CAPÍTULO PRIMERO

1

Llewellyn Knox abrió de par en par las ventanas del hotel y dejó que penetrara el suave y perfumado aire de la noche. Debajo centelleaban las luces de la ciudad; más al fondo, las del puerto.

Por primera vez, en varias semanas, Llewellyn se sentía tranquilo y en paz. Tal vez, aquí, en la isla, podría tomarse un descanso y recapacitar sobre él y el futuro. Éste se perfilaba claro en su conjunto, pero borroso en algunos pormenores. Había pasado por momentos de angustia, de vacío, de fatiga. Muy pronto empezaría una nueva vida, más sencilla; una vida con menos exigencias: la vida de un hombre como cualquier otro, con sólo una desventaja: la empezaría a los cuarenta años.

Volvió al dormitorio. Estaba amueblado con sencillez, pero era limpio. Se lavó la cara y las manos, sacó de la maleta lo poco que llevaba y salió del dormitorio. Bajó dos tramos de escalera hasta llegar al vestíbulo del hotel. Detrás del mostrador había un empleado escribiendo. Levantó un momento los ojos hacia Llewellyn, lo examinó cortésmente, pero sin la menor curiosidad y se puso de nuevo a trabajar.

Llewellyn empujó la puerta giratoria y salió a la calle. El aire era caliente, impregnado de una suave fragancia húmeda. No tenía la exótica languidez de la brisa tropical pero su tibieza era suficiente para relajar la tensión. El ritmo acelerado de la civilización había quedado atrás, como si en la isla uno retrocediera a otros tiempos, cuando la gente acudía al trabajo sin apresurarse, con la idea de que llegaría a su debido tiempo, sin prisas, sin tensión nerviosa. Aquí podría haber pobreza y dolor; diversidad de enfermedades pero no existía la prisa febril, los nervios alterados, el temor al mañana que son los constantes aguijones de las grandes capitales. Los tensos semblantes de las mujeres que ejercen una profesión; los despiadados rostros de las madres, ambiciosas por el porvenir de sus hijos, las caras grises y gastadas de los jefes de empresa luchando incesantemente por mantener su puesto, para no descender de categoría, para no sucumbir, ni ellos ni los suyos; el aspecto cansado y ansioso de la gente librando una batalla para conseguir un mejor nivel de vida o para mantener el que ya tienen, nada de esto existía en la gente que pasaba por su lado. La mayoría lo observaban pero era una mirada cortés, considerándolo un extranjero, y luego desviaban los ojos para reanudar su vida. Caminaban despacio, sin prisa. Tal vez sólo tomaban el aire. Aún en el caso de que tuvieran que emprender un viaje particular, lo hacían sin recurrir a la urgencia. Lo que no se hiciera hoy podía hacerse mañana; los amigos que esperaban su llegada podían esperar un poco más sin incomodarse.

Llewellyn pensó: «Es gente seria, educada, que raras veces sonríe». No porque estuvieran tristes, sino porque sonreírle a uno significaba una broma. Aquí la sonrisa no se usaba como un arma social.

Una mujer con un niño en brazos le pidió limosna con un gemido mecánico y amortiguado. No comprendió lo que le decía, pero la mano extendida y la triste salmodia eran ya un viejo patrón de sobras conocido. Le puso una pequeña moneda en la palma de la mano y ella le dio las gracias del mismo modo mecánico y se marchó. El niño dormía sobre su hombro. Se le veía bien nutrido y hasta la cara de la mujer, aunque avejentada, no estaba demacrada ni ojerosa, pensó que lo más probable era que no lo necesitara, simplemente pedía limosna porque éste era su oficio. Proseguía de esta forma, mecánica y cortés, hasta conseguir el suficiente dinero para obtener comida y cobijo para ella y su hijito.

Dobló una esquina y bajó por una calle estrecha y empinada que desembocaba en el puerto. Dos chicas que paseaban juntas le rozaron al pasar por su lado. Hablaban y reían sin volver la cabeza a un grupo de cuatro jóvenes que caminaban a pocos pasos detrás de ellas. Llewellyn sonrió. Así se cortejaba en la isla. Las chicas eran bonitas, con una orgullosa belleza morena que seguramente no llegaría a la madurez. En diez años, quién sabe si en menos, serían como esas avejentadas mujeres que veía subir por la cuesta del brazo de sus maridos, robustas, frescachonas y todavía ufanas a pesar de sus cuerpos deformes.

