Capítulo VI

EL barco deslizábase por las caudalosas aguas del Mississipi haciendo oír de vez en vez la sirena, sobre todo a su paso por las poblaciones ribereñas para advertir a los vecinos de su presencia, pese a no detenerse más que en las poblaciones de importancia o en los muelles de las plantaciones para recoger balas de algodón o sacos de cereales que iban a hundirse en las entrañas de la nave.

Sullivan, fiel a su compromiso con Betty Speifer, no cruzó una palabra con la bella mujer que siempre se acomodaba cerca de él para observarle a hurtadillas, cual si le sedujera la gallarda apostura del militar.

John Smith, la única persona conocida de a bordo, parecía haber tomado, muy en serio su oficio de camarero y no se mostraba abierto al diálogo por lo que el mayor se aburría, sin otra distracción que contemplar el paisaje, unas veces monótono por los repetidos campos de cultivo, otras variado, sobre todo en la zona de canales de Arkansas.

—Perdone si le molesto. ¿Puede encender mi cigarrillo?

Tan absorto estaba Sullivan en sus pensamientos, acodado en la baranda de estribor, que no había sentido aproximarse a la que hablaba, la bella desconocida.

—Encantado, señorita —repuso con un grato sobresalto—. ¿Y su compañero de viaje?

¿No se enojará si la ve conmigo?

—Apenas si abandona el camarote. Habrá podido advertirlo.

—Sí. Desde luego.

—¿No me pregunta si es mi esposo o mi hermano? Todos los hombres lo han hecho.

—No quiero ser indiscreto.

Ella hizo un mohín de coquetería.

—Es usted distinto a los demás. Se ha limitado a mirarme. Por eso me acerco con más confianza. Agoté los fósforos y…

La mujer mostró un cigarrillo, sostenido entre largos y cuidados dedos, Perry apresuróse a encenderle.

—Con mucho gusto.

La desconocida aspiró el humo con estudiado gesto. Por un segundo su rostro se cubrió con un leve velo azulado para reaparecer de nuevo a los ojos de Sullivan.

—Me fastidio mortalmente —dijo—. Todos me galantean y…

No terminó la frase. La mujer, situándose a la derecha del mayor, contempló el río, de rápida corriente; Perry, intrigado, guardó silencio.

—¿No ha pensado nunca en el estúpido fin, irremediable, de las aguas? No pueden sustraerse a su destino. Así sucede en la vida de no pocos seres.

Vibraba la voz de la mujer, plena de nostalgia. El mayor la miró sorprendido.

—¿No está satisfecha de su suerte? —inquirió—. ¿Qué le falta? Tiene juventud, hermosura. ¿Acaso bienes de fortuna?

La interrogada, muy despacio, con rostro de esfinge extrajo un anillo de oro, con un diamante en el centro, del dedo anular de su mano izquierda, para dejarlo caer al agua.

—¿Qué hace? ¿Se ha vuelto loca?

—Me limito a responder a su pregunta. No me gustaba esa alhaja y me desprendo de ella. Tengo sed. ¿Me invita a un refresco? No se asombre ni se equivoque al juzgarme. Creo que puedo confiar en usted, en la certeza de que no me hará el amor.

Perry arrugó el entrecejo, molesto por las palabras que acababa de escuchar.

—¿Qué le hace suponer eso?

—Su modo de ser. Le he observado durante la travesía, no sin curiosidad. Me sorprende que no haya prescindido de los revólveres. Son muchos los hombres que no llevan armas a bordo.

Una sonrisa de superioridad iluminó las facciones de Sullivan.

—Las esconden debajo de sus levitas. Se lo aseguro. Esas son más peligrosas que las mías. Ahí viene su compañero de viaje. Nos mira y se detiene. Reúnase con él, si lo desea. No me molestaré por eso.

—¿Quiere que se lo presente?

Perry miró con fijeza a la mujer y repuso:

—No. ¿Le molesta mi sinceridad?

—La sinceridad nunca es molesta. Se lo asegure, señor…

—Sullivan. Perry Sullivan.

—Espero verle de nuevo. Me llamo Adela Michel.

Alejóse la mujer, con paso rápido, para detenerse a escasa distancia, junto al individuo de aspecto poca grato para el mayor, el cual, con una indiferencia que estaba muy» lejos de sentir, volvió la espalda, tornando a acodarse en la barandilla. Aunque quiso pensar en su novia, en la dulce Betty Speifer, no lo consiguió. La figura de Adela Michel se interponía en el recuerdo, desasosegándole.

