólo que… —El doctor vaciló.
—¿Sólo qué…?
—Debe comprenderlo, doctor Knox. En el futuro ha de llevar una vida tranquila y no podrá dedicarse a la vida pública. Su corazón no lo soportaría. Nada de tribunas, esfuerzos, ni discursos.
—Tal vez después de un descanso…
—No, doctor Knox, por mucho que descanse mi veredicto será siempre el mismo.
—Comprendo. —Se quedó meditando—. Comprendo, estoy gastado, ¿no es eso?
—Eso es.
Gastado. Usado por Dios para su designio, pero el instrumento, al ser humano y frágil no había durado mucho. Su servicio había terminado. Usado, descartado, arrojado.
¿Y después? Ésa era la cuestión. Porque, después todo, ¿quién era él, Llewellyn Knox? Tenía que descubrirlo.
2
La voz de Wilding interrumpió sus pensamientos.
—¿Me permite que le pregunte cuáles son sus planes para el futuro?
—No tengo planes.
—¿De veras? ¿Espera, quizá, volver…?
Llewellyn le interrumpió con voz ronca:
—No hay regreso posible.
—¿Alguna forma de actividad modificada?
—No. Tengo que dejarlo todo… de una forma rotunda.
—¿Se lo dijeron así?
—En pocas palabras: me prohibieron llevar una vida pública e insistieron mucho en esto: nada de discursos, eso significaría el fin.
—Para una vida tranquila puede buscarse un beneficio eclesiástico en algún lugar. Ya sé que no son ésas sus normas, pero me refiero a ejercer un ministerio en alguna iglesia.
—Era evangelista, Sir Richard, lo cual es muy distinto.
—Lo siento y comprendo. Tiene, pues, que empezar una vida nueva.
—Sí, una vida privada, como cualquier hombre.
—Y eso, ¿le confunde y asusta?
Llewellyn sacudió negativamente la cabeza.
—Nada de eso. He visto claramente, en las semanas que pasé en el sanatorio, que he escapado a un grave peligro.
—¿Qué peligro?
—Al hombre no se le puede confiar el poder; lo echa a perder. ¿Cuánto tiempo hubiera podido proseguir sin caer en la corrupción? Ya tuve mis sospechas antes de que empezara a echar raíces. Cuando me dirigía a las multitudes… ¿no empezaba ya a admitir que era yo el que hablaba, yo el que les transmitía el mensaje, yo el que sabía lo que debían hacer, yo, que ya no era sólo el mensajero de Dios, sino su representante? ¿Lo ve? ¡Elevado a Gran Visir, ensalzado, colocado encima de los demás hombres! —Y agregó con dulzura—: Dios, en su infinita bondad, ha visto el modo de salvarme.
—Entonces, ¿su fe no ha disminuido con lo que ha pasado?
Llewellyn, se rió.
—¿La fe? Me parece una extraña palabra. ¿Creemos en el sol, la luna, la silla en la que nos sentamos, el suelo que pisamos? Si uno tiene conciencia de estas cosas, ¿qué necesidad tiene de creer en ellas? Le suplico que rechace la idea de que he sufrido una tragedia. No, he proseguido el camino que me había señalado… y aún lo prosigo. He hecho bien viniendo a esta isla; y será justo que la deje cuando llegue el momento.
—Quiere decir que conseguirá… ¿cómo lo llama? ¿Otro cargo?
—Oh, no, nada decisivo. Pero poco a poco debería hacer algo y sé además, que es inevitable. Entonces seguiré adelante y obraré de acuerdo con las circunstancias. Veré las cosas más claras y sabré a dónde tengo que ir y lo que he de hacer.
—¿Tan fácil es?
—Sí… eso creo. Si me permite explicárselo, es cuestión de hallar la armonía. En seguida se conoce si uno sigue el camino equivocado, y al decir equivocado no me refiero al mal, sino a cometer un error; es como si se pierde el compás al bailar, o se da una nota falsa al cantar… suena discordante. —E impulsado por un recuerdo, añadió—: Si fuera una mujer diría que es lo mismo que un punto que se escapa al hacer media.
