Capítulo V
—TUVE que liquidarle, Eva. Iba a revelar nuestro escondite. No hubo más remedio. Pude impedir que hablara en el último segundo, jugándome la libertad y la vida.
—¡Me repugnan los asesinatos! ¡Tú lo sabes! ¡No debiste hacerlo!
—Era el único camino.
Hubo una larga pausa. En la estancia, sin más muebles que una mesa y media docena de sillas, revoloteó un moscardón, llenándolo todo con su zumbido.
—¡Mata a ese bicho! Siempre acuden a los cadáveres.
En los labios del hombre se dibujó una mueca despectiva, de superioridad.
—¿Supersticiosa?
—¡Me espantan los crímenes!
—Debías agradecerme lo que acabo de hacer. Sabemos lo que nos interesa para variar nuestra norma de conducta en un futuro. Esos miles de dólares nos demuestran que el ejército no escatimará gastos para eliminarnos, lo que es muy significativo.
Cliff Kane abrió la carpeta que Eva le había entregado, examinándola de nuevo.
Luego, la depositó sobre la mesa.
—Muy interesantes los informes, algunos equivocados. Resalta peligroso para nosotros lo que los militares saben. Peter Lamborn fue un estúpido al fallar el atropello. Tengo noticias de que Perry Sullivan es un hombre de suerte, que no ha fracasado nunca. Ascendió paso a paso en su carrera, siempre por méritos. Hay que asesinarle o…
—¿O qué?
—Déjame pensar, Eva.
El hombre, sentándose en el pico de la mesa, mordió un cigarro puro, encendiéndolo.
En su rostro encanallado había un gesto diabólico que impresionó a la mujer.
—Conmigo no cuentes para más crímenes. Aún no sé la causa por la que continúo a tu lado.
—¿Quieres que te la recuerde?
Ella se estremeció al oír la pregunta, formulada sarcásticamente. Palideció.
—¡No! ¡El pasado es espantoso! Prefiero seguir aturdiéndome a tu lado a… No completó la frase, no atreviéndose a expresar en voz alta sus ideas.
Las facciones de Cliff Kane, que miraba atentamente a la mujer, pese a su angulosidad y a lo perverso de su gesto, no estaban exentas de belleza. Sin embargo, había algo repulsivo en aquel hombre.
—¿Por qué no te casas conmigo, Eva? Es el precio para apartarte de todo lo que te repugna. Pondríamos una casa en uno de los pueblos próximos a la frontera.
La muchacha le miró con fijeza.
—¿Abandonarías tus sucios negocios?
—No es posible. Tú lo sabes. No me impulsa sólo el afán de lucro. Hay algo más, algo a lo que, si es preciso, debo sacrificar mi vida. De paso no vienen mal unos cientos de miles de dólares.
Eva Spud dijo, con tono de voz deliberadamente frío:
—A veces dudo si eres un completo canalla o queda en tu alma algún sentimiento noble.
—No debes dudarlo. Cliff Kane es… Cliff Kane, el que tú conoces, tu cómplice. ¿El que fue? ¡Eso qué importa! Sólo los necios se aferran al pasado. La guerra me convirtió en lo que soy. Prepara tus cosas. Volvemos a la frontera. Washington es peligroso para nosotros. Tengo una idea que me permitirá seguir burlando a la ley.
—¿Qué idea? ¿Más asesinatos?
—He de madurarla bien aún. ¡No perdamos tiempo! Hemos de adelantarnos a ese Perry Sullivan…
* * *
—Te prometo que regresaré, Betty. Tu padre me ha prometido el más alto premio. Siento que nos tengamos que separar tan pronto, pero deseo hacer una larga cabalgada aprovechando las últimas horas de la tarde y las primeras de la noche. ¿Me recordarás siempre?
—¿Puedes dudarlo?
Los dos jóvenes, en pie, se miraron esforzándose en disimular la tristeza que les dominaba. El sol, iniciada ya su curva descendente, doraba los campos de las afueras de Washington. A escasa distancia pacían numerosos caballos y algo más al fondo, rodeada de árboles, elevábase la casa, de sencilla arquitectura, que recordaba las de los primeros colonizadores de aquellos territorios.