—No se fíe de esa mujer. Es un consejo.

Perry se volvió rápido, con la intención de replicar airadamente al que se atrevía a inmiscuirse en sus asuntos privados, pero se contuvo al ver el grave rostro de John Smith.

—¿La conoce usted?

—Lo suficiente como para catalogarla.

—¿Entre las frívolas? —inquirió, divertido, el militar.

—Entre las traidoras, que no es lo mismo. Es la advertencia de un camarero observador.

—De un pésimo camarero —ironizó Sullivan— que se atreve a molestar a sus clientes.

¿Se sonríe?

—Dentro de poco cabalgaré, rumbo al Oeste, dejando este oficio. A propósito, ¿no dijo en Washington que se trasladaba al Norte?

—Cambié de opinión a última hora.

—¿Qué ruta seguirá?

—No lo sé. ¿Un cigarrillo, Smith? El aludido sonrió, burlón.

—No quiero que vuelva a llamarme mal camarero por alternar con los pasajeros.

Recuerde mi advertencia. No se fíe de ella.

John se alejó, sin más palabras, dejando pensativo a Sullivan.

* * *

Los diálogos entre Perry y Adela Michel fueron haciéndose más frecuentes, más íntimos. La mujer, de extraordinaria inteligencia y gran personalidad, sabía dar a todas sus frases un enigmático matiz, mitad romántico, mitad dramático, de hartura de la vida, de desilusiones y desengaños.

El mayor, aún reservado, iba, casi sin darse, cuenta de ello, dejándose ganar por el encanto de Adela, a la que buscaba con el afán de hacerse el encontradizo.

Cliff Kane, el retraído compañero de viaje de aquella mujer, un tanto extrañada, apenas si abandonaba el camarote.

El barco atracó en el muelle de Arkansas, un pintoresco pueblo en el Estado del mismo nombre. Sullivan propuso a Adela bajar a tierra pero ella se excusé, pretextando jaqueca.

—Dormiré un rato. Seguramente, cuando despierte me sentiré mejor.

—Su amigo no parece pensar igual que usted. Ahí viene.

Cliff Kane se desvió a unos metros de distancia de los dos jóvenes para, dirigiéndose a la pasarela, descender con paso rápido. Debajo de la levita, de impecable corte, se adivinaban, por los bultos, dos revólveres de grueso calibre.

—Le dejo, Perry.

—Voy a estirar las piernas. Permaneceré toda la tarde en el pueblo. Es agradable pisar tierra firme. Que se mejore, Adela.

—Pasará pronto.

El mayor la vio alejarse por el puente, en dirección a los camarotes, y luego, meditativo, abandonó la nave. Se aproximaba el fin de su viaje por vía fluvial. En breve veríase obligado a recorrer las llanuras de Texas a caballo, quién sabe si al encuentro de la muerte.

Se reprochó, tarde, el haber embarcado. Se había acostumbrado a la vida cómoda y quizá le costara más la siguiente ruta.

Arkansas no difería en nada de cualquier otra de las poblaciones del medio Oeste. Había en su arquitectura una mezcla de las edificaciones de las ciudades del Este y de los poblados de Texas o Arizona. Junto a las casas de dos pisos, de ladrillo, rodeadas de amplios jardines, se veían las construcciones de madera, con amplios porches.

En general, Arkansas ofrecía aspecto de prosperidad. Su mayor riqueza, aparte de los negocios agrícolas y ganaderos, se centraba en la proximidad del Mississipi debido al cual progresaba el pueblo al amparo de las fáciles comunicaciones con los demás Estados.

Sullivan, pensativo, enojado consigo mismo por haberse dejado arrastrar por la belleza de Adela Michel, descendió del barco para, con paso lento, caminar por la ciudad. Iba abstraído en sus meditaciones cuando, al cruzar una de las calles el galope de varios caballos le hizo reaccionar ante el recuerdo del que, estaba seguro, fue un intento de asesinato en Washington.

Un carruaje pasó veloz, dejando tras de sí una gran polvareda.

