Capítulo 23

Poco después de la una de aquella tarde, Somerset y Mills fueron convocados a una reunión en el despacho del capitán. Cuando llegaron, el abogado de John Doe, Mark Swarr, y el fiscal del distrito, Martin Talbot, estaban sentados en las dos sillas que había frente al escritorio del capitán. Este tenía el ceño fruncido, los codos apoyados sobre la mesa y los dedos formando un triángulo sobre los labios.

Parecía hervir de indignación. Por el contrario, los abogados tenían aspecto de abogados… Nada llegaba a afectarles.

No obstante, Somerset advirtió una delgada línea de sudor sobre el labio superior del fiscal. Eso no era propio de Talbot. Por lo general no se inmutaba. Por supuesto, aquel caso era terreno inexplorado para todo el mundo.

Mills y Somerset saludaron con la cabeza a todos los presentes y se acomodaron en la atestada oficina. Mills se apoyó contra la repisa de la ventana. Somerset permaneció de pie y apoyó el codo sobre un archivador muy alto.

El capitán miró a Swarr mientras hacía una seña en dirección a los dos detectives.

—Dígaselo.

Swarr giró en su silla para encararse a ellos.

—Mi cliente me ha comunicado que hay otros dos cadáveres… otras dos víctimas escondidas. Dice que revelará su paradero, pero solo a los detectives Mills y Somerset, a las seis en punto de esta tarde.

Talbot lanzó una carcajada seca al mismo tiempo que sacaba el pañuelo de seda color burdeos del bolsillo de la pechera y se enjugaba el sudor del labio superior.

—Por Dios…

—¿Por qué a nosotros? —preguntó Mills.

—Dice que los admira —replicó Swarr encogiéndose de hombros.

Somerset miró al capitán y meneó la cabeza.

—Esto forma parte de su juego; es evidente.

Podría ser un farol, pensó Somerset. O una trampa. Sin embargo, lo más probable era que los cadáveres existieran.

Doe tenía que terminar su obra maestra, y esos dos cadáveres completarían los siete pecados capitales. Envidia e ira.

—Mi cliente advierte que si los detectives no aceptan su oferta, los cadáveres no aparecerán jamás.

—La verdad, abogado —intervino Talbot mientras volvía a guardarse el pañuelo—, yo me inclino por que esos cadáveres se pudran donde están.

—No hacemos tratos, señor Swarr —añadió el capitán.

—Mire —atajó Mills levantándose de un salto y señalando a Swarr con el dedo—, su cliente ya está en la cola para conseguir una habitación gratis con pensión completa y televisión por cable a cargo del estado, igual que cualquier otro cabrón asesino. Así que, ¿por qué no se larga, amigo? No nos va a sacar nada más.

—Tranquilícese, Mills —advirtió el capitán.

Pero Mills ya era imparable, y aún no había terminado su discurso.

—¿Cómo puede defender a ese hijo de puta? ¿Está orgulloso de ello?

—Detective —repuso Swarr sin inmutarse—, como usted sabe, la ley me obliga a servir a mis clientes a mi mejor saber y entender, a defender sus intereses.

—Ya, claro, pues defienda esto —espetó Mills al mismo tiempo que le dedicaba un gesto obsceno y volvía a apoyarse contra la repisa de la ventana.

—¡Se está pasando, Mills! —masculló el capitán.

—No importa, capitán —le aseguró Swarr—. Comprendo que sus hombres han estado bajo una gran presión por este caso.

Mills volvió a incorporarse de un salto.

—¡No quiero que comprenda mi presión, capullo!

—¡Siéntese! —gritó el capitán lanzándole una mirada furiosa.

Swarr se volvió hacia el fiscal del distrito.

—Mi cliente también desea comunicarles que si no aceptan su oferta, alegará demencia en el juicio.

Talbot lanzó otra carcajada seca.

—Que lo intente. —El sudor volvía a cubrirle el labio superior—. Se lo advierto: no permitiré que se me escape esta condena. Ni hablar.

—Mi cliente también me ha comunicado que si aceptan su oferta bajo las condiciones que especifique, firmará una confesión completa y se declarará culpable de todos los asesinatos en el acto.

En el despacho se hizo el silencio. Talbot y el capitán evitaron mirarse a los ojos, pues no querían admitir que Swarr acababa de jugar el as que guardaba en la manga, y que lo había jugado bien.

