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Se despejan las zonas de retaguardia

El 14 de febrero, en Prusia Oriental, un convoy de vehículos militares con distintivos del Ejército Rojo abandonaba la ruta principal de Rastenburg a Angeburg para tomar una carretera secundaria que desembocaba en un frondoso pinar. Toda la región estaba inmersa en una atmósfera de melancolía.

Desde el camino podía verse una alta valla de alambre de espino, así como una alambrada plegable. Los vehículos no tardaron en llegar a una barrera en la que un cartel en alemán rezaba: «Alto: Emplazamiento militar. Prohibida la entrada a la población civil».1 Se trataba de la entrada al antiguo cuartel general de Hitler, la Wolfsschanze.

Los camiones transportaban tropas de guardias de la 57a división de fusileros del NKVD.2 Los oficiales que comandaban el convoy vestían uniformes del Ejército Rojo, si bien no debían lealtad alguna a su cadena de mando. En cuanto a los miembros del servicio de contraespionaje SMERSH, sólo respondían, en teoría, ante Stalin. En ese momento no profesaban un gran aprecio al Ejército Rojo: los vehículos destartalados que les habían proporcionado procedían de unidades que habían tenido la oportunidad de librarse de lo peor de sus equipos. A pesar de que era una práctica frecuente, el SMERSH y el NKVD no parecían agradecerlo.

Su dirigente llevaba puesto el uniforme de general. Se trataba del comisario de Seguridad Estatal del segundo rango, Viktor Semyonovich Abakumov. Beria lo había nombrado primer jefe del SMERSH en abril de 1943, poco después de la victoria de Stalingrado. Abakumov seguía de cuando en cuando la costumbre, aprendida de su dirigente, de arrestar a mujeres jóvenes para violarlas, aunque la especialidad de su jefe era la de participar con una porra de goma en las palizas que se propinaban a los prisioneros. A fin de no estropear la alfombra persa de su despacho, «se desplegaba sobre ella una sucia estera salpicada de sangre» antes de introducir al desdichado recluso.3

A Abakumov, a pesar de que aún era jefe del SMERSH, lo había enviado Beria «para que tomase las medidas propias de la Cheka que considerara necesarias» tras el avance del tercer frente bielorruso hacia Prusia Oriental. Abakumov se había cerciorado de que el número de hombres que se hallaban directamente a sus órdenes, doce mil, fuese el más elevado de todos los adscritos a cualquier grupo armado de los que invadían Alemania. Incluso era mayor que el de los soldados que se hallaban con los ejércitos del mariscal Zhukov.

A su alrededor se extendía una capa de nieve húmeda. A juzgar por el informe que presentó a Beria, las tropas del NKVD desmontaron para bloquear la carretera mientras Abakumov y los demás oficiales del SMERSH comenzaban su inspección. Sin duda actuaron con cautela, dado que ya se había informado de la existencia de trampas explosivas alemanas colocadas en la zona de Rastenburg. A la derecha de la barrera situada en la entrada se erigían varios fortines de piedra que contenían minas y material de camuflaje. A la izquierda se hallaban los bloques de barracas en los que se habían alojado los guardias. Los oficiales del SMERSH encontraron hombreras y uniformes del batallón Führerbegleit. El temor que había invadido a Hitler el año anterior de ser capturado durante un ataque sorpresa de paracaidistas rusos lo había llevado a «convertir el batallón de guardias del Führer en una brigada surtida».4

Siguiendo la carretera que se internaba en el bosque, Abakumov pudo ver señales a ambos lados del camino, cuyo contenido tradujo su intérprete: «Prohibido salir de la carretera» y «¡Peligro: minas!». Apuntó cada detalle con el fin de redactar un informe para Beria, que sabía que acabaría en manos de Stalin. El Jefe tenía un interés obsesivo en todos los pormenores de la vida de Hitler.

Lo que más llama la atención del informe de Abakumov, sin embargo, es el alto grado de ignorancia del que, según pone de relieve, adolecían los soviéticos en relación con aquel lugar. Este hecho resulta en especial sorprendente si se tiene en cuenta el número de generales que habían capturado e interrogado entre la rendición de Stalingrado y los albores de 1945. Al parecer, habían tardado casi dos semanas en encontrar aquel complejo de cuatro kilómetros cuadrados. El camuflaje que lo hacía invisible desde el aire resultaba sin duda impresionante: no había carretera ni callejón que no estuviese cubierto de redes verdes. Toda línea recta se había disimulado con árboles y arbustos artificiales, y las bombillas del exterior eran de color azul oscuro. Incluso los puestos de observación, que llegaban a los treinta y cinco metros de altura, se habían dispuesto de tal manera que pareciesen pinos.

Cuando se introdujeron en el primer perímetro interior, Abakumov observó las «defensas de hormigón armado, alambre de espino, campos de minas y un buen número de puntos de tiro y barracones para los guardas». Los búnkeres de la Entrada n.° 1 habían sido dinamitados después de que el Führer hubiese dejado el recinto de forma definitiva el 20 de noviembre de 1944; desde entonces habían pasado menos de tres meses. Con todo, Abakumov no tenía idea de por qué habían abandonado el complejo. Llegaron a una segunda cerca de alambre de espino, a la que siguió una tercera. En el interior del recinto central encontraron una serie de búnkeres con postigos blindados unidos a un garaje subterráneo con capacidad para dieciocho coches.

«Entramos con gran cuidado», escribió Abakumov. Encontraron una caja de caudales, pero se hallaba vacía. Las habitaciones, según anotó, contaban con «un mobiliario muy sencillo». (En cierta ocasión se describió el lugar como un cruce de monasterio y campo de concentración). Los oficiales del SMERSH sólo estuvieron seguros de haber encontrado el lugar correcto al descubrir en una puerta un cartel que anunciaba: «Asistente de la Wehrmacht del Führer». La habitación de Hitler, por su parte, estaba identificada por una fotografía suya con Mussolini.

Abakumov no reveló emoción alguna por el hecho de hallarse por fin en el lugar desde el que el dirigente alemán había dirigido su despiadado ataque contra la Unión Soviética. Por el contrario, parecía mucho más preocupado por las construcciones de hormigón armado y por sus dimensiones. Todo hace pensar que, impresionado, debió de preguntarse si Beria y Stalin no estarían interesados en construir algo semejante. «Creo —escribió— que sería una buena idea hacer que nuestros especialistas inspeccionasen el cuartel general de Hitler y vieran la excelente organización de todos estos búnkeres».5 A despecho de su inminente victoria, los dirigentes soviéticos no daban la impresión de sentirse mucho más seguros que su gran enemigo.

