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ALLÍ ESTABA: un hemisferio abultado con montañas de anaranjado azufre, inundado con roja lava de azufre, barrido por los vientos de amarillo polvo de azufre, picado por cenizas de negro azufre quemado, barrido por blanca escarcha de azufre...
Los primeros humanos en ver Ío, en los reconstruidos datos de vídeo enviados de vuelta por el Voyager I, lo habían llamado una «pizza». ¿Cómo lo hubieran llamado si aquellos primeros observadores no hubieran vivido en los arrabales de Los Ángeles sino en Moscú o Sao Paulo o Delhi?
¿O lo hubieran visto como Randolph Mays y Marianne Mitchell lo estaban viendo ahora...? La videoplaca de su cápsula de hojalata mostraba la luna que se acercaba rápidamente a tiempo real, en el mismo ángulo que si la estuvieran mirando a través de una escotilla con sus propios ojos. Ío no se parecía demasiado a una pizza para Marianne. Parecía más bien un infierno congelado; sin contar el interior de algunas naves espaciales, era la cosa más fea que había visto hasta ahora en sus viajes. Pero la fealdad de Ío era tan atrevida y salvaje, sus fuerzas elementales estaban exhibidas tan inmodestamente, que resultaba casi excitante.
Se alegraba de haber dejado que Randolph la convenciera de emprender aquella — ¡literalmente enlatada!— aventura turística. Sonrió y dejó que sus ojos se apartaran de la rojiza luna. Su mirada se demoró en la escarpada expresión del hombre.
Mays parecía sumido en sus pensamientos, con los ojos no enfocados en el paisaje de Ío sino en alguna otra parte infinitamente más allá.
Una voz que había aprendido a considerar como ruido de fondo interrumpió sus pensamientos.
—Cuatro volcanes activos son visibles desde la posición actual de su Crucero Lunar, con plumas que se alinean desde los treinta hasta más de doscientos kilómetros de altura...
Mays consiguió mantener su concentración pese al desgranar por parte de la voz robot de la cápsula de una de sus periódicas conferencias. Era como un monje zen, calmadamente sentado, sin pensar en nada, sin saber nada excepto la inspiración y la espiración de su aliento.
—...el más fácilmente visible en el cuadrante inferior derecho de su pantalla, cerca del terminador. Observen la pluma de material en forma de sombrilla eyectada por el respiradero a una velocidad que se aproxima a un kilómetro por segundo, más de un tercio de la velocidad de escape de Ío. Si desean ver el globo más grande de gases cristalizados que rodean la pluma interior sólida del volcán, giren su videoplaca al espectro ultravioleta...
Ahora la cápsula se acercaba a Ío tan rápido que su movimiento hacia él era perceptible. Lo que había sido un detallado y fascinante pero aún lejano paisaje adquiría una nueva dimensión; Marianne recordó su visita al Gran Cañón en la Tierra, de pie en uno de los puntos de observación, admirando distantes vistas de oteros y mesas, cuando de pronto la grava bajo sus pies patinó y la arrastró unos pocos centímetros hacia el borde.
Se sintió aferrada por el terror.
— ¡Randolph, estamos cayendo!
—Hum, ¿qué ocurre, querida?
— ¡Algo va mal! ¡Estamos cayendo directamente hacia... hacia ese volcán!
Mays reprimió una sonrisa.
—Si puede por un momento arrancar sus ojos de nuestro inminente destino, déjeme cambiar el esquema del rumbo. Idealizados gráficos remplazaron a la más inmediata realidad en la pantalla. Mays tecleó en los controles, ajustando la escala para incluir la superficie de Ío.
La línea verde de su trayectoria prevista los llevaba a trescientos kilómetros de la superficie de la luna. A aquella escala, la línea azul de su trayectoria real podía haberse desviado de la línea verde no más del ancho de un pixel o dos, porque seguían siendo idénticas.
Su velocidad era impresionante, sin embargo..., la línea azul se arrastraba a lo largo de la verde a varios milímetros por segundo. Pero el corazón de Marianne aún seguía golpeando fuertemente; no podía controlar su respiración.
—Podríamos decir que estamos cayendo —admitió Mays—. Pero caemos más allá del volcán, no a él. Caemos más allá de la superficie de Ío. Y luego, por supuesto, caeremos hacia Júpiter. —Amplió rápidamente la escala del gráfico: el familiar elipsoide verde estaba aún allí donde había estado, trazando su curva y regresando finalmente hacia Ganimedes—. Con un poco de suerte, lo fallaremos también. —Le sonrió, y era una sonrisa con la suficiente calidez como para ser lo que ella necesitaba, absolutamente reconfortante.
Marianne estudió la gráfica como si su vida dependiera de ella. Su pulso se hizo más lento; pudo sentir la tensión relajarse.
—Lo siento, Randolph —dijo con voz débil.
