Allí permanecí dos días. De vez en cuando me tratan un plato de comida repugnante; al final del segundo día me resigné a comer. Antes de una hora me hervían los intestinos.
Al tercer día, me llevaron escoltado ante un oficial de la cárcel. El hombre me sometió a un interrogatorio de rutina, preguntándome mi nombre y domicilio, y si estaba dispuesto a confesar dónde había ocultado el cadáver de Víctor Frankenstein. Ante mis protestas de inocencia, se echó a reír.
–Es difícil que uno de nuestros más notables consejeros haya ordenado encarcelar a un hombre inocente -dijo-. Sin embargo, tuvo la generosidad de proveerme de algunos elementos para escribir antes de enviarme de nuevo a mi celda, acusado formalmente de asesinato.
XII
Carta de Joseph Bodenland a Mary Godwin:
Mi querida Mary Godwin:
Tu novela tuvo muchos lectores que tú nunca conociste. Es posible que esta carta jamás llegue a tus manos. ¡Pero quizá la fuerza que me impulsa a escribir en estas circunstancias sea tan perentoria como la tuya!
Sólo desastres me han ocurrido desde el momento en que te dejé. Mi único consuelo es haber estado contigo. Y eso alivia todas mis desgracias.
El nebuloso recuerdo que tengo de tu novela me hace pensar que fuiste demasiado magnánima con la prometida de Víctor, Elizabeth, y mucho más que magnánima con el amigo de ella, Henry Clerval. Entre los dos me han hecho encarcelar bajo la falsa acusación de haber asesinado a Víctor.
Es posible que me liberen en cualquier momento, pues bastará con que Víctor reaparezca entre los vivos para que quede demostrada la falsedad de la acusación. Sin embargo, nadie mejor que tú sabe lo errátiles que son los movimientos de Víctor, acuciado por la persecución y la culpa. Diré, cambiando tu frase: "Si no para en un sitio es porque padece mucho". Quizá pudieras ayudarme tratando de descubrir el paradero de Víctor, y acaso convenciéndolo -por mediación de un tercero, si fuese necesario- de que vuelva a su casa, o que se comunique con los funcionarios de esta prisión. No puede guardarme rencor.
¡Cuánto tiempo he tenido para meditar en lo que ocurrió entre nosotros! Callaré mis sentimientos, pues muy poco pueden significar para ti ahora; pero te aseguro que la flor que una mañana se abrió fugazmente entre nosotros nunca perecerá, aunque aún resten muchas mañanas.
Escribiré, si, sobre la situación del mundo en que me encuentro. Bendita tú, que eres una joven intelectual, como también lo fue tu madre, en una época en la que no abundan tales espíritus; en mis tiempos son menos raros, pero tal vez no más eficaces debido justamente al mayor número, y al hecho de que actúan en un mundo donde el principio masculino ha prevalecido, incluso en la mentalidad de muchas de tus congéneres. (¡Todo esto lo diría de otro modo en el lenguaje de mi época! ¿Quieres oírlo? Lo mismo que tu madre, eres una exponente prematura del Movimiento de Liberación Femenina. Pasará el tiempo y tu causa ganará más fuerza, promocionada por los medios, que siempre gustan dar un nuevo sesgo a la cosa sexual. Pero la mayoría de estas niñas belicosas se ha vendido a los que tienen la sartén por el mango, clítoris o no clítoris. Fin de la cita.)
Había clasificado a Víctor -y también a tu poeta, he de confesarlo- como un benefactor liberal, hacedor de entuertos. ¡Ese insensato afán de mejorar el mundo! "¡Mirad a dónde nos ha llevado!", esto era lo que quise dar a entender la otra noche en Diodati.
Una posición demasiado cómoda la mía. Lo comprendo ahora, encerrado en esta celda sórdida, sin ninguna garantía de que pueda ocurrirme otra vez algo agradable. Cuando Justine Moritz estaba en prisión, el mundo ya la había juzgado antes del proceso. Quizá también a mí se me juzgue de la misma manera, si alguna vez se menciona mi nombre fuera de estos muros.
Pero ¿quién acudiría a hablar en mi favor, quién tomaría mi caso? En los siglos XX y XXI, las cosas serán de otra manera, por lo menos en los países de América, Japón y Europa occidental. Esa cortina de piedra que hoy se alza entre los presidiarios y el mundo de la libertad no volverá a cerrarse. No llamo presidiarios a los deudores; pero en el futuro los gobiernos no tendrán la descabellada idea de encarcelar a los hombres a causa de una simple deuda.
¿Cómo se ha logrado esta pequeña mejora?
(Naturalmente, si recurro a este caso en particular para referirme a un estado de cosas más general, es porque estoy sufriendo en carne propia el pavoroso problema de las cárceles. Pero supongo que si me encontrase en los campos de Waterloo con una pierna de menos, o en el sillón de un dentista sin el beneficio de la anestesia -una forma futura del láudano- o frente a una situación de trabajo en la que mi familia sufriría hambre y privaciones, mis conclusiones serían aproximadamente las mismas.)
Entre tu época y la mía, Mary, la gran masa de la población ha ido haciéndose mucho menos tosca. Por muy maravillosa que sea tu época, por muchos espíritus elevados que la adornen, y por muy horrenda que sea la mía, por crueles que sean muchos de sus líderes, creo que el período del que yo vengo es en este respecto preferible al tuyo. La gente en general es más educada, se preocupa más por el bienestar de los otros.
Ya no encerramos a los enfermos mentales, aunque se les confinaba hasta bien avanzado el siglo XX; y lo que por cierto ya no hacemos es exhibirlos para entretenimiento de la población. Tales cosas ya no divierten a la gente. (Cuánto te amé cuando le dijiste a Lord Byron: "¡Hasta los estúpidos detestan que se los haga pasar por locos!")
Ya no ahorcamos a un hombre que haya hurtado una oveja o una hogaza de pan, desesperado por la situación de su familia. En realidad, ya no ahorcamos a los hombres por los delitos que hayan cometido, ni los matamos por ningún otro método. Hace tiempo que dejamos de disfrutar del patíbulo como de un espectáculo público. No encarcelamos a niños.
No permitimos tampoco que los niños trabajen para los padres o para cualquier otro hombre. El trabajo infantil cesó antes que terminara el siglo en que vives. En cambio, lentamente, paso a paso, la educación ha ido imponiéndose, de acuerdo con la opinión general sobre el problema, el aforismo de que la política es el arte de lo posible.
En realidad, la orientación misma de la educación ha cambiado. En otros tiempos, salvo para los hijos de los señores, se la destinaba a preparar a un hombre para el desempeño de una tarea, y (dirían los cínicos) incapacitarlo para la vida. Ahora, con las complejísimas máquinas capaces de ejecutar por sí mismas las tareas rutinarias, la educación se dedica fundamentalmente a preparar a los hombres y mujeres jóvenes para la vida, para una vida más plena, más creativa. Es posible que esto haya llegado demasiado tarde, pero ha llegado.
Ya no dejamos morir de hambre a los ancianos cuando dejan de ser útiles a la comunidad. Las pensiones a la vejez aparecieron a principios del siglo XX. La geriatría es ahora una materia que cuenta con un ministerio propio en los asuntos del Estado.
Tampoco dejamos que los débiles, los locos o los desvalidos perezcan en las alcantarillas de los barrios bajos. En realidad, los barrios bajos, en el viejo sentido, han desaparecido casi del todo. Tenemos ahora tantos y tan variados sistemas de bienestar social que a ti y a Shelley os dejarían maravillados. Si un hombre pierde su trabajo, recibe los beneficios de un seguro de desocupación. Si cae enfermo, cobra el seguro por enfermedad. Hay un servicio de salud pública que atiende gratuitamente a todos los enfermos.
Y así podría continuar mucho tiempo. A pesar de que en tu país natal, Inglaterra, hay en mi época una población seis veces mayor que la de 1816, se garantizan al individuo posibilidades mucho mayores de vivir a salvo de catástrofes, y si sobreviene una catástrofe, posibilidades mucho mayores de sobrellevarla.
(¿Te suena esto a paraíso, a utopía, al estado socialista que deleitaría los corazones de Shelley y tu padre? Pues bien, ten presente que toda esta igualdad sólo se ha conquistado en una pequeñísima porción del planeta, y principalmente a expensas del resto del mundo; y que esta desigualdad, antaño un rasgo puramente nacional, asume ahora proporciones internacionales de tal magnitud que ha desatado una guerra amarga y destructiva entre naciones ricas y naciones pobres; y recuerda también que esa desigualdad es alimentada por un antagonismo racial cada vez más enconado y violento, y que los hombres esclarecidos consideran como la gran tragedia de nuestra época.)
¿Qué explica la aparición de estos cambios en cualquier esfera de las relaciones humanas, entre tu época y la mía? Respuesta: el creciente despertar de la conciencia social en la gran masa de la población.
¿Y qué favoreció ese despertar de la conciencia social?
El estribillo de la canción de Frankenstein dice que el hombre ha de enmendar la obra de la naturaleza. Me parece que cuando los sucesores de Frankenstein pusieron manos a la obra, cometieron frecuentes e irreparables errores. En los últimos tiempos, mi generación no ha tenido más remedio que computar en la columna del débito todos esos errores, y ha olvidado las ganancias.
Porque los dones de Frankenstein no incluyen tan sólo objetos materiales como el tapizado que admiraste en el asiento de mi automóvil, ¡o el automóvil mismo! Incluyen también todos los intangibles dones del bienestar social que he enumerado; tú dirás, me temo, ¡en forma "un tanto extensa"! Uno de los tantos resultados directos de la ciencia y la tecnología ha sido el incremento de la producción, y la aparición o el descubrimiento de cosas tales como los anestésicos, los principios de la bacteriología y la inmunología y la higiene, una mejor comprensión de la salud y la enfermedad, la aparición de máquinas capaces de ejecutar las tareas que antes se encomendaban a las mujeres y los niños, el abaratamiento del papel, máquinas de impresión que han hecho accesible la lectura a las masas, seguidas por otros medios masivos de difusión, mejores condiciones de vida en los hogares, fábricas y ciudades, y así sucesivamente, en una lista interminable.
Todos estos adelantos, aunque viciados por los males que te he descrito, fueron reales. Y algo cambió también en la naturaleza de los hombres. Estoy hablando ahora de las masas, esa gran porción sumergida de cada país. En las democracias occidentales, esas masas no han vuelto a sufrir la espantosa opresión que conocieron en Inglaterra hasta casi la década de 1850, cuando los trabajadores, sobre todo en los distritos rurales, no sabían a veces lo que era tener fuego en la casa, o no probaban un bocado de carne en toda una semana, y si cazaban un conejo en las tierras del señor feudal arriesgaban la vida. Los hombres se han vuelto más indulgentes desde esos malos días, gracias a la inmensa abundancia, directamente atribuible a la tecnología.
Si en la escuela se trata a un niño a puntapiés, si se le obliga a trabajar dieciséis horas diarias los siete días de la semana, si se le arrancan los dientes con tenazas cuando le duelen, o se le sangra cuando enferma: si se lo educa a golpes, si sufre hambre, o se lo deja morir en un hospicio cuando envejece prematuramente, entonces se habrá preparado a un hombre, de la mejor manera posible, para que sea indiferente. Indiferente para consigo mismo y para con los demás.
Entre tu era y la mía, querida Mary, ha habido una reeducación. Los beneficios de un espíritu científico en aumento han respaldado poderosamente esa reeducación.
La historia, claro está, no termina aquí. Contar con una fuerza abrumadora es una cosa, otra muy distinta es encauzarla.
Y la dirección principal proviene en tu siglo -¡en tu heroico siglo!– de los poetas y los novelistas. Es tu futuro esposo quien declara (o declarará, y por supuesto, puedo citar mal) que los poetas son los espejos de las tremendas sombras que la futuridad proyecta sobre el presente, y los ignorados legisladores del mundo. Tiene toda la razón, excepto en un detalle: junto con los poetas pudo haber mencionado a los novelistas.
Pero en tu presente, en 1816 las novelas no son muy apreciadas. Alcanzarán su apogeo en la próxima generación, pues la novela se convierte en el arte por excelencia del siglo XIX, desde Los Angeles hasta Nueva York, de Londres y Edimburgo a Moscú y Budapest. La novela llega a ser la flor del humanismo.
Los nombres de estos instigadores del cambio, para mencionar tan sólo a los de tu país, se recuerdan aún, novelistas que advirtieron las profundas transformaciones científico-sociales de la época y modelaron una visión más sensible de la vida como respuesta a esos cambios: Disraeli, Mrs. Gaskell, las hermanas Bronté, Charles Reade, George Meredith, Thomas Hardy, George Eliot, tu amigo Peacock y muchos otros. Y sobre todo el venerado Charles Dickens, quien quizá hizo más que cualquier hombre de su siglo -incluso los grandes legisladores e ingenieros- por despertar una nueva conciencia en sus semejantes. Dickens y los otros son los grandes novelistas -y todos los demás países occidentales pueden ofrecer nombres rivales, desde Julio Verne hasta Dostoievski y Tolstoi- que de verdad reflejan ese futuro colosal y forjan los corazones de los hombres. Y tú, mi querida Mary, por respetado que sea tu nombre, no eres bastante apreciada como la precursora de esa invalorable estirpe, ¡tú, que te anticipaste a ellos por lo menos en toda una generación!
Gracias a la obra de tus fuerzas morales, por el cambio social que es siempre resultado exclusivo de las innovaciones tecnológicas, ese futuro del que yo vengo no es por completo inhabitable. Por un lado, la esterilidad de la cultura de la máquina y el terrible aislamiento que a menudo sienten las gentes aun en las ciudades superpobladas; por el otro, el reconocimiento tácito de muchos derechos y libertades "esenciales que en tu época ni siquiera habrán sido imaginados.
¡Cuánto los añoro en estos momentos! Mi caso no podrá atraer la atención de ningún periodista. Tampoco puedo pedirle a algún parlamentario que interceda en mi favor. No puedo alentar la esperanza de una cruzada de los medios de difusión, y que millones de desconocidos se familiaricen de pronto con mi nombre y se preocupen por mi suerte. Estoy inmovilizado en un calabozo, junto a un balde pestilente, y con la perspectiva de esperar doscientos años a que se me haga justicia. ¡¿Te extraña que advierta ahora la faz positiva de la revolución tecnológica?!
Si tú pudieras conjurar a Víctor, como conjuró Próspero a sus desdichados servidores, o si pudieras ayudarme de cualquier otra manera, te lo agradecería de veras. ¡Pero difícilmente más agradecido -si la palabra es adecuada y suficiente- de lo que ya estoy! Entre tanto, te envío estas meditaciones, con la esperanza de que puedan ayudarte a continuar tu famoso libro.
Y con las meditaciones, menos perecedero que una hoja de sauce,
Mi amor, Joe Bodenland.
XIII
Algunos de los grandes acontecimientos siderales del universo son más accesibles de noche. Cuando la humanidad es empujada al oprobioso retiro de los lechos colectivos, los procesos de la Tierra despiertan y cobran vida propia. O eso he observado.
Por qué ocurre así, no puedo decirlo con exactitud. La noche es, por cierto, un período más solemne que el día, cuando la retirada de la influencia solar impone una cesura en las actividades. Pero yo jamás tuve miedo de la oscuridad, nunca fui como ese personaje de Shakespeare, "con qué facilidad en la noche un arbusto nos parece un oso…" Así, según mi teoría, mientras estamos en la porción oscura de la Tierra y al parecer soñando, nuestra mente puede estar más abierta que durante el día. En otras palabras, algo de ese mundo subconsciente que tiene acceso a nosotros cuando soñamos puede escurrirse bajo el manto de la noche, permitiéndonos captar mejor el alba del mundo, o el tiempo en que éramos niños, o cuando la humanidad estaba todavía en la infancia.
Sea como fuere, lo cierto es que al día siguiente desperté antes del amanecer, y bastó que me quedara tendido y alerta en el sórdido camastro, para que mi inteligencia se extendiera como una niebla más allá de los estrechos confines de la prisión. Mis sentidos me llevaron del otro lado de los barrotes. Percibí la fría piedra de afuera, los apiñados habitáculos de los ginebrinos, y más allá los accidentes del paisaje, el lago y las montañas, cuyos picos estarían ya saludando a un nuevo día invisible aún en la ciudad. Se oyó a lo lejos el canto de un gallo; el mas medieval de los sonidos.
En ese momento supe con absoluta certeza que algo andaba mal.
Algo me había despertado. Pero ¿qué?
Una vez más forcé mis sentidos.
Nuevamente el gallo, y como a Proust la magdalena mojada en té, ese grito vino a recordarme que el tiempo es algo complejo, más poderoso que todas las mareas, y sin embargo tan frágil que un sonido o un olor familiar puede atravesarlo instantáneamente. ¿Habría habido un nuevo deslizamiento de tiempo?
¡Algo andaba mal! Me incorporé de golpe, cubriéndome el pecho con la manta.
No era tanto un sonido como la impresión de que toda una gama de sonidos había desaparecido para siempre. Y de pronto comprendí. ¡Estaba nevando!
¡Estaba nevando en julio!
Por eso me había abrigado con la manta. Hacía frío; sin embargo, cuando me dormí, el calor de la celda había sido sofocante. Y era el frío lo que explicaba mi lentitud en descubrir qué cosa andaba mal.
La nieve caía sin cesar sobre la prisión, sobre Ginebra, en pleno verano… Me levanté con dificultad y espié entre los barrotes.
Frente a mí había una pared, y más arriba una torre y un pedazo de cielo. Pero alcancé a ver antorchas en movimiento, más débiles que llamas de cerillas, contra la primera fisura de oro bruñido en el oriente. Y allí estaba la nieve: gris sobre gris.
Luego, un toque de clarín, muy lejos.
Un aroma casi imperceptible de madera quemada.
Y otro sonido, más alarmante. El sonido del agua. Un sonido quizá siempre alarmante para un hombre encerrado en un espacio exiguo.
Cuánto tiempo estuve allí, tiritando de frío, preguntándome qué ocurría, no tengo idea. Escuché los ruidos marginales que aparecían gradualmente, el ajetreo, los refunfuños y maldiciones de los reclusos que despertaban en las celdas vecinas, y más lejos el redoble de unos cascos de caballo, gritos de mando, y siempre el ruido del agua en movimiento, cada vez más cercano. Fuera de mi celda, en el pasillo, la gente corría despavorida.
El pánico se comunica sin palabras. Lanzándome contra la puerta de la celda, la golpeé con los puños cerrados, gritando que me dejasen salir. De pronto el agua chocó contra la prisión.
Llegó como un torrente poderoso, una ola que podía oírse y sentirse. Un instante de suspenso, y luego un estrépito ensordecedor. Gritos, alaridos, y el estruendo de las aguas.
En un momento una ola barrió el patio de la cárcel, y chocando contra el muro estalló en una inmensa cascada; parte del agua, violentamente despedida por el aire, entró en mi celda a través de la ventana. El terror me llevó a martillear de nuevo la puerta. La cárcel era ahora un pandemónium; el eco de las puertas que se cerraban de golpe se sumaba al alboroto general.
Pero todavía no había ocurrido lo peor. El agua que entraba por la ventana era apenas una salpicadura. La que manaba a raudales por debajo de la puerta parecía un verdadero torrente, y no tardó en llegarme a los tobillos. Y era un agua glacial.
Trepé de un salto a mi camastro, pidiendo siempre a gritos que me dejaran salir. La luz que se filtraba por la ventana bastaba para revelarme una sombría y reluciente superficie de agua turbulenta, que no cesaba de crecer. Ya había llegado casi a la altura de mi jergón de paja.
Mi celda se encontraba en la planta baja; en realidad, un poco por debajo del nivel del suelo, de modo que la ventana me permitía ver, de tanto en tanto, el torso de un guardián: el cinturón, las llaves y el machete. Una nueva ola irrumpió repentinamente. Alcé los ojos y vi que el agua comenzaba a manar y chorrear por las paredes. En el patio, la inundación debía de tener ya un metro de altura. Muy pronto todos los prisioneros del piso bajo estarían ahogándose; afuera el agua llegaba casi por encima de nuestras cabezas.
El alboroto de mis compañeros de cárcel se multiplicó. Yo no era el único que se había dado cuenta de la incómoda situación en que estábamos.
Chapoteando en medio del oscuro torrente, estaba a punto de lanzarme de nuevo contra la puerta, cuando una llave giró en el enorme cerrojo, y la abrió.
Ignoro si quien me liberó fue un carcelero o un preso. Pero había alguien al menos en ese horrible lugar que no sólo pensaba en sí misino.
El pasadizo era un limbo horripilante entre la muerte y la vida, un sitio donde los hombres peleaban y chillaban en las sombras, buscando desesperados una salida, chapaleando en las aguas turbulentas. ¡Y había que pelear! Perder el equilibrio era caer bajo los pies de los otros. Un hombre que acababa de salir de la celda anterior a la mía, una figura endeble, fue violentamente empujado a un lado por otros dos más fuertes que él, y que avanzaban juntos. El hombre perdió pie y cayó. Pero el torrente humano no se detuvo, y el infeliz desapareció bajo las aguas.
Cuando llegué al lugar donde se había hundido, tanteé por debajo del agua tratando de alcanzarlo y arrastrarlo a la superficie, pero no encontré nada. Por muy poderoso que fuese mi deseo de salvarlo, nada podía obligarme a zambullir voluntariamente la cabeza en ese hediondo torrente. Casi en seguida supe lo que había ocurrido, pues en el pasadizo había dos invisibles peldaños descendentes. También yo perdí pie y caí hacia adelante y sólo mi buena suerte me permitió recobrar el equilibrio.