Los destacamentos del SMERSH y las divisiones del NKVD adscritos a los diversos frentes eran, en palabras del propio Stalin, «indispensables» para enfrentarse a «todos los elementos hallados en territorio ocupado de los que cabe desconfiar». «Las divisiones no cuentan con artillería —había referido el dirigente soviético al general estadounidense Bull durante la reunión mantenida con el mariscal del aire Tedder—, pero están bien provistos de armas automáticas, carros blindados y tanquetas. También deben de haber desarrollado instalaciones para la investigación y los interrogatorios».6

En territorios alemanes tales como Prusia Oriental y Silesia, la labor prioritaria de los regimientos de fusileros del NKVD consistía en rodear o perseguir a los rezagados alemanes con los que se cruzaban al avanzar. Las autoridades soviéticas definían a cada hombre de la Volkssturm como miembro de la Wehrmacht, pero habida cuenta de que dicho cuerpo reclutaba a todo varón de entre quince y cincuenta y cinco años, tal definición podía aplicarse a la gran mayoría de alemanes de sexo masculino. Por lo tanto, los miembros de las milicias que preferían quedarse en casa a huir en las caravanas habían de soportar en muchas ocasiones que los tratasen como a grupos de sabotaje de retaguardia, por ancianos que pudieran ser. Según los informes, las fuerzas del NKVD «ejecutaron en el acto» a más de doscientos «saboteadores y terroristas» alemanes, bien que es probable que la cifra real fuese mucho más elevada.7

En Polonia, la descripción estaliniana de «elementos… de los que cabe desconfiar» no afectaba a la escasa minoría de polacos que habían colaborado con los alemanes, sino más bien a todos los que respaldaban al gobierno polaco en el exilio y a la Armia Krajowa, que había organizado el levantamiento de Varsovia el año anterior. Para Stalin, la revuelta protagonizada por esta ciudad frente a los alemanes constituía «un acto criminal de política antisoviética».8 En su opinión, se trataba de un claro intento de tomar la capital polaca para el «gobierno exiliado en Londres» poco antes de la llegada del Ejército Rojo, que había luchado y perdido a sus hombres. El vergonzoso acto de traición cometido por el dirigente ruso contra Polonia y en favor de los nazis en 1939 y la masacre de oficiales polacos perpetrada por Beria en Katyn no eran, al parecer, datos que valiese la pena tener en cuenta. También hizo caso omiso del hecho de que los polacos hubiesen sufrido, en proporción, más aún que la Unión Soviética, al perder más de un 20 por 100 de su población. Stalin estaba persuadido de que Polonia y su gobierno eran suyos por derecho de conquista, y este sentimiento de propiedad lo compartía la mayoría del Ejército Rojo. Cuando las fuerzas soviéticas cruzaron la frontera alemana desde Polonia, muchos «sentimos que habíamos limpiado, por fin, nuestro propio territorio», lo que suponía una asunción instintiva de que el país era una parte fundamental de la Unión Soviética.9

La aseveración formulada por Stalin en Yalta de que el gobierno provisional comunista gozaba de gran popularidad en Polonia constituía, claro está, una afirmación subjetiva por completo. Las memorias de Zhukov resultan mucho más reveladoras en este sentido cuando, después de referirse a la población polaca en general, añadió: «algunos de los cuales nos guardaban lealtad».10 Los que se oponían al gobierno soviético eran tildados de «agentes enemigos», sin importar un ápice su historial de resistencia ante los alemanes. Se ignoraba por completo el que la Armia Krajowa fuese una fuerza aliada. En otra frase interesante, Zhukov se refería a la necesidad de controlar a sus propias tropas: «Tenemos que desarrollar aún más la labor educativa entre todos los soldados del frente de manera que no haya actos irreflexivos desde el principio de nuestra estancia». Esta «estancia» iba a durar más de cuarenta y cinco años.

Resulta significativo para dar cuenta de hasta qué punto controlaba Beria el gobierno provisional de Polonia el nombramiento del mismísimo general Serov en cuanto «consejero» del Ministerio de Seguridad polaco el 20 de marzo, bajo el nombre de «Ivanov».11 Los consejeros no tenían un cargo mucho más elevado que el del comisario de Seguridad Estatal del segundo rango. Serov cumplía todos los requisitos exigidos por el puesto: había supervisado las deportaciones masivas desde el Cáucaso y, con anterioridad, había estado al mando de la represión en Lvov durante 1939, cuando la Unión Soviética tomó la zona oriental de Polonia y arrestó y mató a los funcionarios, terratenientes, sacerdotes y maestros que se oponían a su gobierno. Unos dos millones de polacos fueron entonces deportados al Gulag, y se inició una campaña de colectivización forzada.

La política de Stalin consistía en confundir de forma deliberada la Armia Krajowa y la fuerza ucraniana nacionalista UPA, o dar a entender cuando menos que mantenían una estrecha relación. Goebbels, mientras tanto, no dejaba escapar ejemplo alguno de resistencia por parte de las guerrillas a la ocupación soviética. Aseguraba que la de Estonia contaba con cuarenta mil hombres; la de Lituania, con diez mil, y la de Ucrania, con cincuenta mil. Llegó incluso a citar el Pravda del 7 de octubre de 1944, en el que se hablaba de «nacionalistas ucrano-germanos». Todo esto aumentó aún más el afán que mostraban los regimientos del NKVD por «limpiar las zonas de retaguardia», y constituye un buen ejemplo de cómo sacaban provecho ambos bandos de la propaganda del otro.12

A principios de marzo se investigó asimismo otro enemigo polaco en potencia. Muy poco después de establecerse en Polonia, el SMERSH puso en marcha una «investigación de los familiares de Rokossovsky», para saber, se supone, si alguno de ellos podía considerarse un «elemento enemigo».13 El mariscal Rokossovsky tenía sangre polaca, y es muy probable que la investigación se llevase a cabo siguiendo órdenes de Beria, que no había olvidado que aquél se había escapado de sus manos. Nikolai Bulganin, miembro político del consejo militar del 2.° frente bielorruso de Rokossovsky, era el perro guardián de Stalin.

