CAPÍTULO SEGUNDO

1

Carlos murió en la escuela de parálisis infantil. Otros dos niños tuvieron la misma enfermedad, pero se curaron.

Para Ángela Franklin, que se encontraba delicada, el golpe fue tan rudo que la aniquiló. Carlos, su bien amado, su cariño, su niño tan guapo y alegre, había muerto.

Yacía en la penumbra del dormitorio mirando el techo, incapaz de llorar. Su marido, Laura y los criados andaban de puntillas por la silenciosa casa, tristes y callados, hasta que al final, el doctor aconsejó a Arturo Franklin que se llevara a su esposa al extranjero.

—Necesita un cambio radical de aires y de ambiente. Tiene que reponerse. Pueden ir a algún lugar donde el aire sea puro… un aire de montaña; por ejemplo, a Suiza.

Por este motivo los Franklin se fueron y Laura quedó al cuidado de Nannie a la vez que recibía las visitas diarias de Miss Weekes, una institutriz amable pero poco comunicativa.

Para Laura, la ausencia de sus padres fue un período de alegría. Teóricamente ella era la dueña de la casa. Cada mañana «veía a la cocinera» y ordenaba las comidas del día. La señora Brunton, la cocinera, era una mujer metida en carnes y bonachona. Moderaba las indicaciones más insensatas de Laura, y se las arreglaba para que el menú resultase exactamente tal como lo había ideado. Sin embargo, a Laura no le perjudicaba la sensación de sentirse importante. No echaba de menos a sus padres porque en su fantasía se estaba preparando para su regreso.

Era terrible que Carlos hubiera muerto. Claro que ellos habían querido más a su hermano —no discutía ese derecho, pero ahora— pero ahora —ahora sería ella la que entraría en el reino de Carlos. Laura sería su único vástago, el hijo único en que se depositan todas las esperanzas y sobre el que derramarían todo su cariño. Mentalmente preparaba las escenas del día del regreso de sus padres. Los brazos abiertos de su madre…

—Laura, cariño. ¡Tú eres todo lo que tengo ahora en el mundo!

Escenas de afecto, de emoción. Escenas que en realidad eran completamente diferentes a lo que Ángela y Arturo probablemente harían o dirían. Pero para Laura estaban llenas de arrebato y dulzura, y poco a poco empezó a creer en ellas como si ya hubieran pasado.

Paseando por la carretera que llevaba al pueblo, ensayaba las conversaciones, enarcaba las cejas, sacudía la cabeza y murmuraba palabras y frases en voz baja.

Tan absorta se hallaba en este rico festín de su imaginación exaltada que no se dio cuenta del señor Baldock que venía hacia ella desde el pueblo, arrastrando una carretilla de jardinero en la que llevaba las compras de la casa.

—Hola, jovencita.

Laura se sobresaltó y se le encendieron las mejillas al salir bruscamente de un patético drama que había estado forjando, en el que su madre se había quedado ciega y ella acababa de rechazar la oferta matrimonial de un vizconde diciéndole: «Nunca me casaré. Mi madre lo representa todo para mí».

—Tus padres están todavía fuera, ¿no?

—Sí, no volverán hasta dentro de diez días.

—Comprendo. ¿Te gustaría venir mañana a tomar el té conmigo?

—Oh, claro.

Laura se sintió orgullosa y excitada. El señor Baldock, que tenía una cátedra en la Universidad, a unas catorce millas de allí, poseía un pequeño cottage en el pueblo en donde pasaba las vacaciones y algunos fines de semana. Huía de la sociedad y había humillado a Bellbury negándose, de una manera descortés, a aceptar sus muchas invitaciones. Su único amigo era Arturo Franklin —una amistad que databa de muchos años. John Baldock no era un hombre cordial. Trataba a sus discípulos con tal brusquedad e ironía que la mayoría sentían el aguijón de despuntar sobre los otros, y el resto sucumbía antes de llegar el fin del curso. Había escrito varios libros voluminosos y complejos sobre fases oscuras de la historia, redactados de tal modo que muy pocas personas podían comprenderlos. Aunque sus editores le suplicaron amablemente que escribiera de una manera más inteligible, rechazó sus insinuaciones con una alegría feroz, diciéndoles que la gente que apreciase sus libros eran los únicos lectores dignos de leerlos. Con las mujeres era especialmente rudo, y como a muchas les fascinaba recibir desplantes, volvían a por más. A pesar de sus feroces prejuicios y su extremada arrogancia, poseía un corazón increíblemente bondadoso que siempre traicionaba sus principios.

