13


Estadounidenses en el Elba

A medida que se acercaban los ejércitos aliados al corazón de Alemania por ambas direcciones, los berlineses aseguraban que los optimistas estaban «aprendiendo inglés, y los pesimistas, ruso».1 El ministro nazi de Asuntos Exteriores, Joachim von Ribbentrop, que no tenía ningún sentido del humor, anunció en una cena diplomática que «Alemania ha perdido la guerra, pero aún conserva la potestad de decidir frente a quién perder».2 Esta era precisamente la idea que tanto inquietaba a Stalin a principios de abril.

Una vez que el grupo de ejércitos B de Model se encontró rodeado con más de trescientos mil hombres en el Ruhr el día 2, las divisiones del 9.° ejército estadounidense de Simpson comenzaron su precipitado avance en dirección al Elba, al otro lado de Berlín. Sus miembros estaban convencidos, al igual que su comandante, de que tenían por objetivo la capital del Reich. Tras el tira y afloja que había protagonizado con los británicos, Eisenhower había dejado abierta la toma de Berlín como algo muy posible. En la segunda parte de las órdenes de Simpson se pedía al 9.° ejército que explotasen «la menor oportunidad de establecer una cabeza de puente en el Elba» y se prepararan para «proseguir el avance hacia Berlín o hacia el noreste».

Su 2.a división blindada (apodada Infierno sobre Ruedas) era la más poderosa del ejército de Estados Unidos. Contaba con un buen número de rudos sureños que se habían alistado durante la Depresión. Su comandante, el general de división Isaac D. White, había trazado su ruta a la capital con mucha antelación. Tenía el propósito de cruzar el Elba cerca de Magdeburgo. El 9.° ejército usaría la autopista que llevaba a Berlín a modo de línea central de avance. Su rival más cercano en la carrera hacia la ciudad era la 83.a división de infantería, conocida por El Circo Revoltijo, dada la extraordinaria variedad de vehículos y equipo capturados a los que se había dado una capa de pintura verde aceituna rematada con una estrella blanca. Ambas divisiones llegaron al río Weser el día 5 de abril.

Más al norte, la 5.a división blindada avanzaba en dirección a Tangermünde, y en el flanco más pegado a la izquierda del frente de Simpson progresaban las divisiones de infantería 84.a y 102.a hacia el Elba, a ambos lados del lugar en que confluía con el Havel. El ritmo del avance disminuía de cuando en cuando por la acción de esporádicos focos de resistencia, constituidos por lo común por destacamentos de las SS, bien que la mayoría de las tropas alemanas no dudaba en rendirse dando muestras de alivio. Las dotaciones estadounidenses sólo se detenían para repostar o reparar sus vehículos. Hacía mucho que no se lavaban ni se afeitaban, y la adrenalina liberada por el avance había reemplazado casi por completo al sueño. La 84.a división se retrasó al recibir órdenes de tomar Hannover, aunque estuvo lista para reanudar la marcha cuarenta y ocho horas más tarde. Estando en esta ciudad, el 8 de abril recibió su comandante, el general de división Alexander Bolling, la visita de Eisenhower.

—Alex. ¿Adónde vais a ir? —le preguntó.

—General, tenemos la intención de seguir avanzando. Tenemos paso franco hacia Berlín y nada puede detenernos.

—Seguid —lo animó el comandante supremo al tiempo que posaba una mano en su hombro—. Os deseo toda la suerte del mundo. No dejéis que nada os detenga.

Bolling lo tomó como una evidente confirmación de que su objetivo no era otro que Berlín.3

A la izquierda del 9.° ejército estadounidense, el 2.° ejército británico del general Dempsey había alcanzado Celle y estaba a punto de liberar el campo de concentración de Belsen. Mientras tanto, a la derecha de Simpson, el primer ejército del general Hodges se dirigía a Dessau y Leipzig. El 3.° del general George Patton se abría paso en el punto más alejado y en dirección a la cordillera de Harz, para lo cual había de rodear Leipzig por el sur. El jueves, 5 de abril, Martin Bormann apuntó en su diario: «Bolcheviques cerca de Viena; estadounidenses en la Selva de Turingia».4 No era necesario ningún otro comentario acerca de la desintegración del Imperio alemán.

La velocidad del avance de Patton llevó consigo un efecto secundario no deseado: las SS, ayudadas en muchas ocasiones por la Volkssturm local, llevaron a cabo una serie de masacres contra los prisioneros de campos de concentración y quienes realizaban trabajos forzados. En la fábrica de Thekla, que montaba alas de aeronave a tres kilómetros al noreste de Leipzig, las SS y algunos miembros de la Volkssturm confinaron a trescientos prisioneros en un edificio aislado. Tras cerrar todas las ventanas, los de las SS lanzaron bombas incendiarias en el interior. Los que lograron escapar del edificio murieron acribillados por las ametralladoras. Sobrevivieron tres franceses. En el patio de la prisión de Leipzig murieron ejecutados más de cien prisioneros aliados, presos políticos franceses en su mayoría. Por otra parte, se obligó a una columna de seis mil quinientas mujeres de diversas nacionalidades procedentes del grupo de fábricas HASAG, a dos kilómetros al nordeste de Leipzig, a ponerse en camino hacia Dresde. Allí se dirigían cuando las vio un equipo de reconocimiento aéreo de los Aliados. Los guardias de las SS abatían a las que se encontraban demasiado débiles para caminar y las hacían rodar para abandonarlas en la cuneta. Las prendas de vestir a rayas blancas y azules de los campos de concentración «marcaban la ruta y el calvario de aquellas desgraciadas».5

En la Alemania meridional, entre tanto, el 6.° grupo de ejércitos del general Devers (formado por el 7.° ejército del general Patch y el primer ejército francés, al mando del general De Lattre de Tassigny) se encontraba atravesando la Selva Negra. Su flanco izquierdo avanzaba hacia Suabia. Tras la captura de Karlsruhe, se dirigieron a Stuttgart. Eisenhower, preocupado aún por la fortaleza alpina, pretendía que los dos ejércitos se dirigiesen hacia el sureste, en dirección a la zona de Salzburgo, para encontrarse con las fuerzas soviéticas desplegadas en el valle del Danubio.