La determinación por parte del dirigente soviético de acabar con la Armia Krajowa convirtió más tarde un incidente sin importancia en un gran contratiempo para la relación de la Unión Soviética y Estados Unidos. El 5 de febrero, cuando ya estaba en marcha la conferencia de Yalta, el B-17 del teniente de las fuerzas aéreas estadounidenses Myron King hizo un aterrizaje de emergencia en Kuflevo. Allí apareció un polaco y pidió a los tripulantes que lo llevasen con ellos. Ellos lo hicieron subir antes de dirigirse a la base aérea soviética de Shchuchin, donde pudieron reparar adecuadamente el avión. Los ocupantes le proporcionaron un uniforme, y tras el aterrizaje, «el civil fingió ser Jack Smith, miembro de la tripulación», según escribió el general Antonov en su reclamación oficial. «Sólo después de que interviniese el mando soviético —seguía diciendo— reconoció el teniente King que no se trataba de un miembro de la unidad, sino de un extranjero al que no conocían y habían subido al avión para llevarlo a Inglaterra». «De acuerdo con la información de que disponemos —concluía el general ruso—, se trataba de un terrorista introducido en Polonia desde Londres».14 El gobierno de Estados Unidos se deshizo en disculpas, y llegó incluso a organizar un consejo de guerra para King en la base aérea que les había cedido la Unión Soviética y a pedir a Antonov que enviase testigos al proceso. Stalin concedió una gran importancia a este incidente, puesto que, según refirió a Averell Harriman, demostraba que Estados Unidos estaba ayudando a los polacos no comunistas a atacar al Ejército Rojo.

El 22 de marzo tuvo lugar un nuevo roce en la base que tenía la aviación soviética en Mielec, donde aterrizó un Liberator estadounidense debido a la falta de combustible. El comandante soviético, prevenido de los posibles peligros tras el incidente de King, hizo vigilar el aeroplano y obligó a los diez miembros de la tripulación, comandada por el teniente Donald Bridge, a pasar la noche en una cabaña de los alrededores. Después de dos días, éstos pidieron permiso para recuperar los efectos personales del avión. En cuanto estuvieron en el interior de la aeronave, pusieron en marcha los motores y despegaron sin hacer caso alguno a las señales que los exhortaban a detenerse. «El capitán de ingenieros soviético Melamedev, que había aceptado a la tripulación de Donald Bridge —escribió Antonov al general Reade, quien se hallaba en Moscú—, se sintió tan indignado y molesto por este pleito [sic] que se suicidó de un disparo ese mismo día».15 Su muerte, empero, pudo haberse debido más bien al enojo de los oficiales del SMERSH ante la «negligencia del oficial y los guardias a los que se había encargado la custodia del aeroplano».16 El incidente, de cualquier forma, se presentó también como «prueba» de que «los elementos enemigos están valiéndose de estos aterrizajes para transportar a territorio polaco terroristas, saboteadores y agentes del gobierno exiliado en Londres».

No es fácil determinar si las autoridades soviéticas se habían vuelto en verdad paranoicas o simplemente se habían dejado arrastrar a un estado de indignación moral imposible de superar. Cuando cierto teniente coronel norteamericano regresó a Moscú con el pase caducado después de visitar a unos prisioneros de guerra estadounidenses liberados en Lublin, el general Antonov, sin duda por órdenes de Stalin, prohibió despegar a todos los aviones de Estados Unidos que se hallaban «en la Unión Soviética o en zonas controladas por el Ejército Rojo».17

En Prusia Oriental, los informes hablaban de «bandas alemanas de hasta mil integrantes» que atacaban la retaguardia del 2.° frente bielorruso de Rokossovsky. Las unidades del NKVD organizaron «batidas a través del bosque para liquidarlas». No obstante, en la mayoría de los casos, las cuadrillas no eran más que grupos de miembros locales de la Volkssturm escondidos en la espesura. En ocasiones tendían emboscadas a los camiones, motociclistas y carretas de suministros con la intención de conseguir alimento. En Kreisburg, las tropas del NKVD descubrieron dos «hornos secretos» que hacían pan para los soldados del bosque y capturaron a las jóvenes que les llevaban alimento.18

En una batida del 21 de febrero, el 14.° cordón del 12.° regimiento de guardias de frontera, dirigido por el teniente Jismatulin, se hallaba registrando una zona espesa de bosque cuando el sargento Zavgorodny se fijó en unos calcetines de lana que colgaban de un árbol. «Esto le hizo sospechar la presencia de desconocidos. Peinaron la zona y dieron con tres trincheras bien camufladas que daban a un búnker en cuyo interior encontraron tres soldados enemigos armados con fusiles».19

Las minas y trampas explosivas seguían siendo una preocupación de primer orden. Para mejorar el despeje de minas se asignaron veintidós perros a cada regimiento de guardias de frontera del NKVD.20 También se introdujeron perros rastreadores («especializados en olisquear bandidos», tal como exponía el informe) con el fin de proseguir la persecución de los alemanes que se escondían en los bosques de Prusia Oriental.21

Muchos informes parecen haber sufrido cierto grado de dramatización e hipérbole por parte de mandos locales ávidos de que su labor tuviese un aspecto más importante. Uno de los que hablaban de los «terroristas entregados al SMERSH para ser interrogados» revelaba que todos estos «terroristas» habían nacido antes de 1900. Tsanava, el jefe del NKVD destinado en el 2.° frente bielorruso, informó del arresto de Ulrich Behr, alemán nacido en 1906: «Confesó durante el interrogatorio que en febrero de 1945 lo había contratado en calidad de espía Hauptmann Schrap, residente del servicio de espionaje alemán. Su misión consistía en permanecer en la retaguardia del Ejército Rojo y reclutar agentes, así como en llevar a cabo actos de sabotaje, espionaje y terrorismo. Con este fin, llegó a reclutar a veinte agentes».22 En ciertas ocasiones, se describía a los rezagados o a los soldados de la milicia local de la Volkssturm como «destinados a la retaguardia por el servicio de espionaje alemán con la misión de organizar actividades de sabotaje».23 El incidente más ridículo en este sentido fue el «sabotaje de un tendido eléctrico en Hindenburg», Silesia. Tras una minuciosa investigación en busca de los culpables resultó haber sido causado por las prácticas de tiro de la artillería soviética, cuando algunos trozos de metralla habían partido los cables.

Por otra parte, el jefe del SMERSH destinado al 2.° frente bielorruso debía de estar en lo cierto cuando afirmó que sus hombres habían descubierto «una escuela de sabotaje en la aldea de Kovalyowo».24 Los nombres de todos los que allí se entrenaban eran rusos o ucranianos. Los alemanes, presas de la desesperación, habían recurrido cada vez más al uso de prisioneros soviéticos. Lo más probable es que muchos de estos rusos y ucranianos se hubiesen ofrecido voluntarios con la esperanza de poder regresar antes a sus hogares, aunque ni siquiera la rapidez con que se rindieron ante las autoridades militares soviéticas debió de servirles para salvarse, a juzgar por otros casos similares.

