CAPÍTULO PRIMERO
VACACIONES FRUSTRADAS
—La estatua de la Libertad, que para los Estados Unidos es un símbolo, fue inaugurada el 28 de octubre de 1886. Como pueden ustedes comprobar, representa una mujer sosteniendo una antorcha. En su mano izquierda, pegada al cuerpo, lleva unas tablas de la ley en las que hay escrita la fecha memorable del 4 de julio de 1776, día de la Declaración de Independencia. Sobre la cabeza, una diadema de puntas, y a los pies unas cadenas rotas…
Mientras el cicerone hablaba, el doctor Paul White miró a los que, como él, habían contratado los servicios de una agencia para conocer los lugares más típicos de Nueva York. Las dos mujeres, que atrajeron su atención en el muelle de Battery Park, primero, y en «ferry-boat», después, conversaban animadamente. Una de ellas, muy pálida, retorcía el bolso entre las manos, presa de visible nervosismo. Ambas eran jóvenes de una belleza provocativa. Sus palabras, en inglés no muy correcto, que a veces llegaron a oídos de Paul White, las denunciaban como extranjeras.
—La idea de este monumento corresponde a los franceses partidarios de los Estados del Norte durante la Guerra de Secesión. Es obra del escultor alsaciano Augusto Bartholdi y de Gustavo Eiffel. La altura de la estatua y el pedestal es de noventa y dos metros, y su peso de doscientas veinticinco toneladas. ¿Detalles curiosos? El dedo índice mide dos metros y medio. Este año cumplirá sesenta y ocho de edad, lo que no es obstáculo para que la cintura de la dama continúe siendo la misma que en 1886: once metros. ¡Si todas las señoras pudieran conservar la esbeltez de su primera juventud!
Hubo algunas risas contenidas. El cicerone, un italiano de corta estatura y palabra fácil, respondía cortésmente a cuantas preguntas se le formulaban, sin abandonar su tono jocoso. Hablaba el inglés con perfección, salpicándolo de exclamaciones de su país natal. White apartóse unos pasos. El diálogo de las dos mujeres era apasionado, a juzgar por los ademanes. Acercóse a ellas, mientras fumaba un cigarrillo. Al verle, callaron en el acto, y Paul reunióse con el grupo sin atreverse a abordarlas.
—Más de medio millón de personas visitan al año la isla Bedloe, que ostenta con orgullo a la mujer de eterna juventud, a la más famosa de las mujeres del mundo. ¡Con qué gozo la miran quienes llegan a estas tierras en busca de fortuna o de regreso de un largo viaje! Después la realidad se impone, pero es imposible olvidar ese brazo derecho en alto, sosteniendo la antorcha. Subamos a la corona.
Paul White dióse cuenta de que en las palabras del guía vibraba una oculta emoción.
¿Fingida en el deseo de conseguir generosas propinas? Le pareció sincera e inconcebible en un hombre que, según propias manifestaciones, llevaba cuatro años haciendo diariamente el recorrido de Battery Park a Bedloe Island.
Paul, mezclado entre los turistas, se dijo que su comportamiento era absurdo. Había emprendido desde Filadelfia el viaje a Nueva York para olvidarse de sus habituales preocupaciones, para descansar. La oposición de ingreso en el «Pennsylvania Insana Asylum[1]», en calidad de médico interno, fue dura, digno colofón a una brillante carrera en la que hubo de alternar los estudios con diversos empleos. ¿A qué complicarse la existencia con la inquietud de dos jóvenes, tal vez producto de un desengaño amoroso o de cualquier crisis afectiva?
