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EL HOMBRE QUE ENTRÓ EN LA HABITACIÓN LLEVABA UN EMPAPADO TRAJE DE TWEED; su escaso pelo gris estaba pegado en húmedos mechones que le daban el aspecto de un pájaro recién salido del huevo. Rodeó a Ari en un abrazo entusiasta; ella se echó a reír y le revolvió el mojado pelo. No eran muy parecidos, pero armonizaban juntos, él en su tweed y ella en su franela. Llevaban décadas casados.

— ¿Algo para calentarte, Jozsef? Tenemos té.

—Gracias. ¿Te ha contado Kip nuestras aventuras?

—Todavía no —dijo el comandante.

—Vimos a Mays pontificar. El episodio final de «Supermente».

—Oh, no, ¿tan tarde he llegado? —Jozsef se mostró impresionado.

— ¿Cuándo ha sido de otro modo? —dijo Ari—. No te preocupes. Lo grabé.

—Una pérdida de tiempo —dijo el comandante.

Jozsef se sentó pesadamente en el diván. Ari le tendió una taza y trasladó la bandeja del té a la mesa de pino baja frente a él.

—Excepto por una cosa. Mays ha conectado a Linda con el Espíritu Libre.

— ¿Con Salamandra?

—No sabe nada de Salamandra —dijo el comandante.

—Todo es especulación —admitió Ari.

—Sin embargo, va a ir a Amaltea en el Helios para meter la nariz.

— ¿Puedes confirmar eso? —preguntó Jozsef al comandante, que asintió. Jozsef dio un sorbo al ardiente té y volvió a colocar con cuidado la taza sobre su platillo—. Bueno, eso no puede representar ninguna diferencia significativa. Parece que la mitad de los periodistas del sistema solar están ya allí, ansiosos de noticias.

Ari se sentó a su lado y apoyó una mano en la rodilla del hombre.

—Háblame de tu viaje.

—Fue absolutamente maravilloso. —Los ojos de Jozsef se iluminaron con entusiasmo—. Si yo fuera un hombre celoso, debería sentirme celoso de que Forster consiguiera sus grandes descubrimientos sin ayuda. Me transmitió su propio entusiasmo..., creo que es una figura heroica.

—No puede decirse que lo hiciera sin ayuda. —Ari se mostró defensiva en beneficio de su esposo—. Tú..., y Kip y yo..., hemos sido una ayuda crítica para él.

—Sí, pero él no tenía nada como el Conocimiento para guiarle. Descifró por sí mismo las tablillas venusianas, y luego la placa marciana..., y a partir de ahí dedujo la naturaleza de Amaltea.

—Su presunta naturaleza —dijo Ari.

—Todo son indicios de antiguos secretos de ninguna clase —insistió Jozsef—. Lo cual confirma nuestra propia creencia de que la verdad no necesita secretos.

Ari pareció incómoda, pero como el comandante no dijo nada, no sintió deseos de contradecir la versión de Jozsef del credo.

—Pero dejadme contaros lo que vi —dijo Jozsef, recobrando su entusiasmo. Se aposentó más en los almohadones del diván y empezó a hablar, a la relajada manera de un profesor que estuviera abriendo un seminario de fin de semana.

—Lo que nosotros los norcontinentales llamamos Ganimedes es conocido popularmente por aquellos que viven allí como el Océano sin Orillas, una forma poética de referirse a una luna cuya superficie está formada casi enteramente de agua helada. El mismo nombre se aplica a Ciudad Ganimedes, y se halla escrito sobre las puertas de presión en media docena de idiomas. Me encontré con problemas casi antes de cruzar esas puertas.

»Apenas abandonar las formalidades del control de entrada, por mí mismo y un poco desconcertado, un extraño joven asiático me hizo señas desde detrás de la barrera. Sus ojos mostraban un pronunciado pliegue epicántico, su pelo era negro y reluciente, y lo llevaba tenso hacia atrás en una cola de caballo que llegaba hasta más abajo de su cintura, y exhibía un bigote casi diabólico. Con eso y su ropa compuesta de chaquetilla, pantalones y botas blandas, hubiera podido ser Temujin, el joven Gengis Kan. Intenté ignorarle, pero una vez hube cruzado las puertas me siguió entre la multitud, hasta que me volví hacia él y le exigí en voz alta saber qué quería.