La población civil alemana observaba con asombro a los soldados estadounidenses. Arrellanados en sus Jeep, fumando o mascando chicle, no guardaban ningún parecido con la imagen que tenían los germanos de un militar. Sus vehículos verde aceituna (color que estaba presente aun en los tanques) llevaban rótulos con nombres de muchachas. Con todo, había costumbres que demostraron ser universales entre la soldadesca. Las tropas de la Wehrmacht habían saqueado cuanto habían podido durante su retirada y habían dado paso a los libertadores.

El pillaje de los Aliados comenzó, al parecer, antes incluso de cruzar la frontera alemana. «A juzgar por los hallazgos que se han llevado a cabo —afirmaba un informe estadounidense acerca de la situación en las Ardenas—, puede decirse sin temor a equivocaciones que las tropas de Estados Unidos han saqueado a gran escala la propiedad civil belga».6 Había tenido lugar un buen número de voladuras de cajas de caudales por mediación de explosivos. A medida que las fuerzas estadounidenses avanzaban hacia la Alemania central y meridional, su policía militar había ido erigiendo señales en la entrada de las aldeas que rezaban: «Se prohíbe conducir con exceso de velocidad, saquear y confraternizar con la población».7 Sin embargo, tuvieron poco éxito en todos los sentidos.

Más al norte, un oficial de los Scots Guards, más tarde convertido en juez, escribió que el nombre en clave del cruce del Rin, Operación Rapiña, no podía haber sido más apropiado. Describía hasta qué punto constituían las ventanas rotas «un paraíso para el saqueador». «No podía hacerse gran cosa para evitarlo más allá de restringir el pillaje a los artículos de menor tamaño. Los tanques eran los que salían mejor parados, por cuanto podían transportar desde máquinas de escribir hasta equipos de radio… Yo me encontraba maldiciendo a mis hombres por saquear las casas en lugar de evacuarlas cuando me di cuenta de que llevaba dos pares de binoculares incautados».8

Los que actuaban por su cuenta, como sucedía con los equipos del SAS, el servicio aéreo de operaciones especiales, lograron rizar el rizo de la ambición. Cierto oficial comentó que «Monty era muy estirado en lo referente al pillaje».9 El mariscal de campo Alexander mantenía, por lo que se ve, una actitud «mucho más relajada». En una o dos ocasiones se robaron a punta de pistola piezas de joyería fina en casas de campo alemanas durante incursiones que habrían dejado pasmado al mítico Raffles.[11] Un grupo del SAS descubrió más tarde un escondrijo de pinturas dispuesto por la esposa de Goering. El comandante del escuadrón insistió en que lo dejasen escoger a él primero, tras lo cual dejó que eligieran sus oficiales. Entonces desmontaron los lienzos de sus bastidores y los enrollaron para introducirlos en tubos de mortero.

La actitud ante la guerra variaba de un ejército a otro. Los estadounidenses y canadienses idealistas pensaban que tenían el deber de salvar al viejo mundo para regresar a sus hogares lo antes posible. Sus camaradas más cínicos se interesaron con espíritu comercial en el mercado negro. A los oficiales regulares franceses, en particular, les movía la venganza por las humillaciones de 1940 y el deseo de restaurar el orgullo nacional. En el ejército británico, sin embargo, cualquier oficial recién llegado habría podido pensar que estaba allí para tomar parte en «una lucha a vida o muerte por la democracia y la libertad del mundo», pero se encontraba con que la guerra se trataba «más bien como un incidente en la historia del regimiento que lo enfrentaba a un oponente más o menos noble».10 Huelga decir que nada se aleja más del modo en que la concebían los rusos.

El súbito avance protagonizado en el centro por los estadounidenses dio pie a una mezcla de sospecha e indignación moral en el Kremlin. La cúpula soviética, que tanto había protestado por la lentitud de que daban muestra los Aliados occidentales a la hora de iniciar un segundo frente, comenzaba a sentirse angustiada por la idea de que pudiesen llegar a Berlín antes que ellos. En lo tocante a las fuerzas aéreas, lo cierto era que las tropas alemanas temían más a los Typhoon y los Mustang que a los Shturmovik; aunque este detalle se pasó por alto en Moscú, tal vez de modo deliberado. A Stalin, que nunca fue dado a buscar explicaciones naturales, le costaba encajar el que los germanos prefirieran rendirse a los Aliados occidentales antes que a la Unión Soviética, que prometía y practicaba la venganza de forma mucho más brutal.