* * *
Ya en la amplia sala, sobre la cabeza de la Estatua, miró a través de una de las veinticinco ventanas. El panorama era magnífico. El cicerone, consciente de su trabajo, habló:
—Vean. Las agujas de la iglesia de la Trinidad se alzan al cielo como un mensaje de fe. Más al fondo, para no referirme sino a los edificios principales, puede verse la catedral de San Patricio, construida toda ella de mármol blanco y donde se venera la efigie del Santo Patrón de Irlanda. El Rockefeller Center y el Empire State. Aquélla es la torre de la Gran Estación Central y…
Paul White no siguió escuchando. Las dos mujeres se habían separado del grupo, y, de espaldas a una de las ventanas, proseguían la charla. El joven pudo examinarlas a placer. Una de ellas, la más nerviosa, era baja, de extraordinaria delgadez, lo que no le restaba atractivo por la armonía del conjunto. Su rostro, anguloso, de pómulos salientes y nariz recta, vestido blanco y el pelo suelto, negro, acariciándole la garganta, la espiritualizaban. Su compañera por el contrario, de gran estatura, poseía un especial aplomo. Su cuerpo, bello y turgente, era una tentación para Paul White, que adivinaba unas formas perfectas. El cabello, recogido en la nuca, dando a su rostro agresividad, contrastaba con una boca algo grande, de labios carnosos, y unos ojos castaños, en cuyo fondo brillaba una chispa de ironía.
Al sentirse observada por el módico cambiaron una sonrisa, dándole la espalda. White, desconcertado por tal actitud, reprochóse su insistencia, uniéndose a los turistas, que cambiaban animados comentarios en varios idiomas. Mientras miraba al Este, a los municipios de Queens y Brooklyn, arrojó al espacio la punta del cigarrillo, y se dispuso a encender otro. Un grito de agonía elevóse en el aire. Al volverse pudo ver al cicerone y la mujer más bella inclinados sobre una de las ventanas. ¿Dónde estaba la muchachita frágil, de aspecto enfermo? Pudo verla en el aire una fracción de segundo. El vestido blanco, inflado por el viento, parecía la gran ala de un ángel. El cuerpo tropezó en uno de los salientes del pedestal, produciendo un ruido sordo, indescriptible.
Durante varios segundos, el silencio fue denso. Nadie se atrevía a hablar. Paul White, familiarizado con la muerte y las miserias humanas, aproximóse a los más inmediatos testigos de la tragedia.
—¿Qué ocurrió?
El guía, con visible excitación, repuso:
—No puedo precisarlo. Les mostraba Ellis Island, donde tiene instaladas el gobierno las Oficinas de Inmigración, y el edificio en el que se retiene a los que no poseen el permiso de entrada en los Estados Unidos y una de las señoritas se inclinó hacia adelante, sin duda para ver mejor, perdiendo el equilibrio. Fue en vano que intentara sujetarla. Me rompí una uña sin conseguirlo.
Mostró al médico su mano. El dedo corazón sangraba levemente.
—De eso no morirá —contestó Paul White—. ¿Nadie más que ustedes dos presenciaron el hecho?
Los que le rodeaban respondieron negativamente. Todos estaban entretenidos en observar los «skyscrapers» de Manhattan. De mutuo acuerdo renunciaron a la subida a la antorcha, descendiendo de la corona para alcanzar el exterior.
Paul inclinóse sobre el cuerpo, más por costumbre que con la esperanza de encontrarla viva. El rostro de la muerta se hallaba milagrosamente intacto White separó los cabellos que cubrían las femeninas mejillas, en las que había aumentado la palidez. Volvióse al guía:
—Comunique lo ocurrido. Nadie debe mover el cadáver. Soy médico, señorita. ¿Estaba enferma su amiga? Me llamo Paul White.
—No. Tenía problemas… sentimentales. Mi nombre es Jacqueline Price. Ella se llamaba Doris Hart. Las dos trabajamos en el mismo sitio.
—¿Dónde?
Los labios de la interrogada se plegaron en una mueca burlona.
—¿Me somete a un interrogatorio?
—Demuestra poco valor. Vea a los que nos acompañan. Ninguno se atreve a contemplar tan macabro espectáculo. Dos señoras se han mareado. Su indiferencia me…
Se contuvo, considerando demasiado fuertes sus palabras. Jacqueline Price, con triste sonrisa, completó la frase:
—¿Repugna? Sí, iba a decir eso. Resulta inconcebible en un doctor. ¿Ignora que en ocasiones la vida endurece el corazón, tornándolo insensible? Debió de aprenderlo en los hospitales. Temo que sea usted un mal médico.