Ahora el agua me llegaba a la altura del pecho, y mucho más cuando al dar vuelta en un recodo nos encontramos con una ola inmensa, espumosa. Pero allí el pasadizo se unía a un corredor más ancho, que conducía a otra ala de la cárcel, y en él había una escalera ascendente, y un pasamanos. Era como trepar por una catarata, pero en lo alto, aferrado a una barandilla, un guardián nos gritaba a voz en cuello que nos apresuráramos, como si necesitáramos ese consejo.
¡Qué espectáculo pavoroso ofrecía el patio! ¡Qué suciedad, qué terror, qué tumulto! El agua estaba sembrada de obstáculos, y bajo la superficie había objetos contundentes con los que era fácil tropezar y lastimarse. Pero el nivel era aquí más bajo y la fuerza del agua menos arrolladora que en los pasadizos, y así, poco a poco, fuimos perdiendo el miedo de morir ahogados.
Las puertas de la prisión estaban abiertas de par en par, y que nos salváramos o no dependía ahora de cada uno de nosotros. Todavía nevaba. Al fin. chapoteando, jadeando, me encontré, junto con otros hombres mal entrazados, a la sombra de la bóveda de la prisión. Pronto estuvimos fuera de la cárcel. Tuve una visión fugaz, horripilante, de un mar inmenso y agitado tendido entre los edificios, que arrastraba gentes y animales, antes de lanzarme con el resto del populacho en busca de tierras más altas.
XIV
Horas más tarde, mientras yo y mis pobres piernas maltrechas reposábamos en una caverna poco profunda en la falda de una colina, recuperé, por así decirlo, algo de mi sentido común.
Aunque sería absurdo pretender que me sentía feliz, lo primero que experimenté fue alegría por haber escapado de la prisión. Era de suponer que en algún momento, una vez superada la crisis, las autoridades de la cárcel organizarían una cacería con el propósito de recuperar a los prisioneros. Pero aún me quedaban unos días de respiro, mientras todo se encontrase a merced de una calamidad natural -cuya causa quedaba aún por determinar- y mientras no cesara la intensa nevada. Un poco más tarde me prepararía, para huir, pues estaba resuelto a no dejarme atrapar nuevamente; por el momento, lo que necesitaba era calor y comida.
Llevaba en uno de mis bolsillos un encendedor de gas de butano. En ese sentido, no tenía problemas. Si conseguía un poco de combustible, podría encender una pequeña hoguera.
Arrastrándome con dificultad, salí a explorar los alrededores. La rodilla izquierda me latía a causa de una herida que me había hecho mientras escapaba, pero por el momento no le presté atención. La visibilidad era de apenas unos pocos metros. Al encontrarme en medio de aquel desierto de infinita blancura, comprendí que juntar un poco de leña no iba a ser una tarea fácil.
No obstante, estaba resuelto a intentarlo. La nieve me caía sobre la espalda y los hombros mientras yo buscaba alrededor de los árboles pequeños, y al fin conseguí reunir algunas brazadas de leña, que fui transportando poco a poco de vuelta a mi refugio. Cada vez que salía en busca de una nueva carga, me alejaba un poco más de mi base de operaciones. Luego de mi cuarta excursión tropecé con huellas de pasos en la nieve.
Como Robinson Crusoe en la isla, temblé al verlas. Eran huellas grandes, de botas muy reforzadas. Y nevaba tanto que tenían que ser muy recientes. Alguien había estado allí en los últimos cinco minutos, y andaba todavía cerca.
Miré a mi alrededor, pero no vi nada. La nieve me enceguecía como un glaucoma. La imagen poco grata de una figura inmensa, de facciones imprecisas y fuerza colosal volvió a acosarme. Sin embargo, continué buscando leña.
No sin temor, lo confieso, me interné en un pinar sombrío, y allí encontré unas ramas caídas que pude transportar hasta mi cueva. Ya podía encender un fuego respetable.
La leña ardió sin dificultades. El calor era agradable, pero ahora me preocupaba que el fuego pudiera atraer la atención de cualquier cosa que merodeara cerca. Estaba demasiado nervioso para salir en busca de pájaros o animales pequeños que quizá yo hubiese podido encontrar semicongelados en los matorrales. Me acurruqué, pues, junto a mi hoguera crepitante, acariciándome la pierna dolorida, y con una mano pronta para empuñar una rama larga y resistente.
Cuando el merodeador apareció, alcancé a verlo entre la nieve y el humo. Protegido por aquel blanco manto universal, entró sin hacer ruido. Silencio, sólo silencio cuando yo me incorporé, empuñando el arma. El hombre me pareció enorme e hirsuto; el aliento le flotaba alrededor de la cara en el aire escarchado.
De pronto, me sentí atacado por la espalda. El golpe me alcanzó en el hombro. Estaba destinado a mi cabeza, pero yo me moví en el último segundo, impulsado por quién sabe qué instinto de supervivencia. Tuve una visión fugaz de" mi agresor, de la expresión extraviada y feroz del rostro, cuando se detuvo un instante para tomar impulso antes de atacarme. En ese momento, esgrimí la rama y lo alcancé en plena cara.
El hombre cayó de espaldas, pero el otro, el que yo había visto primero, ya se me venía encima. Alcé de nuevo la rama y la revolví en el aire. Pero el hombre traía un garrote largo, y con un simple movimiento cortó en seco mi golpe. En seguida, antes que yo pudiera atacarlo otra vez, me tomó por la muñeca, y así nos trenzamos en una lucha cuerpo a cuerpo, tan cerca de la hoguera que corríamos el riesgo de caer en las llamas.
Alcancé a ver que el otro hombre se incorporaba; intenté zafarme y echar a correr. Pero ya me tenían. Me habían atrapado. Encorvando el cuerpo me puse a descargar violentos puntapiés a las canillas de los hombres, pero todo era inútil. Me patearon las costillas y luego procedieron a golpearme la cabeza.
El espíritu de lucha -¡la vida misma!– huyó de mí.; Exánime, tendido sobre la nieve sucia, perdí el dominio de mis sentidos. No era una inconsciencia total; diría más bien que me sentía flotar a la deriva en un estado de impotencia absoluta, incapaz de todo movimiento. De una manera incierta, desdichada, supe que los dos canallas habían dejado de golpearme. Alcanzaba a oír sus voces pero no lo que decían. Las palabras llegaban hasta mí como una sucesión de ruidos roncos y jadeantes. Y me daba cuenta de que algo estaban haciendo con mi hoguera. Hasta oí que se marchaban, pero la interpretación de todos estos actos sólo empezó a aclarárseme algún tiempo después. Era como si a causa de los castigos que yo había recibido todas las células de mi cerebro, siempre contiguas entre sí, siempre solidarias, se hubiesen dispersado por ese mundo glacial, y la inteligencia demorase media hora en pasar de uno a otro compartimiento. Mi espacio-tiempo personal estaba tan dislocado como el impersonal.
Pude por fin darme vuelta e incorporarme. Luego, al cabo de otro intervalo, logré arrastrarme hasta la cueva. Recordaba vagamente haber tenido miedo de ahogarme; ahora sospechaba vagamente que podía quedar sepultado bajo la nieve y que nunca más volvería a la superficie.
El frío glacial me obligó a ponerme en movimiento. Y entonces vi, con el único ojo que podía abrir, que la hoguera estaba apagada, que sólo quedaban algunos rescoldos dispersos y apenas humeantes. Entendí más tarde que los dos rufianes -sin duda presidiarios fugitivos, lo mismo que yo- me habían atacado con el único propósito de apropiarse del fuego. Para ellos, era un inmenso tesoro, un tesoro por el que hasta valía la pena matar.
¿Y no era acaso un inmenso tesoro? A menos que me hubiese vuelto totalmente ciego, la oscuridad más impenetrable reinaba ahora a mi alrededor. Si no conseguía algo con que entrar en calor, moriría congelado esa misma noche.
Y había algo más: un ruido que reconocí en medio del eterno desierto de silencio. ¿Reconocí? ¿Qué instinto ancestral me hizo reconocer así, instantáneamente, el aullido de los lobos?
A duras penas, gateando, arrastrándome sobre las manos y las rodillas, amontoné nuevas ramas a la entrada de mi pequeña ermita. Y también a duras penas, conseguí encenderlas de nuevo.
Y allí me quedé, una parte del cuerpo abrasada, la otra mitad congelada, en una especie de trance abyecto y miserable que no podría describir. Si yo moría allí, nunca sabría dónde ni cuándo estaba este sitio.
En algún momento de esa noche pavorosa, los lobos rondaron muy cerca de mi refugio. Vencido por la debilidad, arrimé más leña al fuego. Y en algún momento fui visitado.
Yo no estaba en condiciones de mover un solo músculo. Sin embargo, conseguía mantener abierto mi único ojo sano. Aunque el fuego se había apagado, algunas ramas despedían aún un tenue resplandor rojizo. Alguien estaba de pie sobre las ascuas, ignorándolas, como si chamuscarse la carne no fuese motivo de preocupación. Sólo alcancé a ver los pies y las piernas, y eran enormes. Las piernas estaban envueltas en toscas polainas.
En un débil esfuerzo de autoprotección, alcé un brazo para prevenir un golpe, pero el brazo cayó exánime como si no tuviese ninguna relación con semejante idea. Llegué a ver mi mano abierta, con la palma hacia arriba, y al parecer a gran distancia de mí. Unas manazas cubiertas de cicatrices pusieron algo en mi mano, y una voz ronca me habló.
Mucho después, buscando en mi memoria, creí haber oído entonces en un tono de profunda melancolía: "Aquí tenéis, compañero, como yo paria de la sociedad, ¡si podéis sobrevivir a esta noche, sacad fuerzas de alguien que no sobrevivió!" O algo por el estilo. Lo que sí recordaba con absoluta certeza era la forma arcaica de la conjugación: "si podéis…"
Y al instante la enorme figura desapareció, ni bien dio media vuelta, en la móvil oscuridad de la noche. También mis sentidos desaparecieron, perdiéndose en las tinieblas de su propia noche.
XV
Cuando desperté, no estaba muerto. Luego de muchos esfuerzos conseguí sentarme y miré alrededor con mi único ojo útil. El fuego se había extinguido, o casi, y yo tenía las piernas y brazos como paralizados. Pero sabía que era capaz de ponerme de pie, y salir tambaleándome en busca de leña menuda. Me encontraba un poco mejor y sentí en el estómago los retortijones del hambre.
En ese momento se me ocurrió mirar alrededor, recordando la extraña visita -¿habría sido real?– de la noche pasada. En el suelo pisoteado había una liebre muerta, con el pescuezo retorcido. Alguien me había traído comida. Esa era la criatura que "no había sobrevivido a la noche".
Alguien o algo se había compadecido de mí…
Mis procesos mentales seguían siendo lentos, pero logré moverme débilmente, cada vez con mayor energía a medida que recogía leña para encender otro fuego. El espectáculo de las llamas saltando y crepitando contribuyó notablemente a levantarme el ánimo. Agitando los brazos, logré que la sangre volviera a circular por mi cuerpo aterido. Me froté con nieve la cara lastimada, y conseguí fundir un poco de nieve en la boca para calmar la sed que me abrasaba. Por último, me sentí con fuerzas suficientes como para concentrarme en la tarea de descoyuntar la liebre, ensartar los pedazos en ránulas, e introducirlos en e) luminoso color de la hoguera.
¡Qué maravillosamente bien olían mientras crepitaban y se asaban! Ese aroma -y también el sabor delicioso- me convenció de que yo era todavía Joe Bodenland, y que aún estaba destinado a luchar entre los vivos.
Había dejado de nevar, y el frío era aún insoportable. Sin embargo, yo estaba resuelto a no abandonar la lucha, y abrigaba la esperanza de encontrar ayuda y quizás abrigo. Era a la vez instinto y decisión racional; el acto de pensar no estaba a mi alcance. A decir verdad, la desintegración de mi antigua personalidad había dado un largo paso adelante. En ese momento era apenas un hombre impersonal, en lucha contra los elementos.
Caminando sin rumbo fijo, llegué a un claro del bosque que crecía en esa parte de la montaña y allí encontré una cabaña de troncos.
El impoluto manto de nieve que cubría la entrada de la cabaña me convenció de que nadie había andado por allí recientemente. Luego de remover y despejar la nieve, entré en la cabaña.
En el interior había algunos objetos de primera necesidad, una gran piel de oso, una cocina, un poco de leña menuda, una cuchilla, y hasta una ristra de ajos que colgaba de una viga. ¡Un verdadero lujo! En un rincón, pendía un crucifijo, y debajo había una Biblia.
Me quedé allí tres días, hasta que la nieve empezó a fundirse, escurriéndose en gotas furtivas por el pequeño tejado. Para ese entonces mi cuerpo ya estaba recuperándose, mi ojo lastimado veía nuevamente.
Me lavé y me arreglé las ropas lo mejor que pude, abandoné la cabaña, y emprendí el descenso hacia Ginebra; eso esperaba al menos. Mis esfuerzos por parecer de nuevo un ser humano normal no tuvieron mucho éxito, pues en un momento dado de mi viaje me encontré con un hombre que estaba agachado junto a un arroyo, tratando de beber. Cuando alzó la cabeza y me vio, se levantó de un salto y corrió dando gritos de terror a ocultarse entre los matorrales.
Ahora que mis procesos mentales estaban de nuevo activos, yo quería saber qué espantosa catástrofe había sobrevenido en esta región del mundo. Sólo podía suponer que la ruptura del espacio-tiempo en mi propia época iba extendiéndose lentamente, como una mancha de sangre que pasa a través de una vieja sábana, amenazando otros tejidos. La idea suscitaba la imagen de un desgarramiento gradual de la urdimbre misma de la historia, de modo que en un determinado momento la ruptura llegaría a afectar seriamente los procesos creadores de la Tierra. Y para ese entonces, retrocediendo acaso hasta la remota confusión del período pérmico, se habrían causado ya bastantes estragos, que interrumpirían para siempre el desarrollo de toda forma de vida.
El panorama parecía sin duda demasiado tenebroso. Era posible que los deslizamientos de tiempo de mi propia época estuviesen tocando a su fin. Tal vez los daños causados aquí fuesen ínfimos, un postrer temblor antes que la trama del espacio-tiempo se reconstituyera del todo.
De cualquier manera, y dejando aparte lo que había ocurrido en el espacio, yo tenía mis razones para creer que el desplazamiento de tiempo había sido relativamente leve. Pues ¿quién me había visitado en mi última hora y me había proporcionado alimento sino la condenada criatura de Frankenstein? Si esto era verdad, entonces en ese drama de la retribución la última escena no se había representado aún. Yo hubiera asegurado que aquel era el invierno de 1817.
No tardaría en salir de dudas. Mientras tanto, algo al menos parecía cierto. Si yo me había topado con la criatura de Frankenstein, el creador mismo no podía andar muy lejos. Y a él al menos podía recurrir en procura de ayuda. Sabiendo que yo tenía información que le permitiría dar con el paradero del monstruo, se vería obligado a socorrerme.
Ante todo, pues, iría a verlo. Tomando la precaución de no encontrarme con ciertos miembros de la familia Frankenstein…
Estos fueron los planes racionales de la mente racional. De pronto llegué a un promontorio desde donde se veía la ciudad de Ginebra, y me estremecí.
La ciudad estaba allí, sí, aún existía, ¡pero el lago había desaparecido, y también el Jura!
En lugar del lago, mis ojos tropezaron con una dilatada extensión de tierra irregular cubierta de vegetación achaparrada. Aquí y allá, la mancha de algún árbol enclenque, y en la lejanía algo blanco y brillante, arena o hielo; pero en cuanto al resto, nada, ningún rasgo dominante que retuviera la mirada. Ni caminos, ni aldeas, ni un edificio solitario, ni un mísero animal. Descubrí el lecho de un río que mordía profundamente la tierra, mas nada que sugiriera que allí había habido alguna vez un lago, o que esa tierra había sido hollada por los pies del hombre.
Durante un largo rato me quedé allí, inmóvil, perplejo y azorado. Tenía que haber ocurrido otro deslizamiento de tiempo. Pero, ¿de dónde y de cuándo había venido esta horrible extensión de tierra? Tan desolada era que me acordé en seguida del poema profético de Byron sobre la muerte de la luz, y luego de las tierras árticas. El desplazamiento parecía abarcar mucho tiempo, más que el del año 2020, que me llevara a 1816, o el anterior, que depositó a las puertas de mi casa una misteriosa comarca medieval. El desierto de soledad que ahora contemplaba parecía no tener límites.
Durante un rato me rondó por la mente la idea de que estos deslizamientos me afectaban sólo a mí. Estaba fatigado y mi cerebro no funcionaba del todo bien. Pero luego comprendí que casi todos los hombres que alguna vez consideré como mis contemporáneos tenían que encontrarse en una situación similar. ¡Los devastadores efectos de la guerra debían de haber desplazado la mayor parte del año 2020 hacia atrás y hacia adelante a través de la historia!
Ese pensamiento me sugirió a su vez la posibilidad de que la extensión de tierra desolada e inculta que tenía ante mí viniera de mi propia época, epicentro de todos los disturbios, ¡y que quizás este fuese el eslabón que me devolvería a mi tiempo!
Reanudé, pues, el descenso hacia una Ginebra que había cambiado mucho.
Las puertas de Plainpalais, que ya me eran familiares, estaban abiertas. Más allá, reinaba el caos. Era una hora avanzada de la mañana y las calles estaban atestadas de gente y animales.
La inundación había causado estragos tremendos, arrasando muchos edificios. Aunque el agua se había retirado, los rastros eran visibles por doquier, quizá sobre todo en la línea sucia que había pintado en todas partes, a dos metros por encima del nivel del suelo. Esta marca decoraba las viviendas más humildes y los edificios más altivos, las capillas y los monumentos.
Ahora las calles estaban otra vez secas. Por lo tanto, el agua no había venido del lago, como yo había supuesto; tal vez del río cuyo lecho, ahora seco, yo había visto desde el promontorio.
Esta hipótesis fue en cierto modo confirmada por lo que vi al llegar al muelle, o a lo que fuera el muelle cuando había lago. La nueva tierra árida estaba a una altura de varios metros por encima del nivel de Ginebra. El río, al materializarse repentinamente, debía de haberse derramado por las calles, inundándolo todo, incluso la cárcel.
Algo se había hecho ya para reparar la devastación.
No vi cadáveres, aunque era indudable que mucha gente había muerto ahogada. Pero las casas tenían un aspecto patético, y aún seguían retirando escombros de las avenidas y callejones.
Conservaba en los bolsillos unas pocas monedas. Las gasté casi totalmente en una visita al barbero y en una comida, después de lo cual empecé a sentirme un poco más humano. Menos me preocupó el aspecto ruinoso de mis ropas, pues advertí que la inundación había destruido la elegancia de mucha gente.
¡Allí estaba la casa de los Frankenstein! Era una construcción demasiado sólida para que hubiese sufrido perjuicios graves. Aún así, mostraba en la fachada la marca sucia de la marea, y el jardín estaba muy estropeado. Toda la vegetación moría, desde que julio había respirado el aliento de enero.
Recordando lo que me había acontecido la última vez que penetrara en aquella desdichada casa, recordando además que yo era un presidiario prófugo, a quien la mayoría de los miembros de aquella familia. no vacilaría en devolver a la cárcel, decidí que lo más prudente sería vigilar la mansión de los Frankenstein y esperar a poder hablar con Víctor. Me instalé, pues, en una pequeña taberna situada a pocos pasos en la misma calle, por una de cuyas ventanas alcanzaba a ver la puerta de la casa.
Pasaron las horas sin que mi presa diera señales de vida. Un criado salió por la puerta lateral y volvió más tarde, pero eso fue todo. Tuve muchas dudas, mientras aguardaba. Tal vez hubiera debido planear algo más inteligente; tal vez hubiera sido mejor ir a Villa Diodati, donde quizás encontrara amigos, y aliados. Por lo menos, hubiera tenido la posibilidad de ver de nuevo a Mary Shelley. La presencia de la joven no me había abandonado, y la recordaba en los peores momentos, como si viniera a consolarme de mis desdichas. ¡Tan sólo volver a verla!
En ese momento yo no era nada más que un refugiado. Con la ayuda de Víctor, quizá pudiera recuperar mi auto; también pensé que acaso pudiera venderle información científica, y escapar así de mi situación de indigencia. Habría tiempo luego de volver a ver a mi adorada Mary. Decidí, pues, atenerme a mi plan original.
Cuando se hizo la noche, me vi obligado a salir de la taberna y empecé a pasearme de esquina a esquina por la enlodada calle para entrar en calor. La residencia que estaba frente a la mansión de los Frankenstein parecía desierta. Tal vez los ocupantes habían huido, después de la inundación, o quizás habían muerto ahogados. Salté al jardín y me acurruqué en el pórtico, desde donde podía vigilar perfectamente la calle.
Por una de las celosías de la mansión de los Frankenstein se filtraba un ligero resplandor. Esa tenía que ser la alcoba de Elizabeth.
Me quedé mirando esa luz durante casi dos horas, y al fin empecé a desesperar. Decidí entonces entrar en la casa en busca de ropas y alimento.
La inundación había destrozado algunos vidrios de las ventanas inferiores. Metí la mano, y haciendo girar el picaporte, abrí la ventana. Trepé al alféizar, tomé impulso y salté.