«Los ocupantes estadounidenses de carros de combate están disfrutando de las excursiones a las pintorescas montañas de la cordillera de Harz», escribió Ilya Ehrenburg en el Krasnaya Zvezda.11 Los alemanes se rendían, según lo expresó con amargura, «con una persistencia fanática». Se comportaban con los norteamericanos, seguía diciendo, como si perteneciesen a «un estado neutral». Con todo, lo que más indignó a Averell Harriman fue su aserto de que los estadounidenses estaban «llevando a cabo su conquista con las cámaras».12

Stalin, tal vez juzgando a los demás por el rasero que empleaba consigo mismo, sospechaba que los Aliados occidentales, debían de sentirse tentados, en su afán por alcanzar primero la capital del Reich, a negociar con la facción nazi. En ningún momento dudó que los contactos que mantuvieron en Berna Allen Dulles y el teniente general de las SS Wolff en torno a una rendición en Italia constituían la prueba irrefutable de su perfidia. En realidad, Dulles también había recibido propuestas de un representante de Kaltenbrunner que aseguraba que las SS querían organizar un golpe en contra del Partido Nazi y de los miembros intransigentes de la organización que pretendían continuar con la guerra. Una vez logrado esto, las SS podrían «hacer que se transfirieran de forma pacífica las funciones administrativas a las potencias occidentales».13 El enviado de Kaltenbrunner habló también de abrir el frente occidental a estadounidenses y británicos en tanto que se enviaba a las tropas alemanas al este; es decir: proponía el escenario exacto que tanto atemorizaba a Stalin. Por suerte, el dirigente soviético no supo nada de esto hasta más tarde, aunque sí que había oído que las fuerzas aerotransportadas estadounidenses y británicas estaban listas para lanzarse sobre Berlín en caso de que se derrumbara de súbito el poder de los nazis. De hecho, a la 101.a división aerotransportada se le había asignado como zona de descenso el aeródromo de Tempelhof, mientras que la 82a podía emplear el de Gatow, y los británicos, el de Oranienburg. Con todo, y puesto que se había decidido que las tropas se detuvieran en el Elba, toda la operación quedó suspendida. En cualquier caso, esta eventualidad no tenía relación alguna con ninguna tentativa de paz por parte de los alemanes. Desde la declaración que habían hecho durante la conferencia de Casablanca, en la que insistían en la rendición incondicional de Alemania, ni Roosevelt ni Churchill habían llegado a considerar en serio ningún acuerdo secreto con la cúpula nazi.

Todo el optimismo de que dieron muestras Roosevelt y Eisenhower durante febrero y marzo en relación con la posibilidad de ganarse la confianza de Stalin demostró ser infundado la primera semana de abril. Como ya se ha visto, en el polémico mensaje que envió al dirigente soviético el 28 de marzo, Eisenhower le había comunicado sus planes de forma detallada y precisa, bien que no recibió nada a cambio. De hecho, el 1 de abril, Stalin lo había engañado deliberadamente al asegurarle que Berlín había perdido toda su importancia estratégica. Asimismo, mantenía que la ofensiva soviética tendría lugar con toda probabilidad durante la segunda mitad de mayo (en lugar de a mediados de abril), que el Ejército Rojo concentraría su ataque más al sur para unirse a sus fuerzas y que a Berlín se enviarían tan sólo «fuerzas secundarias».

Eisenhower, que ignoraba que lo estuvieran engañando, comunicó a Montgomery de forma concisa que la capital del Reich se había convertido «en poco más que un lugar geográfico». Respaldado firmemente por el general Marshall, siguió rechazando los argumentos de Churchill, según los cuales los estadounidenses y los británicos deberían «dar la mano a los rusos tan al este como sea posible». La razón era, sin más, que no podía aceptar la idea que tenía el primer ministro de que, mientras permaneciera bajo bandera alemana, Berlín estaba llamada a ser «el enclave más decisivo de toda Alemania». Eisenhower se había empecinado en que era más importante el eje Leipzig-Dresde, que partía el país en dos, y estaba persuadido de que Stalin era de su misma opinión.

Eisenhower también negó estar influido por las añagazas de Stalin en lo tocante a Polonia. Los peores temores de Churchill fueron a confirmarse cuando, a finales de marzo, el NKVD arrestó y envió a Moscú a los dieciséis dirigentes de partidos democráticos polacos a los que habían invitado a reunirse con Zhukov amparados por un salvoconducto. Con todo, a pesar de que Eisenhower hubiese mordido el anzuelo, el dirigente soviético distaba mucho de estar relajado. Tal vez pensaba, en un gesto de auténtica paranoia estaliniana, que el general estadounidense estaba simulando haber caído en la trampa para engañarlo a su vez. Sea como fuere, lo cierto es que estaba a todas luces resuelto a hacer que los norteamericanos se sintiesen culpables. En una violenta comunicación dirigida a Eisenhower y fechada el 7 de abril, Stalin volvió a recargar las tintas en lo referente a las proposiciones que había hecho Alemania por mediación de Dulles en Suiza. También hizo hincapié en que el Ejército Rojo se estaba enfrentando a muchas más divisiones enemigas que los Aliados occidentales. «[Los alemanes] siguen luchando de un modo salvaje contra los rusos en pos de algún cruce checoslovaco desconocido que necesitan tanto como un cadáver una cataplasma —escribió al presidente—, pero entregan sin oponer resistencia alguna ciudades del centro de Alemania tan relevantes como Osnabrück, Mannheim o Cassel. ¿No cree usted que se trata de un comportamiento harto extraño e incomprensible?».