Llewellyn bajó la empinada calle y se encontró frente al puerto. Por todas partes se veían cafés con amplias terrazas donde la gente se sentaba ante unos vasos conteniendo bebidas de brillantes colores. La multitud pasaba en tropel arriba y abajo ante las cafeterías. Sus miradas descubrieron de nuevo que Llewellyn era un extranjero, pero no mostraban ni interés ni sorpresa. Estaban acostumbrados a los turistas. Venían en los barcos y saltaban a la playa, a veces sólo por unas horas; otras, se quedaban varios días, aunque por lo general, no muchos. Los hoteles eran mediocres y no contaban con las comodidades que hubieran podido retenerlos. Los extranjeros, tal como leía en sus ojos, no les interesaban. Eran simplemente unos desconocidos que nada tenían que ver con la vida de la isla.

Sin darse cuenta, Llewellyn aminoró la marcha. Había estado caminando con el paso acostumbrado, rápido de los hombres continentales; el paso de un hombre que acude a un lugar definitivo, ansioso de llegar cuanto antes para aliviarse de la prisa.

Pero ahora no iba a ninguna parte. No existía un lugar determinado, ni física ni espiritualmente. Era sólo un hombre entre los demás, y junto con este razonamiento le vino aquel cálido y feliz conocimiento de la fraternidad humana que había permanecido en estado latente en su conciencia en la decadencia de los últimos meses. Ese sentimiento de acercamiento conmovedor, de ternura para con sus semejantes era una cosa casi imposible de describir. Carecía de objeto, de meta y que nada tenía que ver con la caridad. Era un sentimiento de amor y benevolencia que ni daba ni aceptaba nada, que no deseaba ni otorgar ni recibir un favor. Se podía comparar a un momento de amor que abarca la máxima comprensión con una satisfacción infinita y que no obstante, por muchas razones, no puede ser eterno. Cuántas veces, pensó Llewellyn, había oído y dicho la siguiente frase: «Concédenos, Señor, tu gracia para que nos amemos los unos a los otros».

El hombre podía sentir así, pero no por mucho tiempo.

De pronto vio que aquí se hallaba la compensación, la promesa del futuro que no había comprendido. Durante más de quince años se había mantenido alejado del sentimiento de fraternidad para con los otros hombres. Había sido hombre apartado, un hombre dedicado a servir. Pero ahora que la gloria y el angustioso agotamiento habían cesado podía volver otra vez a ser un hombre entre los hombres. Ya no necesitaba servir, sólo vivir.

Llewellyn se acercó a un rincón de un café y se sentó a una de las mesas del interior, cerca de la pared, desde donde podía ver por encima de las otras mesas, la gente que paseaba por la calle, y detrás, las luces del puerto y los barcos que anclaban.

El camarero que le servía le preguntó con voz suave y musical si era americano. A la respuesta afirmativa de Llewellyn, una cordial sonrisa le iluminó el rostro.

—Tenemos periódicos americanos. Se los traeré.

Llewellyn reprimió un gesto de negación.

El camarero volvió al poco rato con una expresión de orgullo en su cara trayendo dos revistas ilustradas americanas.

—Gracias.

—De nada, señor.

Los periódicos tenían dos años. Eso también satisfizo a Llewellyn. Acentuaban la separación de la isla de los acontecimientos del día. Aquí, por lo menos, no existiría el recuerdo cotidiano.

Por un momento cerró los ojos, recordando los diversos incidentes de los últimos meses.

—¿De veras? Pensé que lo había reconocido…

—Si no me engaño, ¿es usted el doctor Knox?

—Usted es Llewellyn Knox, ¿no es cierto? Oh, quisiera decirle cuánto lo sentí al saber…

—Ya sabía que era usted. ¿Cuáles son sus planes, doctor? Fue tan horrible su enfermedad… ¿Es cierto que está escribiendo un libro? ¡Qué ganas tengo de leerlo! ¿Qué mensaje nos trae?

Y así constantemente, sin cesar. En los barcos, en los aeropuertos, en los hoteles caros o en los baratos, en restaurantes, trenes. Reconocido, preguntado, compadecido, halagado… sí, eso había sido lo peor. Las mujeres… mujeres de mirada perruna… con aquella capacidad de adoración que tienen las mujeres…

Y luego, como es natural, la Prensa. Pues él aún era noticia. (Afortunadamente aquello no podía durar mucho). Un aluvión de preguntas necias e indiscretas, como: «¿Qué planes tiene? ¿Qué opina de…? ¿Podemos clasificarlo como creyente? ¿Puede damos un mensaje?».

