CAPÍTULO III
CARA A LA MUERTE
La empleada de la ventanilla de las Oficinas de Turismo Local, empresa que dedicábase exclusivamente a mostrar Nueva York y sus alrededores mediante una módica suma en la que se incluía el derecho a un cicerone, hizo un gesto de desagrado al ver al hombre y la mujer que acababan de penetrar. Faltaban diez minutos para el término de su trabajo, minutos que invertía en maquillarse a fin de salir rápidamente al encuentro de su novio, apenas sonase la hora.
—¿Qué desean? —inquirió, con gesto poco amable—. Sobre la mesa encontrarán nuestros itinerarios y precios.
—No queremos ver Nueva York, sino a alguien más pequeño con el que nos une antigua amistad —repuso Paul White, regocijado por el tono de fastidio de su interlocutora—. Se trata de Humberto Orlando.
—Marchó a las tres de la tarde con un grupo de italianos, en uno de los autocares de la compañía. Calculo que, como siempre que lleva a compatriotas suyos, se entretendrá más de lo previsto, llevando directamente el coche al garaje.
—¿Dónde está el garaje?
—Dos manzanas más abajo.
—Gracias. Esperaremos fuera su regreso. Vamos a darle una gran sorpresa.
White cogió del brazo a Jacqueline, saliendo de las oficinas para pasear por la amplia acera de la 42 Street, esquina a Drive Franklin D. Roossevelt. El paso de un tren eléctrico del «Elevated Railroads[6]» les ensordeció.
Cuando el estruendo hubo cesado, la muchacha dijo:
—Aun no sé lo que te propones cerca de Humberto Orlando. ¿Por qué no llamamos al inspector?
—Más tarde. Primero he de hablar con ese guía. Mintió en Bedloe Island, al asegurar que llevaba cuatro años mostrando la estatua. Es su segundo mes de trabajo, según me informaron telefónicamente. Quiero asustarle. Tal vez él nos lleve a ese misterioso John, que tanto preocupa a los del servicio secreto. Después te invitaré a tomar una copa en el «honkytonk». Me prometiste que te despedirías. El «Central Intelligence Agency» te abonará honorarios superiores a los que ahora percibes, y yo te prometo una plaza de enfermera en cualquier clínica. Creo firmemente que a Doris Hart la asesinaron.
La joven palideció al escuchar tales palabras.
—Ello significa que no me has descartado como sospechosa. ¿No es así?
—En efecto. Más vale una verdad cruel que cien mentiras.
—¿Y no vacilas en admitirme como colaboradora?
—¡Deseo tanto equivocarme! El corazón, dominando al cerebro, me dice que no puedes ser culpable. Eres una mujer…
Un nuevo tren pasó procedente del municipio de Queens, ahogando las palabras del médico.
—¿Qué decías?
—Nada. Ahora concibo que Nueva York dé una alta cifra de histéricos y cardíacos.
¿Cómo podrán vivir con semejante ruido?
—Filadelfia tampoco es una ciudad tranquila.
—Para mí, sí. Habito en Poplar Street, cerca del hospital de San Germán. Allí hice las primeras prácticas de cirujano. Sólo necesito cruzar el río Schuylkill para encontrarme en el Fairmount Park, el principal punto de recreo de la ciudad, y uno de los más hermosos de la Unión. Salvo algunos edificios centrales, las casas constan de dos o tres pisos, y son construidas de ladrillo rojo, con adornos y escaleras en mármol blanco. Mira. Ahora concibo el mal humor de la empleada. Pensó que íbamos a retrasarle el dúo. —Señaló a un hombre y una mujer que, tras besarse, se alejaban muy cogidos del brazo—. A propósito, ¿nunca estuviste enamorada?
—Me repugna el sexo contrario.
—Gracias. ¿No exceptúas a nadie?
—En absoluto. ¿Tardará mucho ese italiano?
—Imposible saberlo. A mí no me desagrada permanecer a tu lado, Jacqueline.
—¿Vas a hacerme el amor?