Al instante sentí que algo se apoderaba de mí. Algo repugnante, pegajoso se me adhería a las piernas y los tobillos. Me tambaleé y resbalé, cayendo contra un sofá. Respirando entrecortadamente, busqué mi encendedor y lo sostuve por encima de la cabeza para echar una ojeada a la habitación.
La habitación era una verdadera ciénaga; el lodo tenía en casi todas partes varias pulgadas de profundidad, y bastante más en un rincón. Todas las piezas del mobiliario habían sido amontonadas en desorden: mesas y sofás y sillas. Nada era ya lo que había sido, con excepción de algunos cuadros sesgados en las paredes. Cuando me puse de pie y eché a caminar, oí bajo mis pies el crujido de unos vidrios.
En el vestíbulo tropecé con un cadáver. Estaba a medias oculto bajo el lodo, y antes que yo pudiera darme cuenta le había pisado las piernas. Miré y creí un instante que se trataba de Percy Bysshe Shelley. No sé cómo explicar esa impresión, aunque era el cadáver de un hombre joven, de la misma edad de Shelley. Quizás el espectáculo de las aguas avanzando lo habla fascinado tanto que había demorado demasiado la huida.
Subí las escaleras. Allí, arriba, la calma era perfecta, si bien la atmósfera de desolación y la tímida luz de mi linterna daban al lugar un aspecto siniestro. Traté de conjurar la visión de un Shelley ahogado y evoqué a Mary entrando en el lago de Ginebra y mirándome por encima del hombro; en su lugar, se me apareció una imagen más feroz, la de un hombre gigantesco que saltaba hacia mí; no por cierto una imagen que pudiera ayudarme a sobrellevar mi situación.
Desde el rellano superior, alcancé a oír un ruido apagado pero incesante. Eran los rumores del lodo y la humedad, esa clase de rumores que evocan desiertas playas marinas, oleajes lejanos y altos cielos límpidos. Dominando mis temores, empecé a abrir puertas.
Me fue fácil identificar la habitación del joven. Entré. La celosía de la ventana estaba baja. Junto a la cama deshecha había una lámpara de petróleo. La encendí, poniendo la mecha muy baja.
El joven tenía allí ropas en abundancia que nunca más necesitaría. Me limpié las piernas con el cobertor de la cama y escogí en el guardarropa un par de pantalones un tanto llamativos. El único calzado que me quedaba bien era un par de botas de esquiar. Estaban secas y eran fuertes; me sentía muy cómodo con ellas. También encontré lo que parecía una pistola de caza, con un mango de plata magníficamente tallado. La guardé en un bolsillo, aunque no tenía ninguna idea de cómo funcionaba. Más útil fue el hallazgo, en el tocador, de monedas y billetes, que también me metí en los bolsillos.
Ahora me sentía dispuesto a todo. Volví a sentarme en la cama, preguntándome si no sería mejor enfrentar abiertamente a la familia Frankenstein. Luego de la catástrofe, no les sería tan fácil como antes llamar a la policía. Mientras discurría de esta manera, me quedé dormido. Tan bienhechores son los efectos de sentirse dueño de algunos bienes.
XVI
El rumor lustroso del fango continuaba todavía en la casa cuando desperté y me incorporé furioso conmigo mismo, pues no había tenido la intención de dormir. La lámpara seguía encendida. Bajé la mecha tanto como me fue posible y espié por la celosía la casa de los Frankenstein. No se veía ninguna luz. Y yo no tenía la más vaga idea de cuánto había dormido.
Era el momento de salir. Tras una primera intrusión, tenía que atreverme a una segunda. Me metería en la casa de enfrente, y averiguaría si Víctor merodeaba aún o no por los alrededores.
Me escabullí por una ventana junto a la escalera, eludiendo el fango que tapizaba la planta baja.
Al llegar a la puerta principal, me detuve bruscamente. ¿No eran aquellos los ruidos de un caballo, de un casco que golpeaba ocioso contra el pavimento? Atisbando por entre los montantes del portal, pude ver al caballo frente a la casa de los Frankenstein, atado a un faetón. Creo que así llamaban a ese tipo de carruaje; era un coche descubierto, de cuatro ruedas. Tal vez fueron los pasos del caballo lo que me había despertado.
Salí a la calle y me quedé escondido entre las sombras, esperando lo que pudiese acontecer. Un momento después, dos siluetas borrosas emergieron del ala lateral de la casa. Hubo un breve cuchicheo. Una de las figuras volvió a desaparecer en la oscuridad. La otra avanzó con paso resuelto hacia la calle, salió por la puerta lateral y trepó al carruaje. A pesar de la oscuridad, tuve la certeza de que era Víctor Frankenstein, moviéndose como siempre en la protectora clandestinidad de la noche.
Ni bien se hubo encaramado al carruaje, sacudió las riendas con impaciencia, azuzó al caballo, y se puso en marcha. Yo crucé la calle a todo correr y de un salto me colgué de un costado del vehículo. Advertí que Víctor extendía una mano en busca del látigo.
–¡Frankenstein! ¡Soy yo, Bodenland! ¿Se acuerda de mí? ¡Necesito hablarle!
–¡Usted! ¡Maldito sea! Creí que era… bueno, ¿qué importa? ¿Qué diablos quiere a estas horas de la noche?
–Nada malo. Tengo que hablarle.
Trepé al carruaje y me senté. Víctor, hecho una furia, fustigó al caballo.
–Estas no son horas de conversar. No quiero ser visto por aquí ¿me entiende? Haré que se baje en la Puerta del Oeste.
–Nunca quiere que lo vean; eso es parte de la culpa de usted. Por esas ausencias suyas se me acusó de haberlo asesinado. ¿Lo sabía? Me encerraron en esa inmunda prisión de ustedes. ¿Lo sabía? ¿Hizo algo por que me dejasen en libertad?
Mi intención había sido abordarlo en términos más conciliatorios, pero la actitud de Víctor me rebelaba.
–Yo tengo mis propios problemas, Bodenland. Los suyos nada significan para mí. La gente mata y muere asesinada, y así sucede desde que el mundo es mundo. Esa es una de las cosas que habrá que cambiar. Pero estoy demasiado ocupado para atender a los problemas de usted.
–Mis problemas son los suyos, Víctor. No tendrá más remedio que aceptarme. Sé de la existencia de… ¡de ese monstruo que lo atormenta!
Hasta ese momento habíamos ido a tremenda velocidad. Ahora Víctor aminoró la marcha y volvió hacia mí un rostro muy pálido.
–¡Eso me insinuó la última vez que nos vimos! No crea que no esperé que lo sepultaran en vida en la prisión, o que lo ahorcasen por ese crimen de que lo acusaban… Tengo ya desgracias suficientes… Ha caído una maldición sobre mi vida. Sólo he trabajado por el bien común, tratando humildemente de contribuir al progreso de la ciencia…
Como en nuestro encuentro anterior, Víctor había pasado rápidamente de la provocación y el desafío a la autoconmiseración defensiva. Entre tanto habíamos llegado a la salida de la ciudad y pude ver allí los estragos causados por la inundación. Las pesadas puertas habían sido arrancadas de los goznes, y ahora cualquiera podía ir y venir a toda hora. Salimos a campo abierto. Frankenstein ni siquiera intentó hacerme bajar, y creí entender qué le pasaba. Tenía una desesperada necesidad de hablar conmigo, de abrirse a mí como a un confesor, y quizá hasta de conseguir mi ayuda activa, pero no sabía cómo podríamos llegar a entendernos; quería aceptarme y al mismo tiempo me rechazaba. Recordando lo que había visto de las relaciones de Víctor con Henry Clerval y Elizabeth, se me ocurrió que esa misma contradicción prevalecía en todas las relaciones que él tenía con la gente. Esta reflexión me instó a adoptar con él una actitud menos autoritaria.
–Las buenas intenciones de usted le honran, Víctor; ¡y sin embargo, vive escapando!
Había grandes cajas en el vehículo; señal evidente de que volvía a huir de la casa.
–Escapo de la maldad del mundo. A donde voy, no puedo llevarlo. Tendrá que apearse.
–Permítame acompañarle, se lo suplico. Nada habrá de sorprenderme, porque ya sé en qué cosas anda usted. ¿No se da cuenta de que es preferible que me quede con usted y no que vaya a ver a Elizabeth y le cuente la verdad?
–¡Usted es un vulgar chantajista!
–Mi papel no es muy lucido, lo sé. Pero me veo obligado a desempeñarlo, lo mismo que usted el suyo.
Víctor no respondió. Nevaba ahora otra vez, y no teníamos cómo repararnos. El caballo tomó cuesta arriba, por un sendero estrecho. El ascenso era penoso y Víctor estimulaba a gritos al animal. Caballo y auriga conspiraban, unidos, para alcanzar la cima. A mí sólo me restaba guardar silencio.
Llegamos, por fin, a la cumbre. Nos arrastrábamos con dificultad por una cenagosa arboleda cuando el caballo, sobresaltado, se incorporó sobre las patas traseras relinchando entre los árboles semidesnudos e inclinando el carruaje hacía atrás.
–¡Maldito seas! – exclamó Frankenstein lanzando un violento latigazo a un costado; luego azotó el flanco del caballo y partimos a toda carrera-. ¿Lo vio usted? ¡Donde quiera que voy, allá está él! ¡Me asedia!
–¡Yo no vi nada!
–¡Ente inhumano y aborrecible! ¡Humeaba! Ni siquiera este frío lo calma. Todo aquello que es abominable para el hombre, es bueno para él.
El sendero que ahora recorríamos llevaba a una torre, que asomó oscuramente en la noche y la nieve. Frankenstein se apeó entonces de un salto, tomó al caballo por la brida, y lo llevó por entre los ruinosos muros exteriores hasta que la torre se alzó ante nosotros. Detrás de la torre había un edificio cuadrangular, una horrenda pieza arquitectónica con una sola ventana estrecha y provista de barrotes, y una enorme puerta doble. Frankenstein golpeó la puerta con visible impaciencia y el eco repitió los golpes a la distancia, a través de la noche. Yo miraba la oscuridad buscando extrañas criaturas humeantes.
Las puertas se abrieron y apareció un hombre que traía una linterna sorda.
Entramos de prisa, caballo, carruaje y todo.
Detrás de nosotros, el hombre volvió a cerrar las puertas con trancas y cerrojos.
–Dame una mano con estos cajones, Yet -ordenó Frankenstein.
El hombre llamado Yet era grande, robusto, de cuerpo feo y musculoso. El cráneo, que se proyectaba por encima de una mugrienta corbata, era tan pequeño que las facciones del rostro no parecían tener cabida en él; la calvicie acrecentaba el efecto grotesco. Los labios eran tan gruesos que se topaban con la punta de la nariz, y tan anchos que se le perdían entre las patillas. No pronunció una sola palabra, se limitó a poner los ojos en blanco y a retirar del faetón, a la rastra, el equipaje de Frankenstein. Luego fue a atender el caballo.
–Eso lo puedes hacer más tarde. Súbeme en seguida el equipaje ¿quieres?
Frankenstein iba adelante y yo lo seguía. Detrás de mí iba Yet, con un cajón al hombro. Sin necesidad de que me lo dijesen, yo sabía que había llegado al laboratorio secreto de Frankenstein.
XVII
Subimos por la escalera de la torre. Allí la iluminación era excelente. Las escasas ventanas por las que pasamos habían sido condenadas, para impedir que filtrasen la luz. El primer piso estaba atestado de máquinas; la más llamativa era una de vapor provista de una palanca de vaivén. La máquina movía unos motores pequeños con bobinas de cobre reluciente. Sólo después, cuando tuve oportunidad de mirar más de cerca, advertí que esos motores más pequeños generaban electricidad para la torre. Pistones de vapor movían unos magnetos que rotaban en el interior de las bobinas produciendo corriente alternada. Aunque mis conocimientos de historia eran vagos al respecto, tenía la convicción de que Víctor -en este descubrimiento como en muchos otros- se adelantaba a su tiempo en varias décadas.
Las habitaciones de Víctor estaban en el primer piso; y allí me ordenó que me quedase, diciendo que arriba sólo había un laboratorio, y no quería que yo entrase allí. En tanto él se adelantaba impartiendo instrucciones a Yet, yo eché una mirada en torno.
El aposento no tenía nada de particular. Vi algunas hermosas piezas de mobiliario: un escritorio y una cama tallada con dosel, en medio de un revoltijo de baúles y papeles. En un rincón habían improvisado una cocina, parcialmente aislada de la alcoba por una cortina bordada, concesión quizá a la faceta más aristocrática de la vida de Víctor. Me dediqué a examinar una de las lámparas eléctricas. Era una lámpara de arco con electrodos de carbón paralelos y verticales; por supuesto, la corriente alternada aseguraba el desgaste uniforme de los electrodos. La lámpara estaba encerrada en un globo de vidrio esmerilado que permitía obtener un efecto de luz difusa.
Los libros de Víctor despertaron mi curiosidad. Había viejos folios encuadernados en pergamino: volúmenes de Serapion, Cornelius Agrippa y Paracelsus, y diversas obras de alquimia. Mucho más numerosos eran, sin embargo, los tomos de edición más reciente sobre química, electricidad, galvanismo y filosofía natural. Junto a nombres europeos que yo desconocía, tales como Waldman y Krempe, me llamaron la atención algunos de origen británico, entre ellos los de Joseph Priestley, representado por su Historia de la Electricidad de 1767; y Erasmus Darwin, de quien vi El Jardín Botánico, la Fitología y El Templo de la Naturaleza. Muchos de los libros estaban abiertos, desparramados en desorden por toda la habitación, y ello me permitió observar que Frankenstein tenía la costumbre de hacer anotaciones en los márgenes.
Acababa de recoger una caja de cartas y me proponía echarles una ojeada, cuando Frankenstein regresó de la torre, sorprendiéndome.
–Tiene usted aquí una valiosa biblioteca -observé.
–Mis posesiones importantes han sido trasladadas a esta torre. Es el único lugar donde puedo estar a solas, sin que nadie me interrumpa. Esas cartas que usted tiene en la mano son del insigne Henry Cavendish. Ha muerto, pero sus conocimientos acerca del fenómeno de la electricidad eran notables. Ojalá yo tuviese su cerebro. Por qué nunca se tomó el trabajo de publicar, no lo sé; claro que era un aristócrata, y quizá publicar le pareciera indigno. Nos escribíamos, y fue él quien me enseñó todo cuanto sé de las propiedades conductoras de la electricidad, y de los efectos que tiene sobre los cadáveres. Cavendish se adelantó mucho a su época.
Se me ocurrió decirle alguna trivialidad.
–También usted parece adelantarse a su época.
Víctor ignoró mi comentario.
–Todavía me carteo con Michael Faraday. ¿Ha oído el nombre? En 1814 me visitó aquí, en Ginebra, con Lord y Lady Davy. Lord Humphry Davy era un hombre de extraordinarios conocimientos. Me enseñó, por ejemplo, cómo utilizar el óxido nitroso para combatir los dolores físicos. Y yo aplico sus enseñanzas. ¿Qué otro hombre en toda Europa es capaz de hacer algo semejante? Más vital aún que los estudios en que estoy empeñado…
Se interrumpió bruscamente.
–Me estoy dejando llevar por el entusiasmo. Señor Bodenland ¿qué podemos hacer por usted? Le diré, lisa y llanamente, que no quiero ni necesito tenerlo aquí. Si tiene usted información para vender, tenga la bondad de estipular el precio y dejarme en paz. He de continuar con mi obra.
–¡No, eso es precisamente lo que no ha de hacer! Estoy aquí para ponerlo en guardia, para pedirle que desista. Sé con absoluta certeza que sólo traerá nuevas desgracias. Ya ha causado algunas, y esto no es más que el comienzo.
Frankenstein tenía un rostro pálido, y las manos crispadas, a la cruda luz de los arcos.
–¿Quién es usted para hablar como si fuera mi conciencia? ¿Qué es ese conocimiento del futuro que dice tener?
–No vea en mí a un adversario; el peor enemigo de usted ya anda sobre la Tierra. Sólo deseo ayudarle y pedirle ayuda. Ya que me encarcelaron por culpa de usted, en nombre de los más simples sentimientos humanitarios, tiene ahora el deber de ayudarme! Dígame qué sucedió en el mundo mientras yo estuve en prisión. Dígame qué fecha es hoy, y qué significan esas nuevas tierras que ahora ocupan el lugar en que antes se extendía el Lac Leman.
–¿Ni siquiera de eso está enterado?
Pareció experimentar cierto alivio, como si se sintiese capaz de hacer frente a la ignorancia, ya que no al desafío.
–Aunque le cueste creerlo, todavía estamos en julio. La temperatura descendió bruscamente ni bien aparecieron las tierras heladas, que ahora circundan a casi toda Ginebra. En cuanto a qué son, de dónde han venido, los académicos continúan debatiendo el problema. Han escrito al barón Cuvier y a Goethe y al doctor Buckland y vaya a saber a quién más, pero hasta ahora no han recibido respuesta alguna. A decir verdad, se tiene la sospecha cada vez mayor de que París y Weimar y muchas otras ciudades han dejado de existir. Las tierras frígidas, a mi modo de ver, aportan buenos argumentos a favor de la teoría de la catástrofe en la evolución de la Tierra. A pesar de Erasmus Darwin…
–¿Estamos en julio de 1816?
–Naturalmente.
–Y si el lago ya no está allí ¿qué fue de las costas orientales? Me refiero en particular a la Villa Diodali, donde en un tiempo, se alojó el poeta Milton. ¿Habrá sido engullida por esas tierras heladas?
–¿Cómo puedo saberlo? No me interesa. Las preguntas de usted…
–¡Espere! Habrá oído hablar de Lord Byron, me imagino. ¿Ha oído hablar de otro poeta llamado Percy Shelley?
–¡Por supuesto! Un poeta de la ciencia, como Marco Aurelio, un admirador de Darwin, y mucho mejor poeta que ese versificador de Byron. ¡Déjeme que le demuestre lo bien que conozco a mi Shelley!
Y empezó a recitar, gesticulando ampulosamente, en el estilo de la época:
–Allí, entre templos ruinosos,
columnas estupendas e imágenes salvajes
de seres más que humanos, allí donde marmóreos demiurgos
contemplan los broncíneos misterios zodiacales,
donde los muertos cuelgan de las mudas murallas los
mudos pensamientos,
allí quedóse, y sobre las sepulturas de la infancia del mundo
a manos llenas arrojó…
–Huesos gigantescos sin duda, de animales antediluvianos. ¿Cómo sigue?…
–Y se quedó mirando hasta que el entendimiento
en la mente vacía
relampagueó como una inspiración, y entonces vio
los secretos estremecedores del nacimiento del Tiempo.
"¡Un eco poético de mis propias investigaciones! ¿No es hernioso, Bodenland?
–Entiendo por qué lo atrae tanto. Escuche, Víctor Frankenstein: Mary Godwin, la futura esposa de Shelley, publicará una novela sobre usted, utilizándolo como ejemplo fatídico de la forma en que el hombre pretendiendo gobernar el curso de la naturaleza termina separándose de ella. ¡Téngalo presente, abandone esos experimentos!
Víctor me tomó del brazo diciendo, en tono amistoso:
–Tenga cuidado con lo que dice, caballero. – Yet cruzaba en ese momento la habitación, trepando por la escalera en espiral, transportando el último arcón al laboratorio-. No es preciso enterar también a mi criado. Cuando baje, nos preparará la comida, de modo que cuídese de lo que diga en su presencia.
–Presumo que conoce la existencia de ese… ese doppelgánger suyo de afuera.
–Sabe que hay en los bosques un demonio que trata de destruirme. ¡De la verdadera naturaleza de ese demonio sabe menos de lo que usted parece saber!
–¿No le basta con tener sobre su vida esa sombra terrible para comprender que debe desistir de nuevos experimentos?
–Shelley comprendió mejor que usted esa búsqueda apasionada de la verdad, y que en los corazones de quienes investigan los secretos de la naturaleza, así sean hombres de ciencia o poetas, se sobrepone a toda otra consideración. Mi responsabilidad se debe a esa verdad, no a una sociedad corrupta. El pontificar sobre cuestiones morales es una responsabilidad que incumbe a otros; a mí me interesa más el progreso del conocimiento. ¿Acaso el hombre que inventó el velamen para aprovechar la fuerza del viento sabía que pervertirían esta idea, transformándola en armadas de veleros que surcarían los mares para destruir y conquistar? ¡No! ¿Cómo hubiese podido preverlo? Tenía que entregar a la humanidad ese nuevo conocimiento; que los hombres hayan demostrado que no lo merecían, es una cuestión totalmente distinta.
Al ver que Yet regresaba al cuarto y desaparecía detrás de la cortina para prepararnos la comida, Frankenstein bajó la voz y prosiguió:
–Yo transmitiré a la humanidad el secreto de la vida. Los hombres harán con él lo que les plazca. Si el argumento de usted prevaleciera, si hubiese prevalecido, la humanidad viviría aún en la ignorancia más primitiva, atemorizada por todo lo nuevo, en chozas de pieles.
El argumento de Víctor era utilizado aún en la época de la que yo venía, con una que otra bravata de más o de menos. Yo estaba ansioso por contestarle, pues le veía en los ojos una expresión de satisfacción; todo eso lo había dicho antes, y le gustaba repetirlo.
