EPÍLOGO

—Estaba intranquila, Paul. Tardaste más de lo habitual. ¿Algún caso grave? El aludido, con una sonrisa de cariño, besó a Jacqueline en las mejillas.

—Si. Hoy ingresó en el manicomio Gerald Evatt. No te asustes. No recuerda el pasado, y es un hombre bondadoso. Quise reconocerle a su llegada.

Ella le interrogó con la mirada.

—No tiene cura. ¿Por qué ese nervosismo?

—Había preparado una comida extraordinaria con motivo de… La mujer bajó la cabeza con rubor.

White la apremió:

—Sigue. ¿Tan terrible es lo que tienes que decirme?

—No. Sé que te gustan los niños. ¿No te alegra ni te sorprendes?

—Mi alegra data de hace dos meses. La sorpresa… Los médicos estamos habituados a percibir desde lejos el aleteo de la cigüeña. Vamos dentro. Tengo un hambre feroz.

Paul puso el brazo izquierdo sobre los hombros de su mujer, conduciéndola a la casa en que habitaban. Ésta, en contraste con las de Nueva York y, en especial, con las de Manhattan, era de un solo piso, con un amplio jardín en el que crecían las flores, llenándolo todo con su aroma. Las vacaciones de sangre se trocaron en vacaciones de felicidad.

FIN