Por tercera vez les ensordeció el paso de un ferrocarril eléctrico. Con una amplia sonrisa, White repuso:
—Aquí no, desde luego. Es imposible fundir el sentimentalismo con la técnica. ¡Lástima que en los bares no admitan mujeres! Tomaría con gusto una copa de coñac.
—Por mí no te prives. Frente a nosotros hay un establecimiento de bebidas.
—Prefiero estar contigo. Si te repugno me apartará un poco. Concibo tu odio a los nombres después de conocer a Michael Byron y a los que asiduamente visitan el «honkytonk». ¡Mala ralea!
Jacqueline Price no contestó. Le agradaba Paul, pero no se lo demostraría a fin de evitar un posible atrevimiento por parte del joven que rompiera la apenas iniciada amistad. Sin embargo, la muchacha notaba en sus venas el rápido paso de la sangre y en las pulsos y en las sienes aumentaron los latidos. El médico era el hombre con el que tantas veces soñó, fuerte y valiente capaz de enfrentarse por ella a todos los peligros y de situarse en la vida con tesón y esfuerzo.
—¿Quieres fumar? —invitó él.
—No. ¡Mira a ese vehículo!
Señaló a un autobús de viajeros en cuyos laterales, letras pintadas en rojo sobre fondo blanco y azul, leíase el nombre comercial de la empresa de turismo.
—Condure nuestro hombre. Esperaremos a que salga.
El autocar, tras una dificultosa maniobra que provocó un sonoro concierto de «claxons», pudo penetrar por la ancha puerta del garaje, desapareciendo en su interior. Minutos después, Humberto Orlando alcanzaba la ancha acera, en la que se detuvo unos segundos.
Paul y Jacqueline, que se disponían a abordarle, se pararon bruscamente al ver que un negro «Studebaker» se acercaba a la acera a gran velocidad. Al llegar a la altura del italiano, varios disparos se impusieron a la baraúnda del tráfico.
El coche, que no se había detenido, emprendió una rápida fuga. Algunos transeúntes corrieron, y no pocos ocultáronse en los portales inmediatos.
White, reaccionando con la prontitud del hombre a quien no intimida la muerte, acercóse a Humberto Orlando, y se inclinó sobre él. Una ráfaga de proyectiles le había alcanzado en el pecho. El guía abrió los ojos. Al reconocer a Paul y Jacqueline, balbució:
—¡Han sido… ellos!
—¿Quiénes? ¿Empujó usted a Doris Hart? ¡Hable!
El rostro del italiano adquirió pétrea inmovilidad. El joven, cerrándole los ojos, se puso en pie.
—Se ha llevado su secreto al otro mundo. Telefonea al inspector, Jacqueline. No me moveré de aquí. Hazlo desde el garaje.
Los curiosos comenzaron a aglomerarse en torno a White, quien respiró satisfecho al sentir una voz autoritaria.
—Dejen paso… Reanuden su camino.
El agente de la Policía Metropolitana experimentó viva sorpresa al ver el cuerpo de Humberto Orlando acribillado por las balas, y a su lado, en pie, a Paul.
—¿Qué ha sucedido?
—Le dispararon desde un automóvil. Soy módico.
—¡No le crea! ¡Es el asesino!
White volvióse con asombro al escuchar tal acusación, y pudo ver a la empleada de la agencia. Un murmullo de amenaza elevóse en el aire.
—Es muy grave lo que afirma, señorita —dijo el policía—. ¿Le vio cometer el crimen?
—Estuvo preguntando por Humberto Orlando en la agencia, y aseguró que eran antiguos amigos. Le acompañaba una mujer, y quedaron en esperarle. Me marchó. Al cruzarme con el autocar, vine para comunicarle el trabajo de mañana y evitarme una visita a su casa. Mi deber era esperarle. —Señaló con el índice a Paul—. ¡Él le ha matado!
Por fortuna para Paul, muchos de los que le rodeaban presenciaron la agresión. Al intentar explicárselo al agente, formóse un confuso griterío. El de la Metropolitana, alzando ambos brazos, reclamó silencio.
—¿Quién de ustedes quiere avisar a la Jefatura del distrito?
—No es necesario —opuso White—. Mi amiga acaba de llamar al inspector Gerald Evatt. ¿Le localizaste, Jacqueline?