—¿Y qué hay de las mujeres? Quizá si regresa a su casa encuentre a su primer amor.
—¿Un final sentimental? Es muy difícil. Además, Carol hace años que se casó. Ya tiene tres hijos y un marido que ha prosperado mucho. Carol y yo no estábamos hechos el uno para el otro. Fue un amor juvenil que nunca llegó a madurar.
—¿No ha habido en su vida otras mujeres en todos estos años?
—No, a Dios gracias. Tal vez la hubiera amado de haberla encontrado…
No terminó la frase, dejando a Wilding un tanto perplejo. Sir Richard no hubiera comprendido el cuadro que de pronto recordó Llewellyn… El negro cabello aleteando al viento, las sienes gráciles, delicadas, los ojos trágicos…
Llewellyn sabía que un día debía encontrarla. Era tan real como lo fue la mesa del despacho y el sanatorio. Existía. Si la hubiera conocido cuando estuvo consagrado a su trabajo se hubiera visto obligado a dejarla escapar. ¿Lo hubiera hecho? Recelaba que no. Su amada de oscuros cabellos no hubiera sido una aventura primaveral debida a sus exaltados sentidos. Pero aquel sacrificio no se le había pedido. Ahora libre; cuando se encontraran… No dudaba que un día se conocerían. Lo que ignoraba era en qué circunstancias, ni el lugar ni el momento. Los únicos indicios eran solamente una pila de piedra en una iglesia y un fondo de lenguas de fuego tras un rostro trágico. Sin embargo, tenía la sensación de que vendría muy pronto, de que ahora ya no tardaría…
Se sobresaltó al oír el ruido que hizo la puerta de la biblioteca al abrirse bruscamente.
Wilding volvió la cabeza y se levantó con un gesto de sorpresa.
—Amor mío, no te esperaba.
No llevaba el mantón español ni el traje negro de cuello alto. Vestía una túnica diáfana y flotante de un tono malva pálido, y quizá era el color lo que hizo que Llewellyn creyera que traía consigo el viejo perfume de la lavanda. Al verlo se detuvo; se lo quedó mirando con los ojos desmesuradamente abiertos, ligeramente vidriosos. Lo que más sorprendía de su mirada era la falta total de expresión.
—¿Cómo va la cabeza, vida mía? Doctor Knox, le presento a mi esposa.
Llewellyn se adelantó, estrechó su blanda mano y dijo muy serio:
—Encantado de conocerla, Lady Wilding.
La mirada de la joven se humanizó, demostrando un ligero alivio. Se dejó caer en el butacón que Wilding le había acercado y empezó a hablar rápidamente:
—¿Así que es el doctor Knox? He leído mucho sobre usted. ¡Qué raro que haya venido a esta isla! ¿Por qué vino? Me refiero al motivo. Viene tan poca gente… ¿no es cierto, Richard? —Ladeó la cabeza y continuó atropellándose—. Quiero decir que no se quedan en la isla. Vienen en barcos y se vuelven a marchar. ¿A dónde? Muchas veces me lo pregunto. Compran fruta, muñecas, chucherías, los sombreros de paja que tejen aquí, y se van con todo, y el barco se hace a la mar… ¿Adónde van? ¿A Liverpool? ¿A Manchester? ¿O quizá a Chichester? Cuando regresan a su país van a la iglesia con el sombrero de paja. Debe ser muy gracioso. Las cosas son chocantes; la gente dice: «No sé si voy o vengo». Mi vieja niñera lo decía siempre. Pero es cierto ¿no le parece? Así es la vida. ¿Se va o se vuelve? No lo sé.
Se echó a reír y se tambaleó un poco al acomodarse. Llewellyn pensó: «Dentro de unos minutos le habrá pasado; me pregunto si su marido lo sabe». Pero le bastó una mira de soslayo para adivinarlo. Wilding, el experto hombre de mundo, no tenía ni la más remota idea. Se apoyaba sobre el respaldo del asiento de su esposa con el rostro iluminado por el amor y la ansiedad.
