Capítulo 16
El sol, de un tono rojizo y anaranjado, asomaba entre dos bloques de oficinas. Sentado al volante de su coche, Somerset giró la visera a fin de desviar los rayos directos para poder seguir leyendo. Había aparcado en un estacionamiento del centro, delante de la barbería.
Junto a él, Mills tenía el pie apoyado en el salpicadero y emitía pequeños gemidos y gruñidos mientras leía su mitad de las hojas impresas que les había proporcionado el agente del FBI. En el suelo había una lata vacía de cerveza sin alcohol.
—¡Qué manera de perder el tiempo! —se quejó—. Aquí no hay nada.
—Nos estamos concentrando —le recordó Somerset sin alzar la vista de la página que estaba leyendo.
Empezaba a molestarle la actitud de Mills. ¿En qué narices creía que consistía el trabajo policial? Desde luego, no en disparar desde la altura de la cadera como un pistolero.
Se trataba de ser puntilloso, de buscar aquel detalle insignificante que pudiera acabar con un delincuente en el juicio.
Los buenos detectives se concentran en los detalles, no en las pinceladas abstractas. Pero eso carecía de sentido para Mills en aquel momento, y Somerset se preguntaba si algún día esa actitud cambiaría. Había pocas personas más cabezotas que Mills.
—Nos estamos concentrando —repitió Mills con sorna—. ¿Concentrando en qué? En una zona diminuta que a lo mejor no conduce a nada.
—¿Se le ocurre algo mejor? Quizá deberíamos detener a todos los sacerdotes y especialistas en Dante de la ciudad.
¿O qué tal le parecería revisar todos los archivos policiales y buscar a alguien cuyo modus operandi coincidiese con el del asesino? ¿Cree que podríamos encontrar a alguien allí?
Eh, solo llevo treinta años en este trabajo. A lo mejor me he olvidado de alguien a quien le gusten las formas extravagantes de desquite y los sacrificios rituales basados en la literatura medieval. Es posible que, simplemente, se me haya escapado.
—Vale, vale. ¡Ya lo he entendido!
—¿De verdad?
Mills le lanzó una mirada furiosa. Era evidente que no le gustaban las críticas. Bueno, pues qué lástima, pensó Somerset. Le quedaba mucho por aprender.
—Y saque el pie del salpicadero…, por favor.
Mills quitó el pie, pero a juzgar por la sonrisa satisfecha que exhibía en el rostro, Somerset concluyó que no estaba haciendo nada respecto a su actitud.
Somerset hizo caso omiso de su compañero y se concentró de nuevo en las hojas impresas. Estaba convencido de que aquel empleo no le duraría ni un año. El año que viene, por estas fechas, será jefe de seguridad en algún centro comercial de las afueras. Garantizado.
Afuera, los empleados de las oficinas se apresuraban a regresar a sus casas antes de que se pusiera el sol. Somerset siempre pensaba en ellos como habitantes de Transilvania que buscaban cobijo antes de que Drácula se levantara del ataúd y empezara a deambular por el campo en busca de sangre fresca. Por supuesto, aquella pobre gente no sabía hasta qué punto era cierta aquella afirmación.
Somerset miró de reojo a Mills y lamentó haberlo juzgado de aquel modo. Tal vez estaba siendo un poco injusto.
A fin de cuentas, Mills no había visto ni la mitad de las barbaridades que Somerset había presenciado a lo largo de su vida. Asimismo, Mills poseía una sana dosis de indignación moral, algo que Somerset había perdido mucho tiempo atrás. Quizá la impaciencia de Mills por obtener resultados no fuera tan mala. Demostraba que tenía el corazón en su sitio. Y era posible que por aquella misma razón algún día se convirtiera en un buen detective. Si es que conseguía sintonizar la cabeza con el corazón.
Somerset pasó otra página de papel continuo para revisar la lista de libros de otro posible candidato. Se trataba de una lista especialmente larga. La Divina Comedia, Historia del catolicismo, un libro titulado Asesinos y dementes, Investigación actual de asesinatos, A sangre fría… Le mostró la página a Mills.
—¿Qué le parece esto?
Mills echó un vistazo a la lista con el ceño fruncido.
—¿Acerca del sadomasoquismo humano?
