Capítulo Ocho
A ella no le gustó el hombre desde el momento en que lo vio… y que fue antes de que él abriera la boca. Tan pronto como empezó a hablar, la opinión que tenía de el empeoró rápidamente.
El timbre había sonado minutos después de que colgara el teléfono. Cuando Sabrina abrió la puerta, lo encontró allí con el traje arrugado y la corbata manchada de comida, el pelo sucio y barba de varios días.
—¿Usted es Sabrina Sheldon? —preguntó él.
Sabrina había olvidado preguntar a Rachel el nombre del hombre que iba a ir a recoger la figura.
¿Y si ese hombre no tenía nada que ver con Rachel? La advertencia de Michael relampagueó en su cerebro. Esa persona en realidad no parecía alguien que apreciara la delicada bel eza de los delfines saltando.
—Exacto —dijo ella, esperando que su voz no revelara su nerviosismo.
—Usted tiene algo que quiero.
—¿Y qué es? —¿quién era ese hombre?
—No quiera pasarse de lista conmigo, señora. Ya me ha hecho perder mucho tiempo. Sólo déme los delfines y acabe con la charla.
Por lo menos era la persona correcta. A pesar de eso, ella no iba a permitirle poner un pie dentro de la casa. Ella se esforzó por sonreír tan complacientemente como pudo dadas las circunstancias y dijo:
—Un momento, se lo traeré.
Se alejó y empezó a cerrar la puerta detrás de sí cuando él empujó para mantenerla abierta. Ella dio un traspié contra la pared.
—No estoy jugando, señora, no me cierre la puerta en las narices. Ahora vaya a traerlos.
La facilidad con que él empujó la puerta la aterrorizó. Ella estaba sin defensa ante ese hombre.
Casi corrió a su habitación y cogió la figura del tocador.
Sólo había dado unos pasos desde el tocador, cuando el hombre apareció en la puerta de su habitación.
—¡Le dije que se lo llevaría! No había razón para que usted me siguiera hasta aquí.
Tan pronto como él vio la figura, la cogió de las manos de ella y la estudió intensamente.
Lentamente empezó a relajarse. Sonrió mostrando que carecía de más de un diente. Ella trató de no estremecerse.
—Caray, señora, eso es. Lo he pasado muy mal para lograr conseguir esta cosa.
—Me alegra que esté complacido. Siento apresurarlo, pero tengo algunas cosas que hacer hoy. .
—ella hizo un ademán hacia la puerta y sintió un gran descanso cuando él salió de la habitación.
El hombre caminó hacia el vestíbulo, con ella siguiéndolo detrás a distancia segura.
—Caray, todo ha salido bien después de todo. Odio los errores. Sí, los odio. La gente aprende a no cometerlos conmigo —él volvió la cabeza cuando alcanzó la puerta—. ¿Sabe lo que quiero decir?
Ella debió tener la respuesta correcta, porque él continuó a través de la puerta sin detenerse.
Tan pronto como salió, Sabrina cerró con seguro la puerta, el corazón le latía con fuerza. Qué hombre tan horrible. Le había puesto la carne de gal ina.
—Oh, Michael, debí haberte escuchado. Debí esperarte para que vinieras conmigo.
Miró por la ventana para estar segura de que el hombre realmente se iba. Estaba subiendo a s u coche, gracias a Dios. Ella temblaba. Ahora que todo había acabado y estaba segura, sentía que se le doblaban las piernas.
El ruido de otro coche deteniéndose la hizo regresar a la ventana. Una patrul a de tráfico se detuvo frente al otro coche. Michael, gracias a Dios, él estaba allí. Ella salió para darle la bienvenida.
Ella lo vio salir del coche. Nunca había estado más contenta de ver a alguien en su vida. Lo dejaría enfadarse con ella. No lo culparía. Le prometería no volver a ser tan irreflexiva.
Él se encaminó a la parte delantera de su coche, y ella lo saludó con la mano, pero él no la vio.