—Sí. Vendrá enseguida.
El policía, desconcertado, miró a los dos jóvenes:
—¿Quiénes son ustedes?
—Según esa señorita, los asesinos. Vea mi carnet.
Entregó la credencial del Colegio de Módicos de Filadelfia, que el agente no quiso examinar.
—Ya le interrogarán en Jefatura. ¿Es usted el encargado del garaje?
—Sí —repuso un hombre, vestido con un mono azul.
—Llame al Distrito, y comunique lo ocurrido. No debo moverme de aquí. No interrumpan la circulación. ¡Vamos!… Cada uno a lo suyo. Quédense únicamente los testigos presenciales del hecho.
Llegaron dos nuevos policías, y poco después el inspector Gerald Evatt se apeaba de un pequeño «Ford».
—Hola, Paul. No esperaba verle: tan pronto. Usted y Jacqueline tienen especialidad en cadáveres. ¿Le dispararon desde un coche?
Mostró su documentación a uno de los agentes de la Metropolitana para proceder a un minucioso registro del muerto, cuyos objetos fue depositando en un ejemplar del «New York Herald».
—Sí. ¿Cómo lo adivinó?
En los labios del inspector dibujóse la sonrisa de superioridad que tanto irritaba a la muchacha.
—Es un viejo método del «gangsterismo». Le alcanzaron con una ráfaga de metralleta. Es posible que emplearan una «Thompson». Vengan conmigo. Charlaremos en cualquier parte.
Ante el desconcierto de la empleada que acusó a White del crimen, y el respeto de los tres agentes que custodiaban el cuerpo. Jacqueline y Paul subieron al «Ford», que emprendió la marcha para cruzarse a unos cientos de metros con un vehículo de la Patrulla Móvil.
El hombre del Servicio Secreto conducía hábilmente, sorteando los obstáculos con temeridad. Por Park Avenue llegó a la Calle 34, deteniendo el vehículo a la puerta de la Oficina de Correos.
—Pasaremos inadvertidos entre el público. Todas las precauciones son pocas. El asesinato del cicerone nos demuestra que nuestros enemigo no se detienen ante nada.
El vestíbulo del «Post Office» era una amplia sala con pavimento de mármol, rodeada de ventanillas tras las cuales hombres y mujeres despachaban la correspondencia con la rapidez de una perfecta organización. Gerald, Paul y Jacqueline se situaron en uno de los extremos.
—Le escucho, señor White.
El médico hizo un breve relato de lo ocurrido, terminando:
—De retrasarse el ataque unos minutos, quizá nos hubieran alcanzado también los proyectiles. Las últimas palabras de Orlando fueron: «¡Han sido ellos!». Es indudable que conocía a los que le dispararon. ¡Otra pista que se esfuma!
—Sí —repuso el miembro del Servicio Secreto—. ¿Qué hay de mi proposición? Ahora les necesito más que nunca, pero no me atrevo a insistir. El riesgo es…
—Lo sabemos —le interrumpió Paul—. Cuente con Jacqueline y conmigo. Vinimos en busca del guía coa ánimo de interrogarle a título particular.
—En lo sucesivo lo harán oficialmente. Tengan. Son dos credenciales del C. I. A., expedidas a sus nombres.
—¿No le da miedo que hagamos mal uso de estos papeles? —inquirió Jacqueline.
—Confío en ustedes. Actuaron con independencia, y estuvo a punto de costarles cara su osadía. En lo sucesivo limítense a seguir mis instrucciones, poniéndome al corriente de cualquier novedad.
—¿Se ha mantenido en secreto la muerte de Michael Byron?
—Sí. El que le acompañaba era un indeseable. Llegó a los Estados Unidos hace cinco años. Bien. Deberán comunicar conmigo a las horas previstas. ¡Ah! Usted ya tiene un arma, Jacqueline. Se la puse en el bolso. No pertenecía a Doris. Tenga, Paul, Tal vez la necesite.
Con disimulo entregó al médico una automática plana, que el joven apresuróse a guardar en uno de sus bolsillos.
—Desearía no tener que utilizarla.
—Conviene ir prevenido. ¿Les llevo a algún sitio?