—No es lo que piensa.
Mills señaló una entrada.
—¿El marqués de Sade. Orígenes del sadismo?
—Esto sí es lo que piensa.
Mills deslizó el dedo por la lista.
—¿Los escritos de santo Tomás de Aqui… Aquin…?
—Santo Tomás de Aquino. Escribió sobre los siete pecados capitales.
—¿Cómo lo sabe?
—Leo mucho.
—Yo no —replicó Mills lanzándole otra mirada furibunda.
—Esta es la lista más larga que he encontrado que parece encajar con nuestros criterios. ¿Y usted?
—La mayoría de los míos no tienen más que cuatro o cinco entradas. Este tiene… —Mills contó rápidamente más de treinta.
Somerset puso en marcha el motor.
—Pues entonces quizá deberíamos ir a ver a este tipo.
¿Cómo se llama?
Mills retrocedió una página para leer el nombre.
—¡Por el amor de Dios! No se lo va a creer.
—¿Qué?
—Se llama John Doe[1].
John Doe, ¿eh? —repitió Somerset mientras ponía marcha atrás y salía del hueco—. ¿Cuál es la dirección?
Ya había oscurecido cuando encontraron la vivienda de John Doe. Se hallaba en un estrecho callejón sin salida de una sola manzana, en un barrio pobre que lindaba con el estudiantil. Somerset había aparcado en la avenida, pues creía que los vecinos de aquel diminuto callejón repararían de inmediato en un coche desconocido.
Mientras entraban en el callejón, Somerset se dio cuenta de que el edificio de John Doe no era tan viejo como los demás de la manzana, aunque estaba en el mismo estado lamentable. El vestíbulo aparecía revestido con paneles de madera barata y deformada que sobresalían de la pared. Un par de clavos habría resuelto el problema, pero era la clase de cosas que jamás se llegaban a hacer, porque a nadie le importaba un huevo.
Somerset echó un vistazo a los timbres del interfono.
No se veía nombre alguno junto al timbre del 6A, el apartamento que figuraba en las hojas del FBI, pero no era el único que carecía de nombre.
—Esto es una locura —comentó Mills—. Es demasiado fácil. Las cosas no funcionan así.
Alargó la mano para llamar al timbre, pero Somerset lo agarró por la muñeca antes de que pudiera hacerlo.
—¿Qué pasa? Creí que quería hablar con este tipo.
—Espere.
Somerset se acercó al portal y empujó. Estaba cerrado con llave, la cerradura era de mala calidad. Introdujo una esquina del fajo de hojas impresas entre el borde de la puerta y la jamba; luego empujó hacia arriba y logró abrir la puerta de inmediato.
—No nos conviene ponerlo sobre aviso. Por si acaso.
Somerset empujó la puerta, entró y la sostuvo para dejar paso a Mills.
—¿No creerá que realmente es él? —preguntó Mills—. Quiero decir… Venga.
—El mundo es un lugar extraño, Mills. Siempre el mismo, pero siempre una sorpresa. Subamos, echémosle un vistazo y escuchemos lo que tiene que decir. Nunca se sabe.
—Ya. Este…, perdone, señor, pero ¿es usted un asesino en serie, por casualidad?
—¡Chist!
A Somerset le parecía increíble que Mills fuera a veces tan estúpido. Aquellos pasillos embaldosados parecían cámaras de resonancia. Era como si hubiera empleado un altavoz para avisar a John Doe de que subían. Somerset se dirigió hacia el ascensor y pulsó el botón. Percibieron un leve olor a excremento de perro. Somerset miró alrededor y comprobó las suelas de sus zapatos, pero de repente se fijó en que una de las bicicletas que había encandenadas a la barandilla de la escalera tenía la rueda trasera embadurnada de mierda. Somerset la contempló con el ceño fruncido. Habría sido mucho más lógico limpiar la porquería antes de entrar la bici en el edificio, pensó con sarcasmo.
El ascensor se anunció con un estruendo inquietante.
Somerset entró, sostuvo la puerta para que Mills pasara y pulsó el botón del sexto.
—¿Qué le va a decir cuando lleguemos? —le preguntó Mills al entrar en la cabina.