Perry, que se había estremecido, no pudo evitar una sonrisa. Era absurdo que viviera dominado por la idea de peligro. Salvo la extraña presencia de John Smith en el barco nada le hacía suponer que sus enemigos estuviesen acechándole.

El recuerdo de Sullivan voló muy lejos, a Betty Speifer, siendo invadido por un extraño malestar, como le ocurría siempre que evocaba a la muchacha después de su encuentro con Adela. ¿Estaba dejando dé quererla? La idea le pareció monstruosa.

Disgustado consigo mismo, se detuvo frente a una taberna en la— que, según pregonaban los anuncios, se podía beber el mejor whisky del territorio. Cuando entró, el establecimiento, que se hallaba medio vacío sin duda a causa de la hora, le pareció uno más de los millares que jalonaban los Estados de la Unión.

—¿Qué va a tomar? —inquirió uno de los camareros.

—Whisky.

—¿Doble?

—Sí.

El mayor, parsimonioso, consciente de que nada tenía que hacer en Arkansas y que lo único que le interesaba era matar unas horas hasta la salida del barco, extrajo su cachimba y la bolsa de tabaco. Apenas la hubo encendido cuando por uno de los espejos que había frente a él vio abrirse la puerta y penetrar dos individuos en el local.

Al fijarse en uno de los recién llegados, Sullivan se envaró. Estaba seguro de conocer a aquel hombre. Durante varios segundos, mientras avanzaban hasta situarse cerca de él, a su izquierda, se esforzó en recordar el rostro. Le había visto recientemente. ¿Dónde? ¿En qué circunstancias?

No tuvo tiempo a responderse a tales interrogantes. Uno de los individuos, colocando fanfarronamente los pulgares en el cinturón canana, a la altura de las culatas de los revólveres, preguntó en alta voz:

—¿No me reconoces, Perry?

El interrogado intuyó— peligro. El instinto le gritaba que la muerte no iba a tardar en rondarle. Sin embargo, aparentó la máxima tranquilidad al responder:

—Sí. Tu rostro me es familiar. ¿Dónde nos vimos?

—Tú corrías delante de mis «Colt» llevándote mi caballo y unas alforjas con provisiones.

—¿De veras? —inquirió Sullivan, extrañamente sereno—. ¿No te habrás equivocado?

—No. Prometí, entonces, que te encontraría aunque tuviese que seguirte hasta el infierno. Voy a darte tu merecido a no ser que confieses públicamente que eres un ladrón y te entregues al sheriff para ser juzgado.

Perry comprendió que le provocaban con ánimo de asesinarle y depositó la cachimba en el mostrador, con estudiado gesto de tranquilidad, para, luego de cerciorarse de que no tenía a nadie a la espalda, preguntar a su interlocutor:

—¿Cuánto te pagan por matarme? —Una luz se hizo en el cerebro del mayor—, ¡Acabo de saber quién eres! ¡Tú guiabas el coche que estuvo a punto de destrozarme en Washington!

—No inventes historias. No quiero matarte. Sólo que te entregues al sheriff.

—¿Para hacerme perder el barco?

El que provocaba a Sullivan se mordió los labios.

—Presentaré una denuncia contra ti y que la ley decida.

—No. Estás seguro de que no aceptaré tus condiciones y saldrán a relucir las armas.

«Tus palabras crees que van a servirte para preparar tu coartada si me asesinas. Te acompaña un pistolero profesional, si es que tú no lo eres también. Me gustaría saber el nombre del cobarde que no se atreve a dar la cara y te envía a la muerte. Porque vas a morir, ¿comprendes? ¡No me interrumpas! Nos están oyendo algunos hombres. Ante ellos declaro que no quiero matarte. Soy yo el que te va a entregar a la Ley para que respondas del crimen frustrado en Washington. Deja caer el cinturón canana y di a tu compañero que se aleje. Contra él no tengo nada. ¿Cómo te llamas? Si me veo obligado a disparar quiero saber tu nombre. No me gustan los fantasmas.

—Soy Peter Lamborn. De sobra lo sabes. Me estuviste acechando porque creías que llevaba oro oculto en las alforjas. Te equivocaste. Tienes un minuto para entregarte.

—¡Sobra!

El mayor sentíase dominado por la indignación ante el cinismo del indeseable. Concibió la idea de apresar vivo a aquel hombre para saber quién era el que le mandaba pero tal pensamiento duró sólo una fracción de segundo.

