En el zoo fue todo distinto. Todo comenzó en el zoo; en el olor del zoo, en el nerviosismo con que nos bajamos del minibús.
Todo lo nuevo: el zoo. Todo lo violento: el zoo.
Y pensar que el mundo puede concentrarse en un colmillo, y que ese colmillo se ve a través de los labios, que le sale un poco el colmillo al animal, y es blanco, que está hecho para hundirse en la carne, y que el lobo, que es en realidad malo, parece bueno detrás de la reja… Entonces se mira cómo han crecido el uno para el otro, la reja y el lobo, cómo se ha vuelto manso el lobo y la sombra le ha amarilleado el pelo, cómo se le ha concentrado el bosque en los ojos. Nos dejaban poner la mano hasta tocar casi la barandilla para que sintiéramos miedo y dijéramos:
«¿Te imaginas que no hay reja? ¿Eh? ¿Te imaginas?»
Parecía que el lobo nos oía y nos entendía porque levantaba el hocico y la mirada se le colmaba de saliva y tenía ganas de saltar sobre nosotras.
¿Y qué los elefantes? ¿Y los rinocerontes? ¿Y las focas? No, las focas eran previsibles y hacían monerías, daban golpes a la pelota y luego recibían su premio de pescado, pero el elefante estaba cansado de cacahuetes y tenía una piel muy gruesa, y nos teníamos que poner todas a gritar para que nos hiciera caso. Entonces levantaba una mirada agotada, bebía sin sed del barreño sucio, se acercaba pesado como si todo le estorbara y cada paso fuese un gran esfuerzo, por eso perdía siempre y nosotras sentíamos más compasión por el elefante que por la foca, porque era más grande y más triste, porque nos parecíamos más.
Marina estaba inquieta. Lo estuvo desde que salimos aquella mañana, desde que nos levantamos y nos duchamos. Luego, ante los pavos reales, se quedó pasmada. Nosotras estábamos cerca y sentimos su inquietud. Y era a la vez como si su inquietud la transfigurase, la hiciese luminosa y brillante.
«¿Qué miras, Marina?»
«Los pavos reales, son bonitos los pavos reales. Son bonitos, sí. Son bonitos y a la vez no son bonitos, y miran con sus miles de ojos en la cola.»
Misteriosamente todas fuimos acercándonos a ella, sin pretenderlo. Una enorme atracción nos empujaba a desear su contacto, a buscar su voz, a desear sus gestos. Ya no queríamos a los animales, ni el miedo del lobo, ni la quietud del elefante, ni la gracia brillante de los delfines, queríamos el contacto de Marina, y no sabíamos qué hacer para arrojarnos a ese desierto.
Teníamos ganas de decir: «¿Dónde estás, Marina?»
Y sin embargo estaba allí, junto a nosotras, derramándose, mirando los pavos reales, sabíamos que iba a decirnos algo, y nosotras estábamos sedientas de esa palabra. Si nos hubiese dicho: «Abandonadlo todo y arrojaos al lobo», lo habríamos hecho. Si nos hubiera dicho: «Abalanzaos todas sobre el pavo real y asesinadlo», lo habríamos hecho también.
«Esta noche haremos un juego», dijo.
«¿Qué juego, Marina?»
«Un juego que yo me sé.»
«¿Y cómo es?»
«Esta noche lo hacemos.»
«¿No nos puedes decir nada?»
«No, esta noche.»
El resto de la excursión se tiñó también de esa inquietud de la espera. Era necesaria la espera. Y en la hora de comer vimos cómo alimentaban a los tigres, cómo ellos también estaban inquietos, y un hombre entraba por una esquina mientras el otro los despistaba por la otra, y dejaba allí pedazos enormes de carne cruda. Detrás de la caja, mientras el hombre salía, algo crujió, y de pronto los tigres se abalanzaron sobre la carne. Eran tres. Se enroscaron como una hiedra en torno a la comida. Las espinas dorsales se unieron en un solo ramo de carne y furia hasta formar una sola criatura fantástica de tres cabezas que comía. Los hocicos se mancharon de sangre. Nos habían dicho que los tigres eran bonitos, nos habían mentido.