—Estaba pensando que quizá sería mejor que hablara usted, que ponga a trabajar ese piquito de oro que tiene.
Somerset deseaba comprobar cómo se desenvolvía Mills, lo bueno que era para sonsacar información a la gente. Con toda probabilidad, Mills desempeñaría bien el papel de poli malo, pero Somerset no lo imaginaba comportándose con sutileza.
La puerta del ascensor se abrió con otro golpe al llegar al sexto. Mills sonreía.
—¿Quién le ha hablado de mi piquito de oro? ¿Acaso se lo ha dicho mi mujer?
—¿Cómo está Tracy? Debería haberla llamado para darle las gracias por la cena del otro día.
—Está bien. Me ha dicho que le cae usted muy bien y que parece demasiado sensible para ser policía.
Antes era demasiado sensible, pensó Somerset. Ahora no. Se había convertido en un callo humano.
—Es una verdadera joya, Mills. Trátela bien.
—Todos los días y en todos los sentidos. Tracy es lo mejor que me ha pasado en la vida, y lo sé.
Somerset quedó impresionado por el hecho de que Mills pudiera decir aquello sin ambages. A la mayoría de los hombres les costaba expresar sus sentimientos, sobre todo en lo que se refería a sus esposas. Para Somerset siempre había supuesto un problema.
Salieron al pasillo del sexto piso, leyeron los números de los apartamentos y descubrieron que el 6A se hallaba en la parte delantera del edificio. Estaba al final del pasillo, justo enfrente de ellos. Lo más probable era que el señor Doe disfrutara de una excelente vista a la calle, pensó Somerset, pero aunque los hubiera visto entrar en el edificio no sabía quiénes eran.
Mills avanzó y llamó a la puerta con energía.
—Piquito de oro —murmuró con una risita ahogada mientras esperaba respuesta.
Los segundos pasaban. Mills volvió a llamar. De repente, Somerset oyó un leve crujido, pero no procedía del apartamento 6A. Se volvió para averiguar quién era el vecino entrometido. Pero no se trataba de la puerta de ningún apartamento, sino de la escalera de emergencia. Una figura esperaba en la oscuridad, completamente inmóvil, observándolos. En aquel instante, Somerset distinguió el destello del cañón de un arma.
—¡Mills! —gritó.
Empezaron a sonar disparos, tres en rápida sucesión, y los destellos iluminaron el pasillo en penumbra mientras Somerset y Mills se echaban cuerpo a tierra al mismo tiempo. Los estallidos resonaron en los oídos de Somerset. La luz natural se filtraba por los orificios desgarrados que los disparos habían abierto en la puerta del 6A. Eran del tamaño de platos de postre. ¡Mierda! —pensó Somerset—. ¡Balas de punta hueca!
—¡Hijo de puta! —gritó Mills mientras se arrastraba por el suelo e intentaba sacar el arma.
La puerta se cerró de golpe cuando Mills se abalanzó sobre ella. A Somerset le dio un vuelco el corazón. Por la mente le cruzó la imagen de Mills alcanzado por una bala de punta hueca y él teniendo que comunicarle a Tracy que su marido estaba muerto. Pero Mills había cruzado la puerta antes de que Somerset pudiera siquiera pensar en detenerlo.
Ten cuidado, imbécil, pensó. Estaba preocupado por Tracy.
Mills bajó la escalera corriendo y saltó los últimos cuatro escalones hasta el siguiente rellano, donde se detuvo a escuchar. Los pasos rápidos de John Doe resonaron en el hueco de la escalera. Mills alzó la vista hacia Somerset, que estaba en el rellano superior, arma en ristre. Parecía abatido, y Mills se preguntó si se encontraría bien, si estaba preparado para aquello.
—¿Qué clase de arma era? —gritó Mills.
Somerset bajaba por la escalera sin escucharle.
—Maldita sea, Somerset. ¿Qué clase de arma era?
¿Cuántas balas?
Mills se dirigió hacia el siguiente rellano, pero se detuvo a medio camino en espera de una respuesta.
—No lo sé —contestó Somerset por fin—. Tal vez un revólver. No estoy seguro.
Mills siguió bajando sin perder de vista a Somerset. De repente tropezó y aterrizó en el siguiente rellano; el arma se le escapó de la mano.
