17


El último cumpleaños del Führer

El viernes, 20 de abril, amaneció tan buen día como los tres anteriores. Era el quincuagésimo sexto cumpleaños de Adolf Hitler, y cuando esta fecha coincidía con unas condiciones atmosféricas benignas, no era extraño que los transeúntes que no se conocían de nada intercambiasen saludos referidos al «clima del Führer» y el milagro que conllevaba. En aquellos momentos, empero, tan sólo los nazis más empecinados se atrevían a insinuar que su dirigente pudiese tener poderes sobrenaturales. Sobre los edificios en ruinas se enarbolaron banderas del Partido, y por toda la ciudad se dispusieron pancartas que proclamaban: Die Kriegsstadt Berlin grüst den Führer! («La ciudad fortaleza de Berlín saluda a su Führer»).

Antaño las felicitaciones de cumpleaños inundaban la Cancillería del Reich llegado ese día. Habían pasado seis años desde que el doctor Lutz Heck, profesor del parque zoológico berlinés, le enviara «con mis más cordiales plácemes» un huevo de avestruz de un kilo y doscientos treinta gramos para que lo hiciese revuelto.1

Sin embargo, en 1945 fueron pocos las cartas y los paquetes, lo que no se debió del todo al desmoronamiento del servicio postal. El Zoo de Berlín también estaba medio en ruinas, y muchos de los animales morían de inanición.

Los bombarderos estadounidenses y británicos no olvidaron en ningún momento la fecha. Las sirenas sonaron por la mañana para anunciar la llegada de los escuadrones que se acercaban en masa para felicitar al Führer con una incursión especialmente dura. Podría decirse que la tripulación de las fuerzas aéreas de Estados Unidos y la RAF llevaban a cabo una celebración doble, puesto que el acercamiento de las fuerzas soviéticas convertía aquél en el penúltimo bombardeo sobre la capital del Reich.

A Goering lo despertó aquella mañana en Karinhall, la casa de campo que poseía al norte de Berlín, la descarga que abría la ofensiva de Rokossovsky. Fuera había un convoy de camiones de la Luftwaffe (que en esos momentos eran necesarios para llevar a cabo labores más urgentes) cargados con el botín que había reunido. Un destacamento de motoristas lo escoltaría en dirección al sur. El Reichsmarschall dedicó unas pocas palabras a los soldados y les saludó al partir.

El oficial de ingenieros, quien había dispuesto los explosivos que harían volar por los aires Karinhall, lo acompañó al lugar donde había colocado el dado que Goering había insistido en que él mismo volaría el lugar. La explosión provocó grandes nubes de polvo al derribar aquel desmesurado monumento a la vanidad. Entonces, sin mirar atrás, al parecer, caminó hasta su enorme limusina para que lo condujese a Berlín. Necesitaba estar en la Cancillería del Reich a mediodía para felicitar al Führer por su cumpleaños.

Himmler había regresado al sanatorio de Hohenlychen la noche anterior, y a medianoche hizo que le llevaran champán a fin de brindar por el Führer. Había concertado sendas reuniones con el conde Folke Bernadotte, de la Cruz Roja, y con Norbert Masur, representante del Congreso Judío Mundial, que habían volado en secreto al aeródromo de Tempelhof ese mismo día. Ambos daban por hecho que querría hablar de la posible liberación de los prisioneros. Sin embargo, lo que pretendía Himmler era establecer una línea de comunicación con los Aliados occidentales. El Reichsführer de las SS, aunque seguía profesando una convencida lealtad a Hitler, estaba persuadido de ser la única persona que podría sustituirlo, por lo que se erigió en el dirigente con el que podrían negociar los Aliados. Lo único que tenía que hacer era convencer a los judíos de que ambas partes necesitaban superar «la Solución Final».

Goebbels, el único miembro de la cúpula nazi dispuesto a permanecer con el Führer en Berlín hasta el final, por amargo que pudiera ser éste, emitió un discurso de cumpleaños aquella mañana en que pedía a todos los alemanes que creyeran ciegamente en su líder, que lograría a la postre guiarlos hacia el final de las dificultades.

