Carta de Joseph Bodenland a su esposa, Mina:
20 de agosto de 2020 Nueva Houston
Mi queridísima Mina:
Confiaré esta carta al bueno y añejo servicio de correos, pues he sabido que la CompC, tanto más compleja y perfecta, ha quedado totalmente desmantelada a raíz de las violentas incursiones de los últimos días. RUPTURA DEL ESPACIO/TIEMPO, ANUNCIAN LOS CIENTÍFICOS, dice esta mañana el titular del Instantáneo. ¿Qué no se ha deteriorado? Abriguemos al menos la esperanza de que la crisis llevará a una inmediata conclusión de la guerra; de lo contrarío ¡quién sabe dónde estaremos todos dentro de seis meses!
Pero hablemos de cosas más alentadoras. La rutina ha vuelto a nuestro hogar, aunque todos te extrañamos terriblemente (y yo más terriblemente que nadie). Al anochecer, en el silencio de las habitaciones desiertas, oigo el rumor de tus pisadas. Durante el día, en cambio, los nietos ocupan hasta el último rincón. Nurse Gregory es muy cariñosa con ellos.
Estuvieron fascinantes esta mañana, cuando no sospechaban que yo los estaba observando. Una de las ventajas de ser un asesor presidencial destituido: todo el antiguo instrumental de espionaje puedo utilizarlo ahora como diversión. He de confesar que me he convertido, a la vejez, en un fisgón incorregible; con qué intensa curiosidad observo a los chicos. Se me ocurre que en este mundo demencial, la suya es la única actividad que tiene aún algún significado.
Desde el día que mataron a Molly y Dick, ni Tony ni Poll han vuelto a mencionarlos; acaso el sentimiento de haber perdido a los padres sea en ellos demasiado profundo, aunque los juegos no parecen indicarlo. ¿Quién sabe? ¿Qué adulto puede comprender lo que pasa por la mente de un niño? Esta mañana, me parece, hubo cierto morbo. Pero la inspiradora del juego fue una chiquilla apenas algo mayor. Doreen, que vino a jugar con ellos. Tú no conoces a Doreen. Es de una familia de refugiados, gente muy agradable en lo poco que los he visto. llegados a Houston después de tu partida para Indonesia.
Doreen vino en su ciclomotor -tiene apenas la edad suficiente para manejarlo- y los tres fueron luego al parque de la piscina. Era una hermosa mañana, y todos estaban en traje de baño.
Ahora, hasta la pequeña Poll ha aprendido a nadar. Como tú dijiste, la del fina ha sido una inmensa ayuda, y Poll y Tony la adoran. La llaman Risueña.
Los tres nadaron con Risueña. Los observé un rato y luego me esforcé por trabajar en mis memorias. Pero me sentía demasiado ansioso y no podía concentrarme; Dean Reede, el Secretario de Estado, vendrá a verme después del mediodía, y la entrevista, sinceramente, no me seduce para nada. Los viejos enemigos son siempre viejos enemigos, aun cuando uno ya no pertenezca al gobierno; y a esta altura de mi vida mostrarme cortés ¡no me causa ya ningún placer!
Cuando volví a mirar a los chicos, estaban sumamente atareados. Se habían trasladado al patio de arena, lo que ellos llaman la Playa. Imagínate la escena: unas malvarrosas altas, en plena floración, ocultan casi del todo el muro de piedra gris que separa los campos de juego de la zona de la finca. Junto a los cobertizos de los vestuarios hay canteros de salvia y los jazmines de la columnata están todos florecidos; en el aire perfumado zumban las abejas. Un lugar perfecto para los niños en una época terrible como la nuestra.
¡Estaban sepultando el ciclomotor de Doreen! Habían llevado las palas y baldes y transportaban arena, levantando un montículo sobre la máquina. Parecían absortos en lo que hacían. Ninguno de ellos ordenaba las operaciones. Trabajaban al unísono. Sólo Poll parloteaba como de costumbre.
La máquina quedó al fin enterrada, y entonces los tres desfilaron alrededor solemnemente, para cerciorarse de que hasta la última porción reluciente había quedado bien cubierta. Luego de una brevísima discusión, se alejaron rápidamente en distintas direcciones, buscando cosas. Yo observaba los cuerpos gráciles que se multiplicaban en las diferentes pantallas, a medida que iba poniendo otras cámaras en acción. Era como si el mundo se hubiese poblado de pronto de pequeñas y diligentes criaturas salvajes. ¡Una ilusión verdaderamente seductora!