¡Un mensaje, siempre un mensaje! ¡A los lectores de un determinado periódico, al país, a los hombres, a las mujeres al mundo…!

¡Pero si él nunca había tenido un mensaje que aportar! Había sido un mensajero, lo cual era muy diferente. Pero nadie lo creía. Descanso… eso era lo que necesitaba. Descanso y tiempo para conocerse a sí mismo y saber lo que podía hacer. Tiempo para hacer un inventario de su persona; para empezar a vivir una nueva vida a los cuarenta años. Debía descubrir lo que le había sucedido a él, al hombre, en los quince años que pasó como mensajero.

Bebía a pequeños sorbos el licor coloreado; miraba la gente, las luces, el puerto y pensó que aquél era el lugar indicado para hallar lo que buscaba. No era la soledad del desierto lo que necesitaba, sino a sus semejantes. No era por naturaleza ni un solitario ni un asceta. No sentía vocación por la vida monástica. Todo lo que quería era descubrir quién era Llewellyn Knox. Una vez descubierto, podía seguir adelante y empezar otra vez una vida nueva.

Quizá todo se reducía a contestar las tres preguntas de Kant:

—¿Qué sé?

—¿Qué espero?

—¿Qué debo hacer?

De estas preguntas sólo podía responder a una: la segunda.

Volvió el camarero y se paró junto a la mesa.

—¿Son buenas las revistas? —preguntó alegre.

—Sí.

—Temo que no sean muy recientes.

—No tiene importancia.

—Claro, lo que fue bueno hace un año también lo es ahora, ¿no? —Hablaba con voz segura, tranquila. Luego agregó—: ¿Ha venido con el barco «Santa Margarita»? ¿Aquel que está allí? —E indicó con un gesto el muelle.

—Sí.

—¿Es cierto que parte mañana a las doce?

—Tal vez. No lo sé. Yo me quedo aquí.

—¡Ah! Ha venido entonces a visitar la isla. Es muy bonita. Todos los turistas lo dicen. ¿Se quedará entonces hasta el jueves, que viene el próximo barco?

—Tal vez más. Puede que me quede aquí más tiempo.

—Ah, entonces viene por asuntos de negocio.

—No. No tengo ningún negocio.

—Generalmente, la gente no se queda aquí mucho tiempo, a no ser que sea por algún negocio particular. Dicen que los hoteles no son buenos y que no se puede hacer nada.

—¿Está seguro de que aquí se puede hacer lo mismo que en otro sitio?

—Para los que somos de la isla, sí. Vivimos aquí y tenemos nuestro trabajo. Pero para los extranjeros, no. Aunque algunos han venido a instalarse en la isla. Le citaré como ejemplo a Sir Wilding, un inglés. Es propietario de una gran hacienda que heredó de su abuelo. Ahora vive siempre aquí y se dedica a escribir. Es un señor muy conocido y respetado de todo el mundo.

—¿Se refiere a Sir Richard Wilding?

—Sí, ése es su nombre. Lo conocemos desde hace muchos años. Durante la guerra estuvo fuera, pero después volvió. También pinta. Aquí vienen muchos pintores. Hay un francés que vive en un cottage en Santa Dolmea; y al otro lado de la isla vive un inglés con su esposa. Son muy pobres y los cuadros que pintan son muy raros. Ella también hace esculturas de piedra…

De pronto se interrumpió y salió disparado hacia una mesa situada en un rincón con una silla apoyada en ella, indicando que estaba ocupada. Cogió en seguida la silla y la retiró un poco, inclinándose ante la mujer que venía a ocuparla.

Ella le sonrió y le dio las gracias al sentarse. Aunque no le pidió nada, el camarero se marchó al instante. La mujer apoyó los codos en la mesa y se quedó contemplando puerto.

Llewellyn la miró con un gesto de sorpresa. Llevaba mantón español bordado con flores sobre fondo verde esmeralda, como los que usaban muchas de las mujeres que pasaban por la calle, pero estaba seguro de que era inglesa o americana. Su rubia belleza destacaba entre la de las otras mujeres que ocupaban el café. Un gran manojo de buganvillas color coral casi cubría la mesa colgando por los bordes. Cualquiera que estuviera sentado allí debía sentir la impresión de mirar desde una cueva cubierta por una vegetación que lo ocultaba del mundo y en especial de las luces de los barcos y de sus reflejos en el puerto.