—Cariño, tienes fiebre, no debiste levantarte.
—Me encuentro mejor… esas pastillas me quitan el dolor de cabeza, pero me dejan atontada. —Lanzó una risita y con las manos se apartó los brillantes mechones rubios que le cubrían la frente—. No te inquietes por mí, Richard, y ofrécele una bebida al doctor Knox.
—¿Y tú? ¿Un poco de coñac? Te sentaría bien.
Ella hizo una mueca:
—No, para mí sólo lima con soda.
Le dio las gracias con una sonrisa cuando Wilding le acercó el vaso.
—No te morirás por beber —dijo Sir Richard.
—¿Quién lo sabe? —replicó ella, y durante unos instantes se endureció su sonrisa.
—Lo sé yo. Knox, ¿qué desea tomar? ¿Una bebida ligera o prefiere whisky?
—Tomaré coñac con soda.
Ella miró el vaso que Llewellyn sostenía, y de pronto exclamó:
—Podríamos marchamos. ¿Nos vamos, Richard?
—¿De la villa o de la isla?
—Eso es lo que pretendo.
Wilding se sirvió un whisky y volvió a colocarse detrás del sillón de su mujer.
—Iremos adonde quieras, amor mío. A cualquier sitio y en cualquier momento. Si quieres, podemos salir esta misma noche.
Ella lanzó un profundo suspiro.
—Eres tan bueno… No voy a marcharme. De todos modos, ¿cómo podrías hacerlo? Tienes que dirigir la hacienda que al fin has conseguido poner en marcha.
—Sí, pero eso no tiene importancia, primero eres tú.
—Podría irme… sola… por poco tiempo.
—No, nos iremos juntos. Quiero que te sientas cuidada, que tengas alguien a tu lado… siempre.
—¿Crees que necesito un guardián?
Se echó a reír sin poderse contener, y de repente, sofocó la risa poniéndose una mano en la boca.
—Quiero que te sientas protegida y que yo estoy a tu lado —prosiguió Wilding.
—Oh, ya lo siento, no lo dudes.
—Nos iremos a Italia o a Inglaterra, si lo prefieres. A lo mejor sientes nostalgia de tu tierra.
—No. No iremos a ninguna parte. Nos quedaremos aquí. Adonde fuéramos sería lo mismo. Siempre lo mismo.
Se hundió en el butacón y fijó los ojos ante ella. De repente los alzó al rostro triste y preocupado de Wilding.
—Querido Richard, eres tan maravilloso conmigo… Tan paciente siempre…
—Mientras lo comprendas, nada me importa en el mundo fuera de ti.
—Ya lo sé… Oh, lo sé muy bien.
—Esperaba que aquí serías feliz, pero me doy cuenta que en esta isla hay muy pocas distracciones.
—Está el doctor Knox.
Se volvió rápidamente hacia su huésped con una sonrisa alegre y traviesa. Llewellyn pensó: «Qué criatura más alegre y encantadora podría ser… y debió serlo».
Ella prosiguió:
—En cuanto a la isla y la villa son un paraíso terrenal. Una vez me lo dijiste y te creí. Es cierto: es un paraíso terrenal. ¡Ah! Pero no puedo soportarlo. ¿No opina, doctor Knox, que se debe tener un carácter fuerte para soportar el paraíso? Me recuerda a los Primitivos que pintaban a los santos sentados en fila bajo los árboles con una corona de oro que arrojaban a un mar cristalino (siempre he pensado que las coronas pesan mucho), es un himno, ¿no? Quizá Dios les permita arrojar las coronas a causa del peso. Es muy duro llevar siempre una corona. Uno llega a cansarse de todo. —Se levantó tambaleándose—. Creo que me voy a la cama. Tienes razón, Richard, me parece que tengo fiebre. Pero las coronas pesan mucho. Vivir aquí es como si un sueño se hiciera realidad, sólo que yo ya no sueño. Debería estar en otro sitio, pero no sé dónde. Si lo supiera…
Se derrumbó como una muñeca de trapo, y Llewellyn, que lo estaba esperando hacía rato, llegó a tiempo para cogerla, entregándosela en seguida a Wilding.