—Es posible. Tengo ante mis ojos a una mujer normal, de completo equilibrio nervioso, que sabe dominar sus reacciones. Doris Hart, su infortunada amiga, era el polo opuesto. Tendrá que dar muchas explicaciones a la policía. Tal vez piensen que usted o el cicerone la empujaron para que cayese. ¿Por qué no los dos?
Jacqueline Price palideció tan intensamente, que Paul White arrepintióse de haber pronunciado tales frases. Era tarde para rectificar y no lo hizo.
—¿Me da un cigarrillo? Es absurda su acusación, y no me enoja. ¿Dirá lo mismo a los de la Metropolitana?
—Guardaré mis sospechas para mí solo.
Entregó un «Philip Morris» a Jacqueline, que se alejó unos pasos, en dirección al mar.
¿Cuál era la tragedia de aquellas mujeres? ¡Qué le importaba a él! Su viaje a Nueva York obedecía a la necesidad de un completo descanso. ¿Iba a complicarse la semana que le restaba de permanencia en la ciudad? Tales razonamientos no bastaron al joven, que, dejándose llevar por el impulso, situóse a la altura de Jacqueline.
—Perdone. No quise ser tan brusco. ¿Podrá olvidar lo que antes dije?
—Si.
—Me agradaría que fuésemos amigos.
—De usted depende. Su interés por la pobre Doris me predispone en su favor. Le aseguro que todo sucedió como el cicerone dijo.
—Lo creo.
Las palabras de White no eran sinceras. En su ánimo agigantábase un propósito: descubrir la verdad, investigar en el pasado de las que, tal vez por reflejo o presentimiento, atrajeron su atención en el muelle de Battery Park.
—Ahí llega una lancha de la Metropolitana. Sin duda viene de Ellis Island.
—Es posible.
La policía comenzó unas breves investigaciones. El cicerone, Humberto Orlando, nacido en Nápoles, ratificó su historia, así como Jacqueline Price. Los demás turistas, incluso Paul White declararon que se hallaban de espaldas a las dos mujeres y el guía, volviéndose al sentir el grito de Doris Hart. Un sargento tomó las señas del italiano y de Jacqueline, retirándose, no sin dejar a uno de sus hombres junto al cadáver.
—Les necesitaremos para la encuesta. Procuren no ausentarse de Nueva York.
El guía y la muchacha asintieron. Humberto Orlando, serio el rostro, preguntó a los que le rodeaban:
—¿Damos por terminada la visita o quieren algunas explicaciones? Ustedes son los que deben decidir.
—Volvamos a Manhattan —respondieron varios—. Creo que todos deseamos alejarnos de aquí.
Hubo un murmullo de asentimiento, y poco después, en el «ferry-boat», emprendían el viaje de regreso. Paul White, acodado en popa junto a Jacqueline Price, dijo:
—¿La importará cenar conmigo? Desde un principio me sedujo su belleza.
—Ya reparó en sus miradas. Me aburro terriblemente. Sería hipócrita si rechazase su proposición.
—Deseo hacerle rectificar el mal juicio que formó de mí.
—Creo que lo va a conseguir pronto, señor White.
—Llámeme Paul. Somos jóvenes y estamos solos en Nueva York. Aunque le parezca mentira, es la primera vez que vengo a esta ciudad. Nunca tuve tiempo de hacerlo por el afán de terminar la carrera. Tendrá usted que elegir el restaurante y el teatro.
—Habremos de separarnos a las diez. A las once empieza mi trabajo.
—¿Qué trabajo? Nada le obliga a contestar.
Jacqueline inclinó la cabeza, cual si dudara en confiarse a White. Al fin, encogiéndose de hombros, repuso:
—Soy camarera de un «honkytonk[2]», mejor dicho, «B-girl»[3]. No me ocupo de servir las mesas, sino de…
—Continúe. ¿Tan malo es lo que hace?