En el autobús nos pusimos a cantar pero seguimos viendo las bocas de los tigres, los colmillos del lobo, el desamparo del mono que quería ser hombre y no podía, el olor del elefante, la piel plastificada del delfín.
Chirriquituli alamatuli alapotinguelé.
Se fue a la ética poética sinfónica.
Chirriquituli alamatuli alapotinguelé.
Se fue a bailar el can can can.
«¿Cómo es el juego, Marina?»
«Esta noche os lo digo.»
Ya era de noche. Ya estábamos en las camas, ya habían apagado la luz. De pronto, con la luz apagada, nos parecíamos de un modo sorprendente. Bailaba ya el juego antes de empezar. Inquietud del juego. Secreto treinta veces dicho con los dedos cruzados bajo las sábanas, secreto del juego y alegría del juego mientras esperábamos con los brazos sobre el pecho, aguantando casi la respiración.
«Ahora tenéis que venir aquí.»
«¿Adónde, Marina?»
«Aquí, a mi cama.»
¿Cómo empezó el deseo? No lo sabemos. Todo se hacía silencio en el deseo, como los movimientos de los acróbatas, los funambulistas. El deseo era como un cuchillo grande y nosotras el mango. Y nada, nada ocurrió realmente. Sucedía la noche como había sucedido el zoo. A oscuras, rodeando la cama de Marina, se veía mejor el zoo que durante el día, comprendíamos que eso que habíamos sentido mirando al lobo era un sentimiento sin fondo, y que ni en ese momento, ni al día siguiente, ni al año siguiente seríamos capaces de comprenderlo.
Nunca había estado tan lejos como entonces, tan ausente. Todavía en el zoo habríamos podido decir: «Sabemos quién eres, Marina, sabemos que tu padre murió en el accidente y tu madre en el hospital. Sabemos que eses triste y que nos quieres.»
Entonces tuvimos que decidir quién era Marina para nosotras. Esa que nos había invitado hasta su cama. Teníamos los pies y las manos frías. Ella, sin embargo, seguía caliente, como si durante mucho tiempo la hubiesen encerrado en la enfermería entre ladrillos recién cocidos y ahora desprendiera ese calor retenido.
«El juego es muy fácil y dura muchos días, porque cada día una de nosotras es el juego. Y cada día es distinto.»
La habitación seguía a oscuras pero sentíamos su voz extendida, como la línea de un horizonte.
Ahora sabemos que aquella noche fuimos valientes, pero en ese momento no lo comprendimos.
Ahora también sabemos que podríamos no haber acudido, no habernos levantado de nuestras camas, no haber sentido el frío de las baldosas del dormitorio, que habría sido muy fácil aplastar su violencia y su dulzura con la mano. Y sin embargo acudimos.
«El juego es muy fácil», repitió. Luego levantó la almohada y allí apareció una barra de labios, colorete, un lápiz de ojos. «Cada noche una de vosotras será una muñeca. Yo la pintaré y será una muñeca. Y nosotras la miraremos y jugaremos con ella. Ella será buena con nosotras y nosotras seremos buenas con ella.»
«¿Dónde has conseguido eso, Marina?»
«En la enfermería, que la profesora se dejó allí el bolso y yo lo cogí.»
Por fin alguien encendió la luz y vimos su gesto. Una luz pequeña, escondida bajo la sábana para que no nos descubrieran. Hay que olvidarlo todo, y pensar que no se ha existido nunca, pero ese gesto de Marina cuando quiso explicarnos el juego es necesario guardarlo como un bien precioso.
«La muñeca estará quieta y no podrá hablar. Será muy blanca y muy dulce y llevará puesto este vestido. Será como nosotras, pero en muñeca; ella sola no podrá vivir.»
Sobrevolaban las distancias de una a otra, de un cuello a otro, de ahora en adelante cuellos de muñeca, manos de muñeca, ojos y labios de muñeca.
«Cada noche todas podremos jugar con la muñeca y darle besos y decirle nuestros secretos. Y ella nos mirará y nos escuchará porque nos quiere y porque también nosotras la queremos.»