Por irónico que parezca, la insensata decisión que tomó Hitler de mantener al 6.° ejército de Panzer de las SS cerca de Viena cuando la amenaza se cernía sobre Berlín no hizo sino respaldar la teoría de la fortaleza alpina. El comité mixto de información del SHAEF reconoció el 10 de abril que «no hay indicio alguno de que la estrategia del alto mando alemán tenga por objetivo último ocupar el llamado "reducto nacional"».14 Con todo, seguían diciendo que la finalidad de este bastión era prolongar la guerra hasta el invierno con la esperanza de que las disputas internas hiciesen caer a los Aliados occidentales y la Unión Soviética. Ese mismo día, empero, un informe diferente dio al traste con esta idea, arraigada hasta extremos extraordinarios. «El interrogatorio de varios generales y oficiales alemanes capturados no hace mucho revela que ninguno ha oído hablar del reducto nacional. Todos consideran que el plan es "ridículo e irrealizable"».15

Ni Stalin ni Churchill se daban cuenta de que el presidente de Estados Unidos no estaba en condiciones de leer sus telegramas, y menos aún de redactar una respuesta en persona. El 30 de marzo, Viernes Santo, Roosevelt había sido trasladado en tren a Warm Springs, Georgia, en lo que fue su último viaje en vida. Cuando lo llevaron a la limusina apenas si estaba consciente, y los que lo vieron quedaron conmovidos por su estado. Moriría antes de que transcurrieran dos semanas, y su vicepresidente, Harry Truman, se convertiría en el nuevo presidente de Estados Unidos.

El 11 de abril, los estadounidenses llegaron a Magdeburgo. Al día siguiente cruzaron el Elba al sur de Dessau. Se trazaron planes con la idea de que llegarían a Berlín en menos de cuarenta y ocho horas. Este cálculo no era improbable, dado que en el lado occidental de la capital quedaban pocas unidades de las SS.

Ese mismo día, los alemanes se vieron sorprendidos por la ferocidad de cierta emisión de la radio gubernamental francesa procedente de Colonia: dein Lebensraum ist jetzt dein Sterbensraum" («Alemania, tu espacio vital se ha convertido en tu espacio mortal»).16 Se trataba del tipo de comentario que hubieran podido esperar de Ilya Ehrenburg.

El escritor ruso publicó ese día su último artículo —y el más polémico— acerca de la guerra en el Krasnaya Zvezda. Se titulaba «Khvatit» («Basta»). «Alemania está agonizando de un modo miserable —decía—, sin patetismo ni dignidad. Recordemos los pretenciosos desfiles celebrados en el Sportpalast de Berlín, donde Hitler afirmaba a voz en grito que conquistaría el mundo. ¿Dónde está él ahora? ¿En qué agujero se esconde? Ha conducido a Alemania a un precipicio, y ahora prefiere no dejarse ver». Por lo que a Ehrenburg respectaba, «Alemania no existe; tan sólo es una gavilla colosal de malhechores».

Se trata del mismo artículo en que Ehrenburg comparaba con amargura la resistencia alemana en el este con las rendiciones que se estaban produciendo en el oeste. Evocaba «las terribles heridas infligidas a Rusia», de las que los Aliados occidentales no querían saber nada. Mencionaba después el puñado de atrocidades que perpetraron los alemanes en Francia, como la masacre de Oradour. «Sucedió en cuatro aldeas de Francia. ¿Cuántas hay así en Bielorrusia? Dejad que os recuerde el caso de las aldeas de la región de Leningrado…».17

La retórica incendiaria de Ehrenburg hacía que, a menudo, lo que escribía no coincidiese con su propia opinión. En el citado artículo, justificaba de forma implícita el pillaje («Al fin y al cabo las mujeres alemanas pierden abrigos de pieles y cucharas que son fruto de un robo»), cuando en el lenguaje del Ejército Rojo el saqueo implicaba también violación. Sin embargo, no hacía mucho que había sermoneado a los oficiales de la academia militar de Frunze y había criticado los actos de pillaje y destrucción protagonizados por las tropas soviéticas, que achacaba al nivel cultural «extremadamente bajo» de los soldados. La única referencia que hacía a las violaciones, no obstante, consistía en decir que éstos «no rechazaban "los cumplidos" de las mujeres alemanas».18 Abakumov, director del SMERSH, informó a Stalin de las «incorrectas opiniones» de Ehrenburg, y el dirigente ruso las consideró «dañinas en lo político». Este informe, unido a otro de características similares sobre la situación de Prusia Oriental, obra del conde Von Einsiedel, del Comité Nacional para una Alemania Libre, controlado por el NKVD, dio pie a una serie de acontecimientos y discusiones que desembocaron en una importante reconsideración de la política soviética.

