CAPITULO IX
Pasaron los días.
Kid. Garret, a quien en Rincón todos conocían por John Smith, pasaba las horas tumbado en la posada o a caballo por el campo, sumido siempre en la melancolía del recuerdo de Betthy.
Anochecido se dirigía al saloon de Joe Mille, donde simulaba beber, jugando al póquer y realizaba todo lo que siempre le repugnó.
Necesitaba dar la impresión de ser un degenerado, o, al menos, un hombre sin escrúpulos, como los que frecuentaban el establecimiento.
Diana había intimado con él. Entre los dos jóvenes comenzó una sincera amistad.
Pronto pudo darse cuenta el muchacho de que algo se preparaba. En Rincón comenzaron a aparecer forasteros de pésima catadura, con preferencia mejicanos, los cuales iban indefectiblemente a parar al negocio de Joe Miller.
Mac Haskel charlaba a diario con Kid, pero, prudentemente, no aludía para nada a las operaciones futuras.
Fue preciso que un suceso viniese a romper su muralla de reserva.
La noche en que ello sucedió, el saloon estaba abarrotado. Eran las doce, y en todos los rostros se veían los síntomas característicos de la embriaguez.
Diana se esforzaba en atender las mesas, sin conseguirlo con eficacia, por la enorme afluencia de público.
De forma inesperada un mejicano, cogiéndola de un brazo la dijo, mientras la zarandeaba:
—Llevo media hora esperando que me sirvas, y todo lo que haces es decirme que ahora mismo y sonreírme. De Juan Salazar no se ríe ninguna mocosa. Hace diez minutos prometí a mis amigos que si en ese tiempo no nos traías lo pedido, te daría de azotes. Voy a cumplir mi palabra.
El energúmeno la rodeó el talle, teniéndola de espaldas sobre sus rodillas, sin que la muchacha pudiera impedirlo.
—¡Suéltame! ¡Suéltame!
Entre las risas generales, el llamado Juan Salazar levantó una mano, pero una garra de hierro se la sujetó en el aire.
—¡Quieto! Márchate, Diana.
Todas las conversaciones se interrumpieron. El mejicano preguntó:
—¿Quién te mete a ti en esto?
—Nadie. Es de cobardes pegar a una mujer —fue la respuesta de Kid.
—¿Me llamas cobarde?
—Sí. Con todas sus letras. Si lo dudas, te lo repetiré.
El mejicano se llevó las manos a los revólveres, pero sintió de pronto que un «Colt» se apoyaba en su espalda, Al volverse se encontró con los ojos de Mat Haskel.
—No quiero que os asesinéis estúpidamente.
El hombre, que estaba borracho, replicó:
—Le tengo que matar, Mac. Ese insulto no se lo perdono.
—¿Ni aunque yo te lo ordene?
—Ni aunque tú me lo ordenes. En mi tierra dejamos que los hombres ventilen sus asuntos.
Tanta fanfarronería había en la voz del mejicano, que Haskel enfundó el revólver, no sin decir:
—Sólo he pretendido salvarte la vida.
Juan Salazar, midiendo con la vista al que le hablaba, repuso:
—No me interesa vivir si alguien me ha llamado cobarde —luego, volviéndose a Kid, que permanecía impasible, agregó— Veo que te asustan las armas de fuego. Pelearemos a cuchillo.
El joven sonrió, sin contestarle.
—Quiero que los demás te vean temblar. Veremos si aceptas mis condiciones. Con las mesas harán un cuadro, del que ninguno de los dos podrá salir, y nos rendaremos los ojos. A ciegas tenemos que buscarnos. El primero que se levante la venda antes de terminar con el otro morirá de un balazo. Deseo demostrarte que soy más valiente que tú.
—De acuerdo.
La voz de Kid sonó tensa. Todos se habían acercado al grupo. Jamás se vio en el Oeste un duelo igual. Rápidamente formaron un cuadrilátero que tendría unos tres metros.
Después, sacando su pañuelo, Juan Salazar dijo a uno de los que le acompañaban:
—Véndame.