Una y otra vez, volvieron a la tumba, trayendo tallos y ramitas que arrancaban de las acacias; pero más a menudo capullos de flores. Hablaban entre ellos a gritos mientras corrían.
Nurse Gregory tenía la mañana libre, de manera que jugaban solos.
Recordarás que las cámaras y los micrófonos se encuentran casi todos ocultos en la columnata. No alcanzaba a oír bien lo que los chicos decían a causa del zumbido incesante de las abejas (¿cuántos secretos de Estado habrán resguardado estos mismos insectos?). Pero Doreen hablaba de una Fiesta. Lo que estaban haciendo, insistía, era una Fiesta. Los otros no cuestionaban lo que ella decía. Asentían, por el contrario, muy excitados.
–Pondremos montones y montones de flores y entonces será una Fiesta muy, muy grande -le oí decir a Poll.
Renuncié a trabajar y me senté a observarlos. Ya te dije que la suya me parecía la única actividad significativa en este enloquecido mundo en guerra. Y para mí, era inescrutable.
Finalmente, la sepultura quedó por completo cubierta de flores. Habían plantado ramas de acacia en lo más alto del túmulo, tachonado de grandes malvarrosas de color morado, castaño, amarillo, naranja, con capullos escarlatas de salvia aquí y allá, y un ramillete de flores azules cortado por Poll. Para terminar, ordenaron alrededor de la tumba las ramas más pequeñas.
Todo, por supuesto, con la mayor naturalidad del mundo. Parecía hermoso.
Entonces Doreen se arrodilló y se puso a rezar, indicando a nuestros dos solemnes nietos que hicieran lo mismo.
–¡Dios te bendiga, Jesús, en este claro día! – dijo-. ¡Que esta sea una buena Fiesta, en Tu nombre!
Dijo muchas cosas más que no alcancé a oír. Las abejas estaban tratando de polinizar los micrófonos, de veras. Pero sobre todo los niños salmodiaban: "¡Que esta sea una buena Fiesta, en Tu nombre!" Luego bailaron una especie de danza saltarina alrededor de la bonita tumba.
Te extrañará este súbito arranque de cristianismo en nuestra agnóstica familia. Te diré que en un principio lamenté haber reprimido tanto tiempo mis propios sentimientos religiosos, de acuerdo con el racionalismo de nuestra época, y quizá en parte por ti, cuya inocente visión pagana del mundo siempre admiré, y a la que aspiré vanamente. Que yo sepa, Molly y Dick jamás enseñaron a sus hijos una sola plegaria. A lo mejor lo que estos huérfanos necesitaban era precisamente el tradicional consuelo religioso. ¿Qué importa que ese consuelo sea una ilusión? Hasta los científicos dicen ahora que la estructura espacio-temporal se ha desgarrado, y que la realidad -sea lo que fuere- se está haciendo añicos.
No tenía que preocuparme demasiado. El rito de la Fiesta era fundamentalmente pagano; las fórmulas cristianas meros efectos teatrales. Pues la danza de los chicos entre las flores era, estoy seguro, una exaltación instintiva de su propia salud física. ¡Vueltas y más vueltas alrededor de la tumba! De pronto, la danza concluyó, de manera un tanto intempestiva. Tony se abrió el pantaloncito y le mostró el pene a Doreen. Ella hizo un comentario, sonriendo, y así terminó la cosa. Echaron a correr y se zambulleron de nuevo en la piscina.
Cuando sonó la campana del almuerzo y todos nos reunimos en la galería, Poll insistió en que yo echara una mirada a la tumba.
–¡Abuelito, ven a ver nuestra Fiesta!
Los niños viven en el mito. Bajo el golpe implacable de la escuela, irrumpirá el intelecto -ese feroz depredador, el intelecto- y entonces el mito se marchitará y morirá como las flores brillantes que ahora adornan la misteriosa tumba.
Sin embargo, esta no es la verdad. ¿Acaso no es también un mito la creencia dominante en nuestra época de que una producción y una industrialización siempre crecientes procurarán el máximo de felicidad al mayor número y en todo el mundo? Un mito que suscribe la inmensa mayoría. Pero este es un mito del Intelecto, no un mito del Ser, si se me permite la distinción.
Otra vez estoy filosofando. ¡Una de las razones por las que me echaron del gobierno!