Todo apunta a que los destacamentos del NKVD pasaron más tiempo registrando las casas y los graneros que reconociendo las vastas zonas de bosque. Una de estas unidades dio con un grupo de ocho mujeres alemanas sentadas en el interior de un almiar. «Un sargento perspicaz» se dio cuenta de que no eran mujeres, sino «soldados ataviados con ropas de mujer».25 Informes como éste no eran poco frecuentes.

Parece ser que las familias campesinas de Prusia Oriental eran tan ingenuas como las rusas. Las patrullas que registraban las casas se encontraban con que los ocupantes no podían apartar la mirada de un objeto en particular o alejarse de él. En una de ellas, la dueña corrió a sentarse sobre un baúl; los soldados del NKVD la apartaron y encontraron a un hombre escondido en el interior. Otra patrulla observó las miradas de preocupación que lanzaba la propietaria en dirección al lecho; al retirar el colchón, los soldados pudieron ver que las tablas de la cama eran demasiado altas, así que las apartaron para toparse con un hombre vestido de mujer. En otra casa dieron con un hombre agazapado tras los abrigos que colgaban de un perchero. Para que sus pies no tocasen el suelo, se había atado con una correa por debajo de las axilas. Por lo general se recurría a los lugares más obvios para esconderse, tales como cobertizos, graneros o almiares, que los perros rastreadores no tenían mayores dificultades en descubrir. Sólo unos pocos construían refugios subterráneos. En ocasiones, las patrullas del NKVD ni siquiera se molestaban en registrar una casa; se limitaban a prenderle fuego, y a disparar a los que no morían abrasados cuando saltaban por las ventanas.

Muchos de los miembros de la Volkssturm hacían lo posible por permanecer cerca de sus granjas, en tanto que los rezagados de la Wehrmacht intentaban deslizarse a través de las líneas hasta llegar al territorio que aún conservaba su ejército. En muchos casos se vestían con los uniformes de los soldados del Ejército Rojo a los que habían matado. Si caían en manos del enemigo, lo más normal era que acabasen ejecutados en el acto. Cualquier prisionero, ya fuese alemán, ruso o polaco, era confinado en una «prisión preliminar». Estos edificios acostumbraban ser poco más que casas requisadas a las que habían clavado alambre de espino sobre las ventanas y en cuya pared exterior habían escrito con tiza: «Cárcel. NKVD, URSS». Allí, los presos eran sometidos a interrogatorio por el SMERSH, y según la confesión obtenida, se les enviaba a un campo de concentración o a batallones de forzados.

Los jefes del NKVD tampoco dejaban de lado en ningún momento sus propios intereses. El general de división Rogatin, comandante de las tropas de la policía secreta adscritas al 2.° frente bielorruso y antiguo mando del NKVD en Stalingrado, descubrió «que en algunas unidades, la mayoría de los oficiales y soldados descuidan sus deberes para enfrascarse en el recuento de los frutos de los saqueos… Se sabe que los despojos se reparten entre los miembros de los regimientos sin que lo sepa el estado mayor de la división. Los soldados venden o truecan los objetos del botín, el azúcar, el tabaco, el vino y la gasolina que toman de los conductores de las unidades soviéticas que avanzan, así como motocicletas. Esta situación de los regimientos [del NKVD], unida a la ausencia de disciplina, ha desembocado en un incremento considerable de acontecimientos que escapan por completo a la normalidad. Hay soldados que cumplen con su deber, mientras que otros dedican todo su tiempo al saqueo. Debería ponerse a trabajar a estos últimos junto con los cumplidores».26 Parece ser que el castigarlos estaba fuera de toda cuestión; la frase «sin que lo supiese el estado mayor de la división» resulta en este sentido harto reveladora. Los miembros del cuartel general de la división estaban probablemente indignados porque no percibían su parte del botín.

No cabe duda de que el Ejército Rojo profesaba muy poca simpatía a las «sabandijas de retaguardia» del NKVD, si bien tampoco puede negarse que el sentimiento era mutuo. La policía secreta no agradecía demasiado el tener que conformarse con las municiones y el armamento que abandonaban los alemanes y las unidades de vanguardia del Ejército Rojo. «Todo esto no hace más que potenciar los robos a gran escala por parte de bandidos y miembros de la población local. Se ha podido comprobar que los adolescentes se hacen con estos pertrechos y organizan grupos armados que aterrorizan a las gentes de los alrededores. Esto crea las condiciones favorables para el desarrollo del bandidaje».27 Asimismo, hubo de publicarse una orden que prohibía el uso de granadas para pescar, un ejercicio muy popular entre los soldados soviéticos, que lo practicaban en los abundantes lagos de Prusia Oriental y Polonia.

Los regimientos de fusileros del NKVD no sólo habían de enfrentarse a los rezagados alemanes y a los miembros de la Volkssturm que vivían como forajidos en los bosques, sino también a los grupos de desertores del Ejército Rojo. El 7 de marzo, cierta patrulla del NKVD del 2.° frente bielorruso cayó en una emboscada tendida por un grupo de «quince desertores armados» cerca de la aldea de Dertz. En el bosque aledaño vivía otro grupo de ocho prófugos. Todos ellos habían abandonado sus puestos a finales de diciembre de 1944. Dos días más tarde, el NKVD informó de haber «encontrado más desertores que se alejaban del frente en dirección a las zonas de retaguardia». Cerca de los alrededores de Ortelsburg se refugiaba otro «grupo de bandidos». Estos habían pertenecido al tercer ejército y estaban encabezados por un capitán ucraniano, miembro del Partido Comunista y de la orden del Estandarte Rojo, que había desertado del hospital el 6 de marzo. Sus seguidores, armados con metralletas y pistolas, formaban una cuadrilla abigarrada, compuesta de hombres de Tula, Sverdlovsk, Vorónej y Ucrania, así como un polaco, tres mujeres alemanas y un compatriota de éstas del distrito de Ortelsburg.