—Será mejor que la lleve a la cama. —Le aconsejó en tono hosco.
—Sí, sí. Luego llamaré al doctor.
—Cuando duerma se le pasara —dijo Llewellyn.
Richard Wilding lo miró inquieto.
—Permítame que le ayude —dijo Llewellyn.
Los dos hombres llevaron el cuerpo inconsciente de la joven hasta la puerta de la biblioteca, la abrieron y cruzaron un corto pasillo que los condujo ante una puerta abierta que daba a un dormitorio. Entraron y la depositaron con suavidad sobre un gran lecho de madera tallada con colgaduras de rico brocado.
Wilding salió al pasillo y llamó:
—¡María! ¡María!
Llewellyn echó una rápida ojeada a la estancia. Cruzó una alcoba con cortinas y penetró en el cuarto de baño. Allí, examinó un armarito de espejos y volvió a salir.
Wilding seguía llamando impaciente a María.
Llewellyn se dirigió al tocador. A los pocos momentos entraba Wilding seguido de una mujer baja y morena qué se acercó rápidamente al lecho y profirió una exclamación al inclinarse sobre la joven.
Wilding le dijo con cierta brusquedad:
—Cuide a la señora. Yo voy a llamar al doctor.
—No es necesario, señor. Sé lo que hay que hacer. Mañana estará completamente restablecida.
Wilding abandonó el dormitorio de mala gana moviendo dubitativo la cabeza. Llewellyn lo siguió, pero al llegar al umbral se detuvo y volvió sobre sus pasos.
—¿Dónde lo guarda? —preguntó a la doncella.
La mujer lo miró parpadeando y casi sin darse cuenta se volvió a la pared que tenía detrás. Llewellyn vio un pequeño cuadro que representaba un paisaje estilo Corot; lo descolgó y encontró detrás una pequeña caja de caudales de tipo antiguo, como las que usan las mujeres para guardar las joyas y que hubiera servido de poco entre las hábiles manos de un ladrón. La llave estaba en la cerradura, Llewellyn la abrió con suavidad y miró dentro. Hizo un signo afirmativo con la cabeza y la volvió a cerrar. Sus ojos se encontraron con los de la doncella en una mirada de mutua comprensión.
Wilding acababa de colgar el teléfono cuando Llewellyn se le acercó.
—El doctor está fuera asistiendo a un parto.
—Creo —dijo Llewellyn escogiendo con gran cuidado las palabras— que María sabe lo que tiene que hacer. Me parece que no es la primera vez que ha visto así a Lady Wilding.
—Sí… sí… Tal vez tenga razón. Quiere mucho a mi esposa.
—Ya lo he visto.
—Todos la quieren. Inspira amor y deseo de protección. Los isleños sienten un gran atractivo por la belleza… sobre todo por la belleza que sufre.
—Y no obstante, a su manera, son más realistas que los anglosajones.
—Posiblemente.
—No esquivan los hechos.
—¿Y nosotros?
—Muy a menudo. ¿Sabe lo que más me chocó en la hermosa habitación de su esposa? La falta absoluta de perfumes exóticos, como en la mayoría de los dormitorios de las mujeres. En cambio, sólo aspiré la suave fragancia de la lavanda y el agua de colonia.
—Ya lo sé —asintió Wilding—. He llegado a asociar la lavanda con Shirley. Me recuerda los días en que era niño y olía su perfume en los armarios de la ropa blanca de mi madre. Los saquitos de lavanda que ella misma confeccionaba para ponerlos entre la ropa limpia y la delicada lencería. Despedían toda la pureza limpia y fragante de la primavera, y las sencillas delicias del campo.
Suspiró y levantó los ojos para mirar a su huésped que lo examinaba con una mirada que no llegó a comprender.
—Debo irme —dijo Llewellyn alargándole la mano.