Estaba mirando hacia el otro coche. Sabrina escuchó una doble explosión y con una expresión de horror vio a Michael caer contra su coche y al suelo.
—¡Michael! —gritó ella y empezó a correr.
Oyó otro estrepitoso estallido y vio al hombre del coche apuntando su arma hacia ella. Se lanzó al suelo y escuchó un chirrido de neumáticos y el motor de un coche conducido a toda velocidad. Levantó la cabeza con cuidado y vio desaparecer el coche por la carretera.
—¡Michael! —ella saltó a sus pies, pero sus piernas no parecían que quisieran moverse. Tropezó antes de llegar junto a él—. ¡Oh, Dios mío! ¡Michael! — le tocó la cara. La sangre estaba esparciéndose rápidamente a través de su pecho. ¡Tenía que pedir ayuda!
Sabrina miró a ambos lados de la calle. No había vecinos cercanos a su casa en esa época de año. Corrió de regreso, bajó los escalones, irrumpió en la casa y marcó el número de urgencias.
—El policía de tráfico Michael Donovan ha sido abatido frente a mi casa —dijo ella, luego dio rápidamente la dirección—. Por favor, apresúrese. ¡Y llame a la policía!
Corrió a su habitación y quitó las mantas de su cama. Tenía que mantenerlo caliente. Tenía que mantenerlo vivo. «Oh, Michael. No te mueras. Por favor, no te mueras.»
La ambulancia estuvo allí en unos minutos, y ella fue con ellos al hospital. Todo lo que pudo hacerse por Michael se hizo. Ya había un cirujano preparado cuando llegaron al hospital. Tanto los agentes de policía de la ciudad como los del estado estaban allí, pidiendo detalles de lo que había sucedido.
Sabrina se sintió mareada. Eso no podía estar sucediendo realmente. Ella se despertaría en un momento y se encontraría abrazada a Michael y comprendería que todo eso había sido una pesadilla.
—Señora Sheldon, sé que está conmocionada pero necesitamos algunas respuestas. Tiene que ayudarnos a atrapar al hombre que hizo esto. Nadie le dispara a un agente de la ley y se escapa. Lo atraparemos, pero usted tiene que ayudar.
Vacilante, ella describió al hombre y les dijo todo lo que pudo. Les dio el número de teléfono de Rachel, esperando que no estuviera implicada de algún modo en lo que había ocurrido. Ella no tenía idea de quién era el hombre o por qué le había disparado a Michael.
Finalmente uno de ellos dijo:
—Creo que tenemos suficiente para tomar la delantera —y añadió—: ¿Por qué no se va a casa, señora Sheldon, y descansa un poco? Sé que esto ha sido una dura experiencia para usted.
—No puedo abandonarlo. Tengo que estar aquí con Michael. No puedo dejarlo.
Uno de ellos le dio una palmada en el hombro.
—Estaremos pendientes de su estado.
El otro dijo:
—Realmente siento todo esto, señora Sheldon.
—Yo también —murmuró ella—, yo también.
El tiempo parecía avanzar lentamente cuando ella esperaba. Nadie parecía saber nada. ¿Había recuperado la consciencia? ¿Estaba todavía en el quirófano? ¿No podría alguien decirle algo?
Una de las enfermeras se detuvo junto a ella.
—El doctor Jordan vendrá a hablar con usted cuando haya terminado la operación. Él sabe que usted desea saber cómo ha ido todo.
Sabrina casi no pudo ver a la mujer por las lágrimas que inundaron sus ojos.
—Gracias.
Sin embargo, cuando el doctor Jordan fue a buscarla, sus noticias no eran buenas.
—Hemos hecho lo que hemos podido, señora Donovan. No voy a negar que está en grave peligro. Extrajimos las balas, pero hicieron un daño considerable —su mirada sostuvo la de ella—.
Haremos todo lo que esté en nuestras manos para mantenerlo vivo.
—¿Puedo verlo?
—No hasta dentro de varias horas. Todavía está en cuidados intensivos, y estará allí algún tiempo. Entonces sólo podrá verlo unos minutos.