La mujer clavó sus ojos en los del médico, pretendiendo encontrar en ellos desprecio, burla o ironía Tan sólo pudo ver asombro.
—¿De verdad no ha estado nunca en un «honkytonk»?
—Así es. ¿Se trata de una especie de cabaret?
—Vaya conmigo después de la cena. Le aseguro que no resistirá media hora.
—Si la tengo cerca permaneceré toda la noche.
—Gracias, Paul. Tuteémonos. Eres muy amable.
En Battery Park disolvióse el grupo de turistas, y los dos jóvenes caminaron por el muelle hasta Rector Street, en Manhattan, para desembocar en Broadway donde la circulación era intensa. Al sentirse empujado en la acera repleta de público, White dijo:
—Tomemos un taxi.
—Iremos a un restaurante de la calle 57. Hay un salón de baile en el que, si te parece, esperaremos la hora de la cena.
Así lo hicieron. Paul esforzóse en vencer la repugnancia que Jacqueline le producía. Doris Hart hallaríase aún sobre la plataforma de cemento que rodeaba el pedestal de la estatua de la Libertad. Resultábale inconcebible tal dureza de sentimientos por parte de una mujer. Deseoso de calar hondo en la psicología de la que le acompañaba, inquirió al sentarse a la mesa, después de finalizado uno de los bailes:
—¿No recuerdas a tu amiga?
Ella, mirando a White con extrañeza, repuso:
—En Nueva York se vive muy deprisa. Los minutos son desplazados vertiginosamente.
Al menos, está libre de Michael.
—¿Quién es Michael?
—Su novio. Trabaja de camarero en el «honkytonk». Es un antiguo boxeador, individuo brutal. Aun no me explico qué pudo ver Doris en él. Quizá la amenazara. ¿Cenamos?
—Como quieras. Tengo gran curiosidad por conocer ese mundo en el que vives y que si tú no lo remedias acabará convirtiéndote en una estatua, insensible a la ternura.
Mientras comían, Paul White refirió su juventud, su dura lucha por situarse en la vida.
—Mis padres murieron cuando yo tenía once años. Viví con un pariente que hizo lo imposible por convertirme en lo que él es: un vendedor de objetos de escritorio.
—Triunfaste —comentó Jacqueline.
Una sonrisa amarga surcó los labios del médico.
—He fracasado en lo que más vale, en la juventud. Tengo veintiséis años y cualquier mozalbete ha reído más y mejor que yo. ¡Me abruma la responsabilidad!
—¿Te arrepientes?
—No. Me arrepiento, eso sí, de tomar demasiado en serio la vida. La nota, camarero.
Una hora después, no sin soportar los atascos de tráfico comunes en Manhattan, los dos jóvenes, en un vehículo de alquiler, atravesaron el río Harlem por el puente de la Third Avenue, apeándose en la esquina formada por Willis Avenue y 149 Street, en el municipio de Bronx.
Al franquear una puerta no muy ancha, Jacqueline Price previno a Paul:
—Te aconsejo prudencia. El salón está en un sótano. Hay algunos matones contratados por la casa para mantener el orden. Si te irritas por cualquier causa, vete.
—Gracias. Sé defenderme. En la Universidad fui campeón de boxeo.
—Aquí nadie juega limpio.
—¿Tú tampoco?
—Yo tampoco.
White miró a la mujer, experimentando hacia ella por vez primera un sentimiento de simpatía. Su sinceridad le agradaba. Su modo de juzgarse también.
—Tendré cuidado.
El «honkytonk» constaba de una gran sala rodeada de mesas, en cuyo centro había una reducida pista de baile, y al fondo un pequeño escenario donde una orquesta de negros interpretaba modernas melodías. A la izquierda del tablero, un largo mostrador tras el que se alineaban seis camareros esforzándose en atender a los que, por economizar unos centavos, se acodaban en la barra resistiendo el asedio de las «B-girls» y las «stripteasers[4]», que se afanaban en ser invitadas.
