13

EL MICHAEL VENTRIS se asentó lentamente desde su órbita bajo el tirón de pluma de la gravedad de Amaltea hasta que las planas patas de su trípode se hundieron profundas en la espumosa superficie helada. En la bodega del equipo, el topo de los hielos colgaba relajado de sus correas de sujeción, iluminado por el metálico resplandor de las luces de trabajo. Blake y Forster se izaron a su cabina y se sujetaron metódicamente a sus asientos. El inquieto profesor se agitaba con impaciencia.

—Vaya artilugio viejo y curioso —murmuró Blake plácidamente, mientras contemplaba el chillón panel iluminado ahora como una calle en carnaval. Trasteó con los instrumentos mientras Forster, que se había mostrado nervioso durante todo el tedioso prelanzamiento, se ponía cada vez más tenso.

—Eso sí es un topo viejo, ¿eh? —dijo la ronca y alegre voz de Josepha Walsh por el comunicador.

—Este Viejo Topo aún tiene mucho camino que recorrer —dijo Blake al fin—. Los diagnósticos nos dan una placa despejada. Listos para el despegue.

Adelante con ello —dijo Forster.

— ¿Todo preparado, Jo? —dijo Blake en la dirección general del micro.

Por un momento hubo silencio en el comenlace antes de que Walsh respondiera:

—Eso es un roger. Puedes proceder.

Blake bajó la burbuja transparente sobre sus cabezas y la selló.

—Confirmando presión atmosférica completa, ninguna fuga discernible.

—Estarán bien mientras lleven sus unidades-E —les llegó respuesta de Walsh. Contra cualquier pérdida repentina de presión llevaban trajes blandos de emergencia, con las placas faciales de los cascos abiertas. El topo era demasiado antiguo para ir equipado para trajes de Realidad Artificial, con los cuales un piloto podía sentirse como una parte de la máquina.

—Dudo mucho que vayamos a morir de despresurización —dijo Forster vivamente.

Blake le lanzó una rápida mirada. Quizás era la sensación de separación, la necesidad de capas de protección e interpretación entre él y el entorno, lo que volvía al profesor tan irritable. Quizá le recordaba su casi desastrosa expedición a Venus.

—Entonces dejo de retenerles —dijo Walsh. Las compuertas laterales de la bodega de equipo se abrieron...

...sobre un campo de estrellas encima y una bruma blanca ultraterrena debajo, y en el horizonte un resplandor rojizo, Júpiter cabalgando fuera de la visita más allá del borde de la luna.

El zumbido de una grúa eléctrica en miniatura se comunicó a través de las abrazaderas al techo del vehículo cuando el topo fue alzado muy lentamente de la bodega y depositado fuera de la nave. El zumbido cesó. Hubo un clic cuando la última sujeción magnética se soltó. Luego otro clic cuando unos muelles se desenrollaron y propulsaron suavemente la máquina lejos de la nave. Casi pero no completamente ingrávida, la masiva máquina empezó a hundirse lentamente de morro. Cayó durante largo tiempo en la bruma, como un globo de helio deshinchado, y pareció como si aquello no fuera a terminar nunca.

El borde de la enorme antena alienígena surgió por entre la lechosa blancura del lado de babor. El Ventris había depositado a propósito el topo al lado de la antena, porque allí las muestras de hielo señalaban manchas anómalas más jóvenes que la edad por otra parte uniforme de Amaltea de mil millones de años.

Blake y Forster apenas notaron la lenta colisión con el delicado hielo cuando golpearon la superficie..., pero fuera hubo bruscos remolinos de nieve que ascendieron hasta media altura de la ventanilla de la cabina.

Por encima y por detrás suyo, apenas visibles a través de la escarchada ventanilla, dos formas blancas brillaban como corpulentos ángeles descendiendo por el negro cielo: Hawkins y Groves, que comprobaban los gruesos y semienrollados cables eléctricos que suministrarían energía al topo de las unidades auxiliares de energía del Ventris. Hicieron lo que tenían que hacer detrás del topo de los hielos, asegurando las conexiones de los cables.

—Muy bien, ahora deberían poder moverse —les llegó la jovial voz de Hawkins por el comenlace. Había superado su torpeza con el traje espacial; de hecho, tras un día de práctica, se había convertido en un atleta del vacío.

—Bien, allá vamos —informó Blake al Ventris.

—Todos los enlaces señalan verde en nuestros controles —dijo Walsh desde la cabina de pilotaje.

—Puede empezar cuando quiera —dijo Forster tensamente.

Blake empujó las palancas hacia delante.

Debajo de ellos, dos juegos gemelos de dientes opuestos iniciaron una intrincada danza, lentamente al principio, luego con creciente velocidad. Una nube de cristales de hielo envolvió el topo. Los primeros diez o doce metros eran esponjosa espuma de hielo, luego hubo un golpe sordo, y la máquina descendió bruscamente a través de una bolsa de vacío en medio del hielo. Finalmente, con un chirrido, las hojas de titanio con bordes de diamante encontraron viejo y duro hielo, y el topo empezó a perforar directamente hacia el corazón de Amaltea.