–Sé que la lógica no influirá en el ánimo de usted, que vive dominado por una obsesión. Sería inútil que tratara de mostrarle que la curiosidad científica por la curiosidad misma es tan irresponsable como la curiosidad de un niño. Una intromisión, nada más. Uno es siempre responsable de sus propios actos, en el terreno científico como en cualquier otro. Dice usted que ha hecho conocer a la humanidad el secreto de la vida, pero la verdad es muy distinta. Puedo asegurarle que usted ha creado vida por accidente; sí, Víctor, por accidente, pese a tantas cavilaciones, a tantos esfuerzos, pues un verdadero conocimiento de la carne, de los injertos de miembros y órganos, de la inmunología, y de toda una serie de elogias, no se alcanzará sino dentro de varias generaciones. Lo suyo es puro azar, no conocimiento. Además, ¿de que modo transmitió usted ese don? ¡Del modo más mezquino posible! Reservándose el orgullo del triunfo y entregando tan sólo a la comunidad los abominables frutos de sus actividades. Recuérdelo: el hermanó de usted, William, estrangulado; la leal doncella Justine Moritz injustamente condenada a la horca por la muerte del niño, ¿lo recuerda? ¿Son esos los dones que tan magnánimamente pretende haber transmitido a la humanidad? ¿No cree que si la humanidad supiera a quién tiene que agradecérselo, vendría como una tromba montaña arriba y reduciría a cenizas la torre con todos sus horrendos secretos?
¡Mi sermón lo había conmovido! Una vez más asistí a aquel curioso derrumbe, un derrumbe moral que se hizo evidente cuando Víctor volvió a hablar, en un tono casi lloroso.
–¿Quién es usted para sermonearme? ¡Usted no carga con el peso de mis temores, de mis desdichas! ¿Por qué aumenta mis sufrimientos acosándome de este modo, enfrentándome con mis pecados?
En ese preciso instante reapareció Yet con una bandeja y se detuvo impasible junto al codo de Frankenstein. Frankenstein tomó automáticamente la bandeja y despidió al criado con un seco ademán.
Mientras disponía frente a nosotros unos platos de carne fría, patatas y cebollas, Frankenstein me dijo:
–Usted no sabe el peligro que corro. Mi criatura, mi invento, ese ser al que insuflé el don de la vida, se me ha escapado de las manos. En cautiverio, no habría causado ningún mal, habría ignorado eternamente qué destino era el suyo. En libertad, logró esconderse en sitios desiertos y educarse. La educación tendría que ser privilegio de unos pocos. ¿No son acaso pocos los capaces de vivir la vida de las ideas? Mi… mi monstruo, si usted quiere, aprendió a hablar, y hasta aprendió a leer. Tropezó con una maleta de cuero repleta de libros. ¿Fue acaso mi culpa?
Había recobrado la compostura, y me miraba de frente con un ardor glacial.
–Así fue como leyó Las tristezas del joven Werther, de Goethe, y descubrió la naturaleza del amor. Leyó las Vidas de Plutarco, y descubrió la naturaleza de la lucha del hombre. Y, para colmo de males, leyó El Paraíso Perdido, el gran poema de Milton, y en él descubrió la religión. ¡Ya puede imaginarse el daño que habrán causado esas obras magnas sobre una mente totalmente en bruto!
–¡Totalmente en bruto! ¿Cómo puede afirmar semejante cosa? ¿Acaso el cerebro de esa criatura no le fue robado a un cadáver que alguna vez tuvo vida y pensamientos?
–Bah, de la existencia anterior nada le queda, apenas la escoria y las heces del pensamiento, sueños del pasado que a la criatura no le interesan, ¡mucho menos que las ficciones que ha tomado de Milton! Ahora se ha arrogado el papel de Satanás, y yo soy Dios Todopoderoso. Y me exige que le dé una compañera, una Eva gigantesca con quien pueda solazarse.
–¡No ha de hacer semejante cosa!
Lo vi echar una mirada involuntaria hacia arriba, el Cielo, o el piso superior. Lo último era más verosímil; no parecía dedicarle mucho tiempo a Dios.
–¡Pero qué proyecto! – dijo Frankenstein-. Enmendar los errores de los primeros ensayos…
–¡Usted está loco! ¿Qué pretende? ¿Tener dos demonios detrás de usted, en vez de uno? En este momento el monstruo tiene una razón para perdonarle la vida. Pero cuando usted le haya dado una esposa… ¡Sí, le convendrá librarse de usted!
Víctor apoyó la cabeza en una mano, con un gesto de cansancio.
–¿Cómo podría comprender usted lo difícil de mi situación? ¿Por qué le hablo de esta manera? La criatura ha proferido las más terribles amenazas, no contra mi vida, que poco cuenta, sino contra la vida de Elizabeth. "¡Estaré contigo en tu noche de bodas!" Eso dijo. Si él no puede tener su boda, tampoco permitirá la mía. ¡Si no doy vida a la prometida del monstruo, se la quitará a mi prometida!
Algo me cerró la garganta. Frankenstein acababa de desnudar ante mí, sin darse cuenta, una sensibilidad realmente degradada, identificándose él mismo con el muerto disfrazado de vida e identificando a Elizabeth con algún monstruo todavía increado.
Me puse de pie.
–Ya tiene usted un enemigo implacable. Tendrá otro en mí a menos que consienta en acompañarme mañana a la ciudad y exponga la verdad ante los síndicos. ¿O acaso se propone poblar el mundo de monstruos?
–¡Va usted demasiado a prisa, Bodenland!
–¡Ni un solo minuto demasiado a prisa! ¡Vamos, diga que sí! ¿Iremos mañana?
Frankenstein me miró un momento, la boca torcida en un rictus de amargura. Luego, de pronto, bajó la vista y se puso a juguetear con un cuchillo.
–Comamos sin discutir -dijo-. Decidiré después de comer. Espere, traeré vino. Le caerá bien.
Le brillaba la cara, quizá a causa del calor de las lámparas; parecía más que nunca cincelado en metal.
Había botellas de vino en una alacena, junto a unas copas elegantes. Víctor tomó una botella y dos copas y las llevó a la cocina, detrás del cortinado.
–Abriré esta botella -gritó.
Demoró algún tiempo. Cuando volvió, traía dos copas llenas hasta los bordes.
–¡Beba, coma! ¡Aunque la civilización se desmorone, que los civilizados sigan siéndolo hasta el último día! ¡Un brindis a la salud de usted, Bodenland!
Alzó la copa.
Tuve de pronto un acceso de tos. ¿Podría ser… sería posible que Frankenstein hubiese envenenado o narcotizado mi vino? La idea se me antojó absurda y melodramática, Hasta que recordé que todo melodrama tiene sus raíces en las espeluznantes realidades de generaciones pretéritas.
–Hace tanto calor aquí, con toda esta luz -dije-, ¿No podríamos abrir una ventana?
–Ridículo, afuera está nevando. ¡Vamos, beba!
–Pero esa ventana de ahí… me pareció oír algo hace un momento…
Esta vez tuve más suerte. Frankenstein se levantó de un salto, fue hasta la ventana y espió por entre los tablones que tapiaban los cristales.
–Por allí no hay nada. Estamos lejos del suelo… Pero ese maldito es capaz de fabricarse una escala…
Murmuró estas palabras con aprensión, como quien habla consigo mismo. Luego volvió a sentarse y una vez más levantó la copa mirándome con fijeza.
Esta vez alcé mi copa más confiado, pues acababa de cambiarla por la suya. Bebimos los dos, sin dejar de mirarnos. Víctor era un manojo de nervios. Me observaba con tanta ansiedad mientras yo vaciaba la copa, que él mismo bebió la suya de un sorbo, como en un arranque de impulsiva simpatía.
Yo abrí la boca, dejando caer la mandíbula, y deposité pesadamente la copa en la mesa; eché la cabeza hacia atrás contra el respaldo de la silla, y cerré los ojos, como si estuviera inconsciente.
–Eso es… -le oí decir-. Eso es…
Hizo un esfuerzo por levantarse de la silla. La copa cayó al suelo, y golpeó la alfombra, sin romperse. Corrí alrededor de la mesa y alcancé a sostener a Víctor. Tenía el cuerpo exánime, pero el corazón le latía aún, y un rocío de sudor le perlaba la frente.
Lo acosté sobre el piso, y me quedé allí, de pie, junto a él. ¿Y ahora qué haría?
Mi posición no era de las más cómodas. En el piso de abajo estaba Yet, y aun cuando yo pudiera escabullirme sin qué él me viera, en las inmediaciones acechaba el monstruo. De cualquier modo, esta era sin duda mi oportunidad de desbaratar los planes de Víctor, ahora o nunca. Y como poco antes la mirada de Frankenstein, mi mirada se volvió al cielo raso; allá, del otro lado, se encontraba el laboratorio, ¡y todos aquellos secretos horripilantes me eran ahora accesibles!
XVIII
La escalera de caracol subía en espiral, pegada a la tosca pared de piedra de la torre. Trepé de prisa los carcomidos peldaños. Una doble hilera de tablones reforzaba la puerta, y había también unos cerrojos que parecían nuevos. Corrí los pasadores y empujé la puerta.
La habitación, de unos tres metros de altura y con techo de vigas, era completamente cilíndrica. Una lámpara que ardía en el centro alumbraba con un resplandor chisporroteante los aparatos que se acumulaban en el laboratorio. Las luces de Frankenstein generaban mucho calor, y para mantener la temperatura baja se había practicado un boquete en una claraboya; algunos copos de nieve flotaban a la deriva por la habitación antes de derretirse.
Mi interés -mi fascinado, horrorizado interés- se volvió a un banco de grandes dimensiones, en un costado del cuarto. Sobre el banco, cubierta por una sábana yacía una forma monstruosa. Los contornos sugerían que era al menos vagamente humana.
De las máquinas amontonadas alrededor del banco, no alcancé a formarme un idea clara, salvo un frasco que contenía un líquido rojo, instalado cerca de la cabeza y un poco por encima; el líquido goteaba lentamente por un tubo que desaparecía bajo la sábana. Otros tubos y cables reptaban bajo el lienzo, acoplados a otros tantos tanques y aparatos, palpitantes y laboriosos como si también ellos alentasen una vaga esperanza de vida. Unos ruidos de expulsión y succión acompañaban el movimiento de los aparatos.
Mi miedo era terrible. El sitio olía a bálsamos preservadores y a materia orgánica en descomposición, y había otros olores. Sabía que yo tendría que acercarme al fin a la silente figura. Tenía que destruirla, junto con el equipo que la alimentaba, pero mis piernas se negaban a obedecerme.
Miré a mi alrededor. De la pared colgaban hermosos diagramas a la manera de Leonardo de Vinci, detalles de la musculatura de los brazos y las piernas y la acción de los extensores. Había, elegantes esqueletos de Vesalius, diagramas del sistema nervioso y mapas anatómicos de color. En los estantes de un lado, una colección de extremidades que aún conservaban la carne flotaban descomponiéndose en los frascos. Y algo me pareció un útero, que se desintegraba de viejo, lentamente. Y había modelos en cera coloreada, que imitaban las cosas de los frascos. Y otros modelos, de huesos y órganos, en madera y en metales diversos.
Todo un estante estaba dedicado al cráneo humano. Algunos habían sido aserrados en sentido lateral, otros verticalmente, para revelar las complejas cámaras interiores. En ciertos casos habían sido rellenados en parte con cera coloreada. Otros habían sido maquillados de un modo raro; órbitas taponadas, pómulos levantados, frentes alteradas, narices modificadas. Parecían una colección de yelmos fantasmagóricos.
Vencido por la curiosidad, el miedo empezaba a abandonarme. En particular, estudié largo rato una figura bosquejada en tiza sobre un gran pizarrón, junto al banco en que yacía la figura amortajada.
El croquis representaba a un ser humano. Los rasgos de la cara estaban apenas esbozados; los cabellos flotantes, y los órganos genitales, dibujados con mayor cuidado, revelaban que la figura era femenina. Las desviaciones de la anatomía humana normal aparecían marcadas en rojo. La figura dibujada tenía seis costillas extras, lo que acrecentaba considerablemente las dimensiones de la caja torácica. También el aparato respiratorio había sido modificado, de manera que el aire entraba por la nariz, como es habitual, pero salía por unos orificios detrás de las orejas. Un croquis de detalle, ampliado, mostraba la epidermis; aunque no pude interpretar los símbolos al pie, parecía que la idea era reducir la sensibilidad de la piel, eliminando de las capas más superficiales nervios y vasos capilares, desarrollando así sobre la carne una especie de membrana coriácea que haría a su dueño prácticamente inmune a las temperaturas extremas. El conducto genito-urinario también había sido alterado. El sector vaginal estaba destinado exclusivamente a las funciones de la procreación; en tanto que en el muslo había una especie de pene rudimentario, por donde se expulsaba la orina. Observé este detalle con cierto interés, pensando cuántas cosas diría a un psicólogo acerca de los procesos mentales de Víctor Frankenstein en esta época de su compromiso con Elizabeth.
El rasgo más insólito del diagrama era, quizá, la doble columna vertebral. Se daba así a una región tradicionalmente débil una fortaleza extraordinaria. También la pelvis había sido reforzada, y los músculos de las piernas eran muy recios. Recordé la figura espectral que viera escalando el Mont Saléve con tan prodigiosa rapidez, ¡y empecé a entender la magnitud de los conocimientos y ambiciones de Frankenstein!
Un suntuoso cortinado de cuatro paños, con figuras emblemáticas estampadas en relieve, separaba del resto otro sector del laboratorio. Bordeando el banco, fui hacia allí, y me asomé apartando la cortina.
Aquello era… ¿cómo llamarlo? ¿Una morgue? ¿Una sala de disección? Sobre una plancha de loza y apilados en una zahúrda de piedra había torsos de seres humanos; uno o dos abiertos y amarrados como reses porcinas. Y había piernas y rótulas y rodajas de carne irreconocible. Un esbelto torso femenino -sin cabeza pero, con brazos- estaba clavado contra la pared; un hombro desollado mostraba las redes de músculos.
Desvié en seguida los ojos. ¿Un espeluznante depósito secreto de piezas de repuesto?
Ahora tenía que ocuparme del habitante principal del laboratorio de Frankenstein, la figura amortajada sobre el banco, y la jadeante cohorte de aparatos. Me dije que este no era un mero problema de ingeniería humana hábilmente resuelto. ¡No era extraño que para el monstruo Frankenstein fuera Dios Todopoderoso! Hasta ese momento yo había considerado al legendario Frankenstein como una especie de manipulador de cadáveres al menudeo, un maniático que en ratos de ocio violaba criptas y sepulcros en procura de ojos y manos malcasados. Mi error era el mismo en que caían los fabricantes de películas y otros mercaderes del horror. Mucho más cerca de la verdad había estado mi querida Mary al llamar a Víctor "El Prometeo Moderno".
Sin embargo, el error bien podía partir de la propia Mary. Porque ella en cierto modo, merced a una sensibilidad intuitiva y a un poder profetice notables -que en muchos aspectos compartía con Shelley- había recibido la historia de Frankenstein de la nada, por lo menos hasta donde yo sabía. Era indudable que la historia suponía muchas teorías científicas que ella había tenido que omitir por la sencilla razón de que no podía comprenderlas. Yo no habría tenido más remedio que hacer lo mismo. Sólo ahora veía claramente a dónde había llegado Víctor Frankenstein, y qué poderoso tenía que ser en él el deseo de continuar esas investigaciones, cualesquiera que fuesen las consecuencias. Avancé pues resueltamente y aparté las sábanas.
Sobre el banco yacía una enorme figura femenina, desnuda, cubierta sólo por los conductos y cables que la alimentaban o desagotaban.
Aferrándome a la sábana y dejando escapar un hueco gemido, retrocedí, tambaleándome. ¡Ese rostro! Ese rostro, pese a que la cabeza había sido rapada por completo, descubriendo un cráneo calvo y entrecruzado por lívidas cicatrices, ese rostro era el rostro de Justine Moritz. Los ojos de Justine, apagados por la muerte, parecían clavarse en los míos.
XIX
Durante un tiempo, mi corazón estuvo tan inmóvil como el corazón de Justine Moritz.
Ahora, por primera vez, veía claramente toda la malignidad, todo el horror de los experimentos de Frankenstein. Los muertos son impersonales, y por esa razón no tiene quizá demasiada importancia que se los perturbe, o tal cosa hubiera podido aducirse en algún momento en defensa de Víctor. Pero aprovecharse, como si no fuese más que un compendio de órganos útiles, del cuerpo de una criada, una amiga, y una amiga que, por añadidura, había muerto a causa de un crimen que podía atribuirse a la propia negligencia… bueno, semejante locura moral colocaba a Frankenstein más allá de toda conmiseración humana.
En ese momento tomé la firme resolución de matar a Víctor Frankenstein y también a su criatura.
Y sin embargo, en tanto una parte de mi mente llegaba a esa decisión, en tanto crecían en mí el horror y la indignación moral, otra parte marchaba en sentido contrario.
A pesar de mí mismo, la estupenda figura yacente retenía mi mirada. El cuerpo había sido construido con partes de diferentes cadáveres. Las tonalidades de la piel variaban, y cicatrices que parecían cordeles purpúreos recorrían toda la anatomía, recordando los diagramas de los carniceros. No pude dejar de advertir que las enmiendas bosquejadas en el pizarrón habían sido puestas en práctica; los órganos modificados estaban ya en su sitio. Las piernas no tenían nada de femeninas. Eran demasiado musculosas, demasiado velludas y excesivamente robustas a la altura de los muslos. También le habían sido incorporadas las costillas extras, y la caja torácica era enorme, coronada por senos gigantescos pero fláccidos, bastante poderosos como para amamantar a toda una progenie de monstruos recién nacidos.
Mi reacción ante todo eso no era de horror. Las investigaciones de Frankenstein, sí, me inspiraban horror. Pero frente a esa criatura inmóvil, coronada por un rostro femenino helado pero inocente, sólo sentía piedad. Piedad, sobre todo, por las humanas flaquezas de la carne, por la triste imperfección del hombre como especie, por nuestra desnudez, por la fragilidad de nuestros lazos con la vida. Ser humano, mantenerse humano era una lucha sin tregua, y luego, como recompensa inevitable y última, sobrevenía la muerte. La gente religiosa creía, es cierto, que la muerte era sólo física; pero yo nunca había permitido que mis sentimientos religiosos instintivos aflorasen a la superficie. Hasta ahora.
La resurrección de esta criatura, tal como Víctor lo había planeado, sería una blasfemia. Lo ya realizado, ese compuesto inspirado de distintos cadáveres, era una blasfemia. Y decir tal cosa -pensar tal cosa- era admitir la religión, admitir que la vida no concluía en la tumba, admitir un espíritu que trascendía los límites de la carne, débil e imperfecta. Sin el espíritu la carne era obscena. ¿Por qué otra razón la idea misma del monstruo había ultrajado la imaginación de varias generaciones, sino porque habían entendido esa idea como un ultraje a Dios?
Que me atreva a contar mis pensamientos más íntimos en aquel momento de crisis habrá de molestar a cualquiera que escuche esta grabación. Sin embargo, me siento obligado a proseguir.
Pues ese conflicto de emociones me hizo estallar en llanto. Me dejé caer de rodillas y lloré, y a gritos clamé por Dios. Oculté la cara entre las manos y lloré desconsoladamente.
Quizá un detalle que no he mencionado provocó en mí esa inesperada reacción. Sobre el banco de madera, junto a la mujer, había un cántaro con flores, rojas y amarillas.
Otra vuelta tuvo que soportar aún la tuerca de mi miseria. Pues en ese momento creí entender que toda mi fe anterior en el progreso había sido edificada sobre arenas movedizas. Cuántas veces, en mi vida pretérita, había asegurado que uno de los grandes beneficios que el siglo XIX había transmitido al mundo occidental era haber liberado a la ciencia, en pensamiento y sentimiento, de la religión organizada. ¡La religión organizada, nada menos! ¿Qué teníamos en cambio? ¡La ciencia organizada! Y puesto que la religión organizada nunca estuvo bien, organizada y chocó a menudo con los intereses del comercio, se vio obligada a aplaudir, de labios afuera al menos, la idea de que en los sistemas establecidos había sitio hasta para el más infeliz de los mortales. La ciencia organizada se había aliado en cambio a los Grandes Negocios y a los Gobiernos; el individuo no le interesaba; ¡se alimentaba de estadísticas! Era la muerte del espíritu.
Así como la ciencia había corroído poco a poco la libertad del tiempo, así había corroído también la libertad de creer. Todo cuanto no pudiera comprobarse por métodos científicos en un laboratorio -todo aquello, quiero decir, que estuviera más allá de la ciencia- fue expulsado de la corte. A Dios ya lo habían desterrado tiempo atrás en favor de un número infinito de sectas mínimas y cavernícolas, aferradas a los míseros despojos de la fe; si se las toleraba era porque no constituían una amenaza colectiva para la sociedad de consumo, de la que dependía tan poderosamente la ciencia organizada.
La mentalidad de Frankenstein había triunfado en mi época. Dos siglos le bastaron. La cabeza había triunfado sobre el corazón.
No porque yo haya creído jamás que el corazón pudiera avanzar a solas; los resultados ya fueron una vez oprobiosos: siglos y siglos de guerras y persecuciones religiosas. Hubo una época, sin embargo, a principios del siglo XIX, en los días de Shelley, en que la cabeza y el corazón tuvieron la posibilidad de marchar en perfecta armonía. Ahora, tal como lo profetizara la morbosa creación mítica de Mary, esa posibilidad había desaparecido.
Inevitablemente, estoy interpretando, con posterioridad a los hechos, en términos intelectuales. Lo que experimenté cuando caí de hinojos fue una metáfora: vi la sociedad tecnológica, en cuyo seno yo había nacido, como el cuerpo de un Frankenstein, un cuerpo despojado de espíritu.