«No pude menos de preguntarme si estaba loco —escribió en su diario Ursula von Kardorff— o planeaba algún tipo de estratagema a sangre fría».2

Goering, Ribbentrop, Donitz, Himmler, Kaltenbrunner, Speer, Keitel, Jodl y Krebs llegaron a la Cancillería del Reich después del mediodía y entraron en sus vastas estancias recubiertas de reluciente mármol y dotadas de puertas que llegaban casi al techo. Este monumento casi cinematográfico al poder más impresionante presentaba a esas alturas cierto aspecto ordinario que le confería su estado medio derruido, bien que no había perdido su profundo aire siniestro.

Muchos de los que habían ido a felicitar a Hitler coincidían en que semejaba tener veinte años más de los que cumplía. Lo instaron a tomar la carretera que lo llevaría a Baviera: aún estaba a tiempo. Él les aseguró convencido que los rusos estaban a punto de sufrir la derrota más sangrienta de su historia ante Berlín.

Donitz, a quien el Führer había encomendado el mando de la Alemania septentrional, fue objeto de una afectuosa despedida; pero Goering, que se ofreció a organizar la resistencia en Baviera, recibió un trato mucho más distante. Según referiría Speer a sus interrogadores estadounidenses antes de que hubiese transcurrido un mes, el dirigente nazi se sentía «defraudado por el carácter cobarde de Goering y el resto».3 Hitler siempre se había convencido de que sus seguidores más allegados eran hombres de valor.

La principal pregunta que se planteó durante la reunión de ese día era cuánto faltaba para que el Reich quedase partido en dos al sur de Berlín.

El territorio sin ocupar era cada día menor: los británicos se hallaban en el brezal de Luneburgo y avanzaban hacia Hamburgo. Los estadounidenses se encontraban en el curso medio del Elba, a la altura de la frontera checoslovaca, y se dirigían a Baviera. El primer ejército francés marchaba hacia la Alemania meridional. Al sureste, el Ejército Rojo se hallaba al oeste de Viena y los Aliados de Italia se dirigían hacia el norte a través del valle del Po. De nuevo surgió el asunto de la salida de Berlín por parte de la jerarquía nazi.

«Ante la sorpresa de todos los presentes —señaló Speer—, Hitler anunció que se quedaría en Berlín hasta el último momento, y que sólo entonces volaría al sur». A los de su entorno les había sorprendido que «la discusión acerca de la evacuación hubiese tenido un carácter general». Tras el encuentro, los demás miembros de la cúpula comenzaron a inventar «todo tipo de pretextos» a fin de salir de Berlín por motivos oficiales. Himmler, Ribbentrop y Kaltenbrunner partieron en diferentes direcciones. Se destacó a algunos de los componentes del estado mayor de la Cancillería del Reich para que se dirigiesen a Berghof al día siguiente. «Cumpleaños del Führer, aunque por desgracia nadie estaba para celebraciones —anotó Bormann en su diario—. La avanzadilla tiene órdenes de volar hacia Salzburgo».4

Aquella tarde, en los jardines de la arruinada Cancillería del Reich, el dirigente nazi recorrió con ciertas dificultades una fila de miembros de las Juventudes Hitlerianas en formación. Algunos se habían visto galardonados con la Cruz de Hierro por atacar a los tanques soviéticos. Hitler no pudo hacer entrega por sí mismo de condecoración alguna, y para evitar que su brazo izquierdo temblase de un modo demasiado obvio, lo agarró con la mano derecha a la espalda. De cuando en cuando, podía permitirse liberarlo por unos instantes. Entonces, con una intensidad que se diría propia de un pederasta reprimido, se demoraba en dar un cachete en la mejilla aquí, un tironcito de oreja allá, inconsciente de la sonrisa salaz que se dibujaba en su rostro.

Después de recibir a los miembros más allegados de su entorno aquella noche en la diminuta salita de estar del búnker, Hitler se fue a dormir mucho antes de lo que acostumbraba.