Mills miró a Somerset, pero este estaba ocupado sacando un cigarrillo y encendiéndolo. En su opinión, aquel asunto apestaba. Doe había controlado la situación desde un principio, y su oferta no hacía más que seguir confiriéndole control. ¿Qué más daba si Doe tenía a otras dos víctimas escondidas en alguna parte? Ya estaban muertas.

¿Por qué no dejar que el tipo le diera unas cuantas vueltas a la cabeza? ¿Por qué tanta prisa?

Pero Somerset notaba que Mills se moría por resolver el asunto. Su lenguaje corporal lo clamaba a gritos. Craso error. Nunca hay que dejar que el otro advierta hasta qué punto deseas algo. Somerset se sentía decepcionado. A Mills le quedaba mucho que aprender.

—¿Qué le parece? —preguntó el capitán a Mills.

—Adelante.

Somerset dio una larga calada al cigarrillo. Nada inteligente, pensó.

Swarr giró en redondo para mirar de frente a Somerset.

—Mi cliente exige que vayan los dos.

Somerset no respondió enseguida.

—Si su cliente tuviera intención de alegar demencia, esta conversación sería admisible. El hecho de chantajearnos con ese alegato podría volverse en su contra.

—Es posible —replicó Swarr—, pero mi cliente quiere recordarles que hay otras dos personas muertas. No hace falta que les diga lo que haría la prensa si descubriera que la policía ha mostrado escaso interés por hallar los cadáveres para que sus seres queridos puedan enterrarlos de forma digna.

—Parece que ya ha preparado el comunicado de prensa, abogado —comentó Somerset.

—Como ya he dicho, detective, me limito a defender los intereses de mi cliente.

Somerset se lo quedó mirando mientras exhalaba el humo por la nariz.

—Todo esto suponiendo que realmente haya otros dos cadáveres, abogado.

Talbot torció el gesto y se llevó la mano al bolsillo para extraer una hoja doblada.

—Hace un rato, recibí un informe preliminar del laboratorio. Han efectuado un análisis de urgencia de la ropa y las uñas de Doe. Han encontrado rastros de su propia sangre, producto de los cortes en las yemas de los dedos. —Se detuvo y lanzó un suspiro—. También han encontrado sangre de Linda Abernathy, la mujer cuyo rostro desfiguró… así como sangre de una tercera persona… no identificada por el momento. —Talbot se volvió para mirar a Somerset—. Escoltarían a un hombre desarmado.

Somerset sintió deseos de escupirle. Talbot se estaba rajando. Somerset no lo había esperado de él.

Mills se dirigió hacia la puerta.

—Vamos, hombre. Acabemos con esto de una vez.

Pero Somerset se mantuvo en sus trece. Se cruzó de brazos y clavó la vista en el suelo, con el cigarrillo humeante entre los dedos. Podía sentir el pedazo de papel pintado de su casa nueva en el bolsillo de la camisa.

—Desde ayer, estoy jubilado oficialmente —anunció—. Ya no tengo nada que ver con todo esto.

—Pero ¿qué coño está diciendo? —gritó Mills, de nuevo enfurecido.

—Mi cliente lo ha expresado con toda claridad —intervino Swarr—. Tienen que ir tanto Mills como Somerset.

No uno de los dos ni algún sustituto.

Todas las miradas permanecían fijas en Somerset.

El capitán se estaba cabreando por momentos. Sabía que todo el procedimiento era muy irregular, pero Swarr los tenía bien cogidos por las pelotas.

La frente de Talbot se estaba cubriendo de sudor. Sin lugar a dudas pensaba en la rueda de prensa, en Swarr contándole al mundo que al fiscal del distrito le importaba un pepino la muerte de dos personas. Las posibilidades de Talbot de presentarse como candidato político se irían al garete si eso sucedía.

Mills se estaba volviendo loco al pensar que no conseguiría resolver aquel asunto. No se daba cuenta de que, en la vida real, casi nunca se obtenía un principio, un desarrollo y un desenlace claros y definidos. Si lo que uno quiere es una conclusión clara, mejor leer una novela.

Por supuesto, Somerset también quería una pequeña conclusión. Deseaba atar al menos los principales cabos sueltos para así poder jubilarse. Si dejaba tras de sí un embrollo impresionante, Mills tendría razón, sería como rendirse.