Y lloré por la caótica suerte del mundo.
–¡Oh, Dios! – clamé.
Hubo un ruido por encima de mi cabeza, y alcé los ojos.
Una cara enorme pero hermosa me observaba desde arriba. Un instante apenas, pues la claraboya del envigado cielo raso se abrió de golpe, ¡y el Adán de Frankenstein descendió de un salto y se irguió furioso ante mí!
Hasta este momento fatal de mi relato creo haber dado de mí un retrato relativamente fiel. Yo había actuado con cierto coraje y entereza -y hasta con inteligencia, espero- en una situación que muchos hombres habrían considerado desesperada. Y sin embargo, allí estaba ahora, de rodillas en el suelo y lloriqueando como un chiquillo. Y todo cuanto pude hacer ante aquella terrible invasión fue levantarme y quedarme de pie, inmóvil, mudo, con los brazos colgando a los costados, contemplando azorado a aquella criatura descomunal, a quién ahora yo veía claramente por primera vez.
En su ira, era hermoso. Empleo la palabra hermoso sabiendo que es inexacta, pero no encuentro otra manera de desvirtuar el mito que ha circulado durante dos siglos: que la cara del monstruo de Frankenstein era un horrible conglomerado de facciones de segunda mano.
De ningún modo. Quizá la mentira nació de esa común afición al horror, que es una forma depravada del temor religioso. Y debo admitir que Mary Shelley inició ese rumor; pero ella tenía que causar impresión a un público poco avisado. Yo sólo puedo declarar que el rostro que tenía ante mí era de una belleza terrible.
El terror predominaba, es claro. No era en verdad un rostro humano. Se parecía mucho a una de esas calaveras pintadas y parecidas a yelmos, alineadas en un estante a mis espaldas. Evidentemente, Frankenstein no había logrado crear un rostro a su gusto. Pero había meditado largamente sobre el problema, al igual que sobre todo el resto de la extraña anatomía, y había intentado realizar lo que sólo puedo llamar el paradigma de un rostro humano.
Allí estaban los ojos, cuya mirada feroz y penetrante descendía hasta mí por encima de los altos pómulos defensivos como por entre las aberturas de una visera. Las demás facciones, la boca, las orejas y especialmente la nariz habían sido borroneadas de algún modo por el escalpelo del cirujano. El ser que ahora me contemplaba desde allá arriba parecía una máquina de torno.
El cráneo de la criatura tropezaba casi con las vigas del cielo raso. Se agachó, me tomó por el brazo y me arrastró hacia él como si yo no fuese más que un muñeco.
XX
–¡Mi Creador te ha prohibido entrar aquí!
Tales fueron las primeras palabras que el monstruo innominado me dijo. Hablaba despacio, con voz grave, "una voz de ultratumba", pensé. Aunque el tono parecía tranquilo, no era tranquilizador. Esta poderosa criatura me dominaba sin necesidad de esforzarse., La mano gigantesca que me sujetaba, azulada y veteada, estaba sucia y cubierta de costras. Desde la garganta, donde una bufanda anudada al descuido no lograba el propósito de esconder las profundas cicatrices, hasta los pies encerrados en unas botas que me pareció reconocer, el monstruo era un monumento a la suciedad. Costras de barro, sangre y excrementos lo cubrían de arriba abajo, pegoteándole al pantalón los faldones del abrigo. Copos de nieve le resbalaban por las ropas y se derretían en el piso. Tan empapado estaba que aún despedía una ligera nube de vapor. Tamaña indiferencia ante ese penoso estado era para mí otro motivo de alarma.
La criatura me sacudió apenas (y me castañetearon los dientes) y me dijo:
–Quienquiera que seas, no es lugar para ti.
–Tú me salvaste la vida cuando yo estaba muriendo en la montaña.
Esas fueron las primeras palabras que atiné a pronunciar.
–Mi misión no es salvar vidas ajenas sino cuidar de la mía. ¿Quién soy yo para mostrarme misericordioso? Todos los hombres son mis enemigos, y toda mano viviente se ha vuelto contra mí.
–Tú me salvaste la vida. Me llevaste una liebre para que comiese cuando yo estaba muriéndome de hambre.
La criatura me soltó, y yo conseguí mantenerme de pie ante aquella pavorosa presencia.
–¿Tú… tú me lo agradeces?
–Me salvaste la vida. Eso te agradezco, como quizá tú también lo agradeces.
Volvió a hablar lentamente, con aquella voz grave, arrastrada.
–Yo no tengo vida, pues las manos de todos se han vuelto contra mí. Así como no tengo refugio, tampoco tengo gratitud. Mi Creador me dio vida, ¿y qué beneficio me ha procurado fuera de haberme enseñado a maldecir? Me dio el sentimiento, ¿y qué beneficio me ha procurado fuera de haberme enseñado a sufrir? ¡Soy un Ángel Caído! ¡Sin el amor, sin la ayuda del Creador, soy un Ángel Caído! "¿Por qué nos dan vida si así nos la arrebatan? Mejor, ¿por qué así la vida nos imponen? ¿Quién si conociera lo que recibimos, no rechazaría la vida que le ofrecen, o pronto rogaría que se la quitaran, feliz de que lo destruyeran en paz?…" ¿No son estas por ventura las palabras del gran libró miltoniano? Mas ahora, bajo mis amenazas, mi Creador ha consentido en hacerme esta Eva que tú vienes a perturbar al descubrir su desnudez. Ella hará más soportables mi miseria, mi esclavitud menos esclavitud, mi exilio menos un castigo. ¿Qué haces aquí, en este sitio? ¿Cómo te dejó entrar? ¿Qué daño le hiciste?
–¡Ningún daño! ¡Ninguno!
Temí que el monstruo bajara y encontrase a Frankenstein en un estado que acaso tomaría por la muerte.
Volvió a aferrarme el brazo.
–¡Sólo yo tengo derecho a hacerle daño! ¡Mientras trabaja en este proyecto, soy su protector! ¡Vamos, dime qué le hiciste! ¿Eres acaso la Serpiente, para venir así, inmunda y ponzoñosa?
Desvió un instante la mirada hacia la criatura que llevaba el rostro de Justine. Extendió un brazo y la mano nudosa acarició con infinita ternura aquella frente cubierta de cicatrices; luego se volvió a mí.
–¡Iremos a ver qué le hiciste! ¡A mí nada puede ocultárseme!
En dos zancadas llegó hasta la puerta y la abrió, llevándome a la rastra. Yo forcejeaba en vano; él ni siquiera se daba cuenta. Con movimientos rápidos, inhumanos, bajó las escaleras sin detenerse una sola vez.
Y yo tenía que correr detrás, asustado por lo que podía ocurrir.
Víctor Frankenstein yacía aún sobre la alfombra, sin conocimiento. Alguien lo acompañaba. Yet, el sirviente, se inclinaba sobré él, y tenía apoyada en la rodilla la cabeza de Víctor. Nos miró de mal modo, pero en seguida dio un grito de terror y se incorporó de un salto. El monstruo, precipitándose hacia el cuerpo exánime de su Creador, de un codazo sacó del camino a Yet. Y fue tal la fuerza de aquel golpe involuntario que Yet chocó contra una biblioteca. Una lluvia de libros le cayó alrededor.
Yo, como un perro faldero sujeto a su traílla, era arrastrado por la habitación a ese ritmo terrible. El monstruo se agachó torpemente sobre su amo y lo llamó una y otra vez con aquella voz hueca y fantasmal como el ladrido de un sabueso.
Vi que Yet se levantaba con dificultad, los ojos cargados de miedo, e iba hacia la puerta que llevaba a las regiones inferiores. Cuando llegó al umbral, sacó del cinto un enorme fusil de caño abocinado -un trabuco, me imagino- y apuntó al monstruo.
Yo me tiré al suelo instintivamente. El monstruo dio media vuelta, extendió un brazo y gritó mientras el fusil disparaba.
La atmósfera se llenó de humo y ruido. Yet se precipitó atolondradamente escaleras abajo.
–¡Tú mataste a mi amo! ¡Y ahora me has herido a mí! – vociferó el monstruo. Se puso rápidamente de pie y partió en persecución del fugitivo, lanzándose también él escaleras abajo.
El alboroto tuvo algún efecto sobre Frankenstein, pues de pronto se estremeció y se quejó. Comprendiendo que no tardaría en volver en sí, le arrojé a la cara los restos del vino para reanimarlo, y una vez, más trepé las escaleras que llevaban al laboratorio.
Antes del amanecer habría un asesinato y tenía que alejarme de allí cuanto antes.
Entré y cerré de un portazo, pero no había cerrojos en el interior. ¡Como si un cerrojo pudiera detener a aquella terrible criatura vengativa!
La hembra seguía siempre allí, los ojos acuosos perdidos en una lejanía remota, como esperando que la llamaran. Fui por detrás del banco, y recogí un par de escabeles que Víctor utilizaba para llegar a los estantes superiores, los llevé hasta el centro de la habitación, y subiéndome a ellos trepé a la claraboya por la que poco antes había entrado el monstruo.
Por más que conocía la fuerza sobrenatural del monstruo, era inverosímil que hubiese podido escalar el liso muro exterior de la torre. Obviamente se había fabricado una escala. ¿Acaso Víctor no había mencionado esa posibilidad?
En el tejado, el frío era glacial y la oscuridad impenetrable, pese al manto de nieve que todo lo cubría.
Avancé nerviosamente, buscando a tientas entre las almenas del muro, hasta encontrar una estaca de madera. Allí estaba la escala. Sólo el terror de ser atrapado por aquella criatura -imaginé claramente cómo me lanzaba al aire desde el techo- me impulsó a pisar el vacío buscando a ciegas el primer peldaño. Pero la escala estaba allí, y empecé a bajarla tan rápidamente como me era posible, aunque no sin dificultad, pues había casi un metro de distancia entre un travesaño y otro.
Llegué por fin al suelo, hundiéndome hasta los tobillos en la nieve recién caída.
Lo primero que hice fue retirar la escala de la torre, lanzándola al vuelo hacia la arboleda. Y luego fui hasta el portón, tratando de oír, presa de un terror agónico.
Ruidos de golpes llegaban del interior. Hubo un sonido metálico, como si alguien retirara una barra pesada, y una de las portezuelas de la entrada se abrió de pronto. Yet salió, tambaleándose como borracho, y apretándose un hombro.
Ya mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad. Me había escondido detrás de un árbol, pero distinguía con claridad suficiente la silueta rechoncha de Yet. Detrás de él, algo forcejeaba tratando de salir por la puerta. Era el monstruo. Instintivamente, retrocedí un árbol o dos. Yet seguía en el claro, como indeciso. Al fin se movió arrastrando una pierna, hacia el árbol más próximo -felizmente a varios metros de distancia de mi escondite- y de allí se encaminó a la torre.
En ese momento advertí que estaba herido y que no podía correr, y que llevaba una espada en la mano.
El monstruo aún trataba de salir por una puerta demasiado pequeña para su inmenso esqueleto. Rugiendo de furia, tironeó del maderamen hasta que al fin las tablas cedieron, crujiendo. El monstruo salió, y en un abrir y cerrar de ojos recorrió el espacio que lo separaba de Yet.
Yet tuvo tiempo de asestarle un solo golpe. Quizá era un sable lo que llevaba. Llegué a ver el tenue resplandor de una hoja ancha y la oí chocar contra la manga del gabán del monstruo. El monstruo emitió un gruñido feroz. Yet no tuvo tiempo de volver a atacar. Ante todo, el monstruo lo hundió de cabeza en la nieve. Luego le saltó sobre el cuerpo con furia salvaje y al fin lo tomó por el cuello, como antes había tomado quizá al pequeño "William. Y Yet no pudo resistir mucho más que William.
Poco después, el monstruo se levantó, y balanceándose levemente tomó una vez más el camino de la torre en tinieblas. Detrás, Yet yacía sin vida en la nieve.
XXI
–¡Has vuelto a matar! – gritó Víctor Frankenstein.
Estaba de pie, en el destrozado portal, enfrentando al monstruo, una sombra entre las sombras. Desde donde yo me encontraba, sólo alcanzaba a ver el rostro de metal cincelado, empañado por la oscuridad y la pasión.
El monstruo se detuvo ante Víctor.
–¿Amo, por qué tergiversas todos mis actos? Ataqué a tu sirviente sólo porque pensé que te había matado. Bien sabes que todo lo tuyo es sagrado para mí, tus bienes y tus sirvientes. Sé propicio mientras te hablo, ¿no has hecho de mí tu sustituto?
–¡Deja de recitarme tus escrituras miltonianas! ¿Te atreves a hablarme así, Demonio, cuando has amenazado la vida de mi prometida?
Nada pudo responder el monstruo, y los dos quedaron mirándose en silencio, en comunión de algún modo; y yo, desde mi punto de mira, entendí claramente la necesidad qué los había unido. Acaso el monstruo jamás pudiera ser dominado, y como Frankenstein era humano no podría resistir la prueba.
–Te atreves a sermonearme, criatura maldita, cuando tus manos están todavía húmedas de la sangre de mi hermano William. Sé que tú le diste muerte, cualquiera haya sido el veredicto de la corte.
Luego habló el monstruo, con aquella voz desolada.
–Tú tienes que atenerte al veredicto de la corte, ya que entras por la fuerza de las cosas dentro de la jurisdicción de lo humano. Sobre mí no pueden ejercerse tales derechos, puesto que no tengo humanidad. Sólo una cosa te diré: turbado y desconcertado, pues no "había tenido mucho éxito, como el Tentador mismo, te ataqué a ti atacando a William. Para mí él era parte de ti, como lo soy yo mismo.
–Y por ese acto vil hiciste pagar a otro.
Al oír esto, el monstruo lanzó una carcajada, parecida al aullido de un sabueso azotado.
–Le arranqué el medallón del cuello ensangrentado, y lo metí en el bolsillo de la doncella mientras ella dormía. Si sólo por eso fue a la horca, tanto peor para las instituciones legales de los hombres.
–¡Ya pagarás por ese acto demoníaco, no temas!
Un áspero gruñido brotó de la garganta del monstruo. Una vez más los dos callaron. Víctor seguía en el vano de la puerta desnuda. La criatura innominada, un contorno difuso envuelto en la lenta nube de vapor que le emanaba de las ropas, aguardaba afuera. Ni las lagartijas hubieran podido estar más quietas y calladas, hasta que el monstruo volvió a hablar, esta vez con un matiz de súplica en la voz.
–Permíteme entrar en la torre, Creador mío, y déjame ver cómo das vida a la compañera que me has preparado, a mi semejanza pero de sexo diferente, tan maravillosamente bella. Y entonces, ya que en tu corazón no hay amor por mí, nos separaremos, tomaremos para siempre rumbos distintos, y nunca volveremos a encontrarnos. Tú podrás ir a donde te plazca. Yo habitaré con mi esposa en las tierras frígidas, ¡y ningún hombre volverá a posar los ojos sobre nosotros!
Un nuevo, prolongado silencio.
Por último, Víctor Frankenstein habló:
–Está bien, así será, ya que no puede ser de otro modo. Daré vida a tu hembra. ¡Y luego partirás, y no volverás a afligirme con tu presencia!
La enorme criatura cayó de rodillas sobre la nieve. Le vi tender la mano hacia las botas de Frankenstein.
–¡Amo, sólo gratitud tendré para ti, te lo juro! Los pensamientos que hoy me torturan, los olvidaré para siempre. Soy tu esclavo. ¡Cuánto deseo que tan sólo una vez, antes que me exilie, podamos tú y yo hablar sobre temas fragantes!]Qué mundo podrías descubrirme!… pero tú y yo, sólo hemos hablado de culpa y de muerte, no sé por qué. La tumba no está nunca lejos de mis meditaciones, Amo, y cuando el niño murió entre mis manos apretadas… oh, tú no puedes comprender, fue como dice Adán una visión de terror, abominable y repulsiva, horrenda para el pensamiento, ¡ah, cuan aborrecible para mis sentimientos! ¡Háblame siquiera una vez amorosamente de cosas mejores!
–¡No me adules! ¡Levántate! ¡Hazte a un lado! Tendrás que subir conmigo a la torre para ayudarme en esta execrable labor. Ahora que Yet ha muerto asesinado, te necesito para que alimentes las calderas, y mantener así la electricidad a pleno voltaje. Entra y calla.
La criatura se levantó, llorosa, y dijo impulsivamente:
–Cuando te encontré, hace un rato, temí que también tú, Amo, estuvieras muerto.
–Maldito seas, no estaba muerto sino bajo los efectos de una droga. ¡Quién sabe si no hubiera sido mejor que estuviera muerto! Ese entrometido de Bodenland tiene la culpa. ¡Si lo encuentras, Demonio, puedes ejercer tu maldad en él, sin restricciones!
Ahora andaban por el interior. Me acerqué a la puerta y oí el sermón de la criatura a modo de respuesta.
–Para mí, estrangular no es ningún placer. Tengo mis creencias religiosas, a diferencia de vosotros, extraños inventores, que os olvidáis de vuestro Hacedor, ¡aunque habéis bebido vuestra ciencia en el Espíritu mismo! Además, Bodenland me expresó cierta gratitud… ¡el único hombre hasta ahora!
–¡Qué sistema religioso podría jamás encender una luz en tu cerebro! – dijo Frankenstein con desdén, iniciando la marcha escaleras arriba, donde un haz de luz indicaba una puerta abierta a la sala de máquinas. Llegaron al rellano, y la puerta se cerró tras ellos.
Me quedé un rato junto a la puerta destrozada, sin saber qué hacer. Alrededor del edificio había grandes cantidades de leña. Quizá pudiese apilarla y poner fuego a la torre, para que los conspiradores -y esa hembra terrible que ahora querían traer a la vida- perecieran entre las llamas, junto con todos los instrumentos y los escritos de Frankenstein. Pero ¿cómo hacer para que el fuego los alcanzara en seguida? Porque sin duda escaparían antes que las llamas se propagasen.
Arriba, la máquina de vapor empezó a funcionar a un ritmo más acelerado. Protegido por el ruido, que correspondía sin duda a la más horripilante actividad que el mundo hubiera visto alguna vez, comencé a buscar alrededor, y hasta me atreví a encender una antorcha: lo único que iluminaba aquella planta baja.
Había allí abundantes cantidades de leña y madera, así como también botas de vino y provisiones. A un costado se encontraba el faetón. Un poco más lejos estaba el caballo, en un establo, y el animal ni siquiera me miró, indiferente a todo mientras tuviera comida. Le empujé la cabeza, que me cerraba el paso, y me adelanté para ver si había kerosene o parafina, o por lo menos una buena parva de heno.
Una visión mucho más alentadora apareció ante mí.
Allí estaba mi automóvil, el Felder, sano y salvo; ¡y hasta casi sin rayaduras!
Sorprendido, entré en el establo, cerrando a mis espaldas la puerta inferior. El establo estaba situado en el edificio cuadrangular, pegado a la base de la torre. Noté que había una puerta ancha que daba directamente al exterior. Por ahí habían metido el automóvil.
Una de las portezuelas del Felder estaba abierta. Apagué la antorcha y subí al auto, encendiendo la luz. Todo estaba en desorden, pero al parecer no faltaba nada.
Encontré una hoja de papel, un certificado que cedía formalmente el vehículo a la familia Frankenstein. Estaba firmado por el Jefe de la Policía Ginebrina. ¡Así que Elizabeth se había adueñado del automóvil como compensación por la supuesta muerte de Víctor! Pero ¿qué había hecho Víctor con el coche? Debía de haberlo remolcado hasta allí para examinarlo más tarde. ¿Habría entendido de qué se trataba? ¿Sería esa la razón por la que me había hecho tan pocas preguntas, tomando mi presencia y mis conocimientos inverosímiles como la cosa más natural del mundo? ¿Qué valor singular podía tener el coche para él? ¿Qué nuevos adelantos de la ciencia sería capaz de inferir de las características y el contenido de mi automóvil?
Revisé las armas de fuego y noté que la colisa estaba intacta; también estaba allí mi Browning automática.880, junto con la caja de municiones. Arrojé en el asiento trasero la pistola de caza que yo había robado, pensando aliviado que ya no la necesitaría para defenderme.
Se me ocurrió que hasta la generación anterior a la mía, los automóviles tenían motores de gasolina. La gasolina hubiera sido ideal para provocar un incendio rápido; el motor nuclear blindado era inútil en aquellas circunstancias.
La presencia del automóvil me sugirió otras ideas. Para la criatura sobrehumana que era el monstruo, escapar de un incendio sería un juego de niños. Otra cosa muy distinta sería una descarga de ametralladora.
Moviéndome en el mayor silencio, deteniéndome de tanto en tanto a escuchar, y después de remover una espesa capa de nieve, abrí los portones. Luego intenté sacar el vehículo a campo abierto.
Apliqué un hombro contra el automóvil y lo empujé con todas mis fuerzas. Ni siquiera se movió.
Al cabo de varios intentos, llegué a la conclusión de que estaba demasiado hundido en la nieve. Y como de todos modos tendría que poner en marcha el motor en algún momento, quizá fuese mejor hacerlo ahora, al amparo del ruido de la máquina de vapor que jadeaba sordamente allá arriba.
¡Loado sea el siglo XXI! El Felder arrancó instantáneamente. Vi cómo subía la aguja en el contador de revoluciones, y empecé a avanzar a campo abierto. ¡Qué impresión de poder tenía yo ahora, de nuevo al volante!
