Capítulo III
EL choque de los dos hombres fue brutal. El sargento, deseoso de acabar la pelea a su favor, machacaba el rostro de su adversario con tanta rapidez, que su enemigo, en el afán de evitar el duro castigo, al pretender cubrirse, se entregó a Lancaster, resignándose a la derrota.
Los puños del sargento eran cual proyectiles, de una contundencia tan extraordinaria que cada impacto producía una herida a su antagonista.
Confiado Archibald en la victoria aminoró, en parte, su acometividad y ello estuvo a punto de serle fatal.
Su enemigo, siempre retrocediendo, tuvo un segundo de respiro que le permitió, cobardemente, empuñar una botella en su diestra, no sin antes quebrarla contra una de las mesas.
Con tan peligrosa arma en la mano, arqueadas las piernas, el vaquero sonrió ferozmente, mientras decía:
—¡Acércate ahora si te atreves! ¡Voy a desfigurarte para siempre esa cara de oso sucio que tienes!
Dos soldados avanzaron unos pasos, dispuestos a intervenir.
—Eso no es leal —dijo uno de ellos.
Archibald, haciéndoles un gesto para que se detuvieran, les ordenó:
—Quietos, amigos. ¡Este tipo va a arrepentirse de haber nacido!
—Pero… —quiso argüir un cabo.
—Es asunto mío. ¡Le arrancaré la botella y los dientes! Vigiladle bien para que no escape cuando se vea perdido.
En la taberna, el silencio era absoluto.
Los dos contendientes se observaban antes de lanzarse al ataque. El sargento, seguro de la victoria, no quería, sin embargo, exponerse a recibir una herida, al menos mientras pudiera evitarlo. El cow-boy, pese a la superioridad que la botella le brindaba, había ya tenido la experiencia de los golpes del suboficial y no deseaba ser golpeado de nuevo.
Archibald, buen esgrimista, hizo unas fintas de tanteo pero siempre encontraba, a la altura de su rostro, los puntiagudos vidrios que, si le alcanzaban en la cara, podían desfigurarle para siempre o dejarle ciego.
Se dio cuenta, por la posición de las piernas, de que su enemigo era un hombre de lucha y también por el brillo de sus ojos, en los que se reflejaba la maldad.
Lanzó dos directos el sargento contra su antagonista, sin alcanzarle y, de forma inesperada, alzó la pierna izquierda, pero el truco no obtuvo el éxito apetecido.
El desconocido retrocedió unos metros evitando que la bota le alcanzara la botella.
Después, con audacia, se precipitó contra el militar.
Archibald apenas tuvo tiempo de esquivar la peligrosa y feroz acometida y pudo asir, con un grito de triunfo, la muñeca armada de su enemigo, el cual quiso, en vano, desasirse.
—¡Te vas a tragar los cristales!
Los dos hombres, muy cerca los rostros en los que centelleaba el odio, se miraron unos segundos. El sargento sintió de pronto que algo le golpeaba en el vientre, cortándole casi la respiración. Su adversario acababa de golpearle con la rodilla, aprovechando la proximidad.
Archibald arqueó el cuerpo y todos sus esfuerzos se centraron en retorcer la muñeca del cow-boy quien, en vano, quiso resistir. Los dedos del sargento oprimían como tenazas.
Con la mano izquierda, el vaquero pegó dos veces en la cara del suboficial, pero sin demasiada fuerza por la corta distancia y, al fin, con un gemido, hubo de soltar la botella ante el temor de que fuera a partírsele el hueso.
El militar, lanzando un grito de triunfo, separó de un empellón a su antagonista, que retrocedió tambaleándose y, sin darle tiempo a reaccionar, saltó sobre él pegándole una y otra vez en la cara hasta convertírsela en un amasijo sanguinolento.
El cow-boy sangraba por las cejas, por la nariz y por la boca, pero continuaba manteniéndose en pie. Los que llenaban la taberna jaleaban a Archibald:
—¡Dale ahora en la mandíbula!
—¡No le dejes descansar!
—¡Pégale en el hígado y en el estómago!