Somerset dio otra calada al cigarrillo. Aquella no era forma de hacer las cosas. Entregarle a John Doe el control de la situación constituía un error. En su fuero interno, Somerset lo sabía.

—Bueno, William, ¿qué dice? —preguntó el capitán.

Somerset miró uno a uno los rostros de los presentes.

Mills estaba como una moto, a la espera de que expresara su conformidad con aquella locura. Somerset volvió a palpar la rosa de papel que guardaba en el bolsillo.

—¿William?

Somerset clavó la mirada en el suelo y no respondió.

Al cabo de un rato, Somerset y Mills se hallaban de pie ante lavabos contiguos del vestuario de la comisaría. Los dos iban sin camisa y tenían el pecho cubierto de espuma de afeitar. En el borde del lavabo de Mills había un paquete abierto de hojas de afeitar desechables. Mills se miró al espejo, sujetó la hoja de afeitar con firmeza e intentó afinar la puntería. Por fin trazó con sumo cuidado una línea recta con la hoja en el centro de su pecho.

Somerset vaciló un instante con el cigarrillo humeante entre los labios. Seguía sin gustarle aquel montaje en el que John Doe movía todos los hilos. Tampoco le gustaba la actitud de Mills. Estaba demasiado ansioso. Somerset no sabía por qué narices había accedido a participar. Quizá también él estuviera demasiado ansioso.

Su mirada se encontró con la de Mills reflejada en el espejo.

—Si la cabeza de John Doe se abre y sale un ovni, no quiero que se sorprenda. No debe sorprenderse por nada.

Mills intentaba encontrar una posición que le permitiera afeitarse la parte derecha del tórax.

—¿De qué coño está hablando?

—De que será mejor que se espere cualquier cosa, amigo, porque lo reconozca o no, Doe tiene la sartén por el mango. Él nos dice adónde tenemos que ir, cuándo y cómo debemos llegar hasta el sitio en cuestión. Si se siente cómodo en esta situación, es que es más gilipollas de lo que creía.

Mills se señaló el pecho a medio afeitar.

—¿De qué habla? ¿De la sartén por el mango? Usted cree que hago esto porque me gusta. Llevaremos micrófonos. California nos seguirá en el helicóptero. Oirá cada palabra que digamos. Si Doe se tira un pedo, California estará ahí y le dará una pinza para que se tape la nariz. Y otra cosa: me importa un bledo lo que pase, pero no le quitaré las esposas a Doe por nada del mundo. Aunque el mismísimo E. T. bajase del cielo para llevarse a ese tipo a casa, no le quitaré las esposas a Doe.

—No se lo tome a la ligera, Mills, se lo advierto.

—No me trate como si fuera su hijo, por el amor de Dios —espetó Mills—. No soy un crío, y este no es mi primer caso.

Somerset se mordió la lengua al oír aquello. En medio de todo aquel caos había olvidado que Tracy estaba embarazada. Mills aún no lo sabía. ¿Y si algo iba mal? ¿Y si Doe les tendía una trampa? ¿Y si le sucedía algo a Mills? Tracy se quedaría viuda. Tendría que criar a su hijo sin padre.

Somerset arrojó el cigarrillo a uno de los urinarios que había en el extremo opuesto de la estancia. Ahora lo veía claro. Aun en el caso de que Doe lo hubiera permitido, Somerset no podía dejar que el idiota de Mills afrontara aquello solo. Tenía que proteger a Mills. Cogió una hoja y empezó a afeitarse el pecho.

Mills se protegía el pezón con un dedo mientras afeitaba con cuidado la zona circundante.

—Si me cortara un pezón por accidente, ¿lo cubriría el seguro laboral?

—Supongo que sí —repuso Somerset mientras manejaba la hoja con cuidado, afeitando a trazos cortos y arrojando la espuma sobrante con frecuencia al agua que llenaba el lavabo—. Si fuera lo suficientemente hombre como para presentar una reclamación, yo le pagaría uno nuevo de mi propio bolsillo.

Mills sonrió mientras seguía afeitando alrededor del pezón.

—Eso quiere decir que le caigo de maravilla.

Somerset lanzó una mirada fulminante al reflejo de su compañero.

—No se pase, Mills.