Eva Braun, mientras tanto, subió con los demás a las salas de la Cancillería del Reich. Bormann y el doctor Morell eran algunos de los componentes de aquel grupo, extraño y poco afortunado para una fiesta. Se había dispuesto una de las amplias mesas redondas diseñadas por Speer con comida y bebida. Bebieron champán e hicieron lo posible por bailar, pese a que sólo disponían de una grabación para el gramófono: «Las rosas rojas te hablan del amor». Según la secretaria de Hitler, Traudl Junge, había demasiadas risas histéricas. «Era horrible. No fui capaz de soportarlo, y al poco rato bajé de nuevo para irme a la cama».5

El asunto de la evacuación era extremadamente delicado. El domingo, 15 de abril, Eva Braun había mencionado a Hitler que el doctor Karl Brandt, que había sido su cirujano, se trasladaba con su familia a Turingia. Quedó aterrada cuando vio a Hitler estallar de ira, gritando que había elegido un lugar que estaban a punto de tomar los Aliados occidentales, lo que sin duda podía considerarse traición. Se pidió a Bormann que investigase el caso y entrevistase a «Eva Braun y al doctor Stumpfegger», el devoto cirujano de las SS que había sustituido a Brandt.6

Eva Braun calificó el asunto de «trampa sucísima» en una carta dirigida a su mejor amiga, Herta Ostermayr.7 A pesar de que se hallaba físicamente en el centro del poder, no parecía haber entendido la realidad nacionalsocialista.

Al día siguiente se acusó a Brandt de derrotismo. Axmann encabezaba el tribunal que lo condenó a muerte. Sin embargo, la ejecución de la sentencia parece haberse pospuesto por mediación de los enemigos de Bormann, incluido Himmler, que al menos se había dado cuenta de que éste había estado mancillando su nombre en el tribunal.

Brandt se libró de ser ajusticiado por los nazis, bien que más tarde fueron los Aliados quienes lo sentenciaron a muerte.[14]

Brandt, que había sido asiduo del círculo de Obersalz, redactó un ingenioso documento acerca de «Las mujeres del entorno de Hitler» para sus raptores estadounidenses del centro de interrogatorios Ashcan («Cubo de Basura»). El Führer, según él, no había llegado a casarse porque quería «mantener con vida en los corazones del pueblo alemán la leyenda mística de que, mientras siguiera siendo soltero, quedaría siempre la posibilidad de que cualquiera de entre los millones de mujeres alemanas acabase por lograr la alta distinción de encontrarse al lado de Hitler». Al parecer, el dirigente nazi llegó incluso a hablar de esto ante Eva Braun. En 1934, también anunció en su presencia: «Cuanto más grande sea el hombre, más insignificante habría de ser la mujer».8

Brandt creía que la relación entre estos dos tenía más que ver con la de un padre y una hija que con la de un profesor y una estudiante. Con todo, tuviese o no razón en este sentido, había algo que no dejaba lugar a dudas: La maítresse sans titre del Führer distaba muchísimo de ser ninguna marquesa de Pompadour: nunca intrigaba a favor o en contra de los miembros de la corte. Sin embargo, tras años de tener que esconderse como una criada a fin de mantener el mito del celibato del Führer de cara al pueblo alemán, no resultaba sorprendente que de vez en cuando actuase en el papel de gran señora. Según Brandt, trataba a su hermana, Gretl, joven fácil de manejar a la que había casado con Fegelein, «casi como a su doncella personal».

La cuestión de la sexualidad de Hitler ha sido objeto de muchísima especulación durante los últimos años. De cualquier manera, resulta difícil dudar de que reprimía su lado homosexual en beneficio de su imagen en tanto viril caudillo del pueblo alemán. Esta represión explica en gran medida su maníaca energía y su afán por crear mitos. Algunos miembros de su entorno doméstico insisten en afirmar que nunca llegó a copular con Eva Braun; sin embargo, su doncella personal está persuadida de lo contrario, por cuanto aquélla tomaba píldoras para suprimir su ciclo menstrual cuando llegaba a la residencia de Berghof. La horrible halitosis que sufrió el dirigente nazi hacia el final de su vida debió de haberlo hecho aún menos atractivo en lo físico que antes, aunque Eva Braun, al igual que otras amigas íntimas, seguía locamente enamorada de él. No hay ninguna prueba concluyente a favor o en contra, pero el beso apasionado que más tarde le daría Hitler cuando ella se negó a abandonar el búnker y a buscar la seguridad de Baviera hace que se tambalee la teoría de que nunca hubo ninguna forma de contacto sexual entre ellos.[15]