Kid se adelantó:
—Un momento. Ni tu pañuelo ni el mío se usarán aquí. Nos vendará Mac Haskel, que al parecer es amigo de los dos.
—Tomas muchas precauciones —fue el sarcástico comentario.
—No. Me prevengo.
Como Kid mandó, así se hizo. Cada uno de los contendientes se situó en rincones del improvisado cuadrilátero.
Los presentes contenían la respiración, emocionados.
Juan Salazar se movió lentamente, con el brazo izquierdo hacia adelante y en el derecho un largo y afilado puñal.
Kid, que tenía un oído finísimo, adivinó su presencia por el ruido de las tachuelas de sus botas y avanzó un solo paso, para separarse del parapeto de mesas.
El mejicano avanzaba despacio.
Garret, de pie, erguido, conservaba la máxima serenidad.
Todo fue tan rápido que los que observaban el duelo se quedaron sorprendidos. El brazo izquierdo de Salazar rozó el pecho de Kid. El mejicano bajó rápidamente el brazo armado con el puñal.
El joven, en un salto felino, se apartó hacia la derecha extendiendo a ciegas el brazo no armado, y en un alarde de maravillosa intuición agarró la muñeca derecha de Salazar, retorciéndosela brutalmente, mientras le asestaba dos feroces puñaladas en el pecho.
El fanfarrón cayó al suelo como un pelele.
—¿Puedo quitarme ya la venda? —inquirió Kid pon una voz tranquila que dejó admirados a cuantos la oyeron.
—Sí —replicó Mac—. Era un idiota. Ya le avisé que no te vencería.
El joven salió del círculo de mesas, no sin antes limpiar su cuchillo. Diana le dijo:
—No has debido exponerte, Kid. En realidad, yo no merezco la pena.
Tanta tristeza había en la voz de ella, que el muchacho respondió cariñoso:
—No digas bobadas. Cien veces repetiría lo hecho.
Interrumpió el diálogo —la llagada de Mac Haskel y de Joe Mille. El primero dijo:
—¿Quieres pasar dentro con nosotros? Tenemos que hablar.
—Ahora mismo.
—Diana —ordenó Joe—. Llévanos una botella de whisky y cuida de que nadie nos moleste.
La muchacha asintió con el gesto y los tres hombres penetraron en el interior del establecimiento, en un pequeño cuarto, donde había una mesa y cuatro sillas. Luego de sentarse, Mac empezó?
—El hombre que mataste era un jefe de grupo de los nuestros. Has privado a la banda de un elemento de valía.
—Lo siento, pero no tengo yo la culpa, sino vosotros, que me tenéis al margen de todo, como si desconfiarais de mí. No conozco a nadie, No dudéis de que si alguien me mira de mala manera lo mataré. No sé quiénes son mis compañeros, y no tengo por qué adivinarlo.
Mille y Haskel cruzaron su mirada. El segundo habló:
—Tienes razón, Smith. Queríamos aseguramos de que no eras un traidor. Conviene andar con pies de plomo en estos asuntos.
—A vuestro gusto. Mientras siga recibiendo los dólares que necesito, no me importa lo demás.
La respuesta de Kid acabó de decidir a aquellos rufianes. Fue Mille el que intervino:
—Juan Salazar iba a dirigir el próximo golpe. Ahora tendrás que hacerlo tú.
—Me alegro. Así os daréis cuenta de que sirvo para algo más que para estar vigilado. Tenéis que darme detalles de vuestra organización. Sería trágico y estúpido que necesitara de pronto ayuda y no supiera a dónde dirigirme. Por otra parte, si he de mandar, necesito saber más cosas que el resto de los hombres.
—Así es, Kid —se confió Mac Haskel—, Es tonto que sigamos ocultándoselo, Mille. Tarde o temprano se enterará.
—Dices bien. Informémosle.
Los tres hombres callaron. Fuera se oyeron pasos. Entró Diana, dejando sobre la mesa lo pedido. De nuevo solos, Mac Haskel dijo:
—Verás. Nosotros no somos los jefes absolutos de esto. Hay alguien que lo dirige todo y a quien nadie conoce más que Joe y yo.
—¿Cómo se llama?