La mayoría de los desertores, no obstante, y sobre todo los bielorrusos y ucranianos, que eran con frecuencia polacos incorporados, intentaban escabullirse hacia sus hogares en solitario o en parejas. Algunos llevaban ropa de mujer; otros se vendaban de arriba abajo y se dirigían a las cabezas de línea ferroviaria para robar los documentos de algún herido. Con objeto de frenar este tipo de añagazas, hubieron de introducirse nuevos pases especiales para los heridos.28 En ocasiones, los soldados desaparecían sin más, sin que nadie supiera si habían desertado o muerto en batalla. El 27 de enero, en Prusia Oriental, dos tanques T-34 del 6.° cuerpo blindado de guardias salieron para llevar a cabo cierta operación y ni los carros ni los dieciséis conductores y soldados de infantería que constituían la dotación volvieron a aparecer, ni vivos ni muertos.29

Pese al gran número de tropas del NKVD destinadas a las zonas de retaguardia, resultaba asombroso el escaso control que se ejercía sobre el personal del Ejército Rojo. «La dirección militar soviética —refería un documento del servicio de información el 9 de febrero— está preocupada por la falta de disciplina a raíz de su avance por lo que para los rusos es una región próspera».30 Se estaban saqueando y destruyendo las propiedades de los ciudadanos, y no era extraño que se asesinara por minucias a los civiles que se requerían para llevar a cabo trabajos forzados. El caos se hacía también mayor por causa del gran número de «ciudadanos [civiles] de la Unión Soviética que vienen a Prusia Oriental con el fin de hacerse con parte del botín».31

La muerte absurda del coronel Gorelov, héroe soviético y comandante de una brigada blindada de guardias, horrorizó a muchos oficiales del primer frente bielorruso. Se hallaba, a principios de febrero, poniendo orden en un embotellamiento a pocos kilómetros de la frontera con Alemania cuando lo abatió un grupo de soldados borrachos. «Casos así de violencia ebria no se dan, por desgracia, de forma aislada», anotó Grossman.32 Un solo regimiento del NKVD perdió cinco hombres durante las primeras diez semanas del año atropellados por conductores beodos; treinta y cuatro resultaron heridos.33

Las jóvenes encargadas del tráfico no hacían sonar los silbatos cuando trataban de restablecer el orden en los atascos, sino que disparaban al aire sus metralletas. En la retaguardia del 2.° frente bielorruso, una de ellas, llamada Lydia, llegó corriendo a la ventanilla de un vehículo que estaba bloqueando la carretera y comenzó a gritar obscenidades al conductor sin grandes resultados. Lo único que consiguió fue que el ocupante del vehículo le contestase de igual guisa. Entonces, de forma totalmente inesperada, acudió en su ayuda el mariscal Rokossovsky, hombre alto y de porte impresionante, que se había apeado de un salto de su coche oficial y empuñaba la pistola hecho una furia. Cuando lo vio el conductor, quedó paralizado por el miedo. Su oficial perdió por completo la cabeza, saltó de la cabina y corrió a esconderse tras unos matorrales.34

La entrada de las fuerzas soviéticas en territorio alemán permitió a Stalin poner en marcha su plan de obligar a los germanos a trabajar para la Unión Soviética. El 6 de febrero se dieron órdenes de «movilizar a todos los alemanes capaces de trabajar con edades comprendidas entre los diecisiete y los cincuenta años, así como organizar batallones de trabajo de unos mil o mil doscientos hombres y enviarlos a Bielorrusia o a Ucrania para que reparen los daños de guerra».35 A los miembros de estas levas los hicieron presentarse en ciertos puntos de reunión abrigados y provistos de buenas botas. También se les indicó que debían llevar ropa de cama, mudas de ropa interior y comida para dos semanas.

A partir de los miembros de la Volkssturm recluidos en campos de concentración en calidad de prisioneros de guerra, el NKVD sólo logró reclutar a 68 680 trabajadores forzados alemanes para el 9 de marzo.36 La gran mayoría procedía de las zonas que habían dejado atrás los ejércitos de Zhukov y Konev, y muchos de ellos eran mujeres. En un principio, gran parte de los llamados batallones de trabajo se empleaba en el ámbito local para retirar escombros y ayudar al Ejército Rojo. La actitud de los soldados soviéticos para con estos civiles era de total Schadenfreude («alegría del mal ajeno»). Agranenko observó a un cabo del Ejército Rojo que hacía formar a un grupo de forzados en cuatro filas para después gritarles con algo semejante a un gruñido la siguiente voz de mando en alemán macarrónico: «A Siberia… ¡que os jodan!».37

Llegado el 10 de abril, creció con gran celeridad la proporción de civiles enviados a la Unión Soviética para hacer trabajos forzados. De éstos, se enviaron a 59 536 a las zonas más occidentales y, en particular, a Ucrania. A pesar de que aún quedaba mucho para alcanzar la cifra planeada por Stalin, sufrieron tanto como los soviéticos capturados con anterioridad por la Wehrmacht, si no más. Como cabe esperar, la situación fue mucho peor para las mujeres. Muchas de ellas se vieron obligadas a dejar a sus hijos atrás, al cuidado de familiares o amigos. En algunos casos hubieron de abandonarlos por completo. La vida que les esperaba estaba marcada por el sometimiento no sólo a penosas labores, sino también a las eventuales violaciones a manos de los guardias, que en ocasiones iban acompañadas de infecciones venéreas. Otros veinte mil hombres se dedicaron a las «labores de desmontaje» de las fábricas de Silesia.

Por más que Stalin describiera el regimiento de fusileros del NKVD como «una gendarmería» ante el general Bull, no deja de ser asombroso lo poco que intervino este cuerpo a la hora de acabar con los saqueos, las violaciones y los asesinatos indiscriminados de civiles.38 En sus informes parece haber tan sólo un ejemplo de intervención, cuando, en abril, un grupo del 21.° regimiento de guardias de frontera del NKVD arrestó a cinco soldados que habían allanado un «albergue de mujeres polacas repatriadas».39

Los informes que enviaban a Beria sus propios jefes dan muestra de lo poco que hacían estas tropas por proteger a los civiles ante la violencia. El 8 de marzo, Serov, representante del NKVD en el primer frente bielorruso, lo puso al corriente de la continua oleada de suicidios. El día 12, dos meses después de que comenzase la ofensiva de Chernyajovsky, el jefe del NKVD en la zona norte de Prusia Oriental le hizo saber que «los suicidios de ciudadanos alemanes, en particular las mujeres, se están convirtiendo en una práctica cada vez más extendida». Para los que no contaban con veneno o una pistola, la forma más extendida de quitarse la vida consistía en colgarse en el desván con una cuerda atada a las vigas. Por otra parte, no eran pocas las mujeres que, incapaces de ahorcar a sus hijos, les cortaban las muñecas antes de hacer otro tanto con ellas mismas.40