Forster se relajó de pronto y dejó escapar un largo suspiro, como si hubiera estado conteniendo la respiración. El centro de Amaltea tiraba de su corazón, más fuerte cuanto más se acercaban a él... Como la gravedad, la fuerza de su obsesión se incrementaba con el descenso de la distancia de su meta. Pero al menos se movían tan rápido como era posible hacia el objetivo de su deseo.

La gran pantalla en el centro de la consola proporcionaba a Blake y Forster una clara imagen tridimensional de su sector de la estructura de la luna: dónde estaban y hacia dónde se dirigían. Junto con la información de un año de observaciones pasivas de los satélites de la Junta Espacial, los resultados de los recientes estudios sísmicos del Ventris habían sido alimentados al banco de datos del topo. Si Amaltea no hubiera sido un lugar tan sorprendente, la imagen que apareció en la pantalla hubiera podido resultar inesperada...

Durante más de un siglo, puesto que había sido fotografiada por primera vez de cerca por la primitiva sonda robot Voyager 1, se había creído que Amaltea tenía una cantidad baja de sustancias volátiles, una teoría a todas luces razonable, puesto que la luna carecía de atmósfera, era rígida y parecía inerte. Como contraste, su mucho más grande vecina, Ío, era una luna tan plástica, tan rica en líquidos y gases mutables, que notables volcanes de azufre permanecían en constante erupción en una y otra parte de su superficie desde que había sido descubierta por la misma Voyager 1, el primer observador artificial en alcanzar la órbita de Júpiter y el primero, tras enviar las imágenes de Ío a sus controladores, en revelar que la Tierra no era el único cuerpo en el sistema solar geológicamente activo.

Pero Amaltea era de hecho casi tan volátil como puede serlo un cuerpo pequeño, puesto que estaba formada casi enteramente por agua; sin embargo, aunque bañada por los anillos de radiación de Júpiter y rastrillada por las fuerzas de marea del gigante —un planeta tan masivo que no estaba lejos de la autoignición hacia convertirse en una estrella, y así había sido descrito a menudo como un rival fracasado del sol—, Amaltea había permanecido helada y sólida.

Se necesita energía para mantener el agua helada cuando los alrededores son cálidos. Una vez todos los datos pertinentes fueron alimentados a los ordenadores del Ventris se supo que la aparente discrepancia en la contabilidad energética de Amaltea era debida no a algo tan mezquino como una fuga de energía eléctrica de sus antenas de radio, sino a la considerablemente grande emisión de lo que, a falta de un nombre mejor, la expedición llamó su «refrigerador».

Un refrigerador es en realidad un calentador que calienta una parte del objeto que hay que enfriar hasta que está más caliente que sus alrededores, y traslada el calor de la fuente a un sumidero o un radiador. El polvo rojo oscuro de la Amaltea clásica constituía un espléndido radiador, una superficie a través de la cual la luna podía desprenderse del calor que extraía de su hielo subyacente. La mayor parte de la pérdida de calor quedaba disimulada en el flujo de los anillos de radiación de Júpiter; durante más de cien años nadie había sospechado que la diminuta Amaltea estuviera añadiendo una cantidad mensurable a la energía total de los anillos.

Pero, ¿dónde estaba la fuente?

El programa de gráficos del Viejo Topo tenía sus limitaciones —uno debía contenerse para no interpretar las cosas con más fidelidad de la que en realidad tenían, cuando el input estaba formado por datos imprecisos—, así que el mapa generado por el ordenador mostraba sólo que había un esferoide de composición y dimensiones inciertas en el núcleo de la luna. Durante mil millones de años, presumiblemente, aquel objeto había producido la energía necesaria para mantener a Amaltea en un helado estado sólido.

Hacía un año, Amaltea había empezado a descongelarse. Pero la luna se estaba fundiendo mucho más rápido de lo que podían justificar los anillos de radiación o las fuerzas de marea. Amaltea estaba fundiéndose porque el objeto del núcleo había incrementado su emisión de calor en varios órdenes de magnitud. El refrigerador se había convertido en una estufa.

Esto era lo que mostraba el mapa de Amaltea generado sismológicamente en la consola: una cubierta de hielo sólido, perforado por respiraderos de gases y líquidos, con su superficie sublimándose al vacío. Un manto de agua líquida, de treinta kilómetros de profundidad. Un núcleo de materia dura y caliente, de composición desconocida, pero lo bastante caliente como para hacer hervir el agua que lo tocaba.

El topo de los hielos no podía llegar hasta cerca de aquel caliente núcleo interno, por supuesto. La función del topo era simplemente perforar la corteza helada de Amaltea.

La pastosidad del lodo de perforación y astillas de hielo arrojada por las hojas se apiñaba y se estremecía sobre la cubierta de poliglás de la cabina, dando la impresión de que algo ahí fuera estaba vivo, pero más allá de las lisas paredes del pozo recién abierto no había nada excepto denso hielo.

—Ya casi estamos —dijo Blake.