Una vez fuera, dejé el motor en marcha y corrí a cerrar el portón. Llevé luego el auto a la arboleda hasta colocarlo -según mis apreciaciones- en la posición perfecta, a cierta distancia de las puertas principales de la torre, pero teniéndolas siempre a la vista, aun en aquella funesta penumbra. Levanté entonces la cúpula y enfoqué la colisa.
Todo cuanto tenía que hacer era oprimir el botón cuando alguien saliera de la torre. No había otra solución. El extraordinario fragmento de conversación que yo había escuchado entre Víctor y el monstruo me había convencido de la peligrosidad suprema de este último: en aquella criatura maligna, la lengua embustera y elocuente era acaso una amenaza tan grande como la celeridad con que iba de un lado a otro.
El tiempo transcurría. Las horas descendían lentamente, deslizándose por el inmenso talud entrópico del universo.
La nevisca cesó, y una luna delgada apareció en el cielo.
Yo esperaba, impaciente, y los minutos pasaban trayéndome las más horrendas fantasías. Mientras el monstruo atizaba el fuego, ¿tendría tiempo Víctor de practicar una operación facial a la hembra? O bien… No, no quería pensarlo. Cuánto hubiese dado por tener junto a mí, escopeta en mano, al intrépido Lord Byron.
Aunque la visibilidad había mejorado gracias a la luz de la luna, la nueva situación no me hacía feliz. El auto podía verse ahora desde la entrada de la torre, y mi intención había sido mantenerlo oculto entre las sombras. Y si bien al parecer yo tenía a mi favor grandes ventajas, emboscado como estaba detrás de una colisa, me perseguía el recuerdo de una musculatura sobrenatural, de saltos fantásticos y carreras veloces, de una irascibilidad que se sumaba a la fuerza bruta. Si la criatura eludía mi primera descarga y se abalanzaba sobre mí antes que yo pudiese matarla…
Me sentía aterido de frío, pero este pensamiento me heló todavía más. Salté fuera del auto y me puse a recoger ramas de pino para esconder el vehículo.
Me encontraba a algunos metros del automóvil cuando la ruinosa puerta de la torre se abrió de par en par y dio paso al monstruo.
Una serie fugaz de remembranzas, como esos episodios del pasado que los moribundos, se dice, vuelven a vivir: remembranzas de mi antigua vida ordenada y cuerda, perdida ahora a dos siglos de distancia de mí querida esposa, mis queridos amigos, hasta de algunos estimados enemigos, y de mis nietecitos. Recordé la salud y lozanía de los niños y la comparé cotí los demonios a quienes tenía que tratar ahora, en 1816.
Dejando caer las ramas, emprendí lo que supuse sería una desesperada carrera hacia el Felder. ¡Insensato de mí, ni siquiera llevaba la pistola automática!
Llegué al automóvil y subí atropelladamente.
Sólo entonces volví la cabeza para ver qué sucedía y a qué distancia se encontraba mi perseguidor.
XXII
Grandes nubes amortajadas se alejaban de las tierras frías, oscureciendo de cuando en cuando la cara de la luna. La escena junto a la torre llegaba a mí en inverosímiles ráfagas de luz.
El monstruo de Frankenstein seguía de pie junto a la puerta destrozada. No era a mí a quien buscaba. De espaldas a la puerta, clavaba los ojos en la oscuridad de la que acababa de salir. Me pareció que extendía una mano. Avanzó un paso más hacia la puerta.
Había en toda esta actitud un titubeo, una timidez que yo no había visto nunca en el monstruo. Alguien le tomó la mano. Una figura apareció en el umbral, una figura casi tan gigantesca como la del monstruo. La figura se tambaleó y él la sostuvo por el codo. Así permanecieron, juntos, las cabezas casi tocándose.
El monstruo la hizo caminar de un lado a otro. El aliento de las dos criaturas flotaba en el aire escarchado. El la sostenía, rodeándole el talle con el brazo enorme. Ella avanzaba arrastrando los pies sobre la nieve.
Débil aún a causa del shock postoperatorio, la criatura se recostó contra la pared. Alzó la cara hacia el cielo nocturno. Abrió la boca.
El la dejó, y moviéndose con aquella inútil y terrible presteza, volvió a la torre. Desde mi escondite, traté de ver a la criatura con mayor claridad. La luz de la luna le bañaba las facciones, y los ojos eran un blanco perfecto. Ya no tenía el rostro de Justine. Otra vida la ocupaba.
El monstruo volvió, trayendo una copa. Pese a las protestas de ella, la obligó a beber. Ella bebió y él arrojó la copa al suelo, alejándose algunos pasos como para observarla.
Ella avanzó tambaleándose, paso a paso, manteniendo el equilibrio. Se detuvo, extendiendo a medias los brazos, y meneó lentamente la cabeza. Dio media vuelta con un movimiento automático, y echó a caminar, al principio balanceándose, pero cobrando poco a poco un ritmo más regular.
El se precipitó hacia ella, solícito pero irascible. En un momento dado, se unió a ella, caminó con ella, marcando el compás con una mano. Luego se hizo otra vez a un" lado, siempre marcando el tiempo, instándola a avanzar más rápidamente. Ella volvió a apoyarse en el muro, y ante un vehemente gesto negativo de él se adelantó una vez más, con paso vacilante.
El monstruo empezó a corretear frente a ella y a su alrededor, a girar ejecutando grotescos movimientos de baile, que no carecían de cierta gracia. Ella se le acercó, titubeante, y él le tomó las manos. Siempre vacilando, fueron de un lado a otro, enfrentados, él sin dejar de alentarla, como dos niños lunáticos en una danza…
Ella tuvo que detenerse a descansar. El monstruo la sostuvo, con la mirada fija en lo alto de la torre. Ella se tocaba el costado y explicaba algo.
El monstruo alzó la cabeza, y ahuecando la mano junto a la boca, llamó en la noche.
–¡Frankenstein!
Al sonido de aquella voz potente y hueca, los perros se pusieron a ladrar en una aldea cercana, y más lejos en la montaña los lobos respondieron aullando.
No hubo respuesta alguna desde la torre.
Luego de un breve descanso, la pareja empezó a bailar de nuevo. En seguida él la soltó y correteó alrededor de ella, lo más despacio que pudo. Ella lo siguió pesadamente. Una vez cayó de bruces sobre la nieve. El corrió junto a ella, levantándola con solícita y desmañada ternura, apoyando la mejilla en la cabeza entrecruzada de cicatrices.
La instó a correr una vez más, encaminándose, a galope corto, hacia la parte posterior de la torre. Ella lo siguió, cautelosa al principio, pero más segura muy pronto, pues ya sus movimientos empezaban a ser más coordinados. Descubrió que podía agitar los brazos al correr. El se detuvo a contemplarla con admiración, las manos apoyadas sobre las andrajosas rodillas.
Un sonido extraño brotó de ellos, una especie de mugido que volvió a despertar a los perros. ¡Ella se estaba riendo a carcajadas!
Ahora era ella la que le indicaba a él con un gesto que la siguiera. Echó a correr alrededor de la torre, con él a la zaga, persiguiéndola como un niño travieso. Retozaban como una pareja de caballos de tiro. Cuando ella reapareció del otro lado de la torre, la luz de la luna iluminándole sombríamente la cabeza calva, tenía los brazos extendidos y una vez más emitía aquel sonido que parecía un mugido. El, para obligarla a seguir, fingía no poder darle alcance. Los cabellos le flotaban detrás del cráneo-casco, como un penacho.
Los gestos de ella eran ya menos torpes. Los movimientos más seguros y veloces. De pronto se detuvo. El le rodeó la cintura con los brazos, ella lo rechazó con un ademán que hubiese tumbado a un hombre. Y allí se quedó, moviendo los brazos, las muñecas, las manos, como una bailarina balinesa. Estaba grotescamente ataviada con lo que no podía ser otra cosa que las sábanas de lienzo que la habían cubierto en el banco, anudadas desmañadamente alrededor del cuerpo enorme; quizá por eso mismo había algo de conmovedor en aquellos movimientos andróginos que parodiaban la gracia.
La noche se aclaró repentinamente, como si la luna acabara de escapar de las redes de una nube. Alcé la vista, alarmado al comprobar hasta qué punto me había olvidado del mundo, contemplando las extravagancias de aquellas monstruosas criaturas.
Dos lunas surcaban el cielo.
Una de ellas era la luna creciente que hasta ese momento había sido propiedad exclusiva de la noche. La otra, a un palmo de distancia de la primera, era casi una luna llena. Espiaban el mundo como un par de ojos, uno de ellos semicerrado.
¡La desintegración del espacio-tiempo continuaba aún! Pero este pensamiento acudió a mi mente no en forma clara y ordenada, sino como el confuso recuerdo de un pasaje del Julio César de Shakespeare:
Bostezaron las tumbas y soltaron a los muertos;
guerreros fieros y bárbaros combaten en las nubes…
Hasta los cielos proclaman la muerte de los príncipes.
La muerte dominaba casi todos mis pensamientos y sin embargo no podía apartar los ojos de las cabriolas de aquellos dos seres inhumanos. Como si hubiesen estado esperando la señal de una segunda luna, los juegos entraron ahora en una fase más intensa. Estaban mucho más juntos, tejiendo y destejiendo tramas intrincadas el uno alrededor del otro.
A veces ella se quedaba inmóvil, ofreciéndose como blanco a los tempestuosos arrebatos de él; de vez en cuando los papeles se trocaban, y era él quien esperaba rígido y tenso mientras ella giraba alrededor. De pronto, el humor de los dos parecía cambiar y entonces se enlazaban y contorsionaban voluptuosamente como al ritmo majestuoso de una zarabanda. Estaban en plena danza nupcial, olvidados de todo cuanto acontecía fuera del círculo encantado. ¡Dos lunas en un mismo cielo nada significaban para ellos!
Un nuevo cambio de actitud. El ritmo de la danza alcanzó un salvaje crescendo. Bailaban separados, y en seguida se acercaban, rápidos como flechas. De vez en cuando, uno de ellos arrojaba al otro un puñado de nieve, aunque ahora la nieve estaba bastante pisoteada en una considerable extensión del terreno. A medida que los movimientos se hacían más rápidos, se ensanchaba también el círculo de la danza. Ya se acercaban al auto, se precipitaban hacia él, retrocedían sin verlo, pues sólo tenían ojos el uno para el otro. Yo estaba demasiado hipnotizado para entrar en acción. El plan de utilizar la colisa se me había borrado de la mente. En un momento, ella se acercó al auto, y pude verle claramente la cara a la luz de la luna. Y lo que allí leí fueron sentimientos encontrados. Era, sí, el rostro ardoroso de una hembra en celo, pero era también el rostro de Justine, el rostro impersonal de una muerta. Aunque pareciera imposible, el rostro de él era más horripilante, pues carecía de todo, excepto esa grotesca imitación de humanidad; pese a su animación, se parecía más que nunca a un yelmo, un yelmo de metal con la visera baja, groseramente tallado, imitando los contornos de un rostro humano. El casco estaba atravesado por una apretada hendedura, que simulaba una sonrisa.
Tomados de las manos, continuaron girando y girando en redondo. Ella se apartó bruscamente, emitiendo aquel mugido, e inició una nueva carrera alrededor de la torre. El volvió a perseguirla.
El aullido de los lobos se oía ya más cercano. Las notas disonantes de las fieras parecían acompañar la persecución que se desarrollaba entre los dos monstruos. Ella daba vueltas y vueltas alrededor de la torre, corriendo, pero agitando las manos. El la seguía de cerca, pero sin tratar de alcanzarla. A medida que el ritmo se hacía más agitado, el pánico dominaba los movimientos de la hembra. Empezó a correr en serio, y él a perseguirla en serio. No podría decir con qué rapidez se desplazaban, ni cuántas veces ella circundó la base de la torre, corriendo como si en ello le fuese la vida. El la llamaba, emitía sonidos desarticulados, gruñía colérico.
Por último, cuando él le puso la mano sobre el hombro, ella, volviéndose a medias, se la apartó de un golpe, e intentó buscar refugio en la torre. Pero él la retuvo junto a la puerta.
Ella lanzó un grito, un bronco alarido en voz de tenor, y se debatió. El monstruo, con un amplio movimiento de la mano, le atrancó del cuerpo la endeble vestidura.
Noté que la resistencia de ella a entregarse había sido fingida, o fingida en parte. Porque allí se quedó, desnuda e impúdica, iniciando una vez más aquel lento meneo de los brazos, sin intentar alejarse. Yo alcanzaba a verle los lívidos costurones de las cicatrices que le bajaban desde la nuca hasta los muslos poderosos.
El se quedó un rato agachado contemplándola, la sonrisa de yelmo más apretada que nunca. Y de pronto saltó hacia ella, derribándola contra la nieve pisoteada, a unos pocos pasos del cadáver de Yet.
La delgada sonrisa se apretó contra las cicatrices de la garganta de Justine. En un momento, ella trató de incorporarse, pero él la dominó. Ella emitió un alarido de tenor, y los lobos le respondieron. Un viento leve e inquieto flameó entre los matorrales.
Fue un acoplamiento breve y brutal.
Luego se quedaron tendidos en el suelo, como dos árboles muertos.
Ella fue la primera en levantarse; buscó las sábanas y se las anudó de cualquier modo alrededor del torso. El se incorporó. Ordenándole con un gesto que lo siguiera, se internó por el sendero que descendía al valle, y muy pronto se perdió de vista. Ella lo siguió. Al cabo de un momento, también había desaparecido.
Me encontré solo, con la boca seca, y una congoja en el corazón.
XXIII
Durante un rato anduve por el claro de un lado a otro, consumido por confusas emociones. Entre ellas, he de confesarlo, figuraba el deseo, despertado contra mi voluntad por aquel acoplamiento sin par. Una asociación de ideas natural pero desdichada me hizo pensar en Mary y preguntarme dónde estaría, en este universo cada vez más caótico. La santidad y la obscenidad se hermanan en la mente.
Además del disgusto que yo mismo me inspiraba, sentía cólera. Pues yo había tenido el propósito de matar al monstruo. No hubiera sido una acción gloriosa; sólo una emboscada brutal, manteniéndome yo mismo tan fuera de peligro como me fuese posible; pero había llegado a la conclusión de que yo tenía el deber de dar muerte a la criatura, y también a su hacedor, por el mismo motivo, pues ambos eran un peligro para la humanidad, quizá para el orden de la naturaleza. ¿Qué había detenido mi mano? ¿La compasión, o la simple curiosidad?
Poco orgulloso de mí me sentía, y me sentiría aun menos orgulloso cuando hubiese acabado con Víctor Frankenstein. Porque él estaba todavía en escena.
¿O acaso los monstruos lo habrían asesinado ni bien hubo dado vida a la hembra? No cabía duda de que podían haber tenido esta intención, y Víctor, por cierto, lo había sospechado. Quizás había logrado eludirlos, manteniéndose en guardia.
No lo había visto salir de la torre; quizá se había escabullido por la puerta trasera. Más probable era, sin embargo, que estuviese escondido en la torre, de modo que yo tendría que hacerlo salir, y esto significaba aventurarse de nuevo en aquellos recintos abominables donde poco antes jadeaban las máquinas.
La discusión conmigo mismo me había llevado a un punto muerto en medio de la nieve.
No lejos de allí yacía el cadáver de Yet. En el bosque merodeaban los lobos. Vi ojos verdes entre los árboles. Pero llevaba en el bolsillo una pistola automática, y no les tenía miedo, en medio de tantas cosas mucho más alarmantes.
Protegiéndome la boca con la mano, grité hacia la torre:
–¡Frankenstein!
Silencio mortal. Yo hubiera dicho que los latidos de las máquinas se habían extinguido un rato antes, durante las primeras figuras de la danza nupcial. Estaba a punto de llamar otra vez cuando hubo un movimiento en la oscuridad más allá de la puerta derruida, y Víctor apareció en el claro.
–¿Así que todavía anda por ahí, eh, Bodenland? ¿Cómo no cae de rodillas ante mí? ¡Habrá visto mi obra! ¡He hecho algo que ningún nombre hizo! El poder sobre la vida y la muerte pertenece ahora a la humanidad. El tedioso ciclo de las generaciones se ha roto al fin, y una nueva era…
Frankenstein se quedó allí de pie, con los brazos en alto, remedando inconscientemente la postura de un antiguo profeta.
–¡Recupere el juicio, por favor! Usted bien sabe que sólo ha conseguido crear una pareja de monstruos, de criaturas malignas que se multiplicarán acrecentando las desdichas ya grandes del hombre. ¿Qué le hace pensar que de aquí no han ido prestamente a Ginebra, a la casa de usted, donde vive Elizabeth?
Insinuarle esa idea era una verdadera crueldad, pero los efectos se hicieron sentir al instante.
–Mi criatura me prometió… me juró por Dios y por Millón que ni bien yo le hubiese creado esa compañera huiría con ella a las llanuras heladas, para escapar así al acoso de los hombres. ¡Eso juró!
–¿Qué valor tiene ese juramento? ¿Acaso no ha creado usted una cosa remendada, sin un alma inmortal? ¿Qué conciencia puede tener?
Saqué del bolsillo mi automática y me pregunté si sería capaz de matarlo. Víctor me tomó por el otro brazo, suplicándome.
–¡No, no dispare usted, no cometa tamaño desatino! ¿Cómo, si a ellos mismos les perdonó la vida, va usted a matarme a mí, a mí que soy el único que entiende a estos demonios? Escuche, no me quedaba otra alternativa que galvanizar los tejidos de esa hembra y darles vida… usted oyó cómo me amenazaba. Pero hay un medio seguro de liberar al mundo, eliminando a esos dos. Permítame crear una tercera criatura…
–¡Usted está loco!
A la luz del amanecer, que empezaba a filtrarse ya entre las nubes, vi ahora el rostro frenético y apasionado de Frankenstein. Sopló un viento frío.
–¡Sí, uno más! ¡Otro macho! Ya tengo reunidas muchas de las partes. Ese nuevo macho iría en busca de mi primera criatura por las planicies heladas. Los celos harían el resto… Lucharían por la hembra y se matarían el uno al otro… Guarde esa pistola, Bodenland, se lo ruego… ¡se lo suplico! Escuche, venga conmigo, acompáñeme arriba, permítame que le explique, que le muestre mis planes futuros… usted es civilizado.
Entró en la torre. Lo seguí no sé por qué, sin dejar de empuñar mi pistola. Un ruido ensordecedor me retumbaba en los oídos; un sentimiento de desesperada impotencia me vencía; la indecisión tronaba en mí como un oleaje.
Una vez más fui escaleras arriba, escuchando la voz de Frankenstein, el incesante murmullo, que fluctuaba siempre entre la cordura y el delirio, pues también él estaba dominado por el miedo y la fiebre. La imagen de la muerte -todo cuanto hay en ella de crueldad, de tristeza y de odio- se alzaba entre nosotros. Unos colores lúgubres flotaban en el aire, girando a nuestro alrededor como figuras iridiscentes.
–…una vida sin propósito en el planeta; sólo la cadena interminable de nacimientos y muertes, demasiado terrible para llamarla propósito… una mera fantasmagoría de carne y carne reconstituida, y también de vegetación… ¿qué son los hombres sino simples nabos, que se plantan de nuevo a fines de invierno? La tierra, el aire, ese eslabón… el viento del oeste de Shelley… las hojas seríamos nosotros… usted sabe, usted me entiende, Bodenland, "como fantasmas que huyen de un hechicero, negruzcas y amarillas, pálidas, de tétricos rubores, vuelan en pestilentes multitudes…" ¿Se le ocurrió pensar alguna vez que acaso la vida misma sea la peste, el fugaz accidente de la conciencia entre los eternos procesos químicos que se suceden en las venas de la tierra y el aire? Por eso usted no puede, no debe matarme, porque es preciso descubrir un propósito, inventarlo si fuese necesario, un propósito humano, humano, que nos permita luchar contra la cosidad de esa gran rueda que es el mundo. ¿Se da cuenta, Bodenland? Usted… usted es un intelectual lo mismo que yo, eso lo sé, lo adivino; no hagamos de esto una cuestión personal, se lo ruego; tenemos que pasar por encima de anacrónicas consideraciones, ser despiadados, tan despiadados como lo son los procesos naturales que nos rigen. Es lo razonable. Mire…
De algún modo habíamos llegado a la sala de estar, transfigurados por la crisis como personajes de un cuadro de Fuselli. Yo le apuntaba aún ton la pistola. Sin dejar de hablar. Frankenstein avanzó, tropezando, hasta el escritorio, abrió un cajón, buscando algo en él…
Yo disparé casi a quemarropa.
El me miró. El rostro se le transformó de un modo horrible, que yo no podría explicar… ya no parecía el mismo. Sacó a la luz la calavera de un niño y la puso con mano temblorosa sobre la mesa.
Con voz entrecortada, sepulcral, pronunció:
–Henry será un esposo adecuado para…
Una tos seca, áspera, le interrumpió el discurso. La sangre le brotó de la boca a borbotones. Se puso una mano sobre el pecho. Yo di un paso adelante.
–Un esposo para…
Otro golpe de sangre.
–Víctor -dije.
Se le cerraron los ojos. Era un hombre menudo, frágil, joven. Se desmoronó delicadamente sobre el piso; y fue más un hundimiento que una caída. La cabeza chocó contra la alfombra, como fatigada. Otro golpe de tos, y un movimiento convulsivo de las piernas.
Posada sobre un folio antiguo, la calavera de bebé me miraba a los ojos.