—El nombre no te dirá nada. Lo sabe toda la gente.
—¿Robert Chissun?
—Sí —repuso Mac.
—Lo adiviné. Por eso estaba molesto contra ti, Haskel. En un Estado no pueden vivir dos bandas tan poderosas corno la vuestra y la de Rogers. Forzosamente tenían que ser una sola. Por otra parte, sabiendo lo que sé, nada sé. Sería incapaz de identificar a Rogers.
—No te preocupes de eso. Tal vez algún día te llevemos para que lo conozcas. Nuestro cuartel general está en la hondonada que hay junto a los Tres Picos, en las inmediaciones de Silver City. Es un lugar inexpugnable, que se defiende fácilmente. ¿Conoces el sitio?
—Conozco los Tres Picos, pero creí que allí no había otra cosa más que montañas. Nunca oí hablar de una hondonada.
—La descubrimos por casualidad. Se entra en ella por un estrecho sendero cubierto de ramajes. Te orientaré en lo posible por si en algún momento tienes que refugiarte allí.
La mano del pistolero, blanca como la de una mujer, trazó varias líneas sobre la madera, diciendo:
—¿Ves? Aquí está la senda. Hay un árbol derribado, diez metros a la derecha.
Kid hizo un poderoso esfuerzo mental para retener en su memoria el dibujo. Mac Haskel derramó whisky sobre el plano, frotando luego con su pañuelo, para borrarlo por completo. Añadió:
—Ahora vamos a hablar de tu próximo trabajo. A siete millas de Rincón hay un rancho donde habita un enemigo de Rogers Chissun. Es un hombre de unos sesenta y cinco años, que vive solo con su mujer. El jefe debe de tener cuentas atrasadas con él para desear liquidarle. La operación no puede ser más sencilla. Irás por la noche al mando de cinco hombre y los ahorcaréis a él y a ella. Sus órdenes son concretas. No deben morir de bala. Luego prendéis fuego al rancho para que no quede ni rastro. Momentos antes de terminar con él le leerás esta nota que ha mandado el jefe. Dice:
«Eres el tercero de los que me traicionaron. Ya sólo queda uno vivo. Rogers».
La haces arder también, ¿comprendes? Si todo sale bien, te pagaremos doscientos dólares y cincuenta a cada uno de los que vayan contigo. ¿Enterado?
—Desde luego. Me remorderá la conciencia cobrar ese dinero. Lo que queréis no puede ser más fácil.
—Celebro que pienses así. Luego te ampliaré detalles.
—¿Cuándo os decidís a algo más productivo que matar a dos viejos indefensos? No creo que con lo que saquemos de ahí podamos mantener a los hombres.
—En realidad, mantenerlos no cuesta nada —replicó Joe Mille—. Viven de lo que roban en los ranchos, especialmente de carne. Lo único que cuesta es la soldada y las municiones. Nosotros no nos preocupamos de eso. Es el jefe quien manda.
—¿Le veis con frecuencia?
—Sólo cuando nos llama. Creo que ya estarás más conforme, Smith. Lo sabes todo. Unicamente te falta conocer a Rogers; pero eso él tiene que autorizarlo.
—Maldita si era grande mi curiosidad, Mac. Lo que me ofendía era la desconfianza.
—Bebamos otro trago —dijo Mille—. Pronto Kid será tan jefe como nosotros.
—Sí. Le sobran agallas. Procura verme cuando todos se retiren. Te daré las últimas instrucciones.
Con tales palabras los tres se levantaron, dirigiéndose al exterior.
* * *
El sol achicharraba las cabezas de los seis hombres que componían la expedición. Para no ser vistos eludieron la carretera, tomando atajos entre montañas.
El grupo al mando de Kid estaba integrado por cuatro mejicanos y un vaquero huido del Estado de Arizona, gente toda sin escrúpulo y capaces de realizar por un puñado de dólares las mayores atrocidades.
—Si te molesta matar a sangre fría manda que lo haga cualquiera de ésos —le había dicho Mac Haskel antes de partir.
Conforme se dirigían a su destino, Kid pensaba en el pistolero. Dentro de su encanallamiento, era un ser noble que siempre peleó cara a cara.