Al fin, el individuo, con las facciones tumefactas, cayó a tierra, incapaz de sostenerse en pie. Fue a incorporarse, no sin esfuerzo, pero no pudo conseguirlo. Cuando había levantado medio cuerpo, los brazos, en los que se sujetaba, se le doblaron y perdió el precario equilibrio.
Archibald, desentendiéndose de quienes le rodeaban para felicitarle, con un suspiro de satisfacción, jadeante por la pelea, se volvió a la mesa que ocupó hasta entonces. Su sonrisa triunfal se heló al advertir que Eva Spud, por la que había luchado, no se hallaba allí.
—¿Y la chica? —preguntó en alta voz.
—Se marchó apenas comenzó el jaleo —repuso una de las camareras. El sargento frunció las cejas.
—¿Llevaba una carpeta en sus manos?
—Creo recordar que sí.
La verdad se abrió paso en un segundo en el cerebro del sargento, quien, sin importarle los que le miraban, exclamó:
—¡Bestia y estúpido de mí!
Un cabo, acercándosele, interrogó:
—¿Qué le ocurre?
—¡Nada! ¡Maldita…! ¡Este tipo va a decirme todo lo que quiero saber!
Un teniente, que con gesto de regocijo había presenciado la lucha desde uno de los laterales, al ver que Lancaster obligaba a levantarse al que fue su enemigo se acercó al suboficial, procurando no ser visto.
Archibald, encolerizado, arrimó su rostro al del individuo con aspecto de vaquero, que acababa de recobrar el conocimiento y de incorporarse, y le amenazó:
—¡Vas a decirme dónde puedo encontrar a esa mujer de la que dices que has sido novio… o lo que sea! ¡Tienes un minuto para responderme! Si no lo haces…
La diestra de Archibald se alzó, en claro ademán. El hombre, moviendo la cabeza para despejar la turbación que le dominaba, repuso:
—No conseguirás nada golpeándome. Ya tengo suficiente. La conocí hace unos meses y hoy la he encontrado aquí por casualidad.
—¡Mientes!
—¡Es la verdad!
—¡Habla o te…! ¡Es mi última advertencia!
El oficial, que había escuchado en silencio, intervino con energía:
—Desde luego, Lancaster, que es su última advertencia. Conduzca al detenido al despacho del sheriff si cree que la cosa lo merece. En caso contrario, déjele en paz.
—A la orden, mi teniente. Es que…
Archibald, sin perder de vista al hombre al que había vapuleado, refirió su encuentro con la muchacha y el robo de la carpeta. No le importaba que sus compañeros se enterasen de que había sido objeto de un engaño por considerar de importancia lo que se ocultaba detrás de la farsa amorosa de que fue víctima. El teniente, grave el rostro, habló:
—Llevaremos a este individuo a la oficina del sheriff. Cuide de que no se le escape.
—No se preocupe, señor. ¡Le aseguro que no huirá! Y si pesco a esa… Archibald no terminó la frase. Una voz guasona dijo a su espalda:
—Si la encuentras la vuelves a enamorar, ¡conquistador!
Hubo no pocas carcajadas. Lancaster, con gesto malhumorado, miró al que acababa de hablar, de su misma graduación militar.
—¿Quieres probar mis puños, South?
—No. Al menos por ahora.
El teniente, que no pudo disimular una sonrisa al oír el breve diálogo, intervino:
—Vamos ya. Quiero saber qué hay detrás de todo esto.
Los dos militares, llevando entre ellos al magullado hombre con ropas de vaquero, abandonaron el establecimiento de bebidas para, en unos minutos, llegar a la oficina del representante de la ley.
Iban a entrar en el despacho cuando vieron a un mayor del ejército, con el uniforme sucio y desgarrado, que también se disponía a penetrar en el gabinete de trabajo del sheriff. El sargento dijo:
—A sus órdenes, señor. Celebro que se haya salvado. Presencié el accidente.
—Gracias —repuso Sullivan—. ¿Vio usted una carpeta?
—Por ella venimos —intervino el teniente—. El hombre que nos acompaña sabe qué ha sido de ella. Ignoraba que se tratara de usted.