—No necesita disculparse. Reconozco que una perspectiva que cambia tan rápidamente es atemorizadora.
—Es sólo que..., resulta claro cuando me lo explican, pero tengo la sensación... Creo que hubiera debido hacer mis deberes.
—Ciertamente, la física intuitiva suele ser errónea —emitió su risita gutural de profesor de historia—, como Aristóteles demostró repetidamente.
Ella no pensó que aquello fuera divertido, pero se obligó a sonreír.
—Podemos volver a cambiar la imagen. Intentaré superar mí... intuición.
Cambió de nuevo a tiempo real. La imagen era sorprendentemente distinta. Atrapados por la gravedad de Ío, caían ahora a 60.000 kilómetros por hora, una sorprendente velocidad tan cerca de una superficie. Sus músculos faciales se tensaron, pero mantuvo su sonrisa y se obligó a mirar.
Las copiosas emisiones del volcán eran tan oscuras y fluidas como sangre, un translúcido montón de suave rojo que se esparcía hacia fuera del oscuro respiradero en su centro con una simetría que era casi voluptuosa. Su cápsula era un proyectil que se encaminaba al centro de la pluma, que crecía como para engullirles. A todo su alrededor se alzaban suaves montañas color carne.
Luego todo se curvó hacia abajo, cayó y se alejó hacia atrás.
La voz de la cápsula dijo:
—El campo de visión de la videoplaca de su Crucero Lunar ya no está seleccionando la superficie de Ío. Si desean seguir viendo ustedes Ío, pueden ajustar fácilmente su punto de visión seleccionando «autoajuste» en su videoconsola.
—No, gracias —dijo Marianne con voz suave.
—Está siendo grabado todo en la memoria —dijo Mays—. Podemos volver a pasarlo más tarde si quiere. Cuando estemos bien lejos.
—Randolph —dijo ella en voz baja, casi furiosa—, ¿no podemos quitarnos estos estúpidos trajes? Quiero que me abrace. —No aguardó a su respuesta antes de hacer saltar los cierres de su arnés para liberarse del sillón de aceleración.
Él no dijo nada, pero siguió su ejemplo. Cuando había soltado su arnés ella ya se había desembarazado de su traje; le ayudó a él a salir del suyo, arrodillada sobre él en su litera, tan ingrávida como él.
Le ayudó a desembarazarse del traje de vacío, luego siguió con el resto de sus ropas. Al poco tiempo estaban ambos desnudos a la débil luz de la pantalla, la morena y elástica joven y el musculoso, anguloso y definitivamente más viejo hombre.
En su urgencia ella no prestó atención al débil sonido del sistema de maniobra de la cápsula. Puesto que no había hecho sus deberes, y normalmente no prestaba el menor interés en los esquemas, no tenía ninguna forma de saber que el programa de la trayectoria no tenía previsto ningún ajuste de rumbo en aquel momento.
—Está ocurriendo —dijo Sparta. Desde que Mays y Marianne habían partido hacia Ío, Sparta había acudido a la parpadeante oscuridad del TAJ, el centro de control del Tráfico Automatizado Joviano de la Junta Espacial, cuyas verdes pantallas y temblorosos sensores seguían el rastro de todos los vehículos en el espacio en torno de Júpiter.
— ¿Qué está ocurriendo, inspectora? —preguntó un joven controlador alemán, con su pelo rubio pajizo cortado a cepillo tan cuadrado y brillante como las hombreras de su uniforme azul. Con audible desdén, añadió—: No es visible ninguna alteración en la trayectoria de la lata turista.
No para ti, pensó Sparta, pero se limitó a decir:
—Mientras usted observa y espera, yo pondré en alerta nuestro cúter.
Cinco minutos más tarde el controlador apreció finalmente una diminuta discrepancia en el rumbo del Crucero Lunar, aunque todavía estaba dentro de los límites de incertidumbre del sistema de rastreo; pese a todo, Sparta hizo una llamada a través de su enlace personal.
—Llamas en un momento inoportuno, Ellen —le gruñó el comandante.
—Lo siento, señor —respondió ella alegremente—. ¿Le he pillado en el lavabo?
—Me has pillado cuando estaba grabando una operación de contrabando que estaba teniendo lugar en el local de Von Frisch. Ahora voy a tener que dejarlo a los locales.
—Mejor para las relaciones públicas de la Junta Espacial. Necesito su autorización para que el cúter me lleve a Amaltea lo antes posible. Ya he alertado a la tripulación, y tengo una lanzadera esperando para llevarme ahí arriba.
—De acuerdo. Confirmaré tus disposiciones. ¿Te importaría decirme qué está ocurriendo, de todos modos? ¿En caso de que alguien desee saberlo?
—Parece que Mays ha hecho un movimiento.
— ¿Qué? No importa. Estaré contigo en media hora.