La joven, pues no aparentaba tener mucho más de veinte años, se sentó completamente inmóvil en actitud de pasiva espera. El camarero le trajo en seguida una bebida. Sin decir palabra le dio las gracias con una sonrisa. Rodeó el vaso con ambas manos y sin dejar de mirar el puerto ingirió el licor a pequeños sorbos.

Llewellyn observó los anillos que rodeaban sus dedos. En una mano llevaba una esmeralda y en la otra un aro de diamantes. Bajo el exótico mantón llevaba un sencillo vestido negro de cuello alto.

Ni miraba ni prestaba atención a los que la rodeaban, que a su vez apenas le echaron una ojeada, y aun así sin demostrar mayor interés. Era evidente que se trataba de una cliente muy conocida en aquel café.

Llewellyn se preguntaba quién podía ser. Le chocaba que una joven de su clase estuviera sentada sola sin nadie que la acompañara. No obstante, era obvio que la joven se encontraba perfectamente a sus anchas con el aire del que está acostumbrado a representar cada día el mismo papel.

Tal vez muy pronto, alguien vendría a sentarse con ella. Sin embargo, pasó un buen rato y la mujer permaneció sentada en el mismo sitio. De vez en cuando hacía un ligero gesto con la cabeza y el camarero le traía otro vaso.

Había transcurrido casi una hora cuando Llewellyn pidió la cuenta y se dispuso a salir. Al pasar por su lado la miró.

Ella parecía ajena a él y a los que la rodeaban. Tan pronto miraba el vaso como el mar, siempre con la misma expresión: como el de alguien que está muy lejos.

Cuando Llewellyn salió del café y tomó la estrecha calle que conducía a su hotel sintió el impulso repentino de volver, de hablarle, de prevenirle. ¿Por qué aquella palabra «prevenirle» había cruzado su mente? ¿Por qué tenía el presentimiento de que estaba en peligro?

Sacudió la cabeza. No podía hacer nada en aquel momento, pero estaba completamente seguro de que existía una razón.

2

Dos semanas después Llewellyn Knox estaba aún en la isla. Pasaba los días de acuerdo con el plan que se había trazado. Paseaba, descansaba, leía, volvía a pasear, dormía. Por las noches, después de la cena, bajaba al puerto y se sentaba en un café. Pronto la lectura dejó de ser una de sus habituales costumbres; ya no tenía nada para leer. Ahora vivía con él mismo, y sabía que era lo que debía ser. Pero no estaba solo, se encontraba en medio de los hombres, de acuerdo con ellos aun cuando no les hablara. Ni los buscaba ni los rehuía. Hablaba con mucha gente, pero a esas conversaciones no les daba mayor importancia que la de una simple cortesía. Le apreciaban y él les correspondía con los mismos sentimientos, pero ninguno deseaba interferirse en la vida del otro.

Sin embargo, en esta retraída y amable amistad había una excepción: pensaba constantemente en la muchacha del café que se sentaba a la mesa bajo las buganvillas. Aunque frecuentaba diversos establecimientos del puerto, asistía con más frecuencia al primero que escogió. En varias ocasiones había visto a la joven inglesa. Llegaba siempre a última hora de la noche y se sentaba a la misma mesa, hasta que casi todos se habían marchado. Aunque para él constituía un misterio, comprendía que no lo era para los demás.

Un día le preguntó al camarero:

—La señora que se sienta allí, ¿es inglesa?

—Sí, señor.

—¿Vive en la isla?

—En efecto.

—¿No viene todas las noches?

A lo que el camarero había contestado muy serio:

—Viene cuando puede.

Fue una respuesta curiosa que hizo meditar a Llewellyn.

No preguntó su nombre. Si el camarero hubiera querido que lo conociera ya le habría dicho: «La señora se llama Fulana de Tal y vive en tal y cual sitio». Desde el momento que no se lo dijo consideró que existía una razón para no dar su nombre a un extranjero. En cambio preguntó:

—¿Qué bebe?

—Coñac —respondió rápido el chico, y se marchó. Llewellyn pagó la consumición y se despidió. Pasó por entre las mesas y se detuvo un momento antes de abandonar el establecimiento. De pronto, giró sobre los talones y con paso firme y decidido se acercó a la mesa cubierta de buganvillas.

—¿Le importaría que me sentara unos momentos para hablar con usted? —dijo.