Los regimientos de fusileros del NKVD no castigaban a sus propios soldados por cometer violaciones, sino tan sólo en el caso de que contrajesen alguna enfermedad venérea de sus víctimas, a las que por lo general había contagiado un anterior violador. Al hecho de forzar a una mujer se referían con el nombre de «acto inmoral», lo que constituía un eufemismo muy propio de Stalin.41 No deja de ser interesante el que los historiadores rusos de hoy sigan empleando circunloquios evasivos. «Los fenómenos negativos del ejército de liberación —escribe uno de ellos al hablar de las violaciones colectivas— causaron un daño considerable al prestigio de la Unión Soviética y de sus fuerzas armadas, y pudieron tener una influencia negativa en las futuras relaciones con los pueblos por los que pasaban nuestros soldados».42

Este fragmento también reconoce de manera indirecta que hubo muchos casos de violación en Polonia. Sin embargo, resulta aún más chocante el que los oficiales y soldados del Ejército Rojo violasen también a mujeres y niñas ucranianas, rusas y bielorrusas liberadas de los campos alemanes de trabajo forzado. Muchas de las más jóvenes tenían tan sólo dieciséis años cuando las llevaron al Reich, mientras que otras no contaban más de catorce.43 Las violaciones generalizadas de mujeres arrancadas a la fuerza de la Unión Soviética socava por completo cualquier intento de justificar el comportamiento del Ejército Rojo en virtud de un deseo de venganza por la brutalidad demostrada por los alemanes durante su invasión. De este hecho no sólo dan fe los cuadernos inéditos de Vasily Grossman, sino que existe un informe muy detallado que va mucho más allá.

El 29 de marzo, el Comité Central del Komsomol (las Juventudes Comunistas) puso a Malenkov, delegado de Stalin, al corriente de un informe del primer frente ucraniano. «Este memorándum versa sobre los jóvenes capturados por los alemanes que se han visto ahora liberados por los soldados del Ejército Rojo. Tsygankov [subjefe del departamento político del primer frente ucraniano] narra un buen número de hechos extraordinarios que afectan a la inmensa felicidad de los ciudadanos soviéticos a los que se ha rescatado de la esclavitud alemana. Los jóvenes expresan su gratitud al camarada Stalin y al Ejército Rojo por su salvación».

«La noche del 24 de febrero —relataba Tsygankov en el primero de sus muchos ejemplos—, entraron en el dormitorio de mujeres de la aldea de Grutenberg, situada a diez kilómetros al este de Els, treinta y cinco tenientes provisionales, acompañados del comandante de su batallón, y las violaron». Tres días más tarde, «un teniente superior de tropas blindadas no identificado llegó a caballo al lugar en que las muchachas recogían el grano. Dejó su montura y se dirigió a una muchacha de la región de Dniepropetrovsk llamada Gritsenko, Anna. «¿De dónde eres?», le preguntó. Ella le contestó, y él le dijo que se acercase. Ante la respuesta negativa de la muchacha, el teniente sacó su pistola y le disparó, aunque no la mató. Han tenido lugar muchos incidentes similares.

«En el cuartel general de la ciudad de Bunslau hay más de cien mujeres y niñas. Viven en un edificio separado a poca distancia de la comandancia, aunque no cuentan con medida de seguridad alguna, razón por la que se dan tantos delitos y violaciones de mujeres de este dormitorio a manos de diferentes soldados que entran por la noche y las aterrorizan. El 5 de marzo, avanzada la noche, irrumpieron en él sesenta hombres, entre oficiales y tropa, pertenecientes en su mayoría al tercer ejército blindado de guardias. Muchos de ellos estaban borrachos, y atacaron y afrentaron a mujeres y muchachas. El comandante les ordenó abandonar el dormitorio, si bien los agresores lo amenazaron con sus pistolas y tuvieron una violenta riña con él… Este no es el único incidente: sucede una noche tras otra, razón por la que las que permanecen en Bunslau están asustadas y desmoralizadas, amén de muy descontentas. Una de ellas, Maria Shapoval, llegó a decir: "Me he pasado los días y las noches esperando al Ejército Rojo. Esperaba que me liberasen, y ahora nuestros soldados nos tratan peor que los alemanes. No estoy feliz de seguir con vida"». «Resultaba difícil vivir con los alemanes —aseguró Klavdia Malaschenko—, pero esto es aún peor. Esto no es una liberación. Nos tratan de un modo terrible, y nos hacen cosas espantosas».

"Se han dado muchos casos de delitos de este tipo —seguía refiriendo Tsygankov—. La noche del 14 al 15 de febrero, cierta compañía shraft al mando de un teniente superior rodeó una de las aldeas en las que se cuida ganado y abatió a los soldados del Ejército Rojo que custodiaban el lugar. Entonces, sus miembros se dirigieron al dormitorio femenino y comenzaron una bien organizada violación colectiva de las mujeres, que acababan de ser liberadas por nuestro ejército.

»Tampoco faltan ejemplos de mujeres afrentadas por oficiales. Tres de ellos entraron el 26 de febrero en el dormitorio del depósito del pan, y cuando intentó detenerlos el comandante Soloviev, que se hallaba a su cargo, uno de ellos, de igual graduación, le espetó: «Acabo de llegar del frente y necesito una mujer», dicho lo cual se entregó al libertinaje en el dormitorio.

»A Lantsova, Vera, nacida en 1926, la violaron en dos ocasiones: en primer lugar, cuando atravesaron el territorio las tropas de vanguardia; después, el 14 de febrero, a manos de un soldado. Desde el 15 hasta el 22 de febrero, el teniente Isaev A. A. la obligó a dormir con él, para lo cual la golpeaba y asustaba amenazándola con pegarle un tiro. Algunos oficiales, sargentos y soldados suelen decir a las mujeres liberadas: «Tenemos órdenes de no dejar que volváis a vuestros hogares: viviréis en el norte» [es decir, en campos de concentración del Gulag]. A causa de estas actitudes ante las mujeres y las muchachas, muchas piensan que en el Ejército Rojo y en su país no las tratan como ciudadanas soviéticas, que pueden hacer lo que quieran con ellas (matarlas, violarlas, golpearlas…) y que no las dejarán regresar a casa".44

La idea de que las mujeres y niñas soviéticas que cumplían trabajos forzados en Alemania «se habían vendido a los germanos» estaba muy extendida en el Ejército Rojo, lo que explica en parte por qué recibían un trato tan desconsiderado.45 Las jóvenes que habían logrado sobrevivir durante la ocupación de la Wehrmacht recibieron el sobrenombre de «muñecas alemanas». Los soldados de aviación tenían incluso una canción al respecto:

Las jóvenes sonríen a los alemanes,

y se han olvidado de sus novios.