Laura sabía que constituía un honor el que el señor Baldock, la invitara a tomar el té con él, y al día siguiente se acicaló de acuerdo con las circunstancias. Se presentó impecablemente vestida, limpia, con el cabello bien cepillado, aunque sobrecogida interiormente, pues el señor Baldock eré un hombre que imponía.

El ama de llaves le hizo pasar a la biblioteca en donde estaba el señor Baldock. Éste levantó la cabeza y se la quedó mirando.

—Hola. ¿Qué haces aquí?

—Usted me invitó a tomar el té.

El señor Baldock la miró atentamente. Laura lo observó reflexiva. Era una mirada grave, cortés, que consiguió ocultar su inseguridad interior.

—Así que te invité —dijo el señor Baldock frotándose la nariz—. ¡Hum…! Sí… te invité. No sé por qué. Bueno, en este caso será mejor que te sientes.

—¿En dónde?

La pregunta era muy atinada. La biblioteca consistía en una habitación repleta de estanterías que llegaban hasta el techo. Todos los estantes estaban abarrotados de libros, pero aún había un montón de ellos para los que no había sitio, y se encontraban apiñados sobre el suelo, las mesas y también ocupaban las sillas.

El señor Baldock parecía molesto.

—Supongo que tendremos que hacer algo —dijo de mal talante.

Escogió un sillón menos sobrecargado que los otros y refunfuñando y resoplando dejó en el suelo dos brazadas llenas de polvorientos tomos.

—Aquí tienes un sitio —dijo sacudiéndose las manos para desembarazarse del polvo y estornudando con fuerza.

—¿Es que no viene nadie aquí a limpiar el polvo? —preguntó Laura mientras se sentaba muy seria.

—No, ¡si aprecian en algo sus vidas! —contestó el señor Baldock—. No puedes suponerte lo que tengo que luchar. No hay nada que más le guste a las mujeres que venir a entremeterse para levantar nubes de polvo, armadas con latas que contienen una sustancia grasienta que huele a trementina o a demonios. Recogen los libros apilándolos según el tamaño sin importarles los títulos ni el asunto. Luego ponen en marcha una endiablada máquina que silba y chirría hasta ensordecer, y por último se van más alegres que unas castañuelas, después de dejarlo todo en un estado tal, que durante un mes no sabes dónde tienes las cosas. ¡Mujeres! ¡En qué pensaría el Señor cuando creó la mujer! Me imagino que vio a Adán demasiado feliz y seguro de sí mismo, poniendo nombres a los animales y todo eso y pensó que necesitaba bajarle un poco los humos. Pero me parece que fue demasiado lejos al crear la mujer. ¡Mira adónde fue a parar el pobre hombre! ¡De golpe y porrazo se encontró con el Pecado Original!

—Lo siento —dijo Laura excusándose.

—¿Qué es lo que sientes?

—Que piense así de las mujeres, porque supongo que yo soy una mujer.

—Gracias a Dios todavía no lo eres —exclamó el señor Baldock—. Aún te falta mucho. Aunque claro, todo llega, pero no pensemos en cosas desagradables. A propósito, no creas ni por un momento que había olvidado que hoy venías a tomar el té conmigo. Lo hice ver por una razón personal.

—¿Qué razón?

—Bueno… —El señor Baldock se volvió a frotar la nariz—. Quería ver lo que dirías. —Movió varias veces la cabeza en sentido afirmativo—. Y te aseguro que saliste muy bien…

Laura lo miró sin comprender.

—Tenía otra razón. Si tú y yo hemos de ser amigos, y por lo que veo parece que sí, tal como van las cosas, tienes que aceptarme tal como soy —un viejo cicatero, brusco y desagradable. ¿Comprendes? No esperes de mí frases bonitas como «¡Querida niña, qué contento estoy de verte… estaba deseando que vinieras…!».

El señor Baldock pronunció las últimas palabras con voz de falsete y en un tono de profundo desdén.

Laura se echó a reír.

—Sería muy divertido —dijo.

—En efecto, muy divertido.

Laura recobró su aspecto serio y lo miró reflexivamente.

—¿Cree que vamos a ser buenos amigos? —preguntó ella.

—Hemos de estar de mutuo acuerdo. ¿Te gusta la idea?

—Me parece… un poco rara —replicó dudando—. Quiero decir que los amigos suelen ser niños que vienen a jugar.

—¡No pretenderás que juegue al corro! ¡Ni lo sueñes!

—Ése es un juego para niños pequeños —le reprochó Laura.