El tono y el contenido del artículo de Ehrenburg publicado el 12 de abril no eran más feroces que sus anteriores diatribas; sin embargo, y para escándalo del autor, fue objeto de duras críticas procedentes de lo más alto que marcaban un cambio en la línea del Partido. Más tarde, Ehrenburg reconoció resentido que su función de flagelo de los alemanes lo convertía en el mejor candidato para protagonizar el sacrificio simbólico que exigían las circunstancias. La cúpula soviética había acabado por darse cuenta, más bien tarde, de que el terror que inspiraban en la población civil los violentos ataques del Ejército Rojo hacía aumentar la resistencia del enemigo e iba a complicar la ocupación soviética de Alemania una vez finalizada la guerra. En palabras del propio Ehrenburg, querían minar la voluntad de seguir luchando del enemigo «al prometer inmunidad a todos y cada uno de los que habían acatado las órdenes de Hitler».19

El 14 de abril, Georgy Aleksandrov, principal ideólogo del comité central y jefe de la propaganda soviética, respondió en el Pravda con un artículo titulado «El camarada Ehrenburg simplifica demasiado».20 En un fragmento visiblemente importante, que sin duda estaba revisado por Stalin, si no lo había dictado él, Aleksandrov rechazaba la explicación que proponía Ehrenburg a la rápida rendición del frente occidental y su descripción de Alemania en cuanto «una gavilla colosal de malhechores». En tanto que algunos oficiales alemanes «luchan por el régimen antropófago, otros lanzan bombas a Hitler y a su camarilla [los autores de la conspiración de julio] o persuaden a sus compatriotas a deponer las armas [el general Von Seydlitz y la Liga de Oficiales Alemanes]. La Gestapo persigue a los que se oponen al régimen, y las proclamas que hace al pueblo para que los denuncien demuestran que no todos los alemanes son iguales. Es el gobierno nazi el que está desesperado por apelar a la idea de unidad nacional, y la propia intensidad con que lo hace constituye una prueba evidente de la poca unidad que existe entre su pueblo». Aleksandrov citaba asimismo la observación de Stalin: «Los Hitlers van y vienen, pero el pueblo alemán permanece», un lema acuñado en una fecha tan temprana como la del 23 de febrero de 1942, aunque sólo se empleó de verdad a partir de 1945.

La radio moscovita emitió el artículo de Aleksandrov, y el Krasnaya Zvezda lo reimprimió. Desolado, Ehrenburg se vio relegado de la escena política. La carta de protesta contra tal injusticia que envió a Stalin nunca recibió respuesta. Con todo, lo más probable es que el escritor no llegara a darse cuenta de que le habían denunciado debido a otras críticas al Ejército Rojo y a la incapacidad de los oficiales a la hora de dominar a sus hombres. Había informado acerca de un general soviético que reprendió a uno de sus soldados por cortar un trozo de piel de un sofá cuando podía ser empleado por alguna familia de la Unión Soviética; el amonestado le respondió: «Tal vez le llegue a tu esposa, pero seguro que a la mía no se lo enviarán», antes de seguir destrozando el asiento. Sin embargo, la acusación más seria que le hizo Abakumov fue la de haber dicho a los oficiales de la academia de Frunze: «Los rusos que regresan de la "esclavitud" tienen buen aspecto. Las muchachas están bien vestidas y alimentadas. Nuestros artículos periodísticos acerca de la esclavitud de los que han sido arrastrados a Alemania no resultan convincentes».21 Si Ehrenburg no hubiese contado con un buen número de prosélitos apasionados en el Ejército Rojo, no hay duda de que habría acabado confinado en una de las instalaciones del Gulag.

Mientras tanto, los departamentos políticos destinados en el frente veían la situación con intranquilidad. Emitieron informes acerca de algunos oficiales que respaldaban a Ehrenburg y seguían creyendo «que habría que ser implacables con los alemanes y con esos Aliados occidentales que coquetean con ellos».22 La política del Partido, sin embargo, era muy clara: «Ya no estamos persiguiendo a los alemanes que habían invadido nuestro país y convertido el: "Mata a todo alemán con el que te cruces", en un lema justo por entero. En lugar de eso, lo que hemos de hacer ahora es castigar al enemigo con corrección por todas sus obras abominables». A pesar de que los agentes políticos citaban el dicho estaliniano: «Los Hitlers van y vienen…», éste no pareció tener un gran influjo sobre la tropa. «Muchos soldados me preguntaban —refirió uno de los agentes— si Ehrenburg seguía escribiendo, y me decían que buscaban sus artículos en cada periódico que caía en sus manos».

Este cambio de política ocurrido poco antes de la gran ofensiva llegó demasiado tarde para los soldados imbuidos de los odios personales y propagandísticos de los últimos tres años. Uno de los comentarios más reveladores —bien que de modo no intencionado— fue el del general Maslov, comandante de una de las divisiones de Zhukov, que describió el llanto de los niños alemanes mientras buscaban con desesperación a sus padres en una ciudad en llamas. «Lo que resultaba más sorprendente —escribió— era que llorasen de un modo idéntico a como lo hacían nuestros propios niños».23 En realidad, eran pocos los soldados u oficiales soviéticos capaces de imaginar que los alemanes fuesen seres humanos. Después de que la propaganda nazi hubiera deshumanizado a los eslavos para relegarlos a la condición de Untermenschen, los servicios soviéticos habían persuadido a sus ciudadanos de que todos los alemanes eran bestias voraces.

Las autoridades rusas tenían otra razón para preocuparse ante el avance de los Aliados occidentales: temían que la mayor parte de los ejércitos polacos 1.° y 2.° acabase por querer unirse a las fuerzas que prestaban obediencia al gobierno exiliado en Londres. El 14 de abril, Beria entregó a Stalin el informe del general Serov, el jefe de la unidad del NKVD que acompañaba al primer frente bielorruso de Zhukov. «En relación con el rápido avance de los Aliados en el frente occidental —indicaba Serov—, se está extendiendo un humor malsano entre los soldados y oficiales del primer ejército polaco». El SMERSH había tomado medidas al respecto, lo que dio pie a un buen número de arrestos en masa.