—Esperaré, si no le importa.
—Como desee. Le haré saber si hay algún cambio en su estado —él se alejó, y hasta entonces no se dio cuenta de que la había llamado señora Donovan. Él pensó que ella era la esposa de Michael.
Su familia.
¡Su familia! Ella tenía que ponerse en contacto con Steve. No sabía nada sobre los padres de Michael. Pero quizá Steve lo sabría.
Todo lo que ella sabía acerca de Steve era qué iba a la universidad de Stanford. Fue al teléfono público. Era el comienzo. Sabrina no sabía cuánto tiempo le llevaría encontrar a Steve Donovan, pero lo haría aunque tuviera que llamar a todo el mundo que trabajara en Stanford, enseñara allí o asistiera como estudiante.
Cuando ella escuchó la voz de él, le temblaron las rodillas de alivio.
—Soy Steve Donovan.
—Oh, sí, Steve. Mi nombre es Sabrina Sheldon, y vivo en el lago de los Ozarks, en Missouri —no necesitaba narrarle su vida, por Dios. Continuó—: Soy, mm, una amiga de tú padre, y… oh, Steve.
Tu padre está en el hospital, y ellos no saben si… —se le quebró la voz.
—¿Qé? ¿Mi padre está mal? ¿Qué ocurrió? ¿Cuánto tiempo lleva enfermo? ¿Por qué no llamó alguien antes? ¿Por qué…?
—No, Steve. Tu padre estaba bien de salud hasta que alguien le disparó hoy.
—¡Le han disparado! ¡Oh, Dios, no!
—Sí.
—¿Todavía está vivo?
—Sí, pero el doctor no es muy optimista. Yo no sabía a quién llamar, los padres de tu padre están…
—Ambos muertos. Él no tiene familia —se le quebró la voz ligeramente—, excepto a mí.
—Steve, ¿puedes venir?
—¿Cree usted que él querría que yo fuera?
—Oh, sí, Steve. Tu padre te quiere mucho. Él está muy orgulloso de ti. Te echa de menos, y…
—Yo también lo echo de menos —dijo él ásperamente.
—Es un poco difícil llegar en avión. Si vuelas a Kansas City puedes tomar un autobús.
—Sí, sí. Estaré ahí tan pronto como pueda. ¿Cuál dijo usted que es su nombre?
—Sabrina, Sabrina Sheldon —ella le dio los números telefónicos de su casa y trabajo—. Quizá aún me encuentre en el hospital cuando llegues —a menos que él llegara demasiado tarde. Pero ella no lo diría. Ella aún no se permitiría pensarlo.
—Gracias por llamarme, Sabrina, usted nunca sabrá cuánto se lo agradezco.
La profunda voz de él sonaba tan parecida a la de su padre que ella tuvo que morderse el labio inferior con fuerza para no sol ozar.
—Te veré, Steve.
—¿Señora Donovan?
Sabrina abrió los ojos y vio a la enfermera parada delante de ella. Levantándose, preguntó:
—¿Está él…?
—Todavía no ha vuelto en sí, pero ahora está fuera de peligro en una habitación privada. El doctor dice que puede verlo, pero sólo por algunos minutos.
Esforzándose por estar calmada ahora que iba a permitírsele verlo, Sabrina siguió a la enfermera fuera de la silenciosa sala de espera. Miró su reloj. Era más de medianoche. Había estado en el hospital desde alrededor de las tres. Nueve horas. Parecía como toda la vida. Pero no la vida de Michael. «Por favor, Dios, no te lo l eves ahora».
La enfermera abrió la puerta y le indicó que entrara antes de dejarla a solas con él. Una lamparil a mantenía la habitación ligeramente iluminada, y ella se acercó lentamente a la cama. Vio por qué no había nadie con él. Estaba conectado a tantas máquinas que no había razón para que nadie lo vigilara. Sin duda las enfermeras observaban las señales que emitían varias pantal as en la sala de descanso.