A semejanza del propio Führer, a Eva Braun le fascinaba el atractivo del cinematógrafo. Al parecer, las películas se hallaban entre los principales temas de conversación cuando estaban juntos. Una de las mayores frustraciones del aislamiento de ella debió de ser el no poder mezclarse en las recepciones oficiales con las estrellas de la pantalla a las que invitaba Goebbels por añadir un toque de sofisticación a su acostumbrada colección de esposas de miembros del Partido. Tal vez Eva Braun concibiese su relación con Hitler como algo encaminado a un final de cine. A pesar de que sus últimas cartas no estuviesen teñidas de un tono melodramático, se había hecho con un papel magnífico: el de la heroína que, tras sufrir años de humillación y abandono a la sombra del hombre que ama, ve rehabilitada su fama en un final en el que se reconoce su devoción.

El 15 de abril se había trasladado todo su mobiliario a una habitación contigua a la de Hitler en el mundo subterráneo de la Cancillería del Reich, y desde entonces durmió allí.

«Tenía siempre un aspecto inmaculado —escribió el ayudante de Hitler de la Luftwaffe, Nicolaus von Below—. Era encantadora y servicial, y no dio muestras de flaqueza ni en los últimos instantes».9 El temor de que las capturasen vivas los soldados rusos la llevaron, al igual que a las secretarias de Hitler, a practicar tiro con pistola en el patio en ruinas del Ministerio de Asuntos Exteriores. Orgullosas de su destreza, no dudaban en desafiar a los oficiales del búnker a competir con ellas.

«Ya ha empezado a llegar a nosotros el ruido de los cañones desde el frente —escribió Eva Braun a Herta Ostermayr—. Me paso la vida en el búnker. Como puedes imaginarte, dormimos poquísimo. Sin embargo, soy tan feliz… Sobre todo en estos momentos en que puedo estar a su lado… Ayer telefoneé a Gretl, tal vez por última vez. A partir de hoy, no habrá manera de comunicarse. Con todo, tengo una fe inquebrantable en que todo saldrá bien, y él está por lo general lleno de esperanza».10

Aquella mañana, las berlinesas de a pie salieron a la calle para hacer cola en busca de alimentos tras el bombardeo aéreo. El sonido del fuego de artillería en la distancia no hacía sino confirmar sus sospechas de que aquélla sería la última oportunidad con que contaban para aprovisionarse.

El sol levantó los ánimos de muchos.

«De pronto, uno cae en la cuenta de que estamos en primavera —escribió una joven aquella tarde—. A través de los escombros negros del fuego llega el perfume de las lilas procedente de jardines sin dueño».11

La desesperación con que buscaban las noticias hacía que alrededor de los quioscos se agrupase una pequeña multitud a la espera del muchacho de los periódicos. En realidad, éstos se habían reducido a una sola página, impresa por ambas caras, más propagandística que informativa. La única sección útil era la del comunicado diario de la Wehrmacht, que, pese a sus evasivos circunloquios, podía dar una idea, a partir de las ciudades citadas, de hasta dónde había avanzado el enemigo. Aquel día se mencionaba la localidad de Müncheberg, a diecisiete kilómetros al oeste de Seelow siguiendo la Reichstrasse I, lo que indicaba sin lugar a dudas que los rusos habían logrado abrirse paso hasta allí.

Por el momento, no obstante, era mayor la obsesión por los alimentos. A Berlín habían llegado rumores de que los compatriotas atrapados en Silesia se habían visto obligados a comer raíces y hierba. Los rusos, según se decía en la cola de las tiendas, también los harían morir de hambre a ellos. En aquel momento sólo tenían utilidad los productos que pudieran comerse o beberse, amén de los objetos que pudieran trocarse por comida. Ese día en concreto, los berlineses habían de recibir «raciones críticas», es decir, cierta cantidad de salchichas o tocino, guisantes, judías o lentejas secos, arroz, azúcar y manteca, a modo de reconocimiento indirecto por parte de las autoridades de que la ciudad se hallaba sitiada.