Jacqueline Price señaló a Paul una mesa situada junto a la puerta.
—Siéntate ahí. Acerca el respaldo de la silla a la pared y procura no tener a nadie a la espalda. Te traeré un whisky para evitar que te den alcohol sucio.
* * *
La joven iba a alejarse cuando un individuo de rostro ancho, cogiéndola con violencia por el brazo, masculló:
—Vienes tarde. ¿Y Doris?
—Lee mañana los periódicos. Se ha caído desde la corona de la estatua de la Libertad.
Paul, que observaba las reacciones del hombre, sin duda el novio de la infortunada muchacha, hubo de crispar sus dedos en el tablero de la mesa para contener su deseo de golpearle.
—Peor para ella. ¿Recogiste sus cosas?
—Nadie puede hacerlo mientras no se proceda al levantamiento del cadáver. La cara del que interrogaba a la muchacha se contrajo de ira.
—¡Imbécil! Haberte apoderado del bolso. Lo necesito, ¿comprendes? ¡Tráelo mañana a…!
—¡Suelta!
Los dedos del repulsivo individuo se hincaban en el brazo femenino.
—Es hora de que te acostumbres a obedecerme. Tú vales más que Doris. Desde este momento no sonrías a nadie que no sea a mí o a cualquier primo de los que cazas para desplumarles.
Miró significativamente a Paul White, en un insulto que él no estaba acostumbrado a tolerar. Antes de que Jacqueline pudiera recomendarle calma, incorporándose, cogió por el cuello al que acababa de hablar.
—¿Eres Michael?
—Sí. ¡Apártate o…!
El puño derecho del médico se aplastó sobre los labios del que fue novio de Doris Hart. La sangre, al correr por la barbilla, manchó la camisa del antiguo boxeador, al que su aplastada nariz denunciaba como peligroso sujeto. Retrocedió unos pasos, y alzando la mano derecha, hizo una seña a los de la orquesta. Era el gesto convenido para que los músicos interpretaran una estridente pieza, a fin de que no se oyera en el exterior lo que ocurría en el «honkytonk». Luego anunció a Paul:
—Te voy a dar la más formidable paliza que haya recibido nadie.
El amenazado examinó el terreno. Por hallarse junto a la entrada había un espacio libre de mesas. Recordando el consejo de Jacqueline, procuró que nadie pudiera situarse a su espalda.
Sin nervosismos, con la frialdad del que en todo momento mide las consecuencias de sus actos, White, aguardó el ataque de su enemigo, que no tardó en producirse. Grande fue la sorpresa de Michael cuando sus manazas no encontraron sino el vacío. El joven, con ágil juego de piernas, esquivaba los golpes de su adversario aprovechando el menor descuido para castigarle en puntos vulnerables. En torno a los contendientes habíase formado un ancho círculo. Jacqueline, en primera fila, contemplaba la lucha con asombro. A ella y a los habituales contertulios al «honkytonk» les resultaba inconcebible que nadie pudiera enfrentarse con éxito a Michael Byron, boxeador al que los vicios truncaron la carrera. Contábanse de él hazañas como la de expulsar a cuatro hombres del local sin más ayuda que sus puños.
Paul, deseoso de encolerizar a su rival para obtener mayor ventaja, le golpeó en el rostro con la mano abierta. La bofetada fue tan fuerte que hizo sangrar por un oído al camarero del «honkytonk», provocando numerosas carcajadas. La movilidad del médico era muy superior a la de su antagonista, que comprendió la necesidad de provocar un cuerpo a cuerpo. Varias veces estuvo a punto de conseguirlo, pero White se escurría de entre sus manos, con hábiles esguinces, en uno de los cuales fue alcanzado por un formidable uppercut de Michael, que le hizo tambalearse. Por un segundo tuvo la sensación de haber recibido una descarga eléctrica. Un velo de niebla le cubrió sus ojos. Los gritos de Jacqueline de espanto, y de su adversario de júbilo, le hicieron reaccionar, y en una guardia cerrada, sin ánimo para el ataque, cobijarse de la lluvia de golpes que el ex boxeador le lanzaba, para lo cual utilizó los puños y los codos. Su situación era insostenible, y comprendiéndolo así, en un gigantesco esfuerzo, avanzó unos pasos para pegar en el hígado de Michael Byron, obligándole a encogerse de dolor.