—No. Es preferible que no nos vean juntos. No hago sino repetir sus palabras.
—Buena memoria. Adiós, y suerte.
—Lo mismo le deseamos.
El inspector abandonó la Oficina de Correos. Jacqueline y Paul se miraron. Ella fue la primera en romper el silencio:
—Gerald parece nervioso.
—Sí —fue la respuesta de White—. ¿Cenamos donde la otra vez? He de hacerte una rara proposición. No; todavía no es de matrimonio.
La joven, enojada por el sarcasmo, encaminóse a la puerta. Paul hubo de cogerla del brazo para que no se mezclase entre la multitud que se apiñaba en el cruce de Broadway con Park Row.
—¡Suelta!
—No seas chiquilla. Era una broma.
—Ya sé que no me consideras digna de llevar tu nombre. ¡No me casaría contigo aunque fueses el único hombre sobre la tierra!
—Cálmate. No creí que ibas a enfadarte. Es absurdo que nos disgustemos. Tantas veces te he ofrecido mis disculpas, que no me importa hacerlo una vez más. ¿No te gustaría demostrar a Evatt que no es preciso pertenecer al Servicio Secreto para resolver un pleito como el que le preocupa? Por la expresión de tu cara veo que sí. En el restaurante te contaré mis planes. Espero obtener mejores resultados que siguiendo las instrucciones del inspector…
* * *
—No me mire con rostro de amenaza —advirtió White—. No vengo en son de pelea.
Conoce la eficacia de mis puños. No me disgustaría ser un camarero del «honkytonk».
Arthur Mencies, dueño del establecimiento, miró inquisitivo a su interlocutor.
—Aquí no hay otra autoridad que la mía.
—Lo sé. Jacqueline me lo ha dicho. Estoy enamorado de esa chica, y antes que emplearme en otro sitio, prefiero hacerlo cerca de ella. Durante el trabajo olvidaré lo que no sean sus órdenes.
—¿Da por hecho el que le admita?
—Le interesan hombres que, como Michael, sepan hacerse respetar.
Paul White, en pie, en espera de la respuesta, miró en derredor suyo. Hallábase en un despacho contiguo al salón del «honkytonk», en el que había una mesa, varias sillas y dos armarios. Arthur Mencies, con la mano sobre el auricular telefónico, sonrió.
—Presencié la pelea desde aquí.
Mostró al médico un ventanillo, desde el que se divisaba el local.
—Un buen observatorio.
—Todas las precauciones son pocas, A veces vienen policías, y entonces me basta dar una orden para que se enciendan las luces, y las relaciones entre muchachas y clientes se desarrollen con perfecta normalidad. Tendrá veinte dólares a la semana, y si se hace acreedor a mí confianza, le encargaré algunos trabajos especiales que le permitirán cobrar doble suma. No necesito camareros. Se limitará a permanecer en uno de los extremos del mostrador, dispuesto a impedir que nadie promueva alborotos o imponga, por la fuerza, como usted quiso hacerlo, su autoridad. ¿Qué hizo antes? Lleva buena ropa.
—Tuve suerte. Me gustan los tipos como Michael. Procuraré reconciliarme con él. No le vi al entrar.
—Es la primera vez que se retrasa. Disfruta en este ambiente. Pega fuerte, ¿eh?
—Mucho, creo que en mi triunfo intervino también la casualidad. Es un adversario de cuidado.
Los dos hombres se observaron unos minutos. El dueño del honkytonk sacó dos habanos del cajón central de su mesa, ofreciendo uno a White.
—¿Quiere?
—Gracias. Deme algo a cuenta. Apenas me restan unos dólares. ¿Nos hacen precio especial en el mostrador?
—Lo que beba es gratis, siempre que no se exceda hasta el extremo de convertirse en un ser inútil. Tome una semana adelantada.
—De acuerdo, jefe.
Apenas fuera del despacho, Paul no pudo contener una sonrisa. Aunque el sentido común le recriminaba haberse mezclado en la aventura, el impulso juvenil incitábale a la acción. Al acodarse en la barra y pedir un whisky «por cuenta de la casa», los camareros le miraron con sorpresa. Ninguno se atrevió a preguntarle nada por respeto al que supo vencer a Michael Byron.