El suministro de agua, gas y electricidad sufría serias restricciones cuando no estaba cortado, por lo que los berlineses se enfrentaban a una existencia harto primitiva. Muchos de ellos ya habían visto su dieta limitada a patatas medio podridas cocinadas sobre un fuego diminuto cercado por tres ladrillos sobre el suelo de su balcón. Las amas de casa prudentes comenzaron a hacer maletas con las provisiones esenciales para llevarlas al sótano a fin de sobrevivir a la batalla que se avecinaba. Y todo esto tras ochenta y tres incursiones de la aviación aliada desde principios de febrero. Las decididas muestras de vida normal que suponía el que los ciudadanos siguiesen yendo a diario a sus oficinas semiderruidas por las bombas cesaron de súbito.

Según el mariscal Zhukov, aquella tarde del 20 de abril, «la artillería de largo alcance del 79.° cuerpo de fusileros, perteneciente al tercer ejército de choque, comenzó a disparar sobre Berlín»12. Con todo, fueron pocos los berlineses que se dieron cuenta en realidad. Zhukov, al parecer, no tenía ni idea de que era el cumpleaños de Hitler. Estaba desesperado por demostrar que había atacado Berlín antes que Konev, así que puso a los cañones a disparar a distancias enormes y consiguió alcanzar tan sólo los distritos situados más al noreste.

Aquella noche, cuando oyó hablar de que uno de los ejércitos blindados de Konev avanzaba hacia Berlín desde el sur, envió sendos mensajes urgentes a Katukov y Bogdanov, comandantes de los ejércitos blindados de guardias 1.° y 2.° respectivamente, para encomendarles «una labor histórica: entrar en Berlín antes que nadie e izar la bandera de la victoria».13 Debían enviar la mejor brigada de cada cuerpo a fin de que alcanzaran las afueras de la capital del Reich a las cuatro de la madrugada del día siguiente, tras lo cual habían de informarle de inmediato para que pudiese comunicar la noticia a Stalin cuanto antes y éste la transmitiera a la prensa. En realidad, la primera de sus brigadas de carros de combate no llegó a Berlín hasta la noche del 21 de abril.

Al sureste de la ciudad, mientras tanto, el mariscal Konev apremiaba a sus dos ejércitos blindados para cruzar el Spreewald. Su interés se centraba sobre todo en el tercer ejército blindado de guardias, que se dirigía al área meridional de Berlín. El cuerpo blindado de Ribalko, que se hallaba a la cabeza, trató a mediodía de cerrar contra Baruth, población situada a tan sólo veinte kilómetros al sur de Zossen, pero falló el primer intento. «Camarada Rybalko —le comunicó Konev—, vuelves a entrar en batalla como una manguera: una brigada lucha mientras el resto espera. Te ordeno que cruces la línea de Baruth-Luckenwalde a través de un pantano y haciendo uso de diversas rutas en un orden de batalla extenso. Infórmame cuando lo hayas logrado».14 El interpelado tomó la ciudad apenas transcurridas dos horas.

El 4.° ejército blindado de guardias de Lelyushenko, situado más al suroeste, se dirigía, siguiendo una ruta más o menos paralela, a Jüterbog y después a Potsdam. Stalin seguía preocupado por el hecho de que los estadounidenses pudieran volver a avanzar de pronto. Aquel día, la Stavka advirtió a Zhukov, Konev y al mariscal Rokossovsky de la posibilidad de que se toparan con los Aliados occidentales y les proporcionó una serie de señales de reconocimiento.15 Sin embargo, ni Konev ni la Stavka se dieron cuenta, al parecer, de que su primer frente ucraniano se iba a encontrar, al avanzar desde el sureste, con el 9.° ejército de Busse, que en esos momentos intentaba batirse en retirada alrededor de la zona meridional de Berlín. Al igual que Zhukov, Konev se había obsesionado con la capital del Reich.