—¡Mierda!
—¿Qué pasa? —preguntó Somerset desde arriba.
—Nada —aseguró Mills mientras recogía la pistola y seguía bajando.
Somerset lo siguió; Mills oía su respiración fatigosa.
Este tipo fuma —pensó—. Está a punto de jubilarse. No está en forma para esto. Mills se detuvo y alzó la mirada hacia su compañero.
—¿Qué aspecto tiene? ¿Lo ha visto?
—Sombrero marrón —contestó Somerset entre jadeos y resoplidos—. Chubasquero marrón… bueno, una especie de… gabardina.
Mills se asomó a la barandilla para echar un vistazo al siguiente piso. Doe estaba allí de pie, con el arma apuntando hacia el cielo.
Mills retrocedió de un salto en el momento en que el disparo resonaba por la escalera. La bala alcanzó la barandilla a escasos centímetros de la mano de Somerset. La madera se astilló, y numerosos fragmentos cayeron por el hueco cavernoso.
Otra bala silbó junto a él y rebotó contra algún objeto varios pisos más arriba.
Mills se agazapó en el rellano a la espera del siguiente disparo, pero lo que oyó fue el sonido que produjo una puerta al abrirse y volverse a cerrar. Cinco —pensó mientras bajaba a toda prisa hasta el piso siguiente—. Cinco disparos hasta ahora.
El número 4 aparecía impreso en la pared junto a la puerta de la escalera de incendios.
—¡Cuarto! —le gritó Mills a Somerset—. ¡Cuarto piso!
Abrió la puerta de golpe y entró con el arma por delante, apuntando a izquierda y derecha. Al final del pasillo, John Doe estaba doblando la esquina. Mills echó a correr tras él. Dobló la misma esquina y de repente lo acometió el pánico; esperaba que Doe no estuviera allí esperándolo.
Pero Doe no estaba al acecho, sino que corría por el siguiente pasillo como alma que persigue el diablo.
Mills clavó los pies en el suelo con firmeza, agarró la pistola con ambas manos, cerró un ojo y apuntó a la espalda de Doe, listo para apretar el gatillo y abatir al hombre. Pero de repente un hombre en camiseta y calzoncillos salió de su piso y se puso en la línea de fuego.
—¡Al suelo! —rugió Mills—. ¡Al suelo! ¡Ahora!
Pero el hombre quedó paralizado, demasiado asustado y confuso para retirarse. Mills pasó junto a él y lo empujó a un lado.
Más adelante, una mujer vestida con tejanos y un suéter blanco asomó la cabeza por la puerta de su apartamento en el instante en que John Doe se acercaba. El hombre se detuvo, la agarró por el cabello y la arrojó contra la pared del pasillo.
—¡Eh! —chilló la mujer.
Doe entró en su apartamento.
—¡Fuera! —gritó Mills—. ¡Policía! ¡No entre ahí!
Se acercó a la mujer corriendo y la empujó a un lado antes de abrir la puerta de una patada y entrar apuntando con el arma en todas direcciones. El espacio estaba distribuido como un vagón de tren, en una sucesión de habitaciones.
Consiguió ver cómo John Doe salía por la ventana que daba a la escalera de incendios, y por un instante se quedó paralizado, recordando la noche en que habían ido a buscar a Russell Gundersen, la noche en que Rick Parsons fue alcanzado por una bala en la escalera de incendios y cayó tres pisos, la noche en que Rick Parsons se convirtió en un inválido. Empezaron a temblarle las manos. Aquella otra noche él había estado en la misma posición, junto a la puerta principal, de cara a la ventana de la escalera de incendios.
—¡Policía! ¡Apártense! —ordenó Somerset en el pasillo.
Se estaba acercando. Mills no podía permitir que a Somerset le sucediera lo mismo que a Rick. Atravesó el apartamento en dirección a aquella ventana, resuelto a detener a Doe.
La puerta de la última habitación empezó a cerrarse a causa de la corriente que generaba la ventana abierta. Al pasar, Mills la golpeó y la hizo saltar de las bisagras. Las cortinas de encaje blanco ondeaban al viento. Se situó a un lado de la ventana, con el hombro apretado contra la pared. Con mucho cuidado se agazapó y se asomó al antepecho, estirando el cuello para poder ver el callejón. Un disparo convirtió en añicos la ventana abierta, y una lluvia de vidrios azotó la cabeza y el cabello de Mills, que se apartó.