«Los órganos de información del primer ejército polaco —seguía diciendo— han descubierto y puesto bajo control [sic] a casi dos mil antiguos soldados del ejército del general Anders y miembros de la Armia Krajowa, así como a soldados que tuviesen familiares cercanos en el sobredicho ejército».24 La «actitud hostil» que mostraban estos polacos ante la Unión Soviética quedó subrayada por el hecho de que hubiesen ocultado su verdadera dirección a las autoridades rusas a fin de evitar represalias contra sus familiares. Serov tampoco mencionaba el hecho de que, dado que se había transferido de forma directa a cuarenta y tres mil miembros de las fuerzas comunistas polacas desde los campos de concentración del Gulag, no era improbable que el sentimiento que profesaban a la Unión Soviética no fuese del todo fraternal.25 Por otro lado, a los miembros de la Armia Krajowa detenidos en Polonia por las tropas del NKVD se les daba la posibilidad de elegir entre un campo de trabajos forzados en Siberia y el ejército comunista: W Sibir ili w Armiju?.26

Los informadores del SMERSH habían advertido a sus dirigentes de que los soldados polacos sintonizaban con regularidad la «radio de Londres». También comunicaron que las tropas polacas estaban convencidas de que «el ejército de Anders se dirige a Berlín desde el otro bando, acompañando al ejército inglés». «Cuando se reúnan las tropas polacas —según dejó escapar un oficial ante uno de los informadores—, la mayoría de nuestros soldados y oficiales se pasará al ejército de Anders. Ya hemos sufrido demasiado a manos de los soviéticos en Siberia». «Después de la guerra, cuando Alemania esté acabada —refirió al parecer el jefe de estado mayor de cierto batallón a otro de los informadores—, seguiremos luchando contra Rusia. Tenemos tres millones de hombres al mando del general Anders con los ingleses». «Están lanzándonos a la cara su "democracia"», señaló un comandante de la 2.a brigada de artillería. «En cuanto nuestras tropas se reúnan con los hombres de Anders, podéis despediros del gobierno provisional [controlado por el Soviet]. El de Londres se hará de nuevo con el poder, y Polonia volverá a ser lo que fue antes de 1939. Inglaterra y Estados Unidos ayudarán a nuestra nación a liberarse de los rusos». Serov culpaba a los mandos del primer ejército polaco «por no fortalecer su labor política explicativa».

Mientras que el tercer y 9.° ejércitos estadounidenses avanzaban hacia el Elba, en el Ruhr se dominaba al foco de resistencia constituido por el grupo de ejércitos B del mariscal de campo Model, sobre todo mediante ataques aéreos. Model era uno de los pocos comandantes del ejército que gozaba de la plena confianza de Hitler. Los otros generales, no obstante, lo consideraban «extremadamente grosero y sin escrúpulos».27 Los soldados lo conocían por el apodo de der Katastrophengeneral, debido a su costumbre de presentarse en un sector cuando las cosas iban muy mal. El Ruhr, en cualquier caso, fue su última catástrofe. Se negó a huir del lugar, y el 21 de abril, cuando sus tropas comenzaban a rendirse en masa, se suicidó de un disparo, que era exactamente lo que esperaba Hitler de sus comandantes.

Mucho antes del final, el coronel Günther Reichhelm, jefe de operaciones del grupo de ejércitos B, salió en avión de la bolsa del Ruhr junto con otros miembros clave. De las diecisiete aeronaves, sólo tres llegaron a Jüterbog, el aeródromo situado al sur de Berlín. A Reichhelm lo llevaron al cuartel general del OKH en Zossen, donde se derrumbó a causa del agotamiento para no despertarse hasta que se sentó en su cama el antiguo segundo de Guderian, el general Wenck. Este, que había tenido que volver a la vida activa antes de recuperarse por completo del accidente de coche que sufrió durante la Operación Sonnenwende, acababa de ser nombrado comandante en jefe del 12.° ejército y sospechaba que esta nueva formación existía más sobre el papel que en la realidad, a pesar de tener una misión bien definida: defender la línea del Elba frente a los estadounidenses.

«Vas a venirte conmigo en calidad de jefe del estado mayor», le dijo Wenck. Sin embargo, Reichhelm debía informar primero de la situación del grupo de ejércitos B, destacado en el foco de resistencia del Ruhr. Jodl le ordenó que acudiera al búnker de la Cancillería del Reich, donde se encontró con Hitler, Goering y el gran almirante Dönitz. Comunicó al Führer que el grupo de ejércitos B se había quedado sin munición y que los carros de combate que les quedaban no podían moverse por falta de combustible. Hitler mantuvo un prolongado silencio. «El mariscal de campo Model era mi mejor mariscal de campo», dijo al fin. Reichhelm pensó que el dirigente nazi había terminado por comprender que la guerra había llegado a su fin, pero no fue así. El Führer prosiguió: «Vas a ser jefe del estado mayor del 12.° ejército. Debes mantenerte al margen de las estúpidas directrices del estado mayor general; debes aprender de los rusos, que vencieron con la sola fuerza de voluntad a los alemanes que llegaron a las puertas de Moscú».