»Emitió ruidos acerca de ser el mejor y menos caro guía que un extranjero en el Océano sin Orillas podía encontrar, pero entre esas declaraciones, dichas en beneficio de la gente a nuestro alrededor, me ordenó en un urgente susurro que dejara de llamar la atención sobre nosotros.

»Como ya habréis sospechado, era Blake. Su notable disfraz era necesario porque, como lo expresó pintorescamente, una jauría de sabuesos de las noticias habían seguido al profesor Forster y a sus colegas hasta la superficie y ahora los mantenían recluidos en su madriguera. Blake, que era el único de ellos que sabía hablar chino, era el único que podía moverse libremente por la ciudad.

»Pensé que yo no necesitaría disfrazarme, por supuesto; nadie tenía la menor idea de quién era yo o cómo había llegado allí, puesto que la Junta de Control Espacial había arreglado mi pasaje para que no tuviera problemas. Blake tomó mi equipaje, que pesaba muy poco puesto que, aunque Ganimedes es más grande que la Luna de la Tierra, sigue siendo menos masivo que un planeta.

»La ciudad del Océano sin Orillas tiene menos de un siglo de edad, pero parece tan exótica, y tan atestada, como Benarés o Calcuta. Pronto nos perdimos en la aglomeración. Tras abrirnos camino por corredores que, me pareció, eran cada vez más estrechos y ruidosos y llenos de olores a cada giro que dábamos, todo lo que pude hacer fue mantenerme a la altura de Blake, y sospecho que él llegó a exasperarse un poco conmigo. Llamó a un peditaxi y le susurró algo al larguirucho muchacho que lo conducía. Blake metió mis maletas en él, luego me metió a mí, y dijo que nos encontraríamos allá donde me dejaría el taxi; no necesitaba decirle nada al conductor, porque el precio de la carrera ya había sido arreglado.

»El taxi me llevó por corredores que se hacían cada vez menos atestados a medida que nos alejábamos de los barrios comerciales y residenciales de la ciudad. Una última y larga carrera descendiendo un penumbroso y frío túnel, cuyas paredes, vistas a través de manojos de brillantes tuberías, tenían la resbalosidad del hielo, nos condujo a mi destino, una lisa puerta de plástico sin ningún distintivo en una lisa pared de plástico con una sola luz roja enjaulada en un armazón metálico encima de ella. No había nada que indicara qué tipo de lugar podía ser aquél, excepto que tenía alguna finalidad industrial. Tan pronto como hubimos bajado yo y mi equipaje del taxi, el muchacho se alejó pedaleando, echando el aliento en nubéculas ante él, ansioso por salir del frío.

»Me estremecí allí a solas durante varios minutos, mirando mi reflejo en los enormes pliegues de acero que formaban el techo y las paredes del mal iluminado túnel. Finalmente la puerta se abrió.

»Blake me había traído una pesada parka. Una vez estuve vestido para el frío me condujo al interior de la planta, a lo largo de resonantes pasarelas elevadas de malla de plástico y escalerillas ascendentes, a través de otras puertas, otras estancias. Las escotillas de presión y los umbrales sellados advertían de un posible vacío, pero nuestro camino estaba completamente presurizado.

»Entramos por una pequeña escotilla a una enorme tubería de drenaje de brillante metal, aleación de titanio por su aspecto, y mientras la subíamos descubrí que nos hallábamos en un espacio cavernoso, extrañamente esculpido en lo que parecía como un gran y curvado curso de agua de hielo negro. Me hizo recordar las goteantes cavernas de hielo que alimentan las corrientes de agua que circulan debajo de los glaciares, como aquellas a las que entré en los viajes alpinos de mi juventud, o una pulida cueva de piedra caliza, el lecho de un río subterráneo. Al contrario que una caverna glacial, sin embargo, estas paredes de hielo no radiaban el brillante azul de la luz del sol filtrada, como tampoco reflejaban sus heladas superficies la calidez de la suave piedra caliza, sino que absorbían toda la luz que incidía sobre ellas, arrastrándola hasta sus incoloras profundidades.

