Capítulo 12
—Arriba, dormilones. Os ha tocado la lotería.
—¡Eh! —exclamó Mills al despertar de repente de un profundo sueño.
Somerset bostezó y se desperezó. Mills se llevó las manos a la cabeza. Estaba hecho una piltrafa. Ya era de día. Se habían quedado dormidos en el sofá.
—Digo que os ha tocado la lotería. A por el gusano, pajarillos.
De pie ante ellos estaba el capitán, fresco y pulcro como una hoja de papel en blanco. Mills consultó su reloj de muñeca: las 6:25. No he dormido suficiente. Ni mucho menos. Nunca es suficiente, se dijo.
—Aquí tienen a su hombre.
El capitán dejó caer una fotocopia sobre el regazo de Mills y le alargó otra a Somerset. Allí aparecían dos fotografías policiales, una de frente y otra de perfil, de un jovenzuelo escuálido de cabello largo y lacio, cargado de pendientes y con la cabeza echada hacia atrás con aire de chulo. Se llamaba Victor Dworkin y tenía veinticinco años. Parecía de los que se meten en líos, pero no tenía aspecto de ser muy peligroso. Por supuesto, Russell Gundersen tampoco.
Somerset se levantó del sofá con un gruñido.
—¿Qué ha hecho este tipo?
—Dworkin tiene un largo historial de trastornos mentales —explicó el capitán—. Sus padres lo educaron en el más estricto catolicismo, pero en cierto momento…
—¿Catolicismo? —Mills se incorporó de un salto al oír el nombre de una religión—. ¿Qué más sabemos acerca de eso?
Dos agentes uniformados se acercaron por el pasillo gritando como un par de adolescentes. Ambos llevaban chalecos antibalas bajo anoraks de color azul marino con la palabra policía impresa en blanco delante y detrás. Los dos se cubrían con cascos antidisturbios. Uno de ellos sostenía una escopeta, el otro un rifle de asalto.
—¡Así que le dije que se fuera a tomar por saco! —gritó el del bigote.
El del pelo rapado al uno se echó a reír como un imbécil.
—¡A ver si cerráis el pico! —los regañó el capitán.
Los dos policías se detuvieron en seco como dos colegiales a los que acaban de sorprender en una travesura.
—Gracias, capullos —dijo el capitán con marcado sarcasmo mientras los seguía con la mirada hasta que se perdieron de vista con el rabo entre las piernas—. Muy bien —prosiguió volviéndose hacia Mills y Somerset—. Victor Dworkin se dedicaba a las drogas, al atraco a mano armada y al asalto. Pasó un par de meses en la cárcel por intento de violación a una menor, pero su abogado lo sacó después de apelar. Y resulta que el abogado en cuestión era el recientemente fallecido Eli Gould, el señor Codicia.
Los ojos de Mills se iluminaron. Le entraron ganas de besar al capitán.
—¡Eso! Ya tenemos la relación.
—Un momento, Mills. Que nosotros sepamos, Victor lleva bastante tiempo fuera de circulación. Tenemos una dirección, y ahora mismo están solicitando la orden de registro.
Un sargento pelirrojo, apodado California, se acercó corriendo por el pasillo, a la cabeza de un grupo de cuatro policías uniformados más que lucían vestimenta antidisturbios. Mills solo lo había saludado un par de veces, pero el sargento parecía bastante popular entre los hombres y, por lo que Mills sabía, era la mano derecha del capitán.
—Que los vigilantes llamen al timbre —ordenó California a los agentes uniformados—, y entonces…
—Oye, California —lo atajó el capitán llevándolo aparte—, el enjambre de periodistas llegará allí en menos de tres cuartos de hora. Pero si hay disparos llegarán en diez minutos. Así que hazlo bien. Quiero titulares, no esquelas mortuorias.
Mills miró a California. A todas luces, el capitán lo había puesto al mando del registro de la residencia de Victor Dworkin, y Mills sintió celos de inmediato. En el fondo creía que era él quién debía estar al mando, aunque fuera su primera semana en el cuerpo. El capitán se llevó a California a un rincón y siguió hablando con él a solas.
—¿Qué le parece? —preguntó Somerset a Mills al oído—. ¿Cree que este tal Victor encaja?
Mills reflexionó un instante.
—Pues no lo creo. No me lo imagino como un mocoso.
—Yo tampoco —corroboró Somerset—. Nuestro asesino parece tener las cosas más claras. Este tal Victor parece de la clase de tipos a los que les cuesta levantarse de la cama por las mañanas.
—Sí, pero ¿y las huellas?
Somerset exhaló un suspiro hastiado.
—Sí, son suyas —admitió encogiéndose de hombros—. Debe de ser él.
California y el capitán terminaron su pequeña reunión y se acercaron a los policías uniformados que esperaban al sargento. Mills se estaba cabreando cada vez más, aunque sabía que no tenía razón alguna para ello. Lo único que quería era participar en la acción; quería atrapar a aquel tipo. Propinó un codazo a Somerset.
—¿Qué le parece si vamos con ellos? Quiero conocer a Victor.