Mientras bebía recordó el consejo de Jacqueline: «Procura no tener a nadie a la espalda». De descubrirse su doble personalidad, su contacto con el «Central Intelligence Agency», su condición de médico, habría de hacer cara a la muerte en desfavorables circunstancias. Mas ¿a qué inquietarse por una probabilidad tan remota?
Giró la mirada en torno suyo. La, muchacha le enseñó algunas frases del argot empleado en tales establecimientos. A los clientes se les denominaba «buen John» o «mal John», según se dejaran estafar o no. Eran preferibles hombres casados. Jamás reclamaban, por temor al escándalo.
Un asco profundo comenzó a invadir a White. ¿Por qué permitían las autoridades tales tugurios? Era uno de los absurdos de las leyes norteamericanas, tan severas en unos casos y tan débiles en otros.
Apagáronse súbitamente las luces. El instinto avisó a Paul de un inmediato peligro y, sin meditarlo, dejóse caer al suelo, desenfundando la automática. Oyéronse gritos femeninos, y White escuchó un ruido seco a su espalda, que no pudo descifrar.
—Luz… ¡Luz! —exclamaron, desde diversos lugares del salón.
Al iluminarse de nuevo el «honkytonk», nada había sucedido en apariencia. Pero en la parte alfa del mostrador, a la altura del pecho del médico, vibraba un puñal. Paul, sin desconcertarse, cubriendo el arma con el cuerpo, la arrancó de la madera, colocándola en su cinturón. Dos camareros, que le observaban, le vieron sonreír y escucharon sus palabras:
—No me desagradan los regalos. Iba a comprar un cuchillo. ¡Dadme otro whisky!
Bebió el licor de un sorbo y, ostensiblemente, extrajo un cigarrillo de su pitillera para encenderlo con pulso firme, sosteniendo el fósforo entre sus dedos hasta verlo consumirse. Jacqueline, aproximándosele, le dijo:
—Te han hecho un buen recibimiento.
—Sí. Me agradaría saber quién me tiene tanta estima. ¡Será mejor para él que no me entere!
Su amenaza hizo palidecer a los que se hallaban próximos a él, y aparentando no haber reparado en la agresión. A los acordes de un estridente boogie-boogie, numerosas parejas, dulcemente enlazadas, entregábanse a la alocada danza.
—¿Te admitieron, Paul?
—Sí. El cuchillo vino en la dirección en que tú estabas. La muchacha, enrojeciendo, repuso:
—¿Vuelves a acusarme?
—Me limito a consignar un hecho. Ten cuidado con los que te rodean. Hay un total de seis hombres y otras tantas chicas, contándote a ti. ¿Sabes arrojar un puñal a distancia?
Jacqueline Price, sin responder, dio media vuelta, alejándose de White, cuya reputación de hombre valeroso y frío aumentaba a los ojos de quienes presenciaron el cobarde ataque. Era lo que pretendía Paul, a fin de hacerse acreedor a esa confianza a que hizo alusión Arthur Mencies. ¿Quién y por qué le agredió? Era absurdo descartar a su joven amiga, cuyo comportamiento continuaba siendo extraño.
En un alarde de jactanciosa serenidad, anduvo por entre las mesas examinando los rostros de los que las ocupaban. Ninguno era conocido.
De nuevo junto al mostrador, pasó revista a los últimos acontecimientos. El asesinato de Humberto Orlando, preocupándole, le hizo pensar que se hallaba en el cubil de la fiera, cara a la muerte. ¿Y si se equivocaba?
Tal vez en el «honkytonk» se limitasen a asuntos propios —contrabando de licores y divisas— y no tuvieron participación alguna en el caso de espionaje. ¿Por qué no comunicar su éxito inicial a Gerald Evatt? Desechó la idea. Aquel hombre no admitía otros planes que los suyos propios.
Transcurrieron las horas sin que nada turbara la paz del establecimiento donde el engaño y la estafa eran habituales. Al terminar su jornada con las primeras luces del alba, fue a pedir órdenes a Arthur Mencies, y le informó de la agresión de que había sido objeto.