Aquella noche envió un mensaje a los comandantes de sus dos ejércitos blindados: «Personal. A los camaradas Rybalko y Lelyushenko. Orden categórica de entrar en Berlín esta noche. Informad cuando se haya ejecutado. Konev».16

La retirada alemana de las cumbres de Seelow durante el 19 y el 20 de abril acabó con cualquier vestigio de primera línea de frente. Sin fuerzas, los rezagados retrocedían tan rápido como les era posible e improvisaban en algunos casos grupos de batalla para entablar combates pequeños aunque feroces allá donde fuesen amenazados. El cuartel general del 9.° ejército informó a Heinrici de sus Auffanglinien o «líneas de contención», pero en el mapa no eran más que marcas muy delgadas que representaban los empeños de un oficial de estado mayor por imponer un asomo de orden en medio del caos.17

El 5.° ejército de choque de Berzarin había llegado a las afueras de Strausberg la noche del 19 de abril. Las fuerzas alemanas en retirada se encontraron, para empeorar aún más las cosas, con que todas las carreteras que se dirigían al oeste estaban bloqueadas por refugiados cada vez más aterrorizados. Cuando los T-34 llegaron al aeropuerto de Werneuchen, la batería defensiva antiaérea bajó sus cañones de 88 milímetros a fin de poder enfrentarse a los que atacaban por tierra. Con todo, durante toda esta lucha al oeste de Berlín, «los soldados teníamos bien claro —escribió uno de los que participaron en ella— que la batalla no podía durar».18

Durante la mañana del 19 de abril, la división Nordland estuvo luchando en el área noroeste de Müncheberg, desde donde se había visto obligado a retirarse a la carrera el cuartel general de Weidling. El regimiento Norge retrocedía desde Pritzhagen, mientras que el Danmark, situado más al sur, en el bosque de Buckow, se había mezclado con los miembros de las Juventudes Hitlerianas y lo que quedaba de la 18a división de Panzergrenadier.

Weidling les ordenó que contraatacasen desde el bosque, pero fracasaron. El batallón de reconocimiento de la Nordland se hallaba rodeado casi por completo y muy mermado. El destacamento de las Juventudes Hitlerianas sufría peor suerte, aislado del resto en una parte incendiada del bosque. Los carros de combate soviéticos permanecieron prudentemente fuera del alcance de los lanzagranadas. «Entonces, los tanques comenzaron a disparar a las copas de los árboles —informó el cabo interino Becker— de modo que las ramas desbrozadas empezaron a caer sobre nuestras posiciones y a golpearnos».19

Los supervivientes hubieron de retroceder en dirección a Strausberg siguiendo estrechas carreteras que atravesaban los pinares. La infantería rusa no tardó en proseguir a través de las trincheras, seguidos de los carros de combate que los cubrían. Las Waffen SS escandinavas tan sólo disponían de armas de infantería y un par de morteros. En cierto momento apareció un cañón de asalto aislado e intentó atacar a los T-34. Lo destruyeron enseguida. Con todo, de entre los árboles surgió un Tiger II que salvó la situación tras destrozar a los dos T-34.

Lo que quedaba del batallón de reconocimiento se volvió a reunir en un bosque cercano a Strausberg. Los soldados vendaron sus heridas, arreglaron sus vehículos de modo provisional y limpiaron sus armas. Esta escena de desolación no impidió al Sturmbannführer («comandante») de las SS Saalbach pronunciar un discurso acerca del cumpleaños del Führer y de la significación de la batalla contra el bolchevismo en que se hallaban envueltos.

El Obersturmbannführer («teniente coronel») de las SS Langendorf, que se encontraba herido, fue trasladado al hospital de campaña de las SS. Oyó el discurso de Goebbels en honor del aniversario de Hitler mientras lo operaba el cirujano. Este, miembro de las SS, murmuró: «Ahora, que se las arreglen». Las enfermeras eran voluntarias holandesas, flamencas, danesas y, sobre todo, noruegas. Una de estas últimas, según señaló Langendorf, había encontrado a su amante de las Waffen SS entre los heridos graves que acababan de entrar. «Lo abrazó, colocó la cabeza del joven sobre su regazo y permaneció con él hasta que murió de una herida de consideración que tenía en el cráneo».20 Al igual que todos los fascistas y nacionalsocialistas extranjeros alistados en las SS como voluntarios, habían perdido sus países y acababan de perder la causa por la que luchaban. Este hecho, combinado con el odio visceral que profesaban al bolchevismo, los convirtió en formidables combatientes durante la batalla de Berlín.