Un murmullo de asombro escapó de todas las gargantas. Cuando le creían vencido, Paul atacaba. El novio de Doris Hart, con el rostro bañado en sangre, exhausto por una lucha que creyó breve en un principio, saltó contra el médico sujetándole con ambas manos por la cintura, mientras le ponía una zancadilla. White, al caer, alzó la pierna izquierda para propinar un feroz puntapié en el pecho al que, olvidando la ética del boxeo, comenzaba a utilizar sucios procedimientos. Michael al recibir el golpe, retrocedió y cayó sobre una mesa, destrozándola. Al incorporarse lanzóse en «plongeon» a Paul, y los dos rivales rodaron por el suelo, envueltos en mortal abrazo.
El joven, consciente de su inferioridad física, se dijo que su victoria dependía exclusivamente de su serenidad, y sin desconcertarse, sintiendo en su rostro la sangre del que, sobre él, pugnaba por hacer presa en la garganta, quiso girar a la derecha sin conseguirlo. El fracaso de su movimiento le puso a merced del ex boxeador, quien, rodeando el cuello de su enemigo con ambas manos, comenzó a apretar con furia homicida. Pronto los pulmones del médico acusaron la falta de oxígeno.
En el local continuaba la orquesta llenándolo todo con sus estridentes sonidos.
—¡Suéltale, Michael! ¡Vas a ahogarle! —exclamó Jacqueline.
El grito no obtuvo el resultado apetecido cerca del novio de Doris Hart, pero sí en Paul que, medio asfixiado ya, en un postrer esfuerzo, levantó ambas piernas rodeando con los tobillos la cabeza de su adversario. Los ojos del joven, inyectados en sangre, brillaron de gozo al apoyar ambos codos en el suelo y hacer un brusco movimiento. Michael, que no esperaba tal reacción, cayó de costado, sin soltar a White, que pudo asirle el dedo corazón y retorcérselo con fuerza. El matón, con un rugido apartó ambas manos. Paul, desasiéndose, quiso ponerse en pie, pero cuando se hallaba de rodillas, el camarero, mascullando juramentos, cayó de nuevo sobre él.
White, en difícil postura, pudo coger a su adversario de un brazo y, arrojándose al suelo, voltearle limpiamente. Ya incorporado aguardó a pie firme. Jamás se había visto en tan grave situación, pero confiaba en superarla utilizando la inteligencia, algo de lo que su adversario carecía. Michael Byron, fuera de sí, avanzó moviendo los brazos como aspas de molino. El médico extendió su brazo derecho, propinándole un golpe seco, al que siguieron otros muchos. El ex boxeador, aturdido, quiso retroceder más. White no le dio tiempo a ello. Sus puños le machacaron el rostro, sin concederle tregua. Al fin Michael Byron, tropezando en una de las sillas, cayó para no levantarse más.
Paul fue a secarse el sudor y la sangre del rostro cuando tres camareros, abalanzándose a él, le forzaron otra vez a la lucha. El dueño del «honkytonk» no podía permitir que ningún cliente se impusiera, a fin de no envalentonar a los que, aun sabiéndose estafados, callaban por temor.
El joven cogió una silla, golpeando con ella al más cercano. En la última fase de la pelea vióse en la precisión de no atender el consejo de Jacqueline. Ahora tenía enemigos a la espalda.
Fue inútil que resistiera. Uno de sus agresores, con una porra de goma, le golpeó en la cabeza. Al hundirse en la inconsciencia, Paul sintió un alivio superior al daño. Su fatiga era extraordinaria. «Ahora descansaré», se dijo una fracción de segundo antes de que el entarimado se elevara hasta sus ojos…