Iba a enfrentarse a dos pistoleros profesionales y cualquier error significaría la muerte.

Era preciso que tirase a matar. De lo contrario…

Los que escuchaban el diálogo se apresuraron a apartarse de la posible trayectoria de las balas y los tres hombres quedaron frente a frente, los brazos caídos a lo largo del cuerpo, con aparente laxitud. Los ojos se buscaban afanosos. Ellos darían la señal de matar.

Sullivan, cuya afición predilecta eran las armas de fuego y que durante años se había ejercitado en su manejo, sintióse intranquilo. Sus enemigos no estaban nerviosos ni parecían impresionados por el duelo, seguros, tal vez, de la victoria.

—Disparad cuando queráis. Sois unos cobardes.

El mayor hablaba en el afán de distraer a sus adversarios, de inquietarles con sus palabras.

No obtuvo respuesta.

Sentía los ojos de Lamborn y de su compañero clavados en sus pupilas, cual si quisieran hipnotizarle.

No. El no sacaría el primero. Necesitaba que ellos iniciasen el ataque. El silencio era absoluto, un silencio de muerte.

Perry notaba espesa la saliva, reseco el paladar. Sucedió de pronto.

Las pupilas de sus adversarios se empequeñecieron, de forma casi imperceptible, al dar el cerebro a las manos la orden de atacar.

Perry, dejándose caer a tierra, en un prodigio de habilidad que maravilló a todos los presentes, desenfundó, haciendo fuego con mortífera puntería.

Sus enemigos, que sólo consiguieron asir las culatas de los revólveres, sin tiempo para sacarlos de las fundas, sintieron sus carnes desgarradas por el plomo, cayendo a tierra.

Había estupor en los ojos de Peter Lamborn cuando el mayor, después de cerciorarse de que el otro hombre había muerto, se le acercó para preguntarle:

—¿Quién es el que te manda? ¡Dímelo o…!

Aunque no tenía intención de cumplir su amenaza, Sullivan puso el cañón de uno de sus revólveres en la frente del herido el cual, con una amarga sonrisa, dijo:

—Aparta el «Colt»… Sé que tengo lo mío, que nada me salvará… Cliff Kane me engañó haciéndome creer que eras un novato en el manejo de las armas… «Los militares no saben desenfundar», me dijo… ¡El miserable!

¡Cliff Kane! Acaso…

—¿Está ese hombre en el barco, acompañado de Adela Michel?

—Ella se llama Eva Spud. Son dos miserables… ¡Máteles! Yo…

Un borbotón de sangre impidió a Lamborn seguir hablando. Perry, atónito por la inesperada revelación sobre la verdadera identidad de la que había dicho llamarse Adela Michel, guardó un breve silencio. ¡Se había dejado seducir por la hermosura de aquella mujer! Al posar sus ojos en el moribundo, cuyo rostro era ya el fiel reflejo de la muerte, compadecido, dijo:

—Mandaré por un médico.

—No hace falta… Voy a morir.

—¿Tienes fuerza para escribir unas líneas acusando a Kane y a Eva Spud? Peter tardó unos minutos en responder. Se ahogaba, al fin musitó:

—No puedo… Tampoco lo haría… ¡Mátele cara a cara, como acaba de hacer con nosotros! Prescinda de la justicia. La ley del «Colt» es la única que rige en el Oeste… Hágalo pronto o acabará asesinándole… Jamás fracasó y…

La sangre se deslizaba por las comisuras de los labios del herido quien intentó, en vano, seguir hablando. Su cabeza se dobló trágicamente hacia la izquierda mientras sus ojos adquirían una trágica inmovilidad.

Sullivan se puso en pie, reprochándose no haber formulado a Lamborn la más importante de las preguntas: si Cliff Kane era el jefe del contrabando de armas en la frontera, pese a que ya estaba casi seguro de ello. La complicidad de Eva Spud era significativa. Las circunstancias se habían precipitado de tal forma que…

No pudo completar su pensamiento. Una voz bronca lo dominó todo:

—¿Qué ha ocurrido aquí?

El que había pronunciado tales palabras era un hombre recio, de unos cuarenta años, en cuyo pecho brillaba una estrella de latón dorado, símbolo de autoridad. El mayor, con una sonrisa, enfundó los revólveres, que hasta entonces tuvo en sus manos y, dirigiéndose al mostrador, cogió la cachimba, encendiéndola parsimonioso.