Betty sintió de pronto que algo inmenso desbordaba en su alma. La idea de no ver durante meses al hombre al que amaba le hizo arrojarse en sus brazos.
—¡Perry! ¡Va a ser horrible!
El, acariciando los femeninos cabellos, repuso:
—Lo sé. Sin embargo, no estaremos solos porque nos unirá idéntico anhelo, idéntica esperanza. Adiós. Cierra los ojos un segundo. No los abras hasta que no oigas el galope del corcel.
Sullivan besó en los labios a la muchacha, con una ternura infinita, y después en los párpados y en la frente.
—Reza por mí, Betty.
Con rapidez, anduvo hasta su caballo y —montando en él de un salto picó espuelas.
Apenas se había alejado un centenar de metros, volvió la cabeza. Betty
Speifer agitaba su pañuelo, en un mudo gesto de despedida. Alzó en su diestra el sombrero de ala ancha y tornó a galopar, volviéndose repetidas veces, hasta que un desnivel del terreno le ocultó definitivamente de la mujer que amaba.
La tarde fue amarga para el jinete, camino de la aventura; según su jefe, de la muerte.
Iba hacia las tierras salvajes, indómitas, del Oeste donde la guerra había creado graves problemas, los principales la rebeldía de algunas tribus indias, envalentonadas por la ausencia de hombres blancos en sus territorios debido al pasado conflicto bélico, y las partidas de ex combatientes y desertores que no se resignaban al diario trabajo, a prescindir de las armas.
El crepúsculo acrecentó la melancolía de Perry quien no encontraba otro alivio a sus pesares que el dar chupada tras chupada a su cachimba, de gran cazoleta.
La brisa nocturna le devolvió la serenidad de espíritu. Era un militar e iba a cumplir con su deber. Sobraban tristezas y pesimismos. Además, cuando regresara, Betty estaría esperándole. La promesa del general le confortaba. ¿Volvería?
Mediada la noche, aun en la certeza de que sería incapaz de dormir, Perry acampó en un pequeño bosque de pinos encendiendo una fogata para hacer café. No tenía apetito y apenas si probó unos trozos da bizcochos y algo de jamón.
A solas, tranquilo al saber trabado a su caballo tendió la manta en el suelo y, depositando un vaso de aluminio con café al alcance de su mano, se tendió, dispuesto a descansar.
Como en otras ocasiones, le invadió una paz inmensa. El campo le sugestionaba.
Una vez más le asaltó la idea de abandonar el Ejército para, fundando un rancho en el Oeste, en Oklahoma o Nuevo Méjico, vivir allí con Betty para gozar de la serenidad que proporcionaba la ausencia de otras ambiciones que las derivadas de conseguir el pan de cada día.
Imaginó largos paseos a caballo con su esposa, vigilando sus tierras. Sí. Aquella podía ser la felicidad.
Las primeras luces del alba sorprendieron a Sullivan en vela. Poniéndose en pie, apagó el rescoldo de la hoguera para montar de nuevo en el corcel y continuar el rumbo, meciéndose lentamente con el vaivén de la cabalgadura.
Y así transcurrieron los días sin que nada turbara la serenidad del paisaje ni la paz del ambiente. El sosiego era tan grande que en no pocas ocasiones Sullivan llegó a olvidarse de la misión que le había sido confiada y al recordarla hubo de esforzarse en no ser vencido por lo que él subconsciente le gritaba: «El general Speifer exageró. Ningún peligro te amenaza».
En la interminable cabalgada, despreciando los normales medios de comunicación según órdenes recibidas, Perry atravesó la Virginia Occidental y Kentucky, para detenerse en Cairo, en el Estado de Illinois, al sur del río Ohio en su unión con el Mississipi.
Llegó en el preciso momento en que un barco de grandes ruedas laterales se disponía a zarpar. La tentación era demasiado fuerte para quien como el mayor, llevaba tantas semanas de duro viaje.
El descenso por el Mississipi, llamado con justicia el padre de los ríos, significaba comodidades, variedad en la comida y, sobre todo, no sentirse envuelto en polvo y en sudor durante las veinticuatro horas de cada día.