Dean Reede no tardará en llegar. Mi justo merecido, dirán algunos…
Escribe pronto.
Tu siempre amante esposo, Joe
P.S. Te incluyo un instantáneo del editorial del Times de hoy. Pese al tono cauto y mesurado, dice muchas cosas.
II
The Times, 20 de agosto de 2020:
RELACIONES MORTÍFERAS
Los hombres de ciencia occidentales concuerdan en general, aunque no enteramente -pues hasta en el dominio de la ciencia las opiniones rara vez son unánimes-, en que la humanidad enfrenta hoy la crisis más grave de su existencia, una crisis que no tendrá salida, pues es la crisis de la no-salida.
Las crisis cuando son aún una mera amenaza parecen únicas en su género y del todo funestas; retrospectivamente tienden a adoptar un aire de familia. Advertimos que fueron críticas, pero no definitivas. Y esto no es un mero juego de palabras. Lo expresado ayer en San Francisco por el profesor James Ransome pone en sus justos términos las noticias cada vez más alarmantes sobre la inestabilidad de la infraestructura del espacio; justos términos que sonarán particularmente gratos a los oídos de ese público que hasta hace apenas quince días ignoraba la existencia de una llamada infraestructura del espacio, y más aún que la actividad nuclear hubiese podido desequilibrar esa misma infraestructura. El comentario del profesor Ransome en el sentido de que la actual inestabilidad entraña "el colmo absoluto de la polución" debiera recordarnos que el mundo ha sobrevivido, durante más de cincuenta años, a los fantasmas de una polución ominosa.
Hay, empero, fundadas razones para pensar que la crisis actual es en verdad nada menos que única en la historia. Los tres bandos en guerra -las potencias occidentales, las sudamericanas y las del Tercer Mundo- han estado utilizando armas nucleares de calibre cada vez mayor dentro de las órbitas del sistema Tierra-Luna. Nadie ha ganado nada, a menos que se incluya el dudoso beneficio de haber destruido las colonias civiles de la Luna, pero el hecho de que esas armas fueran utilizadas por encima y no por debajo de la estratosfera, trajo un sentimiento general de alivio.
Ese alivio, lo vemos ahora, era prematuro. Estamos aprendiendo una nueva y amarga lección sobre la indivisibilidad de la Naturaleza. Comprendimos, mucho tiempo atrás, que el mar y la tierra eran una unidad inseparable. Ahora -Por desgracia demasiado tarde, al decir del profesor Ransome y sus colaboradores- descubrimos una relación hasta hoy inadvertida entre nuestro planeta y la infraestructura del espacio que lo circunda y sostiene. Esa infraestructura ha sido destruida o al menos dañada hasta tal punto que ha empezado a fallar de manera impredecible. y nos loca ahora afrontar las consecuencias. El tiempo y el espacio se han salido de quicio, por así decir. Ya no podemos ni siquiera confiar en el ordenamiento de la progresión temporal; quizá mañana será la semana pasada, o el siglo pasado, o el tiempo de los faraones. El Intelecto ha hecho de la Tierra un planeta peligroso para el intelecto. Somos víctimas de esa maldición que cayó sobre el barón Frankenstein en la novela de Mary Shelley: por pretender dominar demasiado, hemos perdido el dominio de nosotros mismos.
Antes que la locura nos destruya, es imprescindible que la guerra más terrible de la historia, una guerra en gran parte irracional entre distintos tonos de piel, cese inmediatamente. Si la cumbre de la civilización, que la humanidad ha escalado con tan largo esfuerzo, ha de ser evacuada, tengamos al menos el valor de encaminarnos a las tinieblas en perfecto orden. Acaso entonces comprendamos al fin (y esta frase, "al fin", tiene ahora muy oscuras resonancias) que si la relación entre el espacio, los planetas y el tiempo es más íntima e intrincada de lo que nosotros descuidadamente imaginábamos, quizá lo sea también la relación entre negro, blanco, amarillo, rojo y todos los matices de piel intermedios.
III
Carta de Joseph Bodenland a su esposa, Mina:
22 de agosto de 2020 Nueva Houston
Mi queridísima Mina:
¿Dónde estuviste ayer, me pregunto? La finca, con todo su cargamento de seres humanos -en cuya categoría incluyo a nuestros nietos, esas criaturas sobrenaturales-, pasó todo el día de ayer y gran parte de anteayer en una ignota región del tiempo que quizá era la Europa medieval. Fue nuestra primera experiencia de un deslizamiento de tiempo importante. (¡Con qué facilidad adoptamos la jerga protectora: deslizamiento de tiempo no suena más ominoso que deslizamiento de tierra! Pero tú sabes lo que quiero decir: una falla en la estructura del espacio.)