»Trepamos por encima de los festoneados bordes de una cascada helada hasta una cámara en forma de campana, y de pronto comprendí que la caverna no había sido excavada por ningún curso de agua, sino por el fuego y los chorros supercalentados. Estábamos en el interior de la cámara de deflexión de impulso de una zona de despegue de la superficie. Sus paredes, fantásticamente inundadas por los repetidos estallidos de los gases de las explosiones, estaban envueltas en velos y cortinas de transparente hielo.

»Muy arriba de nosotros la cúpula de presión estaba sellada, reteniendo el aire y cortando cualquier vista de las brillantes estrellas y lunas y el disco de Júpiter. Dentro de la cúpula, gravitando sobre nuestras cabezas como una nube de tormenta hecha de acero, había un remolcador joviano. La nave estaba posada sobre recios puntales sobre la estructura de lanzamiento, pero lo que más atrajo mi atención fueron las triples toberas de los motores cohete principales y los tres abultados tanques esféricos de combustible arracimados alrededor de ellas.

»Bajo esta intimidación de abrumador fuego, esta espada de Damocles apuntada para llamear hacia abajo, estaban el profesor J. Q. R. Forster y su tripulación, apiñados contra el frío. Sobre las placas deflectoras de titanio se había montado un andamiaje de vigas y planchas de carbono; bancos con herramientas e hileras de aparatos electrónicos se alzaban por todas partes, y alguien había colocado un enorme plano sobre un torno. Cuando Blake me llevó hasta ellos, Forster y los suyos estaban inclinados sobre aquel diagrama en animada discusión. Como un rey shakespeariano y sus señores debatiendo sus planes de batalla.

»Forster se volvió hacia mí casi ferozmente..., pero me di cuenta en seguida de que desplegaba una sonrisa, no una mueca. Yo estaba familiarizado con los holos de su persona, por supuesto, pero puesto que Kip había creído juicioso demorar nuestro encuentro hasta entonces, no estaba preparado para la energía del hombre. Tiene el rostro y el cuerpo de un hombre de treinta y cinco años, en plena vitalidad, resultado de la restauración que hicieron sobre él después del intento de Merck de acabar con su vida, pero aventuraría que su autoridad brota principalmente de la experiencia ganada azotando varias décadas de estudiantes graduados para mantenerlos en línea.

»Me presentó a su tripulación como si cada uno de ellos fuera un héroe mítico: Josepha Walsh, piloto, una tranquila joven respaldada por la Junta Espacial; Angus McNeil, ingeniero, un tipo robusto y perspicaz que me estudió como si estuviera leyendo indicadores dentro de mi cabeza; Tony Groves, el bajo y moreno navegante que había conducido a Springer a su breve y gloriosa cita con Plutón. Estreché solemnemente sus manos. Todos ellos son tan conocidos en sus círculos como lo es Forster en el suyo, y ninguno de ellos es asiático..., y en consecuencia todos están sentenciados a temblar de frío en su escondite mientras Forster decida eludir a la Prensa.

»De hecho, cuando me di cuenta del tortuoso camino por el que Blake me había llevado para conducirme hasta él y pregunté por qué simplemente no se había puesto bajo la protección de la Junta de Control Espacial, Forster me respondió que la plataforma de lanzamiento se hallaba en realidad dentro del perímetro de la Junta en la superficie, pero que no deseaba que esta conexión con la Junta fuera sabida por el público. Ya era suficiente que sólo a él se le hubiera permitido explorar Amaltea, y que la Junta Espacial siguiera manteniendo el acuerdo pese a los posteriores y espectaculares acontecimientos relacionados con el asunto. El profesor Forster dejó muchas cosas sin decir, pero se me hizo claro que, con la posible excepción de ti, Kip, no confía en nadie de la burocracia. De modo que dejamos así el asunto, postergando para más tarde una conversación más en profundidad.