Durante la mayor parte de aquel día, los regimientos Danmark y Norge se aferraron al aeródromo de Strausberg y lo defendieron frente a los tanques de Katukov. El Obersturmbannführer Klotz, comandante del primero, sucumbió al recibir su vehículo un impacto directo. Sus hombres lo depositaron en la capillita de un cementerio cercano, sin tener siquiera tiempo de enterrarlo, pues hubieron de proseguir su retirada hacia el suroeste rumbo a la circunvalación de la autopista que desembocaba en Berlín.

La Nordland evitó las carreteras principales durante la retirada. La Reichstrasse I estaba sumida en el caos, sobre todo el tramo cercano a Rüdersdorf, por el que se dirigían hacia el oeste cientos de vehículos.

De cuando en cuando bloqueaban la autopista carros de granja llenos de refugiados que a menudo sufrían el fuego de las ametralladoras de los aviones Shturmovik. Los soldados, que no habían recibido ración alguna durante cinco días, allanaban las casas abandonadas por sus propietarios. Algunos estaban tan cansados que, tras comer lo que encontraban, caían rendidos en cualquier lecho con los uniformes llenos aún de pellas de barro de las trincheras. En estos casos se sumían en un sueño tan profundo que sólo los despertaba la llegada del enemigo. Cierto miembro de las Juventudes Hitlerianas estaba tan derrengado que, tras un largo sueño, se despertó sobresaltado para encontrarse con que a su alrededor se había librado toda una batalla.

Los oficiales intentaban restablecer el orden a punta de pistola. Un comandante se paró ante un cañón antiaéreo autopropulsado que transportaba heridos hacia la retaguardia y ordenó a quien lo conducía que lo dirigiese de nuevo contra el enemigo. La dotación le comunicó que los cañones habían sido alcanzados y estaban inservibles. Con todo, el oficial los instó a descargar a los heridos. Algunos miembros de la Volkssturm que se hallaban cerca gritaron: «¡Disparadle! ¡Matadlo!», ante lo que el comandante decidió retroceder. La autoridad de un oficial, por respaldada que estuviese por las metralletas de la Feldgendarmerie, no tenía demasiado peso en una retirada como aquélla.

El caos de las carreteras se hizo aún mayor por obra de los rumores y el pánico. Hubo gritos de: Der Iwan kommt! que resultaban ser falsos, mientras que en otras ocasiones aparecían de verdad los carros de combate soviéticos después de haberlos adelantado. Los soldados alemanes afirmaban que uno de los «traidores de Seydlitz» conducía por entre las tropas en retirada dando órdenes de replegarse hasta Potsdam, en el otro extremo de Berlín. Esto bien pudo ser cierto, por cuanto el 7.° departamento del Ejército Rojo estaba enviando a sus prisioneros «antifascistas» con el fin de hacer que los riesgos fuesen mínimos.

No hay duda de que los soldados soviéticos se sentían como en casa luchando por entre el pinar situado al oeste de la capital, aun a pesar de que el calor de la estación hiciera que quienes vestían aún la ushanka de piel o una chaqueta acolchada envidiaran a los que ya se habían puesto el uniforme de verano. «Cuanto más se acerca uno a Berlín —observó uno de ellos—, más se parece la zona al campo que rodea a Moscú».21 Con todo, algunos de los hábitos del Ejército Rojo no hacían sino frenar su avance.

Así, el 20 de abril, Müncheberg sufrió un duro saqueo «a manos sobre todo de oficiales y hombres de regimientos especiales [es decir, blindados y de artillería]… En un día se llegó a arrestar a más de cincuenta soldados. Algunos de ellos fueron enviados a compañías de fusileros. Estaban robando ropa, zapatos y otros artículos ante la mirada de toda la población local. Según señalaron, se habían entregado al pillaje porque deseaban poder enviar cosas a sus hogares».22

Mientras que el 56.° cuerpo de Panzer de Weidling se batía en retirada en dirección a los distritos occidentales de Berlín, lo que quedaba del 101.° cuerpo se había replegado hacia el área de Bernau, al norte de la capital, durante la noche del 19 de abril. Los heridos yacían abandonados en las cunetas, dado que no eran muchos los vehículos que aún disponían de combustible. Todo apunta a que muchos de ellos murieron en el mismo lugar en que los habían dejado sus compañeros a consecuencia de los bombardeos.