Ahora estamos todos de regreso en El Presente. Esta expresión, "El Presente", será cada vez menos exacta a medida que se repitan los deslizamientos de tiempo. Pero comprenderás que me refiero a la fecha y la hora que el cronómetro-calendario señala con precisión implacable, aquí, en mi estudio.;Es una suerte que hayamos regresado? ¿Hubiéramos podido continuar a la deriva, llevados por la marea del tiempo? Una de las cosas más aterradoras de este suceso aterrador es que se lo entienda tan poco y tan mal. Y es posible que en una nada de tiempo -escribí la frase automáticamente- los hombres del intelecto no tengan ni siquiera la oportunidad de cotejar notas.
Me es difícil pensar con claridad. No esperes una carta coherente. La conmoción fue total. La conmoción suprema, fuera de la muerte. Quizá la hayas conocido… Me muero de ansiedad pensando en ti. ¡Mina, vuelve en seguida a casa! Así podremos estar entre los incas o huyendo dé Napoleón, ¡pero juntos al menos! La realidad se nos está yendo a pique. Una cosa es cierta: jamás conseguimos aprehender la realidad, aunque así lo creíamos. Ahora, los únicos que pueden reírse son los charlatanes de ayer, los parapsicólogos, los chiflados, los maniáticos de la percepción extrasensorial, los reencarnacionistas, los escritores de ciencia-ficción, y quienquiera que nunca haya creído del todo en el transcurso homogéneo del tiempo.
Perdón. Procuraré atenerme a los hechos.
La finca fue arrastrada por un deslizamiento de tiempo (hay más de uno, el nuestro no merece una D mayúscula). De pronto volvimos, de dondequiera que fuese.
Dean Reede, el secretario de Estado, me acompañaba en aquel momento. Creo haberte dicho en mi última carta que vendría a verme. Está, por supuesto, firmemente instalado en el bolsillo del Presidente; es carne y uña con Glendale, y tan duro como Glendale, cosa que siempre supimos. Dice que ellos nunca abandonarán la lucha; que en la historia misma hay pruebas incontrovertibles de que una civilización inferior ha de doblegarse ante otra superior. Cita como ejemplos la destrucción de la Polinesia, la extinción de los indios de la Amazonia.
Le dije que no había una manera objetiva de determinar qué grupo social era inferior, cuál superior: que entre los polinesios el valor máximo parecía haber sido la felicidad, y que los indios de la Amazonia habían vivido en perfecta y compleja armonía con el medio. Metas ambas que nuestra civilización dista mucho de haber alcanzado.
Reede me trató entonces de botarate, de liberal alevoso (naturalmente, sabiendo que esto iba a ocurrir, registré nuestra discusión en el grabamemorias). Según él yo sería el culpable de muchos de los problemas que hoy afectan a las potencias occidentales y esto a causa de mis actitudes melindrosas en la época en que yo actuaba como asesor presidencial. Yo hubiera debido comprender que mis absurdas reformas en materia de régimen policial, viviendas, permisos de trabajo, etcétera, conducirían a la rebelión de los negros. Históricamente, toda reforma lleva a la rebelión. Etcétera.
Una discusión absolutamente inútil y desagradable; pero, por supuesto, tuve que defenderme. Y sigo convencido de que la historia, si la hay, terminará por reivindicarme. Poco tendrá que decir, por cierto, en favor de Glendale y sus secuaces. Hasta tuvo el descaro de poner nuestra pinacoteca privada como ejemplo de mis errores.
Habíamos llegado a los gritos, cuando de pronto la luz cambió. Más que eso: la textura de la atmósfera cambió. El color del cielo pasó del habitual azul diluido a un gris sucio. No hubo sacudimientos ni trepidaciones; nada semejante a un temblor de tierra. Pero la sensación fue tan brusca, tan repentina que Reede y yo nos precipitamos hacia los ventanales.
Era inaudito. Una nube avanzaba cubriendo el cielo y una niebla densa se acercaba por encima de la llanura. Pocos instantes después la niebla pasaba por encima del muro como una marea inundando el patio y el jardín.