—Descenderé en Baton Rouge, en Luisiana para, por Texas, llegar pronto a la frontera. Así me será posible ganar medio mes —se dijo Perry mientras, con el corcel de las riendas, comenzaba a subir por la pasarela que enlazaba el muelle con la cubierta del navío. Apenas había caminado unos pasos cuando un marinero le abordó:
—¿Quiere mostrarme su pasaje?
—Pagaré a bordo. No tuve tiempo de ocuparme de ello.
—¿Lleva dinero? Perdone. Su aspecto es poco tranquilizador. Un brillo de dureza se reflejó en las pupilas de Sullivan.
—Si fuera lo que imagina —comentó el mayor mientras acariciaba con lentitud la culata de uno de sus revólveres —sus palabras le habrían "valido un aumento en peso, exactamente, de una onza. Está de suerte al encontrarme de buen humor. ¡Quítese de ahí!
—Pero…
Aunque turbado, el hombre que le cerraba el paso no obedeció. Perry tomó a insistir:
—¡Apártese! Creí que era capaz de distinguir a un caballero de un truhán. Dispongo de lo preciso para abonar mi billete. En el caso contrario, soy responsable de mis actos.
—Tardaremos quince minutos en zarpar. Le queda tiempo para ir a nuestras oficinas y procurarse un…
El marino no pudo seguir hablando. Pese a que era alto y robusto, unos dedos de hierro le aferraron por la chaqueta de paño y, alzándole sin aparente esfuerzo, le arrojaron al agua.
Sullivan, tranquilo, sin conceder importancia a lo ocurrido, continuó ascendiendo hasta alcanzar el puente.
Al ver acercársele a dos hombres comprendió que iban a tratar de expulsarle de la nave y ató su caballo a la barandilla de madera para, con las piernas arqueadas y una sonrisa de desprecio y superioridad en el rostro, aguardar el desarrollo de los acontecimientos.
No hubo palabras. Los dos marineros, irritados por el trato que Perry dispensó a su compañero y envalentonados por la pasividad del capitán de la nave, que les miraba impasible desde una de las cubiertas superiores, se lanzaron en tromba contra Sullivan, llevándose una gran sorpresa.
El mayor, lejos de aguantar a pie firme el ataque, saltó a la derecha para, burlando la acometida, propinar a uno de sus enemigos tan fuerte empellón en un costado que cayó también al río, luego de destrozar parte de la barandilla de madera.
El otro hombre se revolvió airado pero Sullivan, demostrando ser un maravilloso luchador, saltó sobre él y de varios izquierdazos, sin darle tiempo a reaccionar, le hizo perder el sentido.
Todo sucedió en escasos minutos. Perry, serenamente, miró en derredor fijándose entonces en el capitán, que le contemplaba con extraño gesto.
—¿Puedo hablar con usted sin seguir empleando los puños? —dijo.
—Desde luego. Mis hombres son un poco nerviosos y…
Perry observó que el capitán interrumpía su respuesta y desviaba sus ojos hacia la pasarela y se volvió con rapidez, temeroso de una agresión que no se pro— dujo. Lo que había motivado el silencio era la llegada de dos nuevos pasajeros, un matrimonio al parecer.
La mujer, esbelta, de gran belleza, pese a sus ropas deslucidas, cubiertas de polvo, llevaba un traje de amazona. Él era un individuo de rasgos enérgicos y faz angulosa que portaba dos corceles de las riendas, provistos de alforjas. Al llegar a la altura de Perry dijo, como para justificar su desastrado aspecto:
—No quisimos perder el barco y hemos hecho más de veinticinco millas en una sola jornada. ¿No hay sitio para nosotros, capitán?
El interrogado se apresuró a responder, mientras descendía al puente por una escalera sin barandilla.
—Sí. Han tenido suerte. Hasta dentro de quince días no habrá otro navío.
Acompáñeme. Usted también, señor…
—Sullivan, Perry Sullivan.
El mayor se arrepintió tarde de no haber ocultado su nombre. Había respondido mecánicamente, absorto en la contemplación de la mujer.
—Bien, señor Sullivan. No se preocupe de su caballo. Uno de mis hombres le llevará a las cuadras.
Perry cogió las alforjas y el rifle siendo imitado por el que acompañaba a la desconocida. Luego emprendió la marcha detrás del capitán, quien les condujo a los camarotes de los pasajeros.