Por eso, sin duda, le dio el último consejo. Presentía que al muchacho le repugnaba el trabajo, aun cuando él no lo manifestara así.
Cosa extraña. En el corazón de Kid habíase borrado el odio hacia aquel hombre.
Sobre todo después de la descripción del desafío con su padre, en el que reconoció deber la vida a la casualidad.
Llegaron ya de noche a un llano. El falso John Smith ordenó:
—Quédate tú, Pérez, al cuidado de los caballos. Es conveniente hacer el resto del camino a pie.
El mejicano obedeció y los cinco hombres avanzaron en dirección a un edificio que se veía a lo lejos, al resplandor de la luna.
Saltaron una cerca de madera. Kid mandó:
—Vosotros dos custodiad las ventanas del piso bajo. Que nadie salga.
Ya se había desembarazado de tres hombres.
Con los dos restantes penetró silenciosamente en el interior de la casa, cuya puerta no tenía echado más que un pestillo de madera, que fue fácil levantar con un puñal.
Kid, que conocía el plano de memoria y estaba seguro de que los ancianos dormían en el piso superior, dijo:
—Registrad, sin hacer ruido, el piso bajo. Yo buscaré arriba.
Sin extrañeza, los dos secuaces se dispusieron a cumplir la orden. Kid subió lentamente la escalera, procurando no hacer el menor ruido.
Y así llegó a una especie de rellano, donde comenzaba un pasillo con varias puertas a ambos lados. De una de ellas salía la fuerte respiración de un hombre.
Con todo género de precauciones empujó la hoja de madera, penetrando en la estancia. Efectivamente, el matrimonio dormía allí, ajeno a que su muerte, y una muerte cruel, había sido decretada.
Kid llamó al anciano, que le miró sobresaltado.
—No grite y despierte a su mujer. Es cuestión de vida o muerte.
El viejo obedeció. En pocos minutos Kid les informó, diciéndoles lo que deberían hacer. Luego, entre los tres doblaron rápidamente la ropa de la cama, escondiéndola.
El muchacho, seguro de que se cumplirían sus instrucciones, bajó la escalera, encontrándose al pie de ella a sus hombres.
—Arriba no hay nadie. Hay una habitación, con una cama con señales de no haber sido ocupada en mucho tiempo. Y vosotros, ¿encontrasteis algo?
—Tampoco.
—Llamad a los de fuera. Se impone registrar a conciencia.
Así lo hicieron sin hallar persona viviente. Kid, con la espalda apoyada en un armario grande, habló, mientras los dos ancianos, dentro, le oían con angustia:
—Temo que hayamos perdido el tiempo. Cumpliremos la segunda parte del plan.
Descendieron las escaleras y, prendiendo fuego al rancho, se alejaron rápidamente hasta llegar al lugar donde habían dejado los caballos.
Mientras, ante los restos de lo que fue su casa, los ancianos se miraron con alivio. El dijo:
—Demos gracias a Dios, Dolores. Sin la ayuda de ese joven, hubiéramos muerto. Aún nos queda dinero para vivir en cualquier otro Estado de la Unión.
Cuando regresó Kid a Rincón, Joe Mille y Mac Haskel no estaban allí. Diana le informó:
—Hace dos días que vino un hombre a buscarles.
Kid sospechó que en ese momento estaban entrevistándose con Rogers Chissun, pero no dijo nada, limitándose a pedir:
—Tráeme un doble de ginebra. Tengo la garganta seca.
La joven se apresuró a obedecer y, sentándose a su lado le preguntó:
—¿Muchos peligros, Smith?
—Ninguno. Un aburrimiento. Un paseo a caballo.
Ella le miró con una expresión de duda.
—Puedes creerme. No se disparó ni un solo tiro.
Callaron los dos. Kid inquirió:
—¿No tienes familia, Diana?
—Sí; ya te dije que un hermano de tu misma edad, pero no vale ni la mitad que tú. Anda siempre borracho.
—¿Cómo se llama?
—Bob Maxwell. Haría cualquier cosa por él. Me da lástima verle rodar cuesta abajo...