La sábana estaba colocada sobre su pecho, y había tubos insertados en su brazo. Tantos alambres y máquinas trabajando para mantenerlo vivo hasta que su cuerpo pudiera encargarse de la tarea. ¿Su cuerpo haría eso? ¿Por favor? Por favor, tenía que ponerse bien., No había color en su cara, excepto quizá el gris.
—Oh, Michael. Estoy tan apenada por lo que ocurrió. Si no hubiera llamado para decirte dónde estaba, no habrías ido a la casa. Todo esto es culpa mía —contuvo un sol ozo—. No quiero perderte, ahora que has llegado a mi vida.
Le tocó la mejilla.
—Te amo, Michael. Quiero que lo sepas. Hay tanto que amo de ti. . tu bondad, tu dulzura, tu comprensión. Además tu protección. Nunca me había sentido tan confortada como lo estuve la semana pasada. Eres tan buen, tan agradable. . l eno de ternura. Por favor, mejórate.
Él estaba tan quieto.
—He llamado a Steye. Viene a verte. Te quiere. Era tan obvio en su voz. De alguna manera ambos tenemos algo en común —trató de tragar saliva a pesar del nudo que tenía en la garganta—. Quiero que te cures para que me regañes por abandonar la casa.
Las lágrimas se deslizaban descuidadamente por su cara. A ella no le importaba.
—Voy a ir á casa un par de horas. No puedo regresar a la tuya porque cerré y no tengo llave.
Creo que es lo mejor. No podría estar allí sin ti. Pero regresaré. Quiero estar aquí contigo. Quiero que sepas cuánto te amo —las lágrimas corrieron por sus mejillas.
Ella oyó que la puerta se abría y se volvió. La silueta de la enfermera permaneció en la entrada, y Sabrina lentamente caminó hacia la puerta, dejando a Michael al cuidado de otros.
—Seguro que hay algo que puedo hacer, ¿no es así? —le preguntó Jonathan a su eminente líder.
—No, Jonathan. Tu misión es aconsejar a Sabrina. ¡Lo que le suceda a Michael no es de tu incumbencia!
—Pero, señor. No creo que salga de ésta.
—Lo sé.
—No entiendo.
—Lo que sucedió fue algo que estaba planeado en el programa de su vida. Lo que suceda ahora será su problema.
—Pero señor, ¡seguro que él no se dejará morir en este punto de su vida! ¡Ahora que tiene mucho por qué vivir!
—¿Morir, Jonathan? ¿De dónde has sacado tan arcaica expresión? Nadie muere, Jonathan, tú lo sabes.
—Sí, señor. Estaba pensando en idioma terrenal. Pero ya se encontraron el uno al otro, después de todo este tiempo.
—Y quiero alabar tus esquemas inventivos. Pienso que le dan un agradable toque.
—¿Pero no debían ellos tener algo de tiempo para pasarlo juntos?
—¿Tiempo? Otra expresión de la Tierra. Ya estuvieron juntos antes. Ellos estarán juntos de nuevo. Cáspita, pero tú has sido completamente atrapado en el drama de la situación, ¿no es así? Si Michael hace su transición ahora encontrará muchas cosas que hacer mientras la espera para que se reúna con él.
—Eso parece tan injusto, señor. Quiero decir, Sabrina apenas está empezando a entenderse a sí misma y su relación con su hija, a encontrar significado a su relación con Michael. Esto es un golpe cruel para que ella tenga que soportarlo.
—Pero tú y yo sabemos que no hay tal cosa como «perder» el amor. El amor es un estado permanente, algo que llevamos con nosotros constantemente. Ella siempre experimentará el amor que siente por Michael. Sabrina nunca será privada de ello.
Jonathan movió la cabeza, triste. Gabriel ciertamente vio todo el cuadro mejor que nadie, pero esa vez Jonathan esperaba que ocurriera algo que prolongara la felicidad que Sabrina y Michael habían descubierto en la Tierra.