Entonces, Hitler indicó que el ejército alemán debía comenzar a talar árboles de las montañas de Harz a fin de detener el avance de Patton y lanzar allí una guerra de guerrillas. Pidió mapas de escala 1:25.000, que eran los empleados por quienes comandaban una compañía, para ilustrar su propuesta. Jodl trató de desengañarlo, pero Hitler insistió en que conocía bien la cordillera. Aquél, por lo común moderado, no pudo menos que responder con aspereza: «Yo no conozco en absoluto la zona, pero sí la situación». Reichhelm observó que Goering se había quedado dormido en una silla con el rostro tapado por un mapa, y se preguntó si no estaría drogado por completo. Por fin, Hitler le pidió que se uniese al 12.° ejército, no sin antes pasar por el campo de Döberitz, donde podría hacerse con doscientos vehículos todoterreno Kübelwagen, de la casa Volkswagen, para sus tropas.

Reichhelm salió de allí aliviado, con la sensación de haber escapado de un manicomio. En Döberitz logró hacerse con tan sólo una docena de vehículos. Encontrar a Wenck y el cuartel general del 12.° ejército le resultó aún más difícil. Por fin dio con el primero en la escuela de zapadores de Rosslau, en la orilla del Elba opuesta a Dessau. Descubrió, para deleite suyo, que el jefe de operaciones era un viejo amigo, el coronel barón Hubertus von HumboldtDachroeden. Según había podido oír, parte del 12.° ejército estaba formado por «jóvenes soldados de asombrosa voluntad que habían recibido una instrucción de tan sólo medio año en diversas escuelas de oficiales», así como por un buen número de suboficiales con experiencia en el frente que regresaban del hospital. Ambos jefes profesaban una gran admiración al comandante de su ejército, Wenck, un hombre joven, flexible y muy bueno en su oficio, «capaz de mirar a la cara a los soldados».28

Si bien el cuartel general era improvisado y contaba con pocos equipos de radio, se encontraron con que podían servirse de la red telefónica local, que aún funcionaba bien. El ejército estaba mejor abastecido que la mayoría merced a la base de municiones de Altengrabow y a una serie de gabarras y botes inmovilizados en el Havelsee. Wenck se negó a seguir la política de tierra quemada del Führer, y evitó la destrucción de la planta de electricidad de Golpa, al sureste de Dessau, una de las principales en lo referente al suministro eléctrico de Berlín. Siguiendo órdenes de Wenck, la división de infantería Hutten dejó a un grupo de guardias con la misión de impedir que algún fanático intentase volarla.

La principal tarea del 12.° ejército consistía en prepararse ante un ataque del 9.° ejército estadounidense «a lo largo de la autopista Hannover-Magdeburgo y a ambos lados de ésta».29 Se esperaba que los norteamericanos establecieran una cabeza de puente en la margen oriental del Elba para dirigirse desde ella a Berlín. El primer ataque, empero, tuvo lugar antes de lo que se preveía. «El 12 de abril llegó el primer informe del contacto que hablaba de que el enemigo intentaba cruzar cerca de Schönebeck y Barby». La división de infantería Scharnhorst trató de contraatacar con un batallón y algunos cañones de asalto al día siguiente. Entonces ofrecieron una fiera resistencia, pero comprobaron asimismo que el enemigo —sobre todo las fuerzas aéreas estadounidenses— era demasiado poderoso.

Reichhelm cayó en la cuenta de que si los norteamericanos pensaban cruzar el Elba en masa, no habría «otra posibilidad que la rendición». El 12.° ejército no podría haber seguido luchando «durante más de uno o dos días».30 Humboldt compartía por entero esta opinión. Los estadounidenses cruzaron el río en varios puntos, de manera que el sábado 14 de abril, el SHAEF pudo registrar: «El 9.° ejército ha ocupado Wittenberge, a cien kilómetros al norte de Magdeburgo. Tres batallones de la 83a división de infantería han cruzado el Elba a la altura de Kameritz, hacia el sureste de Magdeburgo».31 Mientras tanto, la 5.a división blindada había alcanzado el río en un frente de veinticinco kilómetros alrededor de Tagermünde. El día 15, el 12.° ejército de Wenck lanzó un decidido contraataque contra la 83.a división de infantería cerca de Zerbst, pero fue rechazado.

Las cabezas de puente situadas a lo largo del Elba representaban, al parecer, un problema más que una oportunidad para Eisenhower. Se puso en contacto con el general Bradley, al mando del grupo de ejércitos, para pedir su opinión acerca de la posibilidad de seguir avanzando hasta Berlín. Quería saber cuántas víctimas pensaba que tendrían en caso de que hubieran de enfrentarse a la toma de la ciudad. Bradley estimó que el número podría ascender a cien mil (una cifra que, tal como admitió él mismo más adelante, resultaba demasiado elevada). Luego añadió que se trataba de un precio sumamente alto para un objetivo que no les reportaría otra cosa que prestigio y que, a fin de cuentas, habrían de abandonar una vez que Alemania se rindiera. Todo esto coincidía por completo con lo que Eisenhower había pensado, bien que más tarde mantuviera que «la futura división de Alemania no tuvo ninguna influencia en nuestros planes militares relativos a la conquista final del país».32

A Eisenhower le preocupaba asimismo la extensión de sus líneas de comunicación. El 2.° ejército británico se hallaba al borde de Bremen; el 1.° estadounidense, cerca de Leipzig, y las unidades de Patton en cabeza, no lejos de la frontera checoslovaca. Las distancias eran tan grandes que a las unidades de vanguardia hubo que abastecerlas con aviones Dakota. También había que alimentar a un número elevado de civiles, incluidos los reclusos de cárceles y campos de concentración. Por lo tanto, se necesitaba una cantidad considerable de recursos. Al igual que muchos otros, Eisenhower no estaba en absoluto preparado para los horrores de los campos de concentración. La visión de tanto sufrimiento inimaginable dejó a muchos marcados durante años por lo que podríamos llamar «culpabilidad del libertador», una variante de la culpabilidad del superviviente.