Y no sólo eso. Delante, yo alcanzaba a ver la tierra que se extendía como de costumbre y las techumbres bajas de los antiguos establos. Pero más allá de los tejados, ¡los cerros habían desaparecido! Y a la izquierda, el camino de acceso a las cocheras y los pastizales se habían esfumado también. En su lugar se veía un campo aterronado, muy verde y desparejo y salpicado de árboles verdes; jamás hubo en Texas nada semejante.
–¡Cielo santo! ¡Nos han metido en un deslizamiento de tiempo! – exclamó Reede.
Aunque yo estaba bastante confundido, advertí que la observación era característica de Reede. Como si el deslizamiento fuese algo personal que le hacían a él. Era así, sin duda, como él lo veía.
–Tengo que buscar a mis nietos -dije.
Poll y Tony correteaban ya por el patio, chillando. Los alcancé y los tomé de las manos, esperando poder protegerlos del peligro. Pero no había ningún peligro, salvo el más insidioso, la amenaza a la cordura humana. Nos quedamos allí, mirando la niebla como alucinados. Nurse Gregory salió a reunirse con nosotros, tomándolo todo con su imperturbable calma habitual.
Al cabo de unos pocos minutos, cuando empezábamos a recobrarnos del primer sobresalto, di unos pasos hacia el sitio donde antes estaba el camino para coches.
–Yo en su lugar no me movería, Joe -me aconsejó Reede-. No sabe lo que puede haber más allá.
Lo ignoré. Los chicos tironeaban adelantándose.
Había una nítida línea divisoria allí donde terminaba el patio de arena. Del otro lado, un césped exuberante, perlado de plata por la lluvia, llegaba a las rodillas de los niños. Y doquier, grandes encinas hirsutas. Un sendero se abría entre los árboles.
–Allá veo una cabaña, abuelito -señaló Tony.
Era una mísera cabaña de troncos, techada con maderos. Detrás de la cabaña había un cobertizo, también de madera, y una cerca de estacas puntiagudas, rodeada de matorrales. Cada vez más inquieto, vi que dos personas, quizás un hombre y una mujer, miraban obstinadamente en nuestra dirección desde el otro lado del cerco. Se las señalé a los niños.
–Será mejor que volvamos adentro -aconsejó Reede-. Llamaré a la policía para saber qué demonios pasa. – Y desapareció.
–No nos harán daño, ¿verdad? – dijo Tony sin apartar los ojos de los dos desconocidos.
–No, a menos que nosotros los amenacemos -opinó Nurse Gregory, lo que me pareció un poco demasiado optimista.
–Imagino que estarán tan alarmados como nosotros -dije.
De pronto, el hombre que estaba junto a la cerca dio media vuelta y fue hacia los fondos de la casa. Cuando volvimos a verlo, corría a lo lejos, hacia las lomas. La mujer desapareció de nuestra vista y entró en la casa.
–Demos un paseo, abuelito, ¿podemos? – suplicó Tony-. Me encantaría subir a ese cerro, a ver dónde fue el hombre. A lo mejor allá arriba hay un castillo. La proposición parecía plausible, pero la perspectiva de abandonar el refugio relativo de nuestra casa me angustiaba demasiado. Recordé que tenia en mi escritorio una anticuada pistola automática Colt 45; sin embargo, la idea de llevarla conmigo me repugnaba. Los chicos seguían acosándome, y al fin cedí. Avanzamos los tres bajo los árboles, dejando a Nurse Gregory a salvo en la casa, del otro lado de la línea de peligro- ¡No se alejen demasiado! – nos gritó. ¡Así que algunas veces ella tenía miedo! – No nos pasará nada malo -respondí, como si esto pudiera tranquilizarnos a todos.
Bueno, nada malo nos sucedió, pero yo no dejé de estar preocupado ni un instante. ¿Y si la casa retornaba sin previo aviso al año 2020, dejándonos abandonados en algún ignoto paraje de ese bosque misterioso que ahora explorábamos? ¿O si de pronto apareciese -me avergüenza ahora escribirlo- algo terrible y nos atacara, algo que nosotros no conocíamos?
Y había una tercera inquietud; vaga sin duda pero no por ello menos perturbadora. ¿Y si lo que nos estaba aconteciendo fuese un fenómeno puramente subjetivo, algo que ocurría tan sólo en el interior de mi propio cráneo? Costaba convencerse de que aquello no era Una especie de sueño.