—Nuestra amistad debe fundarse de una forma taxativa sobre un plano intelectual —dijo el señor Baldock.

Laura parecía divertirse mucho.

—No sé exactamente lo que significa, pero me gusta como suena.

—Significa que cuando nos veamos discutiremos de asuntos que nos interesen a los dos.

—¿Qué clase de asuntos?

—Pues… de comidas, por ejemplo. Soy muy aficionado a la buena mesa y supongo que tú también. Pero como tengo sesenta años y tú tienes… diez, ¿no es así?, no dudo que nuestras ideas sobre esa materia diferirán un tanto. Eso es lo interesante. Después hay otros asuntos… colores… flores… animales… la historia de Inglaterra…

—¿Se refiere a esas cosas como las mujeres de Enrique VIII?

—Precisamente. Pero cada vez que se nombra a Enrique VIII, de diez personas nueve salen hablando de sus mujeres. Es un insulto para un hombre que fue llamado Mejor Príncipe de la Cristiandad, y un estadista de primer orden en cuanto a astucia; basta recordar los esfuerzos que tuvo que hacer para conseguir un heredero legítimo. Sus infelices esposas no tienen ninguna importancia histórica.

—Pues yo creo que sus esposas fueron muy importantes.

—¡Eso es lo que pretendo: discusión!

—Me hubiera gustado ser Jane Seymour.

—¿Y por qué ella?

—Porque murió —dijo extática.

—También murieron Nan Bullen y Katherine Howard.

—Fueron ejecutadas. Jane estuvo casada con él sólo un año, tuvo un hijo y se murió, y todo el mundo lloró mucho.

—Bueno… ése es tu punto de vista. Vamos a otro sitio para ver si nos sirven el té.

2

—¡Es un té magnífico! —exclamó Laura en éxtasis.

Recorría con la mirada los buñuelos de grosella, los bollos de confitura, los bizcochos de crema, los emparedados de pepinillos, los pasteles de chocolate y un apetitoso y doradito «plum-cake».

En su boca apareció una risita retozona.

—Ahora veo que me esperaba —dijo—. A no ser que… ¿todos los días le sirven un té igual?

—¡Dios nos libre! —respondió el señor Baldock.

Se sentaron en amigable compañía. El señor Baldock comió seis emparedados de pepinillos y Laura cuatro pasteles de chocolate y un surtido de todas las golosinas.

—Me satisface ver que tienes buen apetito, jovencita —dijo el señor Baldock cuando terminaron.

—Siempre tengo hambre y es difícil que me enferme. Carlos siempre estaba empachado.

—¡Hum…! Carlos. Supongo que lo echas de menos.

—Oh, sí, claro, muchísimo, de veras.

El señor Baldock enarcó las espesas cejas grises.

—Está bien. Está bien. ¿Quién te dice que no lo echas de menos?

—Nadie, y lo echo mucho a faltar.

El anciano, muy serio, movió la cabeza afirmativamente en respuesta a ese ahínco con que la niña insistía en su dolor, y la contempló pensativo.

—Fue una pena espantosa que muriera así.

Inconscientemente, la voz de Laura reprodujo los tonos de otras voces, como si una persona mayor hubiera proferido antes la misma frase.

—Sí, fue muy triste —y añadió—: Para papá y mamá fue una pena terrible. Ahora… yo soy todo lo que tienen en el mundo.

—¿De veras?

Ella lo miró sin comprenderlo. Se había ido a su mundo de fantasía: Laura, cariño mío. Eres todo lo que tengo. Mi única hijita… mi tesoro.

—Malo —exclamó el señor Baldock. Era una de sus expresiones favoritas cuando se sentía inquieto—. Malo, malo. —Sacudió la cabeza contrariado—. Vamos al jardín, Laura. Echaremos un vistazo a las rosas. Cuéntame lo que haces durante el día.

—Por la mañana viene Miss Weekes y me da clase.

—¡Esa vieja harpía!

—¿No le gusta?

—Tiene todo el estilo de Girton. Procura no ir nunca allí, Laura.

—¿Qué es Girton?

—Una escuela femenina, en Cambridge. ¡Sólo al pensarlo se me pone la carne de gallina!

—Cuando tenga doce años iré a un internado.

—Los internados son sumideros de maldad.

—¿Cree que no me gustará?

—Me figuro que sí. ¡Ése es el peligro! Golpearás los tobillos de las otras chicas con el palo de hockey; volverás a casa enamorada de la profesora de música, da lo mismo que vayas a Girton que a Somerville. Bueno, tenemos aún dos años antes de que suceda lo peor. Saquemos ahora todo el partido posible. ¿Qué harás cuando seas mayor? Supongo que tendrás algún proyecto.