Los comandantes del frente occidental apenas tenían idea de la situación del oriental; no llegaron a apreciar hasta qué punto deseaba el ejército alemán dejar entrar a los estadounidenses en Berlín antes de que pudieran llegar las tropas soviéticas. «Los soldados y los oficiales —observó el coronel De Maiziere, del OKH— creían que era mucho mejor ser atacados por el oeste. Los miembros de la Wehrmacht, agotados, lucharon hasta el final con la única intención de dejar a los rusos el menor territorio posible».33 El instinto de Simpson y el de sus comandantes del 9.° ejército demostraron ser mucho más certeros que el del comandante supremo. Calcularon que habría focos de resistencia, pero que no sería difícil evitarlos al atacar la capital del Reich, que quedaba a menos de cien kilómetros de distancia.

La 83.a división de infantería ya había erigido un puente capaz de soportar a los carros de la 2.a división blindada, y durante la noche del sábado, 14 de abril, los vehículos pudieron pasar a un ritmo continuo. Las fuerzas de la cabeza de puente, que a la sazón se extendían hasta Zerbst, comenzaron a aumentar con gran rapidez. El entusiasmo de las tropas estadounidenses resultaba contagioso. Esperaban ansiosas la orden de avanzar. Sin embargo, a primera hora del domingo, 15 de abril, su comandante, el general Simpson, recibió órdenes de presentarse ante el general Bradley en el cuartel general de su grupo de ejércitos, situado en Wiesbaden. Este último fue a recibirlo al aeródromo. Se dieron la mano casi sin que Simpson hubiera tenido tiempo de bajar del avión, y sin más preámbulo, Bradley le comunicó que el 9.° ejército debía detenerse en el Elba: tenía órdenes de no avanzar hacia Berlín. «¿De dónde diablos ha sacado eso?», quiso saber Simpson. «Me lo ha dicho Ike»,[12] fue la respuesta.

El primero, a un tiempo aturdido y desalentado, regresó a su cuartel general sin saber cómo iba a comunicar la noticia a sus comandantes y sus soldados.34

Las órdenes de no moverse del Elba, que se sumaron a la inesperada muerte del presidente Roosevelt, supusieron un duro golpe para la moral de los estadounidenses. Roosevelt había fallecido el 12 de abril, aunque la noticia no se dio a conocer hasta el día siguiente. Goebbels se mostró extático cuando lo supo al regresar de una visita al frente cercano a Küstrin. Lo primero que hizo fue telefonear al búnker de la Cancillería del Reich para comunicárselo a Hitler. «¡Mi Führer, te felicito! —le dijo—. Roosevelt ha muerto. Está escrito en las estrellas que la segunda mitad de abril será para nosotros un momento decisivo. ¡Este viernes, 13 de abril, es el día en que cambiará nuestra suerte!».35

Pocos días antes, Goebbels había leído a Hitler la History of Friedrich II of Prussia, de Thomas Carlyle, para intentar sacarlo de su depresión. En concreto, se trataba del pasaje en que Federico el Grande está pensando, acosado por el desastre de la Guerra de los Siete Años, en envenenarse cuando, de súbito, le informan de la muerte de la zarina Isabel. «Había sucedido el milagro de la casa de Brandeburgo». Los ojos de Hitler se habían llenado de lágrimas al oír esas palabras. Goebbels no creía en cartas astrológicas, pero estaba dispuesto a usar cualquier cosa con tal de levantar el espíritu decaído del Führer, y había logrado provocarle un arrebato de optimismo. Recluido en su búnker, el dirigente nazi miraba apasionadamente a un retrato de Federico el Grande que había hecho que le bajaran. Al día siguiente, 14 de abril, en la orden del día que dio al ejército, se dejó llevar por completo de su exaltación: «En este momento en que el Destino ha eliminado al mayor criminal de guerra que ha visto la historia sobre la faz del planeta, los acontecimientos de este conflicto se han tornado decisivos».36

Este no fue el único hecho simbólico relacionado con Federico el Grande de esos días, si bien Hitler nunca lo mencionó. Esa misma noche, los bombarderos aliados lanzaron un ataque masivo sobre Potsdam. Un miembro de las Juventudes Hitlerianas que había ido a refugiarse en un sótano notó que los muros que lo rodeaban «se balanceaban como lo haría un barco».37 Las bombas destruyeron buena parte de la vieja ciudad, incluida la Garnisonkirche, hogar espiritual de la casta militar y la aristocracia prusiana. Ursula von Kardorff rompió a llorar en plena calle al conocer la noticia. «Con ella se ha derrumbado todo un mundo», escribió en su diario.38 De cualquier manera, muchos oficiales se negaban a reconocer la responsabilidad que había tenido la cúpula militar alemana por el hecho de respaldar a Hitler. Era improbable que el hablar del honor de un oficial alemán cuando la liberación de los campos de concentración estaba poniendo de relieve la naturaleza del régimen por el que habían luchado despertase algún sentimiento de compasión, ni siquiera de parte de sus más nobles oponentes.