XXIV
Cuando solté el caballo y puse fuego a la torre de Frankenstein, era tanto para quemar los rastros de mi crimen como para destruir las notas e investigaciones de Frankenstein. Conservé, sin embargo, un cuaderno de apuntes; era un diario sobre la marcha de los trabajos, y decidí guardarlo para el caso de que yo pudiese volver a mi propio tiempo.
Bueno, mi propio tiempo es un decir; porque mi personalidad general se había desintegrado casi por completo, y el limbo en que ahora vivía me parecía ya el único tiempo posible. Hice lo que hice.
Dejando a mis espaldas una alta columna de humo, trepé a mi automóvil y partí a ver si la Villa Diodati y la Campagne Chapuis, tenían existencia en este plano.
No la tenían. El borde de la llanura de hielo estaba a tiro de piedra del sitio donde antes se encontraba la puerta de Mary. Aunque parezca extraño, diré que el descubrimiento fue de veras un alivio, pues me sentía entonces como demasiado contaminado para acercarme otra vez a ella. Había habido períodos en mi vida anterior en que la naturaleza apocalíptica de algún hecho -digamos, por ejemplo, una profunda humillación personal- me había obligado a retroceder una y otra vez, obsesivamente, en el recuerdo, y no sólo en el recuerdo; como si volviese a encontrarme de nuevo en la antigua situación, en ese eterno retorno de que habla Ouspenski, como si una emoción intensa, punzante, pudiera hacer que el tiempo se cerrara sobre sí mismo como un abanico. Pero tales ocasiones eran nada comparadas con el retorno obsesivo en cuyas redes me veía apresado ahora. No podía desprenderme de la muerte de Víctor, ni de la danza nupcial. Las dos ocurrían simultáneamente, eran un único hecho, único en violencia, único en la aniquilación de la personalidad, único en intolerable fuerza disgregadora.
Entre los voltajes enceguecedores de aquellos retornos, intenté hacer pensar a mi cerebro. Por lo menos el ídolo de la realidad ya no existía para mí, y no me era difícil por lo tanto ver a Frankenstein y los monstruos, a Byron y a Mary Shelley, y el mundo del año 2020, como mundos contiguos. Lo que acababa de hacer -me parecía- era haber frustrado el fatalismo de los sucesos futuros. Si la novela de ¡Mary Shelley pudo ser considerada como un posible futuro, entonces yo lo había hecho imposible al dar muerte a Víctor.
Pero Víctor no era real. O más bien, en el siglo XXI del que yo venía (quizá hubiera otros de los que yo no venía) existía tan sólo como un personaje ficticio, o legendario, en el mejor de los casos; en tanto Mary Shelley era una figura histórica cuyas obras póstumas y retratos nos eran accesibles.
En ese mundo, Víctor no había alcanzado a cruzar el puente que separa lo posible de lo probable. Pero yo había llegado a un 1816 (y habría quizá muchos 1816 que yo ignoraba) en donde él compartía -lo mismo que el monstruo- una misma realidad con Mary y, Byron y el resto.
Ese pensamiento me abría un vertiginoso abanico de complejidades. La posibilidad y los niveles de tiempo parecían ser tan móviles como las nubes que chocan y se funden eternamente en los cielos del norte, cambiando siempre de forma y altitud. Empero, hasta las nubes están sujetas a leyes inmutables. En el fluir del tiempo, siempre habría leyes inmutables. ¿Acaso la personalidad sería una constante? Yo había pensado que la personalidad era algo tan evanescente, tan maleable; no porque viese algo fatal en la melancolía de Mary, en la inquietud científica de Víctor, en mi propia curiosidad. Estos eran factores permanentes, aunque podían ser fortalecidos por acontecimientos aleatorios, la muerte de Shelley en el agua, por ejemplo, o una falta de simpatía en Elizabeth.
Acaso hubiera, en algún lugar, un año 2020 en el que yo exista tan sólo como personaje de una novela sobre Frankenstein y Mary.
No porque yo mismo hubiese alterado el futuro o el pasado, sino sencillamente porque me había dispersado a lo largo de una fragmentada nebulosa de tiempos.
No había ni futuro ni pasado. Sólo un brumoso cielo de infinitos presentes.
Las limitaciones de la mente impedían al hombre comprender esta verdad. La mente no había evolucionado como instrumento destinado a conocer la verdad; era una herramienta para conseguir pareja, o comida.
Si yo ahora llegaba a acercarme a la verdad, esto era porque mi mente estaba deslizándose hacia el borde extremo de la desintegración.
Todo este razonamiento -si era un razonamiento- podía ser una ilusión, un producto de la fatiga, o de los deslizamientos de tiempo. ¡El espacio-tiempo se movía en mi cerebro, al igual que en el resto del mundo!
Un sueño tan profundo como la muerte me derribó sobre la columna de dirección.
Cuando desperté, Víctor seguía conmigo, muriendo otra vez, y yo le tendía la mano como para salvarlo, como en una ridícula disculpa.
¡Asesino! No me atrevía a pensar en Dios.
Bueno, trataré de hablar de otra cosa.
Frankenstein ya no existía. Algo me quedaba por hacer. Ahora era yo quien tenía que matar al monstruo. Por imperfecto que fuese mi recuerdo de la novela de Mary, sabía que Frankenstein había partido persiguiendo a su criatura y que esa persecución los había llevado a ambos a aquellas lúgubres regiones cercadas por el hielo que parecían tan atractivas para la imaginación de los románticos.
Durante dos días bordeé las heladas planicies que reproducían de algún modo la cuenca del antiguo lago, tratando de descubrir algún rastro de los dos monstruos. Pese a lo estrafalario de mi aspecto, a los andrajos que me cubrían, esta vez ningún ser humano cuestionó mi presencia. El cataclismo les había trastornado la vida hasta las raíces mismas. Arruinadas las cosechas, desaparecidos los medios de subsistencia en las cercanías del lago, el invierno sólo prometía hambre y miseria para todos.
Sin embargo, por muy peregrinos que fuesen los tiempos que corrían, los dos monstruos, prodigios en una era de prodigios, no podían pasar inadvertidos.
Hacia el atardecer del segundo día, llegué a un villorrio donde la noche anterior un niño había sido atacado por los lobos en la huerta de la casa.
Había una hostería llamada El Ciervo de Plata donde hice mis averiguaciones. El posadero me contó que en la noche de la víspera, cuando ya estaba acostado, habían violentado el establo. Había oído aullar a los perros, y encendiendo una linterna bajó a ver qué sucedía. Un hombre enorme -un forastero supuso- había huido precipitadamente del establo, llevándose a la rastra los dos mejores caballos del posadero. Lo seguía otro intruso igualmente gigantesco, que tiraba del asno. Cuando el hombre quiso intervenir, lo sacaron del medio de una brazada. Llamó a gritos a los vecinos pidiendo auxilio, pero cuando éstos acudieron, los dos enormes ladrones habían desaparecido camino abajo montados en los caballos, junto con el mejor perro del mesón, un ovejero alemán, que los seguía aún, pisándoles los talones. Me acompañó al establo para mostrarme con cuánta brutalidad habían roto el cerrojo destrozando la madera. Yo ya conocía esos desmanes, esa inútil ostentación de fuerza.
Aunque el villorrio estaba al borde de la hambruna, el afán de lucro subsistía aún. Pagué una fortuna por un trozo de salchichón seco y partí en la dirección que el mesonero me indicaba.
Una vez en las planicies heladas, me detuve a descabezar un sueño y poner al día este relato. Al amanecer reanudaría la búsqueda.
XXV
A la mañana siguiente, antes aún que yo viera el paisaje desgarrado en dos tiempos, ya Víctor Frankenstein estaba frente a mí como siempre, desplomándose como siempre detrás del viejo escritorio, impedido como siempre de pronunciar el nombre de Elizabeth.
Salté del auto, cumplí con mis funciones naturales, y me refresqué la cara en el agua helada de un arroyo cercano. Nada podía refrescarme el alma; yo era un Jonás Chuzzlewit, un Raskolnikov. Había mentido, estafado, cometido adulterio, había saqueado, robado, y finalmente había asesinado; en adelante la única compañía apropiada para mí era la de aquellas dos bestias a quienes perseguía, mi único ámbito aquellas heladas comarcas del infierno en que ahora penetraba. Había asumido el papel de Víctor. En adelante, sólo me esperaba la cacería, una cacería a muerte.
De la primera parte de aquel viaje, haré un relato sucinto.
La región que recorría me recordaba la tundra que viera en ciertas partes de Alaska y el noroeste de Canadá. Era un paisaje desolado y monótono, salvo uno que otro pino o abedul solitario. La vegetación consistía en entrecortados montículos de pastos ásperos y casi nada más. El suelo era en general pantanoso, y había frecuentes lagunas entre los pastizales; se me ocurrió que unas formaciones de escarcha en el subsuelo impedían sin duda la normal absorción de las aguas.
Tampoco el sol era bastante fuerte para absorber la humedad superficial. Me encontraba en una tierra donde la luz del sol tenía escaso efecto.
Hubiera sido difícil hablar de rastros en aquellas soledades. Había indicios, sin embargo, de hombres o animales, y algún poste de madera, un mojón quizá. De vez en cuando aparecía una huella.
Aunque avanzaba con extrema lentitud, sabía que mi presa no podía moverse con mayor rapidez. El terreno era tan intransitable para caballos como para automóviles.
Un día sucedió a otro día.
De pronto, la naturaleza del suelo cambió ligeramente. Era un cambio paulatino, que yo podía observar allí adelante mientras avanzaba. El terreno parecía. cada vez más escarpado, los pastos más fuertes y erectos, más frecuentes las mortecinas lagunas. Y más abundantes los brotes de matorrales.
No era imposible que un nuevo deslizamiento de tiempo hubiese amalgamado dos territorios similares antes separados por muchos miles de kilómetros, y quizá por muchos milenios.
La línea divisoria entre esos territorios era una ligera pendiente, y allí descubrí una senda bien trazada que se bifurcaba en dos direcciones. Subí la cuesta, y manteniéndome en la parte más alta salí del Felder a explorar el terreno, preguntándome cuál de los dos senderos me convendría tomar, aunque me parecía, tal era mi fatalismo, que podía elegir cualquiera de los dos, y siempre sería el camino correcto. Sin embargo, algo no se había contentado con dejar las cosas libradas al azar.
En el sendero de la izquierda yacía el cuerpo de una bestia. Me acerqué y vi que era el cadáver de un ovejero alemán. Le habían destrozado el cráneo de un golpe, y el hocico apuntaba hacia el camino.
Una vez más se sucedieron, indistintas, sin alternativas, las jornadas de aquella larga travesía. No sólo la atmósfera era de una quietud glacial; no había crepúsculos, pues el sol ya no se escondía detrás del horizonte. Estaba siempre allí, como una mancha de color sobre el horizonte septentrional, en un viaje nocturno, aún en pleno mediodía. Tan extrema era la latitud -o eso tuve que suponer- que el astro no se ponía nunca, pero tampoco se acercaba al cenit, limitándose a ondular sobre el lóbrego horizonte, nunca a más de dos grados de altura. Me encontraba en una comarca donde los rocíos y las brumas de un prolongado amanecer se confundían imperceptiblemente con los alientos húmedos y los esplendores velados de una puesta de sol interminable.
Había en todo esto una belleza monstruosa, y sólo las características más amorfas parecían permanentes. Bancos de niebla, torres de nube, capas de niebla plateada, borrosos estanques que reflejaban el cielo encapotado. En este paisaje fantasmagórico, no era raro que yo viera fantasmas: Víctor aferrándose a la chaqueta y desmoronándose detrás del escritorio, y echándome una última mirada; el monstruo envuelto en vapor y saltando hacia adelante. Pero ni una sola criatura viviente.
Casi me resisto a decir que hubo un cambio. Sin embargo, y en última instancia, la mutación es lo único inmutable, hasta la muerte definitiva del universo.
Esa mutación ineluctable se fue inscribiendo de manera tan gradual, tan lenta en el manto de color y humedad de alrededor, que pasaron muchas horas antes que yo pudiera aceptar que había objetos delante de mí, objetos que se materializaban entre los velos de bruma.
Al principio parecían ser sólo las copas de unas coníferas.
Luego creí que eran mástiles de antiguos veleros que flotaban plácidamente en un océano inalcanzable.
Al fin vi que eran cúpulas de viejas iglesias, de viejas catedrales, de viejas ciudades y de urbes milenarias.
Lo más importante, sin embargo, era que yo acababa de encontrar una verdadera senda. Aunque menos que una senda arenosa, sembrada de charcos, daba cierto sentido al paisaje, y lo que más me interesaba era precisamente encontrar un sentido; me había transformado en una especie de máquina.
La senda -que pronto fue bastante definida para que pudiese llamarla camino- corría en línea recta hacia el amortajado horizonte sin tocar ninguna de las viejas ciudades. Nunca llegué a ver el suelo donde se alzaban aquellas catedrales y urbes. Las cúpulas parecían flotar eternamente en los lechos de niebla que cubrían la tierra. Recordé a un romántico alemán, Gaspar David Friedrich, que había pintado las características más tenebrosas y estériles de la naturaleza nórdica, y me imaginé habitando ese universo inmóvil.
Las ciudades que yo veía de lejos no tenían para mí ningún atractivo; las derruidas techumbres, los campanarios góticos no encerraban ninguna promesa. Otros problemas me dominaban.
No obstante, la fatiga todavía contaba en mi mundo personal. De pronto advertí que tenía las manos entumecidas a fuerza de aferrarme al volante, que el cuerpo se me había endurecido casi hasta la parálisis, y que no recordaba quién era ni quién había sido. Ahora no era más que una entidad viajera, impelida incesantemente hacia adelante. Hacía muchos días que no dormía; con toda certeza una semana, posiblemente más.
Desvié el coche por un sendero lateral, encaminándome hacia una de las ciudades.
La silueta de una iglesia en ruinas apareció entre brumas, las frágiles columnas diluidas en la niebla.
Persiguiendo esa imagen llegué por fin a las ruinas vetustas de una gran abadía. Muchas de las piedras y arcos se mantenían todavía en pie; el muro occidental -el ventanal triple era sólo un boquete negro- estaba casi intacto, aunque coronado de hiedra, y otras plantas parasitarias.
Al bajarme del auto, vi en el suelo un viejo poste indicador; los brazos apuntaban hacia lugares llamados Greifswald y Peenemünde. Pronto advertí que no era más que uno de una inmensa pila de postes allí abandonados, todos indicando el camino a distintas ciudades, pudriéndose en solitaria indiferencia. Acaso los destinos mismos ya no existían.
En el casco de aquel edificio en otro tiempo majestuoso, buscando protección y apoyo en la elevada muralla, se alzaba una casa mucho más modesta. A ella me encaminé, atravesando unos cardales, sintiendo en mí algo así como un eco de esperanza, pues creía ver en una de las ventanas una luz vacilante. No era sino el eterno crepúsculo ilusorio, reflejado en los vidrios.
Y descubrí que la vivienda, también ella en ruinas, las paredes desconchadas, el techo de paja colgando flojamente sobre las ventanas superiores, estaba vacía. Parecía que yo no disfrutaría durante un tiempo de compañía humana.
Dentro de la casa todo era desorden, y había estado ocupada sin duda por viajeros de paso. No me importaba. Entumecido y exhausto, me dejé caer en un jergón, dispuesto a dormir, sin preguntarme cuántos mortales habrían hecho allí lo mismo antes que yo.
XXVI
Durante aquella noche sin oscuridad, se levantó un viento fuerte que sacudió las ventanas, los postigos y las puertas de la casa. Acaso los ruidos puedan explicar la naturaleza de mis visiones, apretujadas en un cerebro que no dormía desde hacía tiempo.
Volví a estar con mi adorada Mary. En ningún momento llegábamos ni siquiera a tocarnos, pero por lo menos la tenía cerca. Algunas veces era joven y hermosa, y viajaba conmigo, y llevábamos una vida apacible, casi recoleta. De pronto era la novelista famosa, que invitaban a todas partes, y hablaba a públicos numerosos, asistiendo a los estrenos dé las películas inspiradas en novelas que ella había escrito. Algunas veces Shelley estaba con ella.
A veces no hacíamos otra cosa que buscar a Shelley. Pues Shelley había desaparecido, y recorríamos juntos las campiñas tratando de dar con él. El rostro menudo de Mary, alzado hacia d mío, era patético, y ni siquiera un rostro, apenas una mano débil, abandonada en la nieve, íbamos de prisa por una larga playa sembrada de guijarros, en busca de la embarcación de Shelley. Estábamos en el bote, contemplando las aguas límpidas. Estábamos en el agua, explorando las grutas submarinas. Estábamos en una caverna, viendo revolotear alrededor las hojas muertas. "Estas son las hojas de la Sibila", decía Mary. Una vez nos acompañó la madre de Mary, una mujer de radiante belleza que sonreía misteriosamente mientras subía a un coche ferroviario.
Yo estaba con Shelley y Mary, cumpliendo la subalterna función de jardinero. Ahora ellos eran ancianos, pero yo no había envejecido. Mary era menuda y frágil, y llevaba una cofia. Shelley era encorvado, pero se movía con una asombrosa rapidez. Tenía una larga barba. Era ministro del gabinete. Era mi padre. Estaba inventando una planta que produciría chuletas de lomo. Hablaba con el sonido de las mandolinas. Alzaba a Mary y se la guardaba en el bolsillo. Anunciaba públicamente que en el plazo de una semana se" adueñaría de Grecia. Se sentaba sobre una piedra musgosa y lloraba, rehusando todo consuelo. Yo le ofrecía un recipiente con algo, no sé qué, pero un cuervo se lo comía. El remontaba una cometa y trepaba velozmente por el cordel.
También estaba Byron. Había engordado y usaba un sombrero de tres picos. "Nada es contrario a la naturaleza", me decía, riéndose, a modo de explicación.
En mi sueño, yo me alegraba de ver a Byron. Le pedía que fuese razonable con respecto a algo. El estaba empeñado en ser razonable con respecto a algo diametralmente opuesto.
Byron abría una puerta verde y entraban Mary y Shelley, comiendo naranjas de una manera más bien repugnante. Shelley me mostraba una fotografía suya en la que se le veía flaco. Mary era otra vez vieja. Me presentaba a un joven amigo poeta cuyo nombre era Thomas Hardy. Hardy estaba naciendo algo con unos ladrillos y me decía que desde niño admiraba las obras de Darwin. Yo le preguntaba si no se refería a otro poeta. Hardy sonreía y decía que Mary entendería mejor porque le habían obsequiado oficialmente… no recuerdo qué, una cosa absurda, la bandera pomerania…
Hasta aquí, los sueños no eran más que fogonazos de disparates triviales. No vale la pena que recuerde otros. Pero luego cobraron matices más sombríos. Un viejo amigo me escoltaba hasta un enorme montón de basura. Una mujer estaba sentada a la luz del atardecer, acunando un bebé. La mujer era enorme. Le brotaba un humo de las ropas. Llevaba un sombrero negro.
El pequeño lloraba con unos chillidos agudos que la madre parecía no oír. Mi amigo me explicaba que el grito era el rastro vocal de cierto daño en el cerebro del niño. Mencionaba el nombre exacto del daño, pero yo no alcanzaba a oírlo. Yo buscaba afanosamente en una pila de desperdicios.
Había muchos niños de pecho en el gran montón, todos con los ojos muy abiertos. Muchos tenían frentes enormes, malignas, bolsones de piel que les colgaban casi hasta la nariz. Pensé que tal vez fueran fetos; de todos modos, no hice más que anticiparme, pues también había fetos.
Todos lloraban. También Mina lloraba. Había cambiado. Algo la había lastimado. Me pareció que tenía los cabellos en llamas. Un cerdo pasó comiendo junto a nosotros, aunque la habitación estaba atestada de gente. Un hombre que ella conocía desarmaba un piano.
El ruido del llanto se confundía con el ulular del viento.
Cuando al fin desperté, sentí cierto alivio al encontrarme allí, en aquella choza lóbrega entre las ruinas, y al menos en parte dueño de mi destino cotidiano. Pero ni bien el delirio volvió a replegarse en algún compartimiento de mi mente, la imagen de Víctor, de cara de medalla, tambaleándose, desplomándose, afloró de nuevo.
Pero no siempre se desplomaba. Al contrario, volvía a la vida. Quizá fuese un indicio de que yo empezaba a superar la culpa primaria. No siempre caía ahora, cuando yo hacía fuego.
Sofocado, asqueado, volví al auto y reanudé la interminable cacería.
El viento había despejado las brumas. Vi a cada lado del camino manadas de caballos salvajes. La característica más notable del paisaje que acababa de revelárseme era una cadena de montañas, no muy distante. Las cumbres se erguían sobre las ciudades abandonadas, coronadas de nieve y de nubes lentas y densas. Y hacia allá me llevaba el sendero.
El camino estaba despejado, y aceleré la marcha, guiando a la mayor velocidad posible durante todo aquel día, y el siguiente, y un tercero. A medida que me acercaba a las montañas, y las siluetas oscuras se alzaban ante mí, el sol iba ocultándose detrás de ellas; o podría decir también, más correctamente, que entre el anochecer y la aurora las montañas proyectaban una inmensa sombra de formas irregulares que se extendía por la llanura, y que avanzaba cada vez más hasta engullir a mi veloz y diminuto vehículo.
Una vez me volví a mirar atrás. Las ciudades estaban acurrucadas todas en un punto de la llanura -o al menos parecían estarlo-, y eran como siempre apenas visibles. La luz del sol caía sobre ellas.