Permaneció sentado con la espalda apoyada contra la pared, jadeando mientras pensaba: ¡Seis! ¡El sexto disparo! Ya no le quedan balas.
Mills regresó a la ventana con la pistola por delante, dispuesto a acribillar a aquel hijo de puta, cuando de repente sonaron tres disparos más que destrozaron los dos marcos correderos de la ventana.
—¡Mierda! —exclamó Mills al tiempo que se echaba al suelo—. Siete, ocho, nueve. Un revólver, ¿eh? Somerset Volvió a acercarse a la ventana, en esta ocasión con más tiento, pero lo que oyó fue el sonido de pasos que se alejaban. Se asomó a la ventana y vio que Doe escapaba por el callejón.
—¡Mierda! —repitió Mills al bajar por la estrecha escalera de incendios—. ¡Se va a escapar!
Se asomó a la barandilla. Había un coche aparcado debajo de la escalera de incendios. ¡Qué coño!, pensó antes de saltar por la barandilla y caer los tres pisos y medio que lo separaban del capó del coche. El parabrisas se hizo pedazos y el capó se hundió, pero amortiguó la caída. Mills saltó al suelo y corrió hacia la boca del callejón, rezando por que aquel hijo de puta no hubiera logrado escapar.
Pero cuando llegó a la avenida le entraron ganas de gritar. Había gente por doquier: adolescentes apalancados en las aceras, niños pequeños corriendo en todas direcciones, ancianas que arrastraban los pies, madres empujando cochecitos, tipos que ocupaban espacio. Echó una mirada calle abajo, pero fue inútil. No había forma de distinguir una gabardina parda y un sombrero marrón entre el gentío. Se encaramó a una boca de incendios y se agarró a una señal de prohibido aparcar para mantener el equilibrio mientras entornaba los ojos y escudriñaba la calle.
De repente y aunque pareciera imposible, lo vio. Sombrero marrón y gabardina parda. Estaba en la última esquina de la calle, a la espera de que se hiciera un hueco entre el tráfico para poder cruzar en rojo.
Mills saltó al suelo y corrió hacia la calzada deteniendo los vehículos por señas. Los frenos empezaron a chirriar mientras los coches se arremolinaban a su alrededor.
—¿Se ha vuelto loco? —chilló un conductor.
Mills no le hizo caso, y cambió de carril para poder correr por la parte central de la calzada. Los coches y los camiones pasaban en ambos sentidos junto a él como una exhalación. Había demasiada gente en la acera, por lo que decidió que aquel era el camino más rápido.
Un camionero aminoró la velocidad con la intención de ponerlo verde.
—¡Sal de la puta calle, gilipollas de mierda! ¡Te vas a matar!
Mills hizo caso omiso de la advertencia. Tenía que concentrarse en John Doe, pues de lo contrario se le escaparía.
Pero Doe había oído el chirrido de los neumáticos y las bocinas, y además veía cómo Mills se iba acercando a él.
Cruzó la calle a la carrera, obligando a los coches a detenerse, y entró en otro callejón.
Mills cruzó con brusquedad para cortarle el paso, esperando que el tráfico se detuviera para dejarle paso. Una mujer en un Firebird blanco estuvo a punto de dejarlo sin piernas.
—Pero ¿qué narices le pasa, hombre? ¡Por Dios!
Mills no aflojó el paso, sino que corrió directo hacia el callejón. Era un lugar estrecho y oscuro, pues los edificios estaban muy juntos; en el otro extremo se distinguía una estrecha ranura de luz. El callejón estaba sembrado de contenedores de basura y cajas de frigoríficos, los hogares de los que no tenían hogar.
—¡Doe! —gritó—. ¡Policía!
No obtuvo respuesta. En el callejón no se oía ni un sonido, tan solo sus propios pasos.
—¡Doe! ¡Queda dete…!