Somerset declinó la sugerencia con un gesto y meneó la cabeza.
—Vamos —insistió Mills con una sonrisa—. Así satisfacemos nuestra curiosidad.
—Ni hablar. Estoy cansado.
—Venga. Tal vez sea su última oportunidad, la última ocasión para sentir esa emoción. ¿Qué me dice…, William?
—¡Vamos, muchachos, a mover el esqueleto! ¡Adelante! —gritó California a sus hombres.
Somerset lanzó a Mills la mirada más fulminante que este había visto en su vida.
Somerset abrió un rollo nuevo de caramelos, se metió dos en la boca y le ofreció el paquete a Mills, quien meneó la cabeza y siguió conduciendo con ambas manos sobre el volante y los ojos clavados en la calzada. Estaban siguiendo a California y al equipo de asalto, que iban delante de ellos en una furgoneta negra de incógnito. Aún era temprano, y las calles estaban casi desiertas, pero la luz prístina de la mañana no suavizaba en absoluto el paisaje de gueto por el que pasaban.
Somerset sacó la automática y comprobó el cartucho.
—¿Alguna vez le han dado? —preguntó Mills haciendo una seña en dirección al arma.
—¿Que si me han disparado? No, y toco madera.
Treinta años en el oficio y solo he sacado el arma tres veces con intención de disparar. Pero nunca lo he hecho. Ni una sola vez. —Encajó el cartucho con un fuerte chasquido y se guardó el revólver en la pistolera—. ¿Y usted?
—No, nunca me han disparado. Saqué el arma una vez… y disparé.
—¿Ah, sí?
—Sí… Era la primera vez que salía a hacer este tipo de trabajo —explicó Mills al tiempo que señalaba la furgoneta negra que se dirigía a toda prisa hacia el apartamento de Victor Dworkin—. En aquella época no lo creía, pero la verdad es que estaba bastante verde. —La furgoneta dobló una esquina y se oyó un fuerte chirrido de neumáticos.
Mills giró el volante y permaneció detrás del otro vehículo—. El tipo había matado a su mujer. Parecía un primo de cuidado. En ningún momento imaginé que opondría resistencia, pero cuando irrumpimos en su apartamento por la puerta principal, el hombre estaba apuntando a mi compañero, que había subido por la escalera de incendios.
—Mills se frotó la nariz mientras recortaba mentalmente la historia con objeto de restar importancia al hecho de que la había cagado—. El tipo disparó una vez; yo, cinco.
—¿Cómo terminó la historia?
Mills efectuó unos cuantos recortes más antes de proseguir.
—Acabé con aquel hijo de puta. Pero fue raro. Fue como si todo sucediera a cámara lenta.
—¿Qué le pasó a su compañero?
—La bala lo alcanzó en la cadera —explicó Mills con el corazón latiéndole violentamente—. Nada grave.
Abrió la ventanilla a medias y dejó que el aire fresco le azotara el rostro. Se preguntaba si debía contarle a Somerset lo que realmente le había sucedido a Rick Parsons. Tal vez Somerset ya lo sabía. Pero ¿cómo iba a saberlo? Somerset aseguró que no había leído su expediente.
—¿Fue ese el motivo por el que le concedieron la medalla al valor? —inquirió Somerset.
Mills asintió, incómodo.
—Sí…, más o menos. En aquella época ya había dirigido muchas detenciones en la calle. Tenía un expediente bastante bueno.
—Bien, ¿y qué sintió? Al matar a un hombre, quiero decir.
Mills suspiró mientras en su mente seguía haciendo recortes.
—Imaginaba que sería terrible. Ya sabe, lo de acabar con una vida humana y todo eso. Pero la verdad es que aquella noche dormí como un angelito. Ni siquiera me paré a pensarlo.
Eso fue solo porque no se había enterado de lo mal que estaba Rick Parsons hasta el día siguiente. En un principio, los médicos creyeron que se repondría por completo. Pero cuando se enteró de que Rick sería un parapléjico durante el resto de su vida, Mills dejó de dormir como un angelito.
Y así seguía.
Somerset se aferró al salpicadero cuando Mills dobló otra esquina con brusquedad.
—Hemingway escribió en alguna parte…, no recuerdo dónde…, pero escribió que para vivir en un lugar como este hay que tener la capacidad de matar. Creo que se refería a que realmente hay que ser capaz de hacerlo, no solo de fingirlo, para sobrevivir.
—Pues parece que sabía lo que decía.
—No sé. Hasta ahora he sobrevivido sin matar a nadie.
Mills se limitó a asentir con un gesto. El corazón le latía con fuerza al pensar en Rick y en aquella noche con Russell Gundersen. Había sido una situación idéntica a la que ahora le ocupaba. ¿Sería Victor Dworkin otro Gundersen?, se preguntó Mills. ¿La cagaría él y permitiría que disparara a Somerset a tan pocos días de su jubilación?
Mills se aferró el volante con más fuerza. Ni hablar, pensó. No dejaría que aquello sucediera de nuevo.