Estaba seguro de que los que presenciaron el duelo contestarían por él.

Así sucedió. El sheriff, tras escuchar atentamente las explicaciones, se dirigió a Perry:

—Parece que actuó en defensa propia.

—Sí.

El agente de la autoridad clavó su mirada en la de su interlocutor sin el menor afecto, casi con hostilidad.

—No me gustan los matones. Todos afirman que es usted un pistolero profesional.

Venga a la oficina a firmar el atestado. Nos acompañarán dos testigos.

—No puedo hacerlo, sheriff. No deseo perder el barco.

—El barco no saldrá hasta que hayamos detenido a ese Cliff Kane al que se refirió el moribundo. Pienso culparle de proyectar un asesinato y…

El mayor le interrumpió:

—¿Quiere que pasemos unos minutos a la trastienda? Necesito hablar a solas con usted.

—De acuerdo.

Los dos hombres abandonaron el local destinado al público. Sullivan, con breves palabras, sin decir a su interlocutor más que lo indispensable, le refirió la misión que se le había encomendado, mostrándole su cartera militar.

—No proceda contra ese hombre. Haré creer a Kane que ignoro sus propósitos.

Vigilándole, quizá llegue a conocer lo que me interesa.

—¿Y si vuelve a atentar contra usted?

—Tendré cuidado de no caer en ninguna trampa. Haga lo que le pido. Asumo por completo la responsabilidad.

El delegado de la autoridad en Arkansas meditó unos segundos.

—Usted gana. Consideraré este asunto como un duelo entre pistoleros en el que el vencedor escapó. ¿Quiere que tomemos una copa, mayor?

—No. Regresaré al barco.

—Como quiera. Le deseo suerte.

—Gracias, sheriff.

Perry, después de estrechar la mano del representante de la ley, se dirigió al río. Iba atento a posibles sorpresas. Tal vez Kane, para prevenir un posible fracaso, le acechara desde cualquier esquina.

Nada le sucedió en el recorrido hasta el barco. Perry Sullivan, al encerrarse en su camarote para que nada le pudiera distraer de sus meditaciones, suspiró con alivio.

No era cobarde pero la idea de que alguien pudiera disparar contra él por la espalda le había desasosegado durante todo el trayecto.

Maquinalmente, con ademanes de autómata, llenó su cachimba, encendiéndola. ¡Cliff Kane y Eva Spud! Entonces ellos eran…

Nervioso, casi febril, acarició las —culatas de los «Colt» y con una sonrisa que no presagiaba nada bueno para sus enemigos se dirigió a cubierta sobresaltándose al oír muy cerca de él una voz femenina:

—¿Tan pocos atractivos tiene el pueblo para usted? Hace apenas una hora que abandonó el navío.

El mayor clavó su mirada en los ojos de la mujer, que le sonreían. No sin dominarse para no decirle lo que pensaba de ella después de la declaración de Peter Lamborn, inquirió, irónico:

—¿Se le pasó la jaqueca?

—Sí. No suelen durarme mucho.

—Procure que le suceda siempre así —repuso Perry, intencionado—. ¿Vamos al bar?

En el pueblo dan un whisky pésimo. Prefiero el del barco.

—Como quiera.

En silencio abandonaron el puente para penetrar en el amplio comedor. John Smith, que se hallaba haciendo solitarios con una baraja, acomodado ante una mesa, les miró pero no hizo nada por acercárseles.

—Hemos de reconocer que somos la excepción entre los pasajeros. Todos han ido a tierra y apurarán hasta los últimos minutos.

El comentario de Sullivan no mereció respuesta por parte de Adela Michel la cual, con un cigarrillo en la diestra, pidió:'

—Deme lumbre, Perry… ¿Me autoriza a llamarle así?

—¿Hay algo que lo impida? Lo que se oponga entre usted y yo no será nunca culpa mía. La frase, doblemente intencionada, no pareció hacer mella en la mujer, quien, tras aspirar voluptuosamente el humo, comentó:

—Creo que tendremos que ir nosotros a servir a ese camarero.

Las palabras de Adela Michel fueron escuchadas por John Smith, quien, sin levantarse ni volver la cabeza, se limitó a sonreír.