—Mejor que usted se quede en Ganimedes, señor. Cubra nuestras espaldas.
Él se echó a reír.
—Para eso es para lo único que soy bueno a mi edad. —Sonó inusualmente cansado.
—Alégrese jefe. La guerra no ha terminado todavía.
En el Crucero Lunar, el tiempo pasaba sin sentir.
—No estás durmiendo —susurró intensamente Marianne.
Mays abrió los ojos.
—Al contrario, querida —dijo, con una voz sólo un poco menos enérgica de lo habitual—. Tú me vigorizas.
—Y por supuesto no pienses que he terminado contigo todavía.
—Oh, por supuesto..., espero que no. —Dudó unos instantes—. Pero soy egoísta. Me gusta mezclar mis placeres.
—Suena interesante. —Sus palabras estaban a medio camino entre un ronroneo y un gruñido.
—Sí. Quiero decir, no querremos perdernos nuestra vista de Europa..., nos acercaremos a ella dentro de una hora —cuando vio la fría expresión en el rostro de ella se apresuró a añadir—: y quiero saborearte a placer.
La expresión de Marianne se ablandó de nuevo. Él no estaba rechazándola, pero se dio cuenta de que tendría que hacer alguna concesión a su... madurez.
—Pero, ¿tenemos que volver a ponernos la ropa? ¿Hay alguna razón por la que debamos llevar esas cosas malolientes en este pequeño y perfectamente agradable contenedor de acero?
Él la miró a la cálida luz de Júpiter procedente de la pantalla visora, se recreó en su perfecta piel y sus suaves curvas y su brillante pelo negro flotando ingrávido, y luego miró su propio cuerpo, nudoso e irregularmente texturado.
—No hay ninguna razón para que tú lo hagas, pero desgraciadamente mi apariencia...
—Me gusta mirarte.
—A mí no me gusta mirarme. Siento náuseas. Soy demasiado miembroslargos para evitar ver al menos alguna parte de mí mismo cada vez que me muevo. —Atrapó sus flotantes pantalones del aire y empezó a ponérselos.
Marianne observó un momento, luego suspiró expresivamente y tendió la mano hacia su mono.
—Supongo que tendré que vestirme también. Me niego a someterme a una desventaja. Aunque sea simbólica.
—Espera hasta después de Europa, querida.
El ardor de Marianne se había enfriado, y no dijo nada más hasta que estuvo completamente vestida. Por su parte, Mays parecía una vez más sumido en sus pensamientos. Marianne flotó hacia su litera de aceleración, sin el menor deseo de atarse de nuevo a ella, y contempló la enorme curva de Júpiter contra el campo de estrellas en la videoplaca.
La estudió más atentamente, y una diminuta arruga se formó en su ceño.
—Randolph, dijiste Europa en una hora. ¿No debería ser visible en la pantalla?
—Sí, por supuesto... —Se sobresaltó mientras estudiaba la pantalla. Júpiter estaba allí, pero ninguna de sus lunas era evidente. Sin una palabra, cambió la imagen al esquema del vuelo—. Dios mío, esto no puede ser cierto.
Desde poco después de que abandonaran Ío, la línea azul de su trayectoria a través del espacio había estado desviándose firmemente de la línea verde planeada por ellos. El ángulo era pequeño, pero su velocidad era grande..., y se estaba haciendo más grande. Ya no se alejaban de Júpiter camino de Europa, sino que en vez de ello estaban trazando una lenta espiral hacia el enorme planeta.
— ¡No hubo ninguna advertencia! ¿Cómo puede no haber habido ninguna advertencia? —La voz de Mays estaba llena de ultraje.
La voz robot de la cápsula eligió aquel momento para hablar:
—Por favor relájense y prepárense para el próximo emocionante episodio de su excursión joviana. Su Crucero Lunar está a punto de pasar junto al mundo de los océanos enterrados..., ¡Europa!
Marianne contemplaba fijamente el esquema.
—Randolph, estamos cayendo directamente hacia Júpiter.
—Tenemos mucho tiempo antes de que eso ocurra —dijo Mays—. Y lo necesitaremos, si puedo acceder a los circuitos de control de esta máquina. Todo esto es probablemente algo muy simple. Pero... —Su voz se desvaneció bruscamente, como si hubiera estado a punto de decir más de lo debido.
—Cuéntame lo que ibas a decir —insistió ella. Le miró firmemente, llena de coraje.
—Bueno, estamos ya en el cinturón de radiación. Aunque pueda corregir nuestro rumbo, vamos a... absorber una gran dosis.
—Podemos morir —dijo ella.
Él no respondió. Estaba pensando en otras cosas.
—No te detengas por mí, Randolph —ordenó Marianne—. No tengo intención de morir hasta que deba hacerlo. Y tú tampoco..., no te dejaré.