Surgió de la nada y lo golpeó en plena cara. Mills dejó caer el arma, que chapoteó en un charco, y cayó primero de rodillas y luego de bruces mientras el dolor se adueñaba de él con intensidad. Una puta tabla de cinco por diez, pensó. No la había visto venir, pero por el tremendo dolor que sintió en la cara, se lo podía imaginar. Doe debió de esconderse detrás de una de esas grandes cajas de cartón para esperarlo. El dolor se le extendió por el cráneo, haciéndose más intenso a medida que avanzaba. Cerró los ojos y se llevó las manos al rostro. Tenía la nariz rota, de eso estaba seguro. Tosió y escupió. La sangre empezaba a llenarle la garganta. Se volvió de costado y siguió escupiendo sangre.
Luchando por abrir los ojos, oyó el sonido que produjo la madera al chocar contra el pavimento, igual que un bate de béisbol que alguien hubiera arrojado al suelo. Cerca de él había unas piernas. Vio una mano que descendía para recoger su pistola del charco. Mills intentó alargar el brazo para recuperar el arma, pero no pudo moverse. El dolor lo tenía paralizado.
Empezó a toser de nuevo, de forma incontrolable, atragantándose con su propia sangre.
Cuando por fin dejó de toser, percibió un objeto metálico que le rozaba el rostro; era el cañón de su pistola, y le estaba acariciando la mejilla. Quedó paralizado, incapaz de hacer nada.
Con gran delicadeza, el arma trazó círculos alrededor de sus mejillas y ojos, se deslizó hacia el caballete de su nariz y perfiló la línea de su boca. A continuación se abrió paso entre los labios y con brusquedad lo obligó a separar las mandíbulas. Mills intentó mirar a Doe a la cara, pero la sangre le entraba en los ojos a raudales. Un sonido muy familiar estuvo a punto de detener el corazón desbocado de Mills: era el chasquido que producía el seguro al abrirse.
Mills tosió con el cañón metido en la boca… No pudo evitarlo. Un destello de luz blanca le azotó el rostro, y por un instante creyó que una bala le había atravesado el cerebro. Pero aún sentía el cañón en la boca, la sangre en los ojos. Seguía tosiendo. No estaba muerto.
Al cabo de un instante que se le antojó eterno, el arma se retiró lentamente de sus labios. Mills estaba temblando, incapaz de moverse, incapaz de ver nada. De repente sintió que algo le golpeaba el pecho, luego otro objeto, y otro, y otro. Balas. Le resbalaron cuerpo abajo y se esparcieron por el suelo. Aquel mal nacido le estaba descargando el arma. El revólver vacío se estrelló contra el asfalto y entonces oyó los pasos de Doe a medida que este se alejaba más y más.
Mills se incorporó sobre un codo, jadeando, asustado y furioso. Se enjugó la sangre de los ojos con la manga y como un ciego buscó a tientas su revólver y las balas.
—¡Mills!
Somerset lo llamaba desde la boca del callejón. Mills le oyó acercarse corriendo a él.
—¿Se encuentra bien? —vociferó el teniente antes de llegar junto a él y arrodillarse—. Llamaré a una ambulancia.
—¡No! —replicó Mills al mismo tiempo que rodaba sobre sí mismo y se ponía de rodillas—. Estoy bien.
Hizo una mueca para ahuyentar el dolor y logró ponerse en pie.
—¿Qué ha pasado?
Mills se agachó para recoger el resto de las balas. Las introdujo en el cartucho, contándolas mentalmente mientras lo hacía, imaginándolas incrustadas en las tripas de John Doe.
—¿Mills? Diga algo. ¿Qué ha pasado?
Pero Mills se sentía demasiado furioso para hablar. Tenía que coger a aquel mal nacido. No había tiempo para explicaciones. Tenía que cogerlo inmediatamente. Empezó a trotar hacia el final del callejón, donde brillaba una ranura solitaria de sol como si de una señal del cielo se tratara. Corrió tan deprisa como pudo, ignorando el dolor, en la dirección que había tomado Doe. Iba a atrapar a aquel cabrón.
Juraba por Dios que iba a atraparlo y que se lo haría pagar caro. Lo haría sufrir sin piedad.
—¡Mills! ¿Adónde coño va?
Pero Mills no se detuvo ni miró atrás. Tenía una misión, joder.
—¡Mills!