—Me gustaría cuidar leprosos.

—No está mal… Siempre que no traigas uno a casa y lo pongas en la cama de tu marido. Santa Isabel de Hungría lo hizo, en un exceso de celo. No dudo que fue una bendita de Dios, pero resultó una esposa desconsiderada.

—Yo nunca me casaré —dijo Laura con acento de renuncia.

—¿No? Yo en tu lugar me casaría. En mi opinión las solteronas son peores que las casadas, aún a costa de la gracia de los hombres, claro está; pero me atrevería a asegurar que serías una esposa mejor que las otras.

—No me parece bien. He de cuidar de los papás cuando sean viejecitos. Sólo me tienen a mí.

—Tienen una cocinera, una doncella, un jardinero, una bonita renta y muchos amigos. Estarán muy bien. Además, los padres deben resignarse a que sus hijos los dejen cuando llegue el momento. A veces es un consuelo. —Se detuvo ante un macizo de rosas—. Aquí están mis rosas. ¿Te gustan?

—Son preciosas —dijo Laura muy amable.

—En general las prefiero a los humanos. Por lo menos no duran tanto.

Luego tomó a Laura de la mano y se la apretó con fuerza.

—Adiós, Laura. Ahora debes marcharte. La amistad no se debe forzar demasiado. Lo he pasado muy bien contigo.

—Adiós, señor Baldock. Gracias por su invitación. Me he divertido mucho.

La cortés despedida salió con fluidez de sus labios. Laura era una niña muy bien educada.

—Está bien —dijo el señor Baldock dándole unos golpecitos amistosos en el hombro—. Recita siempre igual tu papel. Es una gentileza que si la practicas todo te irá mucho mejor. Cuando tengas mis años podrás decir lo que quieras.

Laura le sonrió y cruzó la verja que él sostenía abierta para dejarla pasar. Luego se volvió y vaciló.

—¿Qué sucede?

—¿De veras que ya es seguro? Quiero decir, si somos buenos amigos.

El señor Baldock se frotó la nariz.

—Sí —dijo con un suspiro—. Sí, eso creo.

—Espero que no le preocupará mucho, ¿verdad?

—No, no mucho… Ya me he hecho a la idea, imagínate.

—Claro. Yo también. Pero creo… creo que será muy bonito. Adiós.

—Adiós.

El señor Baldock la siguió con la mirada y exclamó furioso para sus adentros: «¡Qué manera de complicarte la vida, viejo loco!».

Y volviendo sobre sus pasos se encaminó a la casa en donde lo esperaba la señora Rouse, el ama de llaves.

—¿Ya se ha ido la niña?

—Sí, ya se fue.

—¡Válgame Dios, sí que ha estado poco rato! ¿No es cierto?

—El suficiente —contestó el señor Baldock—. Los niños y las personas de clase social inferior nunca saben cuándo tienen que despedirse. Uno tiene que hacerlo por ellos.

—¡Vaya! —exclamó indignada la señora Rouse siguiéndole con la vista cuando él pasaba por su lado.

—Buenas noches. Me voy a la biblioteca, y no quiero que se me moleste otra vez.

—¿Y la cena?

—No quiero nada, gracias. Ah, llévese todos esos pasteles y acábeselos, o déselos al gato.

—Gracias, señor. Mi sobrinita…

—Déselos a su sobrinita, o al gato o a cualquiera.

Entró en la biblioteca y cerró la puerta.

—¡Vaya! —exclamó otra vez la señora Rouse—. Tan brusco como todos los solterones. Pero yo comprendo sus razones.

Laura regresó a casa con una agradable sensación de importancia.

Sacó la cabeza por la ventana de la cocina en donde Ethel, la doncella, estaba embebida en una labor de ganchillo.

—Ethel —dijo Laura—. Tengo un amigo.

—Está bien, alma mía —contestó Ethel y siguió hablando en voz baja—. Cinco cadenetas, meter el ganchillo dos veces en el punto siguiente, ocho cadenetas…

—Tengo un amigo. —Laura repitió con énfasis la frase anterior.

Ethel siguió mascullando:

—Cinco puntos dobles y a la vuelta siguiente, tres, pero así, al final saldrá mal. ¿Cómo lo sacaré?

—Tengo un amigo —gritó la niña, frenética por la poca atención que le prestaba su confidente.

Ethel levantó la vista asustada.

—Bueno, cariño, pues límpiate —contestó distraída.

Laura se marchó enfadada.