Jonathan se sintió muy impotente. Todo lo que podía hacer era sentarse con Sabrina, esperar y observar, y consolarla cuanto pudiera.
—Disculpe. . la enfermera dijo que usted es la señora Donovan —era una voz joven, indecisa y perpleja.
Tan pronto como ella escuchó la voz de él, se volvió. Ahora sabía qué aspecto tenía Michael hacía veinte años. Ella permaneció sosteniendo su mano.
—Tú debes ser Steve. Me temo que nunca me molesté en presentarme aquí. Desde que llegué con tu padre, ellos supusieron… —no terminó la frase.
El joven asintió. Estaba vestido a la moda con pantalones y chaqueta holgados. Llevaba el pelo corto. Era tan alto como su padre, pero no tan corpulento. Aunque sus ojos eran azules, eran parecidos a los de su padre, con la misma mirada firme.
Intentó no lanzarse a sus brazos.
—¿Cómo está?
—Su estado permanece sin cambios —ella se encogió de hombros—. Sea lo que fuere que eso signifique.
—¿Ha estado consciente?
—No, debo prevenirte que no es agradable verlo conectado a todas esas máquinas.
Steve asintió tragando saliva. Cuando él se pasó una mano por el pelo en un gesto que su padre solía hacer, Sabrina sintió que las lágrimas asomaban a sus ojos.
—¿Le permiten verlo a menudo?
—Cada hora. Durante unos minutos.
—¿Pero él no sabe que usted está ahí?
—Quizá sí. No lo sé. Pero le hablo de todas formas. Le digo todo lo que quiero qué él sepa.
Quiero que él, en cualquier nivel en que se encuentre en este momento, sepa que es amado y querido aquí.
Él tomó la mano de ella.
—Me alegro de que la tenga a usted. Siento decir que él nunca la ha mencionado.
—No hace mucho que nos conocemos.
Él suspiró.
—Oh, bien. Eso lo explica. No he hablado con él desde agosto.
La enfermera esperó en la puerta de la sala de espera.
—¿Señor Donovan? ¿Desearía ver a su padre ahora?
—Sí. Gracias —él estrechó la mano de Sabrina antes de dejarla. Ella se sentó y esperó a que él regresara. Ahora no se sentía tan sola. Podrían esperar juntos.
Steve entró en la habitación y permaneció junto a la puerta, mirando fijamente al hombre tendido tan quieto en la cama. Verlo así hacía que las noticias fueran más reales en cierta forma. Él se acercó, mirando al hombre que había sido parte de su mundo los primeros diez años de su vida.
¿Qué podía decirle? Si su padre estuviera consciente y pudiera oírlo, ¿qué querría que su padre supiera?
Steve miró hacia la mano de su padre, la cual descansaba quieta en su pecho. Él siempre recordaría las manos de su padre, su fuerza, su delicadeza.
Sólo entonces se dio cuenta de que las lágrimas corrían por sus mejillas. Alcanzó una caja de pañuelos desechables que había junto a la cama y se secó la cara.
Se aclaró la garganta y empezó a hablar en voz baja y grave.
—Hola, papá —su voz sonaba áspera en la silenciosa habitación. Se aclaró la garganta nuevamente—. Creo que estarás bastante sorprendido de que yo aparezca por aquí después de todos estos años.
Se inclinó para tocar la mano de su padre y encontró su calor tranquilizador.
—Tuve algunas horas para pensar cuando el avión volaba hacia aquí, recordando cosas acerca de ti. Fue sorprendente todas las cosas que volvieron a mí. Recuerdo cuando era pequeño, cómo siempre me permitías sentarme en tus hombros, durante desfiles, partidos de fútbol y otras cosas. Recuerdo que pensaba qué afortunado era porque tenía el padre más alto de los alrededores.
Se sentó en la silla que había junto a la cama y estudió la cara de su padre.