Los niños insistían en ir hasta la casa de madera, para tratar de ver a la mujer. Los llevé en la dirección opuesta. Detrás de la cerca había un perro echado, dormitando. La idea de hablar con alguien de… ese mundo, o como quieras llamarlo, me espantaba.
Poll fue la primera en ver al jinete.
Se acercaba cabalgando desde la cresta de una loma cercana. Lo acompañaba un hombre a pie, sujetando el ación con una mano y tironeando con la otra de la traílla de un enorme mastín. Avanzaban a paso lento y cauteloso, y estaban todavía a cierta distancia. A pesar de todo, parecían resueltos: el jinete vestía túnica y calzones ceñidos, y tenía en la mano una espada corta y llevaba un yelmo curvo.
–Hagan como que no los han visto -dije a los chicos- y volvamos a rasa.
¡Hipócrita! A no ser por los queridos niños, me hubiera adelantado a enfrentarlo.
Los niños me siguieron dócilmente sin volver la cabeza. Poll se tomó de mi mano. Llegamos a la puerta de adelante, nos detuvimos en el umbral, y miramos desde allí.
El jinete y su acompañante seguían avaluando. El perro tironeaba de la traílla. Los tres nos clavaban los ojos. Llegaron a la línea donde terminaba el césped verde, y comenzaba el suelo tejano, y se detuvieron.
El caballo era un pobre rocín macilento. El jinete parecía bastante alto. Tenía barba y ojos oscuros y serenos. El cabello y la tez eran también oscuros. Cabalgaba fácilmente, mostrando firmeza y decisión. El hombre que marchaba a su latió -el campesino de la cabaña de troncos, quizá- era rechoncho y fornido y en sus ademanes y movimientos había temor.
–¿Quiénes son ustedes? ¿Hablan inglés? – grité.
Los hombres siguieron mirándonos.
–¿Son de Nueva Houston? – gritó Tony, intrépidamente.
No obtuvimos ninguna respuesta verbal. Pero el caballero alzó la espada. ¿A modo de saludo o de amenaza? Luego, el hombre dio media vuelta, y casi tristemente, pensé, se alejó cabalgando por donde había venido.
–Le dije que no nos harían daño -comentó Nurse Gregory, lanzándome una mirada de alivio.
Tony los llamó a gritos una vez más, pero ellos no volvieron la cabeza, y nosotros los seguimos con la mirada hasta que desaparecieron detrás de la loma.
Pensarás que este espeluznante cuento de suspenso concluye de una manera poco digna, y alégrate de que así sea, querida mía. Nunca más volvimos a ver a esos hombres. El deslizamiento de tiempo se prolongó treinta y cinco horas, poco más o menos, pero no vimos que nadie se acercara.
Mi temor era que el jinete hubiese ido en busca de refuerzos. A lo mejor había un castillo en las cercanías, como Tony había supuesto en el primer momento. Reuní a los tres serviles y los reprogramé para que montasen guardia; afortunadamente, yo tenía a mano un programa de defensa. Reede y yo reforzábamos de tanto en tanto la guardia, sobre todo en horas de la noche, cuando encendíamos los reflectores de la casa y los parques. He de agregar que los teléfonos con el mundo exterior no funcionaban, pero por supuesto el generador nuclear nos proporcionaba la energía eléctrica necesaria.
Durante la noche, oímos ladridos y aullidos de perros en las colinas; quizá también chacales. Eso fue todo.
Esta mañana nos encontramos de nuevo en El Presente; el retorno fue tan silencioso y sereno como la partida. Y aquí estamos, corno antes, ¡pero el área que regresó no es exactamente la misma que partió! Esta mañana, después de una breve siesta, salí en el auto a inspeccionar los daños. Nurse Gregory vino con los chicos y la salida se convirtió en paseo.
Recordarás lo que llamamos la cananita verde, el depósito de manzanas, detrás de las corrieras. Ha desaparecido. En su lugar hay ahora una pradera natural cuyo verdor nuestros soles téjanos agostarán muy pronto. Y en vez de la entrada para coches, tenemos una hilera de hayas y encinas corpulentas. Los robots están trabajando en el desmonte, a fin de abrir una vía de acceso a la carretera. Felizmente, el portón que da al camino está todavía en su sitio. No se movió del año 2020 en ningún momento, o por lo menos eso creemos.