—Este es un departamento con una sola cama. Para usted, señor Sullivan.
—¿Quiere cobrar ahora mismo el pasaje?
—Ya hablaremos más tarde. Síganme, señores.
El mayor, deseoso de lavarse, penetró en un cuarto no muy amplio. Un lecho al fondo, una mesilla, un pequeño armario y un lavabo, amén de cortinillas y una alfombra, completaban el mobiliario. Sullivan no lo pensó un instante y, desnudándose, procedió a asearse, cambiando sus ropas sucias por otras limpias que llevaba en las alforjas.
Después de afeitarse se miró al espejo. Su rostro era distinto sin la barba y la suciedad que le cubriera hasta entonces.
Deseando descansar, se tendió en el lecho, con un suspiro de satisfacción…
* * *
Al entrar en el gran comedor del barco, dispuesto a satisfacer el apetito, Perry se detuvo, deslumbrado por el espectáculo que a sus ojos se ofrecía. Numerosas luces de petróleo lo iluminaban todo arrancando a las joyas de las mujeres cárdenos o plateados reflejos.
Los hombres, excepto algunos militares de uniforme, pocos y sin duda en viajes de permiso o de traslado, vestían lujosas ropas, predominando las levitas. Las damas llevaban elegantes vestidos, muy descotados.
Sullivan anduvo por entre las mesas para acomodarse ante una de ellas. Un camarero se acercó solícito, con una sonrisa en los labios.
—¿Le sirvo la cena?
Al oír tales palabras y creyendo reconocer el tono de voz, Perry levantó la cabeza para mirar al que le hablaba. Su asombro no tuvo límites:
—¡John Smith!
—El mismo. Veo que no me ha olvidado.
—¡Cómo voy a olvidar al que me salvó la vida en Washington! ¿Qué hace aquí?
—Ya lo ve. Viajar. Perdí mi dinero en un envite de póker y hube de aceptar este empleo. Celebro que la casualidad nos haya hecho encontrarnos de nuevo.
—Yo soy el primero en alegrarme de ello. Iré a ver al capitán, le pagaré su pasaje y… Sullivan hizo ademán de levantarse pero Smith no se lo permitió.
—No acepto. Gracias de todos modos. Es curiosa la experiencia de verme convertido en servidor de gentes… en su mayor parte necias. ¡Siempre fui capaz de valerme por mí mismo!
Había tanta firmeza en las palabras del joven que el militar no se atrevió a insistir.
—A su gusto. Me agradará que charlemos durante la travesía.
—No sé si será posible. Mis obligaciones me ocupan casi todas las horas. ¿Le traigo o no la cena?
Perry creyó advertir un leve matiz de impaciencia en el interrogante.
—Sírvame unos huevos con jamón, una botella de vino y un trozo de tarta. ¿Admitirá propina? —Sullivan advirtió cómo el joven, algo inclinado sobre la mesa durante el diálogo, se enderezaba con orgullo—. No se ofenda. Usted hace todo lo posible porque le considere un camarero.
John Smith se alejó sin responder, regresando minutos después con una bandeja.
—Aquí tiene lo suyo.
—Gracias.
El mayor satisfizo el apetito y, después, mientras saboreaba el aroma de un grueso veguero, miró en derredor. Lo hizo a tiempo para advertir la entrada de la mujer que había subido al barco después que él y que se acomodó en una de las pocas mesas libres, precisamente en una muy próxima a la de Perry, quien clavó con tal insistencia sus ojos en la femenina figura que ella movióse con desasosiego. Sullivan vio aproximarse a Smith y pudo oír el breve diálogo:
—¿Va a cenar?
—Sí.
—¿Esperará a su esposo?
—No es mi esposo. Se halla algo mareado y prefiere el descanso. Sírvame un ponche con dos yemas y algo de fruta.
La mirada de Sullivan se cruzó con la de la desconocida. El hombre esbozó una sonrisa, que no fue correspondida.
Perry reprochóse su conducta. ¿Qué era lo que le' atraía de aquella mujer si amaba a Betty Speifer? ¿El exotismo de sus ojos, la escultural armonía de su cuerpo, el aroma de la aventura?
—No volveré a mirarla —se dijo el militar.
Sin embargo, minutos más tarde, tomó a hacerlo…