—Me temo —repuso el dueño del «honkytonk»— que en su vida se haya creado muchos enemigos. Vuelva mañana a las diez de la noche.
Jacqueline Price le esperaba en la calle. El joven, tomándola del brazo, le refirió su último diálogo con Mencies.
—Me voy a dormir. Tengo un sueño feroz.
—¿Por qué no lo haces en mi casa? El diván del cuarto de estar es convertible en cama. Por vez primera en muchos años siento miedo de quedarme sola. ¡Cada vez que sonríes así, me dan ganas de arañarte!
—Eres muy suspicaz.
—No olvido tus sospechas. Voy a contestarte a la pregunta. Sé arrojar un puñal a distancia.
En los ojos de Jacqueline había un reto que regocijó a White.
—¿De veras? Aumenta mi prevención contra ti, lo que no impide que me agrade cobijarme bajo el mismo techo.
—Como dos hermanos —previno la muchacha.
—¡Claro! Dormiré con un timbre de alarma en la puerta de tu alcoba para prevenirme contra ti… en el sentido de la violencia, no en el amoroso. ¡De una estatua no puede esperarse nada humano!
Paul esperaba una dura réplica de la joven, que no se produjo. Caminaron en silencio, cruzándose con grupos de obreros. White, ante el prolongado mutismo de su compañera, propuso:
—¿Tomamos un taxi?
—Tú verás. Siempre hago el recorrido a pie. No puedo permitirme esos lujos.
—No romperemos la tradición. Me agrada sentir la caricia del aire tras toda una noche encerrado en el tugurio. ¿No temes los comentarios de la vecindad, cuando vean un hombre en tu departamento?
—En Nueva York nadie se escandaliza por apariencias.
Continuaron el camino. En la esquina de la Calle 43 y la First Avenue tomaron el «elevado», que les condujo a las inmediaciones del domicilio de Jacqueline.
Ya en la casa, la muchacha preparó unos emparedados. Al inclinarse sobre el diván a fin de convertirlo en cama para White, su rostro adquirió de pronto tal rigidez, que el médico aproximóse a ella y preguntó:
—¿Qué te ocurre?
—¡Escucha!
A los oídos de Paul llegó un leve «tic-tac», que le hizo palidecer.
—¡Vamos fuera! ¡Pronto!
Sin aguardar la conformidad de la muchacha, tomando su bolsa en la mano izquierda, la obligó a salir del domicilio. Apenas en el pasillo, una explosión les hizo estremecer.
—¡Dios mío! —musitó Jacqueline.
—¡Salgamos! Nos veremos envueltos en molestos interrogatorios.
Descendieron los dos pisos que les separaban de la calle. Ya en el exterior, siempre del brazo de White, Jacqueline dióse cuenta de que por las ventanas de su departamento surgían grandes llamaradas. No opuso resistencia a Paul, quien fe condujo a Eastern Parkway.
—Es indudable que la Providencia nos protege. De no habérsete ocurrido que durmiera en el sofá…
—Por segunda vez me salvas la vida, Paul.
—Al propio tiempo me ocupo también de mí. Creo, Jacqueline, que debes abandonar Nueva York. Alguien conoce todos nuestros pasos, y se ha propuesto eliminarnos. Veamos a Gerald Evatt. Es necesario que él nos aconseje.
—¿Y tú? ¿Te irás también?
—Creo que no. Acepto el reto del misterioso criminal. ¡He de descubrirle!… ¡Taxi!
¡Taxi!…
Un vehículo, que pasaba a corta distancia de Jacqueline y Paul, acercóse a la acera, siendo ocupado por los dos jóvenes. White dio al chófer las señas del despacho oficial del inspector del Servicio Secreto.
—Tal vez tengamos que esperarle.
Paul se equivocaba. Evatt les recibió inmediatamente. En su rostro había huellas de fatiga.
—Pensaba irme a descansar —dijo—. Supongo que vienen a comunicarme algo de importancia, que no puede ser dicho por teléfono.
—Así es —repuso White.
Mientras Paul hablaba, el rostro del inspector reflejaba el interés que el relato le producía…