Ante ellos, la furgoneta negra esquivó un coche patrulla que obstaculizaba el paso. Sobre la acera, flanqueando la entrada de un destartalado bloque de pisos, había otros dos coches patrulla. La furgoneta se detuvo delante del edificio y Mills paró el coche a unos siete metros de distancia. El equipo de asalto bajó de la furgoneta por las puertas traseras, seis jóvenes policías uniformados con chalecos antibalas, cascos protectores de plexiglás y numerosas armas.
Somerset y Mills se apearon del coche y los siguieron hacia el interior del edificio. Mills tenía la boca seca. Aquella noche, la de Russell Gundersen, había sido igual, un equipo tomando por asalto un apartamento, la mitad por la puerta principal y los demás por la parte trasera. Mills sacó el arma en cuanto llegó al primer rellano. Ojalá se le tranquilizara el pulso.
Los policías uniformados subían la escalera de dos en dos y en fila india. Somerset iba detrás, y Mills cerraba la comitiva. A juzgar por la expresión de Somerset, daba la impresión de tenerlo todo bajo control, pero estaba sudando como un condenado. Mills lo adelantó en el siguiente rellano. Al tipo le quedaba un día para jubilarse, y Mills no iba a permitir que la historia se repitiera.
Mills apretó el paso para mantenerse a la altura de los agentes uniformados, que se encaminaban hacia el tercer piso. Frascos de crack y jeringuillas crujían bajo sus pies en la escalera desvencijada.
En el tercer piso, un viejo borracho ataviado con un traje de mil rayas muy gastado yacía en el suelo; tenía los ojos vidriosos y no podía levantar la cabeza del suelo más que unos pocos centímetros. Pasaron por encima de él y se dirigieron hacia su objetivo, el apartamento de Victor Dworkin, el 303.
Una rubia oxigenada que llevaba una camiseta enorme de Disney World y zapatillas peludas asomó la cabeza por la puerta de su vivienda. California le hizo señas para que se fuera, y la visión de los policías uniformados bastó para hacerla entrar de nuevo en su apartamento a toda prisa. California llevaba la orden de registro sujeta con cinta adhesiva al chaleco antibalas. Sin decir palabra, indicó por señas a sus hombres que se adelantaran con la barra. Mills intentó avanzar hasta la vanguardia, pero un corpulento policía negro se interpuso en su camino.
—Lo siento, detective —susurró—. Policías primero y detectives después.
A Mills le entraron ganas de decirle que se fuera a tomar por culo, que él tenía que entrar primero, pero Somerset le puso una mano en el hombro.
—Es la política del departamento —explicó.
California indicó a todos que se apartaran de la puerta para que los dos hombres que manejaban la barra tuvieran espacio para forzarla. Mills percibía que el sudor le resbalaba por la espalda. ¡Vamos! Entremos —pensó—. ¡Entremos!
California miró por encima del hombro para asegurarse de que todo el mundo estaba preparado, y a continuación asintió con un movimiento de cabeza.
—¡Policía! —gritó mientras llamaba a la puerta—. ¡Abran!
¡Policía! —De repente se apartó—. ¡A la mierda! ¡Adelante! —ordenó.
La pesada barra de metal astilló la puerta a la primera embestida. El segundo golpe destrozó la cerradura.
—¡Adentro! —ordenó California al mismo tiempo que se adelantaba a sus hombres y empujaba la puerta con el hombro, pistola de 9 mm en ristre—. ¡Policía! —gritó de nuevo—. ¡Agentes de policía!
Los demás policías uniformados irrumpieron en el piso, pero a Mills le pareció que se movían a paso de tortuga. Tenía ganas de entrar.
Cuando por fin lo consiguió, recorrió el salón polvoriento con la mirada en busca de un lugar donde no hubiera un policía, con la esperanza de encontrar a Victor Dworkin antes que nadie, pero era un apartamento pequeño, y los hombres de California lo tenían cubierto. Los agentes uniformados gritaban ¡Policía! ¡Policía!, mientras inspeccionaban cada habitación en busca de Victor. Mills se dio cuenta de que el televisor estaba colocado en el suelo, en un rincón junto al sofá, y estaba cubierto de polvo.
—¡Aquí dentro! —gritó California.
Mills avanzó con rapidez y logró entrar en el dormitorio antes que los agentes uniformados. Sobre una cama que se hallaba junto a la pared más alejada yacía un cuerpo.
Mills no logró ver gran cosa, porque California obstaculizaba su campo de visión mientras avanzaba con cautela y aferraba el arma con ambas manos, apuntando a la figura que estaba cubierta con la sábana. Mills también sostenía el arma con ambas manos. Solo era capaz de pensar en Victor sacando un arma de debajo de la sábana y haciendo un numerito a lo Russell Gundersen con California.
Los demás agentes uniformados llegaron y empujaron a Mills hacia el interior de la habitación. El policía negro se unió a California, y se situó a los pies de la cama, mientras que este lo hizo a la cabecera.
—¡Buenos días, cariño! —gritó California.
Pero la figura no se movió.
—¡Levántate, hijo de puta! —chilló California—. ¡He dicho que te levantes! ¡Ahora!