—Sí, Mason. Un carruaje estuvo a punto de conseguir más que la artillería del general Lee. Le escucho, sargento.
Lancaster, con breves palabras refirió lo sucedido. Apenas hubo terminado cuando el prisionero se dispuso a emprender una desesperada fuga.
—¡Cuidado! —gritó el mayor.
La advertencia era oportuna. El detenido, aprovechando la breve distracción, se hallaba ya cerca de la puerta. Archibald desenfundó el revólver de reglamento, pero Perry le gritó, a la par que se lanzaba, en plongeon, contra el fugitivo.
—¡No dispare!
Los dedos de Sullivan se aferraron a uno de los tobillos del que intentaba escapar, sujetándole en el momento crítico.
Tanto era el ímpetu del que huía, que el tirón fue terrible para el brazo del militar quien, con un sobrehumano esfuerzo, pudo aguantar aunque notando en sus dedos una terrible sensación de desgarro. El individuo cayó a tierra lo que aprovechó Archibald para arrojarse contra su enemigo quien, a la desesperada, intentó desenfundar uno de sus revólveres
—¡Quieto, maldito, o te destrozo!
El teniente Mason encañonaba al hombre mientras Lancaster le inmovilizaba en el suelo, desarmándole. El hombre cesó de forcejear, convencido de que la resistencia era inútil y suicida.
Se puso en pie, mirando con encono a los tres hombres, Perry fue a decir algo, pero el sheriff apareció en la puerta del despacho, atraído, sin duda, por el rumor de la lucha.
—¿Qué ocurre?
—Traemos un detenido —repuso el teniente Mason—. Está complicado en un robo y…
—Pasen. Formalizaremos la denuncia.
—¡Un momento! —intervino Sullivan—. Quiero hablar antes con usted a solas. Esperen aquí.
El mayor se introdujo en el gabinete de trabajo del sheriff, seguido por éste, para reaparecer a los pocos minutos.
—Entren todos. Me ha costado conseguir lo que pretendía. —El militar se encaró con el cow-boy—. ¿Sabes lo que es? —El interrogado se encogió de hombros—. Voy a utilizar contigo un procedimiento que me enseñaron los sioux. No es muy aparatoso y apenas si se derrama sangre. Consiste en pinchar con un machete en determinados centros nerviosos del cuerpo y…
Los ojos del prisionero se agrandaron de terror al oír las palabras de Perry.
—La ley me amparará —balbució.
—Yo no estaría tan seguro de ello —repuso irónicamente Sullivan—. Observa al sheriff. Lo único que me ha pedido es que' no le ensucie el despacho. Por lo demás, se fumará un cigarrillo mientras yo me empleo a fondo contigo. Primero se experimenta como una sacudida a la que sigue una sensación de quemadura. Es posible que pierdas el conocimiento. El dolor es insoportable. ¡Entra de una vez!
Al pronunciar tales palabras, Perry cogió violentamente al detenido por la camisa, tan violentamente que el hombre dio un traspié, estando a punto de caer. La actitud del mayor y la pasividad del sheriff hizo comprender a aquel individuo que se hallaba en un difícil trance; pero nada dijo, limitándose a morderse los labios, en un vano afán por dominar el pánico.
—Cierre la puerta, sargento y prepare su pañuelo. Amordazaremos a este hombre para que sus gritos no llamen demasiado la atención.
La frialdad de Sullivan espantaba. El teniente Mason quiso intervenir en el sentido de que no se torturase al prisionero.
—Yo opino que…
—No se preocupe —le cortó Perry, rápido—. Sé que usted es partidario de dar una paliza a este coyote. Lo dejaremos para después, para cuando le haya convertido en una ruina física. Tiempo tendremos todos de probar nuestras fuerzas.
El cow-boy que provocó la pelea en el saloon, de la que había de salir mal parado, chilló:
—¡No tienen derecho a torturarme! ¡Es una monstruosidad!
Los dedos de Sullivan volvieron a aferrarse en la camisa del que hablaba.