Cuando llegan tiempos difíciles olvidáis a vuestros halcones

y os vendéis a los alemanes por un mendrugo.46

No resulta fácil determinar el origen de ese convencimiento de que las mujeres colaboraban con el enemigo. No puede hallarse en ninguno de los comentarios hechos por agentes políticos a finales de 1944 o principios de 1945, si bien parece que con anterioridad el régimen había fomentado la idea de que cualquier ciudadano soviético trasladado a Alemania (bien en calidad de prisionero de guerra, bien como forzado) había dado su consentimiento tácito al no suicidarse ni «unirse a los guerrilleros». El concepto del «honor y la dignidad de la muchacha soviética» estaba reservado a las jóvenes que servían en el Ejército Rojo o en la industria bélica.47 Con todo, quizá resulte significativo el que, según una oficial, las mujeres soldados de las fuerzas armadas soviéticas comenzaban a recibir malos tratos por parte de sus compañeros varones desde el momento en que sus tropas entraban en territorio extranjero.48

Las quejas formales de violación presentadas ante un oficial superior eran peor que inútiles. «Por ejemplo, Eva Shtul, nacida en 1926, refería: "Mi padre y dos de mis hermanos se alistaron en el Ejército Rojo al principio de la guerra. Los alemanes no tardaron en llegar y me trajeron a la fuerza a su país. He estado trabajando en una de sus fábricas, llorando y esperando el día de la liberación, hasta que llegó el Ejército Rojo y sus soldados me deshonraron. Lloré y le hablé al oficial superior de mis hermanos que servían en el ejército, y él me golpeó y me violó. Habría sido mejor que me hubiera matado».

«Todo esto —concluía Tsygankov— propicia la creación de una atmósfera malsana y negativa entre los ciudadanos liberados; les causa descontento y recelo hacia su madre patria». Sus recomendaciones, sin embargo, no hablaban de endurecer la disciplina del Ejército Rojo; en lugar de eso, sugería que los esfuerzos de su principal departamento político y el Komsomol debían centrarse en «mejorar la labor política y cultural con los ciudadanos soviéticos repatriados», de tal manera que no volviesen a sus hogares con ideas negativas acerca de las fuerzas armadas soviéticas.49

El día 15 de febrero, el primer frente ucraniano llevaba liberados 49 500 ciudadanos soviéticos y 8868 extranjeros que hacían trabajos forzados para los alemanes, principalmente en Silesia.50 Con todo, estas cifras representaban tan sólo una pequeña parte del total. Poco menos de una semana más tarde, las autoridades soviéticas de Moscú calcularon que debían prepararse para acoger y registrar a un total de cuatro millones de antiguos soldados del Ejército Rojo y civiles deportados.51

La primera prioridad a este respecto no eran los cuidados médicos que necesitaban los que habían sufrido los horribles rigores de los campos de concentración alemanes, sino la investigación que habría que llevar a cabo para eliminar a los traidores. La segunda prioridad era la reeducación política de aquellos que habían estado sometidos a contaminación foránea. Tanto el primer frente bielorruso como el primer frente ucraniano recibieron órdenes de organizar tres campos de reunión y tránsito bien alejados de la retaguardia, en Polonia. Cada uno de los equipos de reeducación contaba con una unidad móvil de proyección, una radio con altavoces, dos acordeones, una biblioteca dotada de veinte mil folletos del Partido Comunista, cuarenta metros de tela roja para decorar las instalaciones y una serie de retratos del camarada Stalin.

Solzhenitsyn escribió acerca de los prisioneros de guerra liberados que avanzaban con la cabeza gacha. Temían ser castigados por el simple hecho de haberse rendido. Con todo, la necesidad de refuerzos era tal que la inmensa mayoría acabó en regimientos de reserva para ser sometida a un proceso de reeducación y reciclaje, pues debía estar lista para la ofensiva final sobre Berlín. Este, sin embargo, no era más que un indulto temporal. Cuando la lucha hubiese terminado tendría lugar una nueva investigación, y ni siquiera los que mostrasen un comportamiento heroico en Berlín estaban a salvo de ser enviados a los campos de concentración.

La necesidad urgente que tenía el Ejército Rojo de «carne de cañón» hizo que se reclutase sin pensarlo dos veces a antiguos forzados sin ninguna formación militar. La mayoría de los «bielorrusos y ucranianos occidentales» de las regiones tomadas por Stalin en 1939 seguía considerándose polaca, aunque no por ello se le concedió mucha más elección al respecto.

Una vez llegados al campo de concentración en el que los iban a investigar, los prisioneros soviéticos liberados formulaban un buen número de preguntas; querían saber cuál sería su condición, si gozarían de pleno derecho de ciudadanía una vez que regresasen a Rusia o si sufrirían algún tipo de privación; si los enviarían a los campos de concentración… Las autoridades soviéticas no consideraban que éstas fuesen cuestiones pertinentes; de hecho, no tardaron en atribuirlas a «la propaganda fascista, pues los alemanes habían aterrorizado a nuestros compatriotas en Alemania, y este falaz proselitismo se intensificaba a medida que la guerra tocaba a su fin».52

Los trabajadores políticos de los campos de concentración ofrecían charlas, sobre todo acerca de los logros del Ejército Rojo y de la retaguardia soviética, así como de los dirigentes del Partido, en especial del camarada Stalin. «También les proyectan películas soviéticas —informó el jefe del departamento político del primer frente ucraniano—. A todos les gustan mucho, y con frecuencia gritan: "¡Hurra!", más aún si aparece Stalin, y: "¡Viva el Ejército Rojo!". Después de la sesión cinematográfica, se alejan llorando de alegría. Entre los liberados, apenas si hay un puñado que haya traicionado a la madre patria». En el campo de Cracovia, tan sólo cuatro de un total de cuarenta sospechosos sufrieron arresto acusados de traición. Estas cifras, empero, se hicieron mucho mayores más adelante.