Jozsef hizo una pausa en su narración. Ari se inclinó hacia delante para servir más té para los tres. Jozsef dio un pensativo sorbo, luego prosiguió:

—El campamento de Foster dentro de la cueva de hielo parecía el de una expedición militar que se preparara para la batalla. El pozo estaba lleno de equipo y provisiones: comida, botellas de gas, instrumentos, tanques de combustible..., la mayor parte de ello destinado a un remolque-bodega de carga aún sin montar, aún a nivel del suelo y abierto de par en par como una lata de sardinas vacía. Blake me mostró dónde iba a alojarme yo: era una choza de espuma construida contra la pared de la cámara de ignición, muy cálida por dentro pese a su primitiva apariencia. No pasó mucho tiempo antes de que las luces de trabajo disminuyeran de intensidad, indicando que se acercaba la noche.

»En el más grande de los refugios temporales, la choza del oficial de intendencia, me uní al pequeño grupo para una cena estilo europeo, acentuada por una selección de la excelente reserva de vinos del profesor Forster..., y no tardé en apreciar el ingenio de Walsh, la inclinación al debate de Groves (al saber que yo era psicólogo, se mostró ansioso de hablarme de las últimas teorías del inconsciente de las que sabía muy poco..., pero pese a todo más que yo, puesto que tú y yo, Ari, dejamos el tema como imposible hace veinte años), y las sorprendentes reservas de McNeil de habladurías indiscretas (el hombre puede que sea un notable ingeniero, pero tiene los gustos y las dotes narrativas de un Boccaccio).

»Después de la cena, Forster y yo fuimos solos a su choza. Allá, después de haberle hecho jurar sobre un par de copas de su soberbio coñac Napoleón que mantendría el secreto, saqué el holoproyector y le revelé lo que habíamos preparado: la destilación del Conocimiento.

»Observó sin ningún comentario. Ha tenido toda una vida de práctica en defender su prioridad académica. Sin embargo, mostró menos sorpresa de la que yo había esperado; me dijo que había tenido asomos de la verdad ya en la época del descubrimiento de la placa marciana..., mucho antes de que hubiera conseguido descifrar su significado, mucho antes de que fuera posible saber nada en absoluto de sus creadores, a los que él mismo había apodado la Cultura X.

»La teoría convencional, promulgada intencionadamente, como sabemos, por el Espíritu Libre, era que la Cultura X había evolucionado en Marte y había muerto hacía mil millones de años, cuando terminó el breve verano marciano. Las ideas de Forster eran distintas y mucho más ambiciosas: estaba convencido de que la Cultura X había entrado en el sistema solar desde el espacio interestelar. El hecho de que nadie más creyera en esto le irritaba, aunque no demasiado, porque es una de esas personas que parecen más felices cuando forman parte de la minoría.

»Cuando supo que una compañía minera robot de Isthar había tropezado con un escondrijo alienígena en Venus, organizó con gran energía y dedicación una expedición para explorarlo y, si era posible, recuperar los hallazgos. Aunque su misión se vio cortada en seco y los artefactos materiales aún permanecen enterrados en Venus, volvió con las grabaciones... —Jozsef hizo una pausa y se permitió una ligera sonrisa—: Estoy contando estos acontecimientos tal como creo que los ve él... En cualquier caso, transcurrió menos de un año antes de que demostrara que las tablillas venusianas eran traducciones de textos que databan de la Edad del Bronce de la Tierra. Ahora estaba convencido de que representantes de la Cultura X habían visitado todos los planetas interiores, y quizás intentado colonizarlos.

»Poco después era capaz de aplicar su traducción de las tablillas venusianas a una lectura de la placa marciana, con sus referencias a "mensajeros moradores en las nubes" y un "volver a despertar en el gran mundo". Así, a través de su propia investigación, se saltó milenios de nuestro celosamente guardado secreto y llegó al instante a una parte muy sustancial del Conocimiento.