—Es posible que no esté de servicio. Todos sus compañeros fueron a tierra. Detrás del mostrador hay botellas y vasos. ¿Para qué necesitamos a nadie?

El mayor fue a incorporarse pero Smith, anticipándosele, dijo:

—Celebro su sensatez. En efecto, nada me obliga ahora a servirles pero haré una excepción con usted.

—¿Conmigo no? —inquirió Adela con coquetería.

—Es posible que no. Las mujeres que se saben bellas creen merecerlo todo.

—Gracias. Al fin y al cabo es un cumplido.

—No lo considere así. ¿Whisky?

—Sí. Un doble para mí. ¿Qué va a tomar usted? La interrogada contestó:

—Beberé del suyo. No quiero nada que venga de manos de ese camarero.

—La serviré yo. No se preocupe.

Mientras que de espaldas a Adela Michel, servía el licor, Perry hubo de admirar la intuición de Smith al sospechar de aquella mujer. Al volverse, dispuesto a sacar el máximo partido del diálogo que se proponía iniciar, John se alejaba.

—¿Quiere agua?

—No. Gracias. ¿Por qué no me habla de su pasado, Perry? Es usted distinto a todos.

—¿A Cliff Kane también?

—Sí.

—¿Él le regaló la sortija que arrojó al río?

—Sí.

Las dos afirmaciones, breves, secas, fueron para Sullivan más elocuentes que todas las palabras. Resultaba' indudable que ella no estaba enamorada de aquel hombre. ¿Qué la unía entonces a él? ¿Sólo el odio hacia el Norte; algún secreto afán de venganza? Fue a formular una pregunta en tal sentido pero no pudo hacerlo.

—¿Estorbo?

Cliff Kane acababa de entrar en el gran salón y, en pie, con faz sombría, miraba a la mujer y a su acompañante.

Perry, esforzándose en dominar su impulso de arrojarse contra aquel miserable, se puso en pie. Pese a que se esforzó en dar naturalidad a sus palabras, no consiguió evitar un leve matiz de desafío:

—A mí, no. Las dependencias del barco están al servicio de los pasajeros. ¿Quiere sentarse con nosotros?

Kane aparentó ignorar la invitación.

—Ven conmigo, Adela. Necesito que hablemos.

Sin más palabras, seguro de ser obedecido, Cliff abandonó el bar. Ella, poniéndose en pie, tendió su diestra a Sullivan, esforzándose en sonreír:

—Nos veremos a la hora de la cena, Perry.

—Hasta luego.

El mayor, con gesto preocupado, siguió a la mujer con la mirada. Luego, volviéndose a John Smith inquirió:

—¿Qué tiene contra ella?

—¡Qué importa eso! Usted también, muy en lo íntimo, se ha prevenido. Ha cambiado de conducta en usos momentos. ¿Por qué?

Sullivan eludió una respuesta directa.

—Es muy atractiva. Debe haber un misterio, quizá una tragedia, en su vida.

—Lo hay. Tengo la certeza.

La mirada de Perry centelleó, colérica.

—¿Quién es usted? También se me hace sospechosa su actitud.

—¿Cuándo cruza una calle piensa lo mismo? Hubo una breve pausa, rota por Sullivan:

—¿Supone que he de permanecer obligado a usted siempre y soportar sus impertinencias porque le debo la vida? Fue un accidente y…

La afirmación de Smith sorprendió al militar.

—No se engañe. ¡No fue un accidente! ¡Intentaron asesinarle!

—¿Cómo lo sabe?

En los labios del joven se dibujó una cínica sonrisa:

—El que guiaba el tronco de caballos no hizo nada por detenerlos. Además, no olvide que soy un poco adivinó.

—¿Por qué no es sincero?

—Empiece usted por darme ejemplo. Me engañó en Washington al decirme que viajaba hacia el Norte y… Lo siento, el capitán me llama.

No era un pretexto. El que mandaba el barco acababa de aparecer en la puerta que enlazaba el bar con el puente. Sullivan, acomodándose de nuevo en la silla, encendió un cigarro, deseoso de ordenar sus ideas.

Los acontecimientos de las últimas horas le tenían sumido en un mar de confusiones.

¿Era Eva Spud conocedora de la trampa que le tendieron en el pueblo y en la que pudo haber muerto a manos de los dos pistoleros?

¿Qué perseguía John Smith? Preguntas sin respuesta…