—Vamos a darte el trato que mereces, a no ser que… Es inútil que pierda el tiempo. La carroña como tú, sólo entiende el lenguaje de la violencia. No mires al sheriff. Este es un asunto de militares. Él se limita a prestarnos el despacho. Cuando sea de noche te trasladarán en una camilla a los calabozos del Estado Mayor y allí… Bueno. Ya puedes imaginarte lo que te aguarda. Ahora me interesa saber quiénes te mandan, dónde podremos encontrar a tus cómplices y algunas cosas más.
El detenido fue a hablar, pero Perry no se lo permitió.
—Vas a decir alguna mentira. Lo mejor será que te vapulee primero y te interrogue después.
El vaquero, al ver que el mayor sacaba una navaja de uno de los bolsillos de la guerrera, gritó:
—¡Confesaré lo que quieran! ¡Malditos sean todos ustedes, tan criminales como yo y como los que me mandan!
—No nos gustan los melodramas. ¿Dónde podremos encontrar a esa Eva Spud que engañó al sargento? ¡Habla!
El acero esgrimido por Sullivan se acercó tanto a los ojos del detenido que éste retrocedió un paso.
—La encontrará en…
Un relámpago, un leve brillo que surcaba el aire, mensajero de muerte, interrumpió las palabras del forajido. El sheriff, y los que con él se encontraban en el despacho, dejándose arrastrar por el instinto de conservación, se arrojaron al suelo mientras llevaban las manos a las pistoleras.
El indeseable se desplomó como un pelele, quebrado el hilo de su vida por el puñal que había penetrado en su garganta.
Ferry fue el primero en reaccionar, y poniéndose en pie saltó por la ventana, que se hallaba entornada. Vio un caballo que se perdía en la distancia espoleado por su jinete. La calle, sin apenas tránsito, estaba desierta.
Ensombrecido el rostro, el mayor entró de nuevo en el despacho. El sheriff se hallaba inclinado sobre el caído.
—Ha muerto. ¿Vio al agresor?
—Sólo su espalda. Es inútil rodear el edificio en busca de una cabalgadura. Antes de emprender la persecución se habría perdido de vista y hay mucho tráfico en Washington a estas horas. El único rastro se ha desvanecido. Sargento…
—Diga, señor.
Archibald Lancaster, que esperaba una reprimenda, escuchó un consejo, no exento de ironía:
—En lo sucesivo no se fíe de las mujeres. Todas persiguen algo de los hombres, por muy veteranos que sean. Le salva de mi enojo su sinceridad al reconocer la burla de que ha sido objeto y su deseo de enmendar el yerro. En su hoja de servicios… de conquistador, hay una mancha de las que difícilmente se borran.
—Le aseguro, señor, que encontraré a esa mujer y que apenas le eche la vista encima…
—Ya se encargará ella de no verle. Si supiera algo de esa carpeta comuníquese con el general Speifer. Adiós.
Sullivan contestó al saludo del teniente y del sargento y luego de estrechar la mano del representante de la ley abandonó el despacho para dirigirse de nuevo al Estado Mayor y referir al general lo sucedido, no sin que la cólera desbordara en su corazón al tener que reconocer que había sufrido un fracaso antes de comenzar el trabajo que le había sido encomendado. Las par— labras de Speifer no fueron de reproche, como Sullivan temía:
—Siento que nuestros enemigos conozcan lo que sabemos respecto a ellos, pero lo sucedido no es tan grave como parece. Lo ignoramos casi todo sobre el contrabando de> armas y la actuación delictiva de esos hombres. Esto le convencerá, mayor, de que no exageré al decirle que le enviaba a la muerte. Extreme las precauciones de ahora en adelante. ¿Cómo pudieron averiguar que era usted el designado por nosotros para trasladarse al Oeste?
Sullivan se encogió de hombros, en un gesta revelador de su ignorancia. Hubo un breve silencio, roto por el general:
—Tal vez tengan algún confidente en nuestro Estado Mayor. Será cuestión de pensar en eso. Por fortuna, existen copias de lo que le entregué. En cuanto al dinero… Carece de importancia. Entiéndase con el coronel secretario. Otra vez le deseo suerte, mayor. No olvide que la muerte le acecha.
—Gracias, mi general.
Los dos hombres volvieron a estrecharse la mano con fuerza…