Por fin el Camino empezó a trepar. Ya no corría en línea recta. Serpenteaba y se enroscaba para abrirse paso entre las montañas.
Ahora la llanura se extendía a mis espaldas y allá abajo, a varios miles de pies. Yo me encontraba en una altiplanicie, y ante una nueva bifurcación del camino. Un sendero zigzagueante se abría hacia la izquierda; uno recto, que en apariencia me llevaría otra vez cuesta abajo, corría a la derecha. A la izquierda vi un trozo de venda enlodada y ensangrentada. Seguí por ese camino y me encontré, al cabo de uno o dos días, recorriendo los valles, entre cumbres cubiertas de nieve.
Quienes hayan viajado por comarcas montañosas han de conocer esa impresión de repetición que comenzó a afligirme. Un camino que gira, serpentea y se enrosca para ir a morir en el fondo de una hondonada. Luego gira y serpentea en sentido contrario para llegar a un punto que está a corta distancia del primero, a vuelo de pájaro. El mismo procedimiento ha de repetirse en el próximo tramo… Esta vez habría que repetir el proceso cien veces, doscientas veces, trescientas…
De tanto en tanto, mi extenuado cerebro me aseguraba que Víctor corría vociferando delante del vehículo, con un agujero en los pulmones y sangre en la garganta.
Llegué a la línea de las nieves. Allí nada crecía, nada vivía.
Sin embargo, proseguí mi búsqueda, convencido de que mi presa no estaba muy lejos. No podían haber cruzado la llanura más rápido que yo.
Continué subiendo hacia un desfiladero.
Más allá, glaciares, nieves, enormes cantos rodados y una nueva cordillera de montañas. A pesar del sistema de calefacción del Felder, el frío me calaba los huesos.
Las paredes del desfiladero eran unos acantilados altos y desgastados por la erosión. El camino corría junto a una de las paredes. Del otro lado asomaba el primer crestón de un glaciar. A medida que avanzaba, el glaciar parecía dilatarse cada vez más, y el sendero, flanqueado por el acantilado y el glaciar, se iba estrechando hasta desaparecer. Detuve la marcha. Los escombros del glaciar me cerraban el paso.
Aunque yo sabía que mi camino pasaba por el desfiladero, no me quedaba otro remedio que retroceder. Volví pues hasta el lugar donde una morena de piedras y cantos rodados señalaba el borde anterior del glaciar.
En un punto, habían abierto una senda entre las piedras. Y algo yacía allí. A pesar del frío, bajé a echar una ojeada. Era la pata ensangrentada de un caballo, y parecía haber sido arrancada del alvéolo; la pezuña apuntaba hacia el corazón del glaciar.
No podía hacer otra cosa que aceptar aquella horrenda invitación. Proseguí mi viaje sobre el hielo.
Guiando con cautela, no tardé en comprobar que la superficie del hielo no era un camino malo. Estaba casi totalmente libre de escombros. Quizá sea más correcto decir que me desplazaba por un río de hielo, y no tanto por un glaciar; pero no soy experto en estas cosas. Todo cuanto puedo decir es que tenía cada vez más la impresión de encontrarme en algún sitio de Groenlandia.
El diseño ondulado de la superficie, parecido a las franjas de arena que las olas dejan en la playa cuando la marea retrocede, daba a los neumáticos el necesario punto de apoyo.
Había empezado a acelerar cuando una grieta apareció ante mí. Frené prontamente, aminoré la marcha del motor, y traté de retroceder. Pero el automóvil patinó y las ruedas delanteras cayeron a la grieta.
Bajé del Felder. La grieta no era profunda y tenía menos de un metro de ancho. A pesar de todo, me encontraba en dificultades. Podía conectar a la planta nuclear del auto el dispositivo para fundir el hielo.
O tratar de levantar el tren delantero. Sin embargo, me pareció que ninguno de estos expediente liberaría el vehículo.
Me incorporé y miré en torno, desalentado, ¡Qué parajes solitarios, de roca y hielo! Lejos, muy lejos, por detrás y debajo de donde me encontraba, alcancé a ver una llanura entre dos riscos: una línea verde-azulada apenas visible. ¡Cuánto más allá de todo contacto humano me había aventurado!
Tenía los ojos clavados en el hielo, mirando el punto adonde pensaba encaminarme, cuando vi de pronto una figura familiar. Pálido el rostro, negro el abrigo, la mano en la garganta, Víctor, eternamente retornando, se adelantaba a morir sobre el hielo.
Me estaba llamando y la voz resonaba huecamente en las superficies inhóspitas de alrededor.
Me tapé los ojos con las manos, pero la voz no dejaba de llamarme. Volví a mirar.
Allá, en lo alto, dos figuras monstruosas, que se perdían a veces en la negruzca luminosidad de las nubes que avanzaban rápidamente detrás de ellos, y entre los picos nevados del fondo, alzaban y agitaban los torpes brazos para atraer mi atención. Alcancé a ver que llevaban consigo una piara de caballos, algunos cargados con bultos. Eran probablemente algunos de los caballos salvajes que yo había visto en la llanura.
Por un instante, aquel saludo desmañado me apabulló, impidiéndome responderles con un además cualquiera. Sin embargo, me alegró verlos. Hablaban mi mismo idioma. Eran seres vivientes, o al menos remedos de seres vivientes. Demasiado tarde recordé que mi misión era exterminarlos; ya entonces había contestado agitando los brazos, y ellos sabían que yo los había visto.
Trepando al asiento delantero del Felder, levanté la cúpula del techo y ajusté el caño de Ja colisa. Si ahora lograba matarlos, podría apoderarme de los caballos y volver a la sociedad humana. Pero con el tren delantero del auto tan hundido, el ángulo de fuego no me era favorable. Los observé por la mirilla telescópica, pero ellos se perdían ya entre los escombros rocosos. Contentos de haber conseguido llamar mi atención, proseguían la marcha. Tanto para mi propia satisfacción como para asustarlos un poco, les disparé una media docena de proyectiles que les pasaron por encima silbando.
Los monstruos desaparecieron. Sólo un par de caballos negros era todavía visible. La mejilla apoyada aún contra el fusil, miré hacia las alturas, allá donde el mundo parecía acabar. Tenía la mente demasiado en blanco para preocuparme por lo angustioso de mi situación. Sólo poco a poco se hizo en mí la luz: aunque las dos figuras inmensas habían partido con todo su séquito, los dos caballos esperaban inmóviles en el mismo lugar. Mis presas me habían dejado un medio para que pudiera seguirlos, para que continuase la caza.
XXVII
Até los caballos al eje delantero para sacar al vehículo de la grieta; no se movió, o si se movió fue para volver a hundirse. Tenía que abandonarlo.
Todo cuanto llevé conmigo fueron los restos de agua y alimentos, este grabamemorias, mi saco de dormir, y un hornillo que encontré en la gaveta de campamento (utilizado por última vez en una excursión con Poll y Tony, muchos mundos atrás), y la colisa, que retiré del armazón. Junto con la colisa venían varios cartuchos de municiones.
Cargué mi arsenal al lomo del más pequeño de los animales. Me abrigué tanto como pude y monté el otro caballo. Y así empezamos a abrirnos paso por el glaciar, cuesta arriba, por un camino ahora tapizado de escombros. A poco andar, el Felder se perdió de vista; lo lamenté menos que la vez en que me había desprendido del reloj.
Cayó la noche. Frías corrientes de aire, constantes, siempre iguales, soplaban sobre nosotros. El cielo estaba tachonado de estrellas; ninguna luna era visible. Alcé la vista para identificar las constelaciones que me eran familiares. Nunca había visto un cielo tan estrellado, y nunca esas estrellas habían sido para mí tan irreconocibles. En mis tiempos, yo había sido aficionado a la astronomía, y el cielo nocturno no me era desconocido; pero ahora me sentía desconcertado. Vi una Estrella Polar en el lugar habitual, y también la constelación de la Osa Mayor, pero con una cantidad de estrellas adicionales. ¿Pero no era también aquélla, pocos grados de latitud más abajo, otra Osa Mayor completa, oculta a medias detrás de una estribación montañosa? A medida que yo subía, nuevas estrellas aparecían en el cielo…
Sí, yo viajaba ahora a través de un universo dual. No cabía duda de que la ruptura del espacio-tiempo se propagaba mediante una reacción en cadena. ¿Quién sabe cuántas galaxias existirían mañana por la noche?
Era absurdo imaginar que los hombres de ciencia de la época de que yo provenía, permitirían que el daño se extendiese. Estarían sin duda ocupándose del problema, buscando algún remedio heroico capaz de subsanar con éxito los estragos ya causados. Del mismo modo en que yo intentaba remediar precariamente los daños que había causado Víctor Frankenstein.
En seguida me dije que esos pensamientos no podían ser realmente míos. En un principio, el abandono de mi automóvil -como la venta de mi reloj- había tenido para mí algún sentido. Pero ahora pensaba como el propio Víctor. De nuevo la fatiga me invadía la mente, conjurando algunos de los espectros que me habían hostigado de noche, en la cabaña en ruinas.
Sin embargo, en vez de descansar, desmonte y llevé a los dos animales por las riendas, resuelto a permanecer en pie el resto de la noche.
Pero la noche parecía eterna. Tal vez había llegado el invierno, tal vez el sol se había ocultado bajo el horizonte. Todo estaba aún envuelto en sombras -o por lo menos no había claridad- cuando llegué al término de mi ascenso, allí donde el glaciar continuaba en una llanura de hielo.
Las alucinaciones del sueño parecían haberse infiltrado en mi mente. Ahora estaba una vez más totalmente despierto.
Una altiplanicie interminable, de límites invisibles, se tendía ante mí. No era del todo plana, pues de tanto en tanto presentaba depresiones y relieves amplios, como un mar en calma, un mar helado. Tardé algún tiempo en comprender que en realidad era casi un mar helado, una altiplanicie de hielo, una inmensa mole de hielo que cubría casi por completo las altas montañas, aunque aquí y allá afloraban, como nunataks, algunos picos. En esa dilatada llanura de hielo los únicos mojones eran los nunataks, aunque había una perturbadora excepción.
En la lejanía, del otro lado del campo de hielo, se alzaba un gran edificio.
Detuve a los animales.
Desde donde yo estaba me era difícil apreciar las dimensiones de aquella estructura distante. Al parecer, tenía forma circular y era casi solamente una inmensa muralla exterior. Y estaba habitada, sin lugar a dudas. Un aura luminosa -casi una atmósfera de luz, rojiza de color- se asomaba por encima del muro, punteada por rayos de luz más intensa que se movían dentro de la nube central.
El resto era tristeza y sombra. Y sin embargo, aquello no era un baluarte de luz. Pese a la luminosidad que lo envolvía -y no pretendo formular una paradoja- irradiaba penumbra.
Ese sitio, pensé, tiene que ser el último refugio de la humanidad. Era tan remoto que sólo podía imaginar que los deslizamientos de tiempo me habían llevado al futuro, a muchos siglos -acaso a muchos miles o millones de siglos- de mi época. Tal vez me encontrara ante el reducto postrero de la humanidad, cuando el sol ya se había extinguido, y el universo mismo estaba próximo a alcanzar el equilibrio de su propia muerte. Miré a mis dos cabalgaduras que aguardaban, indiferentes a todo, reflejando en sus pupilas las luces distantes. Por poco propicias que fuesen las circunstancias, podría al menos volver a reunirme con gentes de mi misma especie.
Mientras reanudaba la marcha a ritmo más acelerado, se me ocurrió preguntarme por qué razón el enemigo habría guiado mis pasos hasta allí, hasta aquel refugio, y no hacia mi inmediata destrucción. ¿Acaso también ellos tendrían el propósito de penetrar en el lugar? ¿O estarían emboscados, prontos para despedazarme antes que yo pudiese llegar al refugio?
Las nubes hervían en el cielo oscureciendo el laberinto de las constelaciones, y trayendo nieve. La luminosidad que irradiaba la ciudad (así he de llamarla, ya que a lo largo de la historia las ciudades han adoptado muchas formas) reverberaba en las nubes. Todo era más brillante. Parecía como si la ciudad misma albergara volcanes en erupción. Ahora volaban chispas por encima de los baluartes, despidiendo de uno a otro extremo ramalazos de llamas de color, como móviles reflectores que iluminaban el cielo. Era como si en la ciudad estuviera festejándose alguna celebración.
Al acercarme, vi unos grandes pórticos abiertos en la inmensa muralla exterior. Y dentro vi torres, más oscurecidas que iluminadas por aquel fuego centelleante. No era fácil apreciar la magnitud de los edificios; sospeché que eran enormes. Y sin lugar a dudas, eran imponentes. Pero las visiones distópicas de los edificios se parecen tanto a visiones celestiales que no sabía a ciencia cierta si aquella aparición me confortaba o me inquietaba.
De pronto, los caballos sacudieron las cabezas, relinchando. Me adelanté con cautela, pues nos acercábamos a un nunatak y yo temía una emboscada. Con la mano enguantada tanteé buscando el arma automática.
Ya entonces sabía a ciencia cierta que caminábamos sobre una espesa capa de hielo. Esquirlas de hielo, escombros de piedra y pizarra bordeaban el nunatak, como una playa helada y disuelta. Era posible que esta duna baja y pulida fuese la cima de una orgullosa montaña, ahora casi sepultada bajo el manto de hielo. Al amparo de esta elevación había cuatro caballos, con bridas y maniotas. Mis perseguidos los habían abandonado, y parecía que habían continuado la marcha a pie.
Pero de los monstruos mismos, ni rastros.
Descargué la colisa y la llevé hasta la cima del nunatak, preservándola de la nieve con mis envoltorios de lona. Y para protegerme yo mismo del intenso frío, al menos en parte, me metí en mi saco de dormir. Luego, acostado, espié a través de las miras telescópicas, tratando de descubrir algún rastro de mis presas.
¡Allá estaban! Contra aquellos murallones oscuros e inmensos, eran apenas visibles. Pero ahora que la luna creciente aparecía en el cielo, la aureola de luz rojiza delineaba claramente las dos siluetas. Acababan de llegar a la ciudad y se disponían a entrar.
Una nueva sospecha me asaltó de pronto, fríamente. ¿Qué me aseguraba que aquella ciudad hubiese sido construida por la mano del hombre? ¿A qué ciudad humana podían acercarse así los dos parias? Esta era una ciudad que les daba la bienvenida, que los saludaba con un extravagante derroche de luz. Esta era la ciudad que habían edificado, y que ahora habitaban. El futuro les pertenecía a ellos, no a nosotros.
Meras conjeturas, que luego se verían confirmadas o desmentidas.
Puse un cartucho en la recámara del fusil. Una de cada cinco balas era una bala trazadora. En la ciudad lejana se abrió una puerta, y un torrente de Iu7 bañó a las dos enormes figuras. En el momento en que entraban, comencé a disparar.
Una brillante línea de fuego surcó el espacio entre nosotros. Vi estallar los primeros proyectiles, y apretando la boca, el ojo contra la mirilla, proseguí el ataque. Me pareció que una de las dos figuras -la mujer- despedía una llamarada. La vi girar sobre sí misma como una peonza, sacudir los brazos furiosamente. Nuevos proyectiles la alcanzaron. Cuando al fin se desplomó, me pareció que se desintegraba.
También él -¡él!– estaba herido. Pero había escapado de la luz. Yo ya no tenía una silueta como blanco. Lo había perdido. Poco después, volví a encontrarlo en la mirilla. ¡Venía hacia mí! Utilizando al máximo aquella aterradora celeridad, corría a través del hielo moviendo brazos y piernas con una rapidez que ningún mortal hubiese podido emular. Tuve una visión fugaz de un rictus cruel en el yelmo del rostro, en el momento en que yo hacía girar el caño para apuntar mejor. Pero el arma se había trabado.
Echando maldiciones, miré hacia abajo. Un extremo de mi saco de dormir se había enganchado al carril del arma. Cuando alcancé a destrabarlo, apenas un instante después, el monstruo ya casi estaba sobre mí.
Haciendo un esfuerzo del que no me creía capaz, levanté el fusil y disparé desde la altura de mi cadera. La bala lo alcanzó en el momento en que él se lanzaba cuesta arriba.
Una llamarada le brotó del pecho. Bramó, furioso, y cayó hacia atrás, tironeándose de las ropas en llamas.
Una única descarga de metralla había bastado para doblarme en dos. Tuve que soltar la colisa, y caí de rodillas.
Pero el terror me había dado nuevas energías. Vi al monstruo rodar cuesta abajo, envuelto en una espesa humareda. Allí quedó tendido, boca arriba, entre las esquirlas de roca y de hielo, mientras las llamas le lamían el mugriento gabán. Los caballos, espantados, rompieron las maniotas y huyeron al galope a través de la planicie helada.
Empuñando mi automática, descendí lentamente al sitio donde yacía el cuerpo gigantesco. Lo vi moverse, darse vuelta; al fin, consiguió sentarse. El humo le había ennegrecido el rostro.
Sin embargo, aún entonces, el monstruo continuaba ejerciendo sobre mí esa fascinación paralizante que ya una vez me había hecho olvidar mi propósito. Apunté con el fusil, pero no hice fuego, ni siquiera cuando noté que trataba de incorporarse.
De pronto habló:
–Al tratar de destruir lo que no entiendes, tú mismo te destruyes. No entiendes y piensas que hay un abismo entre nosotros. Me odias y me temes, y crees que la causa es nuestras diferencias. ¡Oh, no, Bodenland! ¡Si tanto me aborreces, la causa es nuestras semejanzas!
No consiguió incorporarse. Una tos hueca le brotó del pecho, y en el yelmo abstracto del rostro apareció una mutación espeluznante. Las suturas quirúrgicas de Frankenstein se desgarraron, las cicatrices se abrieron; el semblante todo se resquebrajó, y vi la sangre que manaba lenta, en las fisuras. El monstruo alzó una mano, pero no se tocó las mejillas sino el pecho, donde el dolor era más grande.
–Pertenecemos a distintos universos -le dije-. Yo soy una criatura natural, tú eres un… ¡un horror, la antivida! Yo nací, a ti te fabricaron…
–Nuestro universo es el mismo universo, un universo donde imperan el sufrimiento y el castigo. – Las palabras del monstruo brotaban lentas, espesas.– Nuestras muertes, la tuya y la mía, son una misma extinción. Y en cuanto a nuestros nacimientos… cuando yo abrí los ojos por primera vez, supe que existía, lo mismo que tú. Pero quién era, dónde o por qué causa, eso no lo sabía, ¡no más que tú! Y en cuanto a estos intervalos entre nacimiento y destrucción, mis intenciones, por aviesas que sean, son más lúcidas para mí que para ti las tuyas, eso creo. Tú no sabes de compasión…
Un espasmo de dolor lo sacudió, impidiéndole continuar.
Volví a cobrar coraje, y me preparaba para hacer fuego nuevamente, cuando un cohete relampagueó en el espacio, desviándome de mi propósito. Se abrió en tres grandes constelaciones de llamas, que permanecieron suspendidas en el aire, silenciosas, antes de apagarse. Una señal quizá; para quién o para qué, no lo sabía.
Antes que la luz fantasmal se extinguiera, el monstruo postrado a mis pies habló nuevamente:
–Esto quiero decirte, y por tu intermedio a todos los hombres, si es que estás destinado a reunirte con las gentes de tu especie: que mi muerte pesará más sobre vosotros que mi vida. Mi furia nunca podrá rivalizar con la vuestra. Más te diré: ¡por mucho que tratéis de sepultarme, no haréis más que trabajar por mi incesante resurrección! Pues una vez liberado, ¡ya nada puede encadenarme de nuevo!
En el momento de pronunciar con ferocidad inaudita la palabra "resurrección", la criatura caída se incorporó bruscamente y me enfrentó, y vi que las llamas le reptaban aún por el pecho y la garganta. Pese a encontrarse en un terreno más bajo se erguía ahora por encima de mí.
Hice fuego tres veces, apuntando al voluminoso gabán. Al tercer disparo, la criatura cayó sobre una rodilla y gritó tomándose la cabeza con las manos. Cuando volvió a mirarme, se le había desintegrado todo un costado de la cara, o así me pareció.
–Ya no habrá nadie como tú -le dije.
Un sentimiento de triunfo, de calma, me invadió de pronto.
La criatura se encontraba ahora más allá de mi influencia. Ya no me veía. Pero habló otra vez antes de morir.
–Pensaban que me había ido pues aconteció que ese día estuve ausente, en un forzado, extraño viaje a comarcas oscuras y remotas, un viaje a las puertas del infierno, donde…
Trató una vez más de incorporarse, y perdió el equilibrio y cayó de bruces, con uno de los brazos retorcido a un lado en un torpe ademán, la palma de la mano hacia arriba.
Lo abandoné en medio de la llanura de hielo, envuelto aún en una leve humareda, y volví a escalar el nunatak. Destruido el monstruo, mi misión había concluido.
Estremeciéndome, instalé de nuevo la colisa. Si otros agresores venían por mí, hasta que yo también enfrentara a mi Hacedor los recibiría del mismo modo. Quizá hubiera hombres en la ciudad; por ahora nada me permitía asegurarlo. Pero ellos, ciertamente, no ignoraban mi presencia. Desde el momento en que el cohete se extinguiera en el cielo, las luces se habían apagado detrás de las altas murallas, la actividad estaba cesando, la celebración se había suspendido. Ellos no podían desconocer mi paradero, ni lo que yo acababa de hacer.
De modo que me quedaría allí esperando a que alguien o algo viniese por mí, aguardando ese momento en la oscuridad y la distancia.
FIN