—¿Sabes, papá?, siempre fuiste grande para mí. Recuerdo que me sentía orgulloso de ti cuando te veía con tu uniforme. Y algunas veces cuando regresabas a casa, parecías tan cansado, y quizá también triste, cuando las cosas no siempre se arreglaban de la forma en que esperabas en tu trabajo.
Hizo una pausa, escuchando las señales continuas de los monitores, preguntándose si su padre podría escucharlo. juntó las manos, orando porque de algún modo su padre supiera lo que él trataba de decir.
—¿Recuerdas cómo siempre me permitías subir en tu regazo, aun al salir de la escuela, no importaba lo cansado que estuvieras, o cuántas horas hubieses estado trabajando? Me permitías estar contigo. Siempre me sentí tan seguro en tus brazos. Sabía que nada podía nunca hacerme daño porque tú estabas allí.
Steve cogió más pañuelos desechables y se secó las mejillas una vez más.
—Y asistías a todos mis partidos de fútbol cada vez que podías escaparte. ¿Alguna vez supiste lo que me emocionaba revisar las gradas y verte allí sentado mirándome, sonriendo, dándome esa muestra de apoyo?
Se le quebró la voz e hizo una pausa, tragándose un sollozo antes de que se hiciera audible.
—Recuerdo cuando mamá y yo te abandonamos para irnos a California. No pensé que pudiera resistir el abandonarte. No quería irme. Pero estaba mamá. Ella era siempre tan inquieta. Y me necesitaba. Ella decía que tú no necesitabas a nadie. Pero yo no estaba seguro de ello. Nunca olvidaré tu mirada triste, aun cuando no me dijiste nada acerca de que querías que me quedara, no deseabas que me fuera. Me abrazaste y me dijiste que me querías.
Él trató de respirar serenamente.
—¿Sabes de qué me di cuenta cuando venía para acá en el avión, papá? De que tengo veinte años y aún no sé si mi padre sabe que lo quiero. No puedo recordar la última vez que te lo dije.
Era fácil cuando era pequeño. Acostumbrábamos a hacer un juego de ello. Después, cuando crecí, me daba vergüenza decirlo, y a ti no parecía importarte. Parecía que sabías cómo me sentía y eso estaba bien.
Steve ya no pudo permanecer sentado. Se levantó, atravesó la habitación y miró fuera hacia la noche. Sentía la garganta rasposa y dolorida del esfuerzo de controlarse. Finalmente regresó con Michael.
—Así que volé tres mil kilómetros para decirte que te quiero, papá. Siempre te he querido.
Quiero que sepas que siento no haber pasado más tiempo contigo durante estos últimos diez años —colocó su mano sobre la mano de Michael—. No tengo a nadie a quien reprochárselo más que a mí mismo. Ofreciste pagarme el viaje, pero siempre estaba tan ocupado con mis propias actividades. Nunca me presionaste. Siempre parecía que lo entendías.
Steve movió la cabeza, aturdido.
—Era yo el que no entendía. Pensé que tendría todo el tiempo del mundo para verte, para estar contigo, para conocerte mejor. Quiero decir, hasta donde a mí me concierne, eres invencible. Nunca se me ocurrió que no pudieras detener balas. Que tú eras mortal, que podías morir y abandonarme. Que nunca podría tener la oportunidad de decirte cuánto te quiero.
Él no pudo contener el sollozo que lo estremecía. Se alejó, tratando de sobreponerse a sus emociones. Respiró hondo un par de veces, luego regresó con Michael de nuevo.
—No tengo idea de si puedes oírme o no. Pero Sabrina dice que de todas formas ella habla contigo. Me gustó eso, me gusta ella, papá. Ella es auténtica, es cariñosa; necesitas a alguien como ella en tu vida. Todos lo necesitamos. Quiero ser parte de tu vida, papá. Quiero que pasemos muchos ratos juntos. Quiero que estés conmigo cuando me case. Quiero que me ayudes a consentir a tus nietos.
Steve levantó la mano de Michael y la colocó entre las suyas. Cerró los ojos y murmuró:
—Oh, papá. No quiero que te mueras.