Estoy haciendo talar una de las encinas, y pienso enviarla junto con muestras del suelo al Departamento de Ecología Histórica de Ja Universidad. Quizá Sitger pueda analizarla y tener alguna idea del emplazamiento primitivo, aunque será la primera vez que se encuentre Con un problema como éste. ¿A dónde fuimos? ¿A Inglaterra? ¿A Europa? ¿A los Balcanes? El tipo del caballo era caucasiano. ¿Qué época, qué siglo? Supongo que estábamos en la Tierra. ¿O sería alguna otra Tierra? ¿Habré estado con los chicos en alguna Tierra posible donde el año era el 2020, pero no había habido Revolución Industrial? ¿Habré perdido la cabeza? ¿Cómo puedo formularme semejantes preguntas? ¿Cuándo será el próximo deslizamiento?
Mina, querida mía, debes regresar, si puedes llegar hasta aquí, con o sin guerra. Si este cisma en la trama del espacio-tiempo continúa, la guerra, inevitablemente, tendrá que terminar. ¡Vuelve! Los chicos necesitan a su abuela.
En momentos como éste, he de invocar a Dios y decir, ¡Dios sabe que yo te necesito!
Tu siempre amante esposo, Joe
IV
Cable CompC de Nurse Sheila Gregory a la señora Mina Bodenland:
25 de agosto de 2020 Nueva Houston
LAMENTO INMENSAMENTE ANUNCIARLE DESAPARICIÓN SEÑOR JOSEPH BODENLAND AL AMANECER EN BREVE DESLIZAMIENTO DE TIEMPO VEINTICINCO MINUTOS DURACIÓN PUNTO POLICÍA EXPLORANDO REGIÓN RESULTADOS NEGATIVOS PUNTO NIÑOS AFLIGIDOS PREGUNTAN POR USTED PUNTO RUEGO ENVIAR INSTRUCCIONES URGENTES Y REGRESAR NUEVA HOUSTON PUNTO NURSE SHEILA GREGORY.
CMP31535 0825 90IAA593 CI44
V
Extracto de la radio-tele-conversación entre la señora Mina Bodenland y Nurse Sheila Gregory, grabada por la W. Central Telecable:
–Espero estar con ustedes mañana por la mañana, a eso de las diez y media, hora de allá, si no hay demora en los vuelos, que bien puede haberla. Déme, por favor, los detalles de la desaparición de mi marido.
–Sí. El deslizamiento de tiempo fue esta mañana a eso de las siete menos veinte. Me despertó y despertó al señor Bodenland, pero los niños siguieron durmiendo. Me encontré con él en el vestíbulo, y él me dijo: "Ahí afuera hay un lago y montañas". Yo ya los había visto desde el dormitorio. Había montañas nevadas y un camino junto al lago, y un carruaje que avanzaba tirado por dos caballos.
–¿Y mi marido salió solo?
–Insistió en que yo me quedara en la casa. Miré desde la sala y lo vi sacar el Felder del garaje. Fue hacia el nuevo paisaje. No había camino, sólo un prado, y avanzaba muy lentamente. Después dejé de verlo, pues desapareció detrás de una arboleda, un bosque, me parece. Empecé a preocuparme.
–¿No pudo convencerlo de que se quedara en casa?
–Estaba decidido a ir, señora Bodenland. Se da cuenta, creo que él supuso que este deslizamiento tendría la misma duración que el anterior, un día y medio. Tal vez sólo quería llegar hasta el lago, para saber dónde se encontraba; era un lugar mucho más grato que el paisaje desolado de la otra vez, cuando el hombre del caballo se acercó a observarnos. Fui a la cocina a prepararme un café y en el momento en que volvía a la sala, el deslizamiento cesó de golpe, así, como si tal, y todo volvió a la normalidad. Corrí afuera y llamé a voces a su esposo, pero todo fue inútil.
–¿Veinticinco minutos, dijo?
–Sí, nada más. Volví a la casa y telefoneé a la policía y luego le telegrafié a usted. Tony y Poll se asustaron muchísimo cuando despertaron. No han hecho otra cosa que llorar todo el día, preguntando por usted y la mamá.
–Dígales que voy para allá. Y por favor, que no salgan de la casa. Probablemente usted ya lo sabe; la sociedad organizada se hace pedazos. El mundo está enloqueciendo, literalmente. Mantenga a los robots programados para defensa.