Corren historias, muy difíciles de confirmar o desmentir, que afirman que incluso hubo trabajadores forzados de la Unión Soviética ejecutados tras la liberación sin que mediase investigación alguna. Así, por ejemplo, el agregado militar sueco oyó que tras la ocupación de Oppeln en Silesia, se congregó en un mitin político a unos doscientos cincuenta de ellos. Acto seguido, se vieron rodeados de soldados del Ejército Rojo o del NKVD. Uno de ellos les preguntó a gritos por qué no se habían hecho guerrilleros, tras lo cual las tropas abrieron fuego.53

El término «traidor de la madre patria» no sólo era susceptible de aplicarse a los soldados reclutados de los campos de concentración alemanes, sino también a los soldados del Ejército Rojo que habían sido capturados en 1941. Algunos de éstos tenían heridas tan graves que no pudieron luchar hasta el final. Solzhenitsyn alegó en su favor que llamarlos «traidores de la patria» en lugar de «traidores a la patria» constituía un lapsus freudiano muy significativo. «No la traicionaban a ella, sino que eran sus traidores. No eran ellos, aquellos desafortunados, los que habían sido desleales a su patria, sino ésta la que, calculadora, les había sido desleal a ellos».54 El estado soviético los había traicionado por medio de su incompetencia y la falta de preparación de que dio muestras en 1941. Más tarde, se había negado a reconocer el horrible destino al que hubieron de enfrentarse en los campos de concentración alemanes; y por último, los había traicionado al hacerles creer que los había redimido el coraje mostrado durante las últimas semanas de la guerra para ordenar que los arrestasen poco después de acabada la lucha. En opinión de Solzhenitsyn, el «traicionar a los propios soldados y proclamarlos traidores» había sido la obra más sucia de la historia de Rusia.

Pocos soldados del Ejército Rojo, ya fuesen prisioneros de guerra o hubieran tenido la fortuna de no haber caído nunca en manos del enemigo, se mostraban dispuestos a perdonar a los que se habían puesto un uniforme alemán, fueran cuales fuesen las circunstancias. Se midió por el mismo rasero a los miembros de la ROA de Vlasov —conocidos como vlasovtsy—, los voluntarios de las SS, los guardias de campos de concentración ucranianos y caucasianos, los cosacos del cuerpo de caballería del general Von Pannwitz, los equipos de policías, los «destacamentos de seguridad» antiguerrilla e incluso los desdichados Hiwi (nombre con el que se conocía a los Hilfsfreiwilligen, o ayudantes voluntarios).

Se calcula que entre todos sumaban un millón o millón y medio de hombres. Las autoridades del Ejército Rojo insistieron en que había más de un millón de Hiwi trabajando para la Wehrmacht.55 A los que se capturaba —e incluso a los que se entregaban— se les abatía en el acto o poco después. «Los vlasovtsy y otros cómplices de los nazis solían ser fusilados en el acto —afirma la historia oficial de Rusia más reciente—. Este hecho no resulta sorprendente, ya que el código militar de la infantería del Ejército Rojo exigía que cada soldado fuese "implacable con los desertores y traidores de la madre patria"».56 También parece haber tenido que ver con el honor regional y la sed de venganza de los soldados de las diversas zonas: «Los de Orel matan a los de Orel; los uzbecos, a los uzbecos».57

Los soldados del NKVD mostraban una falta de compasión comprensible en su búsqueda de ucranianos y caucasianos que habían ejercido de guardias en los campos de concentración y que habían dado con frecuencia muestras de una crueldad mayor aún que la de los alemanes encargados de supervisarlos.58 Con todo, el hecho de que los prisioneros de guerra del Ejército Rojo pudiesen recibir un trato igual en la práctica al de aquellos que habían vestido un uniforme enemigo formaba parte de una actitud sistemática dentro del NKVD. «Debe haber una sola forma de actuar ante cualquier prisionero, cualquiera que sea su categoría», se dijo a sus regimientos de fusileros en el 2.° frente bielorruso. Los desertores, ladrones y antiguos prisioneros de guerra debían recibir el mismo trato que «los que han traicionado a nuestro estado».59

Si bien resulta difícil en extremo albergar cualquier tipo de simpatía en relación con los guardias de campos de concentración, la gran mayoría de Hiwi había sido víctima de coacción o se había sometido tras verse privada de alimento. En cuanto a las categorías intermedias, muchos de los que sirvieron en las unidades del ejército alemán o en las SS eran nacionalistas ucranianos, bálticos, cosacos o caucasianos, que odiaban al gobierno soviético de Moscú. Algunos vlasovtsy se habían unido sin remordimientos a su antiguo enemigo, pues tenían bien presentes las ejecuciones arbitrarias de sus amigos a manos de los oficiales y destacamentos de bloqueo del Ejército Rojo durante 1941 y 1942. Otros eran campesinos contrarios a la colectivización forzada. De cualquier manera, muchos de los soldados de Vlasov y de los Hiwi no eran más que personas ingenuas o mal informadas. El intérprete ruso de cierto campo de prisioneros de guerra contaba que, en cierto mitin propagandístico organizado para reclutar voluntarios, uno de los presos rusos levantó la mano para decir: «Camarada presidente, nos gustaría saber cuántos cigarrillos recibiremos al día en el ejército de Vlasov».60 Como es de esperar, para muchos un ejército no era más que un ejército; el uniforme que hubiese que vestir era lo de menos, sobre todo si eso suponía estar bien alimentado en lugar de morir de hambre y maltratado en un campo de concentración. Todos los que siguieron este camino hubieron de sufrir mucho más de lo que nunca hubiesen imaginado. Incluso los que sobrevivieron a quince o veinte años en el Gulag tras la guerra acabaron marcados. Los que eran sospechosos de haber colaborado con el enemigo no recuperaron sus derechos civiles hasta el quincuagésimo aniversario de la victoria, celebrado en 1995.61

Entre las cartas encontradas en poder de los prisioneros de guerra rusos que habían servido en el ejército alemán, casi con toda certeza en calidad de Hiwi, hay una de alguien que apenas sabía escribir, garabateada en una de las guardas arrancadas de un libro alemán. «Camaradas soldados —decía—, nos entregamos a vosotros y os pedimos un gran favor: decidnos, por favor, por qué estáis matando a los rusos encerrados en las prisiones alemanas. Resulta que nos capturaron y nos llevaron a trabajar para sus regimientos, y lo hicimos sólo por no morir de hambre. Ahora resulta que llevan a esas personas al lado ruso, a su propio ejército, y los fusiláis. ¿Por qué?, os preguntamos. ¿Es porque el mando soviético traicionó a esas personas en 1941 y 1942?».62