Kid no pudo evitar un estremecimiento y se tocó en el bolsillo de la camisa, donde guardaba unos papeles a ese nombre, los del individuo que intentó asesinarle junto a Silver City y que murió con un cuchillo clavado en el corazón. Inquirió:
—¿Qué tal tirador es?
—Muy bueno. Extraordinario. Si está bebido es incapaz de precisar el blanco.
Ahora comprendió el muchacho el misterio que alguna vez le preocupó. ¿Cómo mandaron a asesinarle a un hombre de tan poca puntería?
Sin duda, Bob Maxwell se hallaba borracho. Es posible que bebiese para vencer el miedo o la repugnancia de matar a traición.
—¿Hace mucho que no le ves?
—Si. En ocasiones permanece ausente meses y meses.
Ahora no volvería.
Dudó si revelar o no la verdad a Diana. Sería demasiado amargo. Era preferible callar, que le esperase siempre...
Se levantó para dirigirse a la calle, incapaz de permanecer frente a una mujer a cuyo hermano matara.
—Luego volveré.
Ya en la puerta, tuvo un desagradable encuentro, un hombre, al verle, exclamó:
—¡Señor Garret! ¿Usted aquí?
Kid miró al que había hablado, reconociendo al mejicano que desapareciera misteriosamente de su rancho y al cual debía su habilidad en el manejo del cuchillo.
—¡Vicente!... Creí que habías muerto.
Vicente González, alegre por haber encontrado a su «patroncito» de antaño, replicó:
—No. Huí después de dar muerte a Francisco Padilla. Tuvo la culpa una mujer.
—No se supo nunca el nombre del matador —dijo Kid—. Lo encontré moribundo, pero no fue capaz de decirme nada. Tu desaparición la atribuimos a todo menos a eso. Estabas considerado como el hombre más bueno de la comarca.
González, desviando la vista, replicó:
—Sí; pero cuando unas faldas se ponen por medio se acaba a veces la bondad. ¿Entramos a tomar algo?
—No; prefiero pasear, si no te importa.
El mejicano accedió, y los dos hombres se dirigieron al jardín, lugar preferido por Kid para sus soliloquios mentales. Allí le esperaba un dolor profundo, el más grande de su vida.
—Estuve hace un año en Waco, de incógnito, y me enteré de la desgracia. Créame, «patroncito», que lo sentí mucho. Doña Mary era muy buena.
El muchacho cogió de un brazo al hombre.
—¿Era? ¿Le ha sucedido algo a mi madre?
Vicente González bajó la cabeza, apesadumbrado. Murmuró:
—Creí que lo sabía. Murió de repente, de un ataque al corazón.
Kid sintió que un nudo de lágrimas se apretaba en su garganta, amenazando ahogarle.
Estuvo un momento silencioso, con la cabeza baja. ¡No lloraba! La cabeza amenazaba estallarle; el corazón latía precipitado en su pecho y sus ojos se nublaron. Hombre de hierro, incapaz de gozar del supremo don de las lágrimas.
El mejicano le observaba con pesar. Su rostro, aunque endurecido por la ruda vida, conservaba un gesto de nobleza.
—Tenga valor, señor Garret. Ya no hay remedio.
El aludido alzó la cabeza, en silencio.
González continuó.
—No debe preocuparse. No le faltó nada. Yo la vi muerta. Sonreía. Su tío se quedó al frente de todo, esperando el regreso de usted.
—¡Volver!... ¿Para qué? Es mejor encontrarse en el camino de una bala.
El portador de la mala nueva le dio un cigarro puro, que Kid encendió mecánicamente. Luego, dijo;
—Creo que es mejor dejarle solo. Si me necesita para algo, puede encontrarme en el saloon de Joe Miller.
—No. Ven mañana aquí, a la misma hora, y no digas a nadie que me has visto. Ya te explicaré.
Solo, Kid siguió hacia adelante, en dirección al campo.
Allí se tendió sobre la hierba y rompió a llorar como un chiquillo, desconsoladamente, mientras repetía, con voz humedecida por las lágrimas:
—¡Madre!... ¡Qué malo he sido contigo!...