—No disminuya la velocidad —murmuró Forster, como si anticipara alguna poco característica precaución por parte de Blake. Forster se tironeó de la nariz y murmuró meditativo algo ininteligible mientras observaba la imagen del topo de los hielos perforando cada vez más cerca del brillante límite de hielo y agua.

Forster estaba seguro de saber qué era aquella cosa en el centro de Amaltea, aunque no había sabido nada sobre ella hasta que finalmente habían empezado a recoger datos precisos hacía unos pocos días. Habían transcurrido años desde que su convicción le había iniciado en el difícil camino hacia aquellos descubrimientos.

La vista a través de la ventanilla era una oscuridad casi total, aliviada sólo por la luz reflejada de los instrumentos de la cabina; la vista de su pantalla reflejaba vívidamente al topo perforando su camino en línea recta hacia abajo a través del hielo. Tras él, el hielo licuado se convertía en vapor y era impulsado pozo arriba. Pero, a los imaginativos ojos de Forster, cuanto más profundamente avanzaban, más parecía brillar el hielo circundante con alguna débil y distante fuente de radiación.

 

Arriba en la cabina de pilotaje del Ventris, la misma gráfica reconstruida del mapa del topo estaba disponible en las grandes pantallas, junto con la proyección del más potente y sofisticado programa sísmico-tomográfico del Ventris. Allí no había nada incierto —dentro de los límites de resolución de las ondas de sonido en el agua— acerca del tamaño y la forma de la corteza de Amaltea o del objeto en su núcleo. En esas pantallas estaban incorporadas las dimensiones, temperatura, densidad y poder de reflexión, a cada profundidad, de múltiples cortes imaginarios a través de la luna. Sin embargo, incluso en las pantallas del Ventris el núcleo estaba representado como un agujero negro. Porque el objeto del núcleo absorbía de una forma casi perfecta todas las ondas de sonido.

El agua hirviente a su alrededor estaba reflejada con perfecta claridad, en falsos colores que mostraban los intrincados remolinos y chorros que rodeaban el núcleo. Pero no era posible ninguna imagen del interior del núcleo; estuviera hecho de lo que estuviera hecho, o bien no transmitía las vibraciones ordinarias, o frenaba activamente de algún modo las vibraciones de las alteraciones sísmicas que lo abofeteaban desde todos lados.

Tony Groves observó fascinado por encima del hombro de Jo Walsh el descenso del topo.

—Cuidado ahora, cuidado ahora. —Su voz era casi un susurro.

Walsh fingió tomarle al pie de la letra.

—El navegante urge precaución —dijo por el comenlace.

Groves enrojeció.

—Vamos, Jo, no querremos... —Dejó que el resto de su frase se perdiera en el aire.

— ¿Qué ocurre, Tony? —preguntó la piloto.

—Es una tontería... Observando la pantalla, por un momento tuve miedo de que..., de que cuando acabaran de atravesar el hielo pudieran caer.

—No hay ningún peligro de eso. —La piloto alzó una mano e hizo girar el gráfico 120 grados—. A veces esto es un recordatorio que ayuda, cuando el arriba y el abajo no tienen demasiado significado.

—Te estás burlando de mí, Jo —dijo Groves, disgustado.

Pero, un momento más tarde, exclamó « ¡Oh!» con excitación y esperanza, porque en la pantalla el topo de los hielos había atravesado al fin la piel de Amaltea.

Desgraciadamente faltaban imágenes en directo: los diseñadores originales del topo no habían creído necesario instalar una cámara en una máquina destinada a pasar su vida laboral rodeada por hielo sólido.

—Blake, profesor. ¿Pueden ver algo? Dígannos lo que ven —indicó Walsh.

La voz de Blake se retrasó en el comunicador.

—Bueno, es más bien extraño. No tenemos luces exteriores en esta cosa, pero no parece oscuro...

—Estamos en el agua —dijo Forster—. Las luces de nuestra cabina tienen un efecto definido en el entorno.

— ¿De qué demonios está hablando, señor? —llegó la desconcertada voz de Blake por el comenlace...

...al tiempo que Walsh añadía su propia petición.

—Por favor, tenga la bondad de especificar a qué demonios se está refiriendo, profesor.

La voz de Forster llegó de vuelta a aquellos que aguardaban en el Ventris, satisfecha e inconfundiblemente excitada.

—Hormiguea a todo nuestro alrededor. Vida. El agua está llena de ella...

Perezosas espirales de cable descendían tan lentamente como volutas de humo del casco del Michael Ventris. Cables de energía y cables de seguridad se deslizaban por el hielo hacia el agujero y desaparecían en la pluma de vapor que seguía el avance del topo. Para Hawkins y McNeil, que flotaban cerca de la superficie, la señal del avance del topo era una pluma de agitado vapor en medio de la bruma.

Oían los informes del topo a través de los comunicadores de sus trajes, y por un momento Hawkins compartió la excitación del imposible descubrimiento. Vida. En aquel momento, al menos, fue capaz de dejar de pensar en Marianne Mitchell y en Randolph Mays.