La mayor parte de las tropas de Bernau estaba formada por oficiales bisoños y mecánicos de regimientos improvisados. Apenas se les había alojado en las diversas escuelas y casas cuando se desplomaron y se echaron a dormir. Un grupo de aprendices de señales encontró un cuartel abandonado. Sin embargo, la madrugada del 20 de abril, cuando atacó el 122.° cuerpo de fusileros del 47.° ejército, hubo de recorrer las instalaciones un sargento para despertarlos a patadas y obligarlos a salir a fin de que defendieran la ciudad. «Todo era inútil», comentaría uno de sus comandantes años más tarde.23 Con todo, la Wehrmacht seguía luchando porque nadie había dicho a sus soldados que dejaran de hacerlo.

La lucha por Bernau, última acción defensiva real anterior a la batalla de Berlín, fue caótica y breve. Los oficiales alemanes al mando de los jóvenes bisoños no tardaron en darse cuenta de que no podrían evitar el total desmoronamiento de sus fuerzas. Muchos de los combatientes escaparon, para lo cual se escabulleron en solitario o en pequeños grupos. Cuando el 47.° ejército tomó la ciudad, una de las baterías de la 30.a brigada de guardias de artillería disparó una salva de victoria dirigida hacia la capital del Reich.24 Entre tanto, el 2.° ejército blindado de guardias atravesó los suburbios del noreste de la ciudad, en el exterior del anillo de circunvalación de la autopista. Muchos soldados soviéticos habían oído hablar de él en cuanto colosal prodigio de la ingeniería, aunque los que habían sido testigos de las maravillas estalinistas no pudieron menos de manifestar su desdén.

El 7.° departamento empleaba cada vez a un número mayor de prisioneros en calidad de agentes encargados de promover los actos de deserción. El frente del tercer ejército de choque envió a cinco soldados de un batallón de la Volkssturm a reencontrarse con sus camaradas el 20 de abril. «Al día siguiente regresaron con casi todo el batallón».25 No obstante, a pesar de las promesas del departamento político, muchos soldados rusos parecían vivir con la obsesión de encontrar a soldados de las Waffen SS con los que poder vengarse. Con aire acusador, gritaban en alemán: Du SS! («¡Tú, SS!»), y los soldados que dejaban escapar una risa de asombro corrían el riesgo de que los abatiesen sin más. A algunos de los que habían caído en manos del NKVD los acusaba el SMERSH de ser miembros de la Werwolf y los obligaba a confesar que les habían sido dadas «sustancias químicas con las que envenenar pozos y ríos».26

El general Busse no tardó en replegarse hacia el suroeste con más de la mitad del 9.° ejército (el 11.° cuerpo de Panzer de las SS, el 5.° cuerpo de montaña de la misma organización y la guarnición de Frankfurt del Oder) en dirección al Spreewald, a pesar de que había recibido del búnker del Führer órdenes de no abandonar nunca la línea defensiva del Oder.

La tendencia obsesiva que tenía Hitler a lanzar contraataques sin ton ni son volvió a manifestarse la noche del 20 de abril, en el mismo instante en que Zhukov y Konev exhortaban a los comandantes de sus ejércitos blindados a avanzar con más rapidez. El dirigente nazi ordenó al general Krebs que atacase desde el oeste de Berlín a los ejércitos de Konev a fin de evitar un cerco. La fuerza que se esperaba que hiciese «retroceder a la fuerza» al tercer y el 4.° ejércitos blindados de guardias consistía en la división Friedrich Ludwig Jahn, compuesta de muchachos que se hallaban en diversos destacamentos del servicio de empleo del Reich, y la llamada «formación blindada de Wünsdorf», una remesa de media docena de tanques provenientes de la escuela de instrucción de dicha localidad.27

Aquel día se envió asimismo un batallón policial al área de Strausberg «para capturar a los desertores y ejecutarlos, así como para abatir a todo soldado que se retire sin que se lo hayan ordenado». Con todo, incluso los hombres a los que se había encomendado esta misión empezaron a desertar mientras se dirigían a cumplirla. Uno de los que se entregó a los rusos declaró a su interrogador que «en Berlín se escondían unos cuarenta mil desertores aun antes de que se produjese el avance soviético. Ahora, el número crece como la espuma». Según afirmaba, la policía y la Gestapo eran incapaces de controlar la situación.28