»Pero la lógica le sugirió, y la Kon-Tiki demostró más tarde, que las nubes de Júpiter, el "gran mundo", no podían ocultar criaturas capaces de haber fabricado el material del que estaban hechas las tablillas venusianas y la placa marciana, y mucho menos realizar las grandes hazañas que la placa conmemora. Y décadas de exploración in situ de los satélites de Júpiter no han descubierto ningún rastro de presencia alienígena pasada.

»Pese a esto, me dijo el profesor Forster, un solo indicio le convenció de que quedaba justificada una exploración más a fondo de una de las lunas de Júpiter: desde hacía mucho se había observado que Amaltea radiaba casi un tercio más de energía al espacio de la que absorbía del Sol y Júpiter juntos. Se había supuesto que el bombardeo de los intensos anillos de radiación de Júpiter explicaban el déficit, pero Forster observó los registros y notó que, aunque se tuviera en cuenta el flujo de radiación, quedaba todavía una discrepancia en las longitudes de onda..., meticulosamente registrada por los científicos planetarios pero lo bastante pequeña como para ser ignorada como algo carente de interés, del mismo modo que la precesión de la órbita de Mercurio fue considerada una anomalía menor, no una amenaza para Newton, hasta que la teoría de Einstein de la gravitación le concedió retroactivamente un exacto valor cuantitativo dos siglos más tarde.

»Luego las medusas de Júpiter cantaron su canción, y Amaltea entró en erupción. Con su espíritu característico, Forster insistió en seguir adelante con su exploración tal como había sido planeada y aprobada, sin anunciar ningún cambio de metas que pudiera requerir una intervención burocrática. Hizo por su cuenta algunos cambios de metas camino a Ganimedes, sin embargo, y, cuando me encontré con él hace tres semanas, él y su tripulación estaban empezando a ponerlas en práctica... clandestinamente.

»Lo que yo tenía que decirle confirmó lo correcto de su visión y subrayó la necesidad de los cambios que ya había hecho en el plan de su misión. Pero, por supuesto, el Conocimiento implica más...

Ari no pudo contener su inquietud.

—Implica que cualquier intento de seguir sin Linda conducirá al desastre.

—Eso le dije al profesor Forster, y él no negó la fuerza de la evidencia —respondió Jozsef con voz suave—. De todos modos, está decidido a seguir adelante, con o sin ella.

—Entonces él..., y todos ellos, incluido Blake Redfield, están condenados a la muerte y a algo peor. Debe ser detenido..., ¡fue por eso por lo que fuiste a Ganimedes, Jozsef! ¿Por qué permitiste que te disuadiera con tanta facilidad? —Pero Jozsef devolvió su exigente mirada con una simple y blanda resignación en sus ojos—. Kip..., usted puede detenerle —dijo ella.

—No, ni aunque lo deseara.

— ¿Ni...? —Ari le miró con absoluta incredulidad.

—Ari, la Junta Espacial no tiene ni la voluntad ni, o eso afirman los departamentos implicados, los recursos para mantener mucho tiempo más la cuarentena sobre Amaltea. Los indoasiáticos están aplicando una tremenda presión a nivel del Consejo. —Suspiró impaciente—. Hablan de seguridad, de recursos energéticos, incluso de ciencias básicas. Mientras cuentan los dólares perdidos en turismo.

— ¿Qué tiene que ver esto con Forster? —preguntó ella.

—Ha abierto una angosta ventana de oportunidad. Con o sin Ellen, quiero decir Linda, alguien va a posarse en Amaltea. Y pronto.

—Mejor que sea Forster —dijo Jozsef—. Eso es lo que pensamos todos, creo.

—No. —Ari se envaró—. No sin ella.

—Pero eso no... —Jozsef carraspeó ruidosamente y dejó la frase en suspenso.

El comandante lo hizo por él.

—Eso es cosa de ella, Ari. No tuya.