De pronto estaba cansada, sudorosa. Cada vez le costaba más esfuerzo hablar, cada vez las palabras eran menos suyas, como si la idea del juego la sofocara.
«Y cada noche, cuando vengamos a dormir, no dormiremos. Pondremos el vestido a la muñeca, y la pintaremos y jugaremos con ella. Así será.»
Así era necesario que fuera.
Así sería.
La mirada se deslizaría primero por la oscuridad, hasta que se acostumbrara a la noche. Las paredes de los armarios en los que están escritos nuestros nombres casi no se verían. Poco a poco iríamos olvidando lo que había sucedido en ese día que acababa de terminar. Olvidaríamos las multiplicaciones y las reglas de ortografía, el olor de la comida de esa tarde y su sabor. Todo sería ocre y lento, como el aire de un lugar apenas ventilado. Y sin embargo, aunque tuviéramos muchas ganas, no nos precipitaríamos nunca. Sintiendo los camisones y el roce de las sábanas todas fingiríamos estar dormidas, como si muy pronto el cansancio nos hubiera inundado. Cerrando los ojos obligaríamos a nuestros cuerpos a producir el olor cansado que convencía a la adulta de que podía marcharse. Así permaneceríamos muchos minutos inmóviles. Luego, ya en plena noche, un sonido extraño nos avisaría de la primera señal. Todas nos agitaríamos, como faldas hinchadas por un golpe de viento. Comenzaríamos a vivir en el juego, en la ansiedad del juego. Enseguida sonaría la segunda señal; ya no habría duda posible. La señal podría ser cualquier cosa; un silbido, un pequeño chasquido de la madera, el silencio mismo. Entonces, poco a poco, nos iríamos levantando de nuestras camas, sin rozarnos siquiera, y el peso de nuestros cuerpos nos parecería aún más liviano. No, ni siquiera entonces sentiríamos el frío de las baldosas, ni tendríamos ya miedo a la oscuridad. Nosotras seríamos ya el frío, lo oscuro. Y así iríamos caminando hacia la cama de Marina, sonámbulas, ensimismadas por un solo pensamiento: comenzar a jugar.
Ya reunidas en torno a la cama, Marina por fin se alzaría y alguien encendería una luz y la pondría bajo las sábanas. Veríamos su rostro y por un momento ella parecería dudar también. Luego diría:
«Tú.»
No esperaría ya más. Diría, sencillamente:
«Tú».
El último vínculo con el orfanato y con lo diurno se rompería entonces. Para nosotras la muñeca moriría ya de su vida normal; un gesto de miedo, de dolor, le cruzaría el rostro. A una señal de Marina comenzaríamos a desnudar a la elegida, pensando entonces en bobadas; que tenía un lunar en el hombro que nuca habíamos visto, que la cara se vencía cómicamente a un lado, que su camisón estaba roto en el borde y tenía dibujos del pato Donald. Pero a medida que la desnudáramos la elegida se iría haciendo cada vez más pequeña, más densa. Desaparecería su olor. Sí, esa cosa frágil y preciosa, el olor, también desaparecería. La piel se volvería un poco más gruesa, al igual que nuestra cordialidad; todo sería un poco rudo, un poco áspero. Para ocultarnos unas a otras que sentíamos angustia probaríamos incluso a hacer muecas, a contar chistes. Alguien incluso cantaría:
Chirriquituli alamatuli alapotinguelé.
Se fue a la ética poética sinfónica.
Chirriquituli alamatuli alapotinguelé.
Se fue a bailar el can can can.
Casi susurrando, para que no se notara, para que no nos diéramos cuenta del cuerpo pequeño de la muñeca.
«Hay que quitarle toda la ropa.»
«¿Las bragas también?»
«Sí, las bragas también. Y luego hay que ponerle este vestido, porque éste es el vestido de la muñeca.»
El vestido sería azul, muy grueso, nadie sabría nunca de dónde lo había sacado Marina. Tendría un gatito bordado en rojo que jugaba con un ovillo de lana verde. Todas tocaríamos el vestido antes de ponérselo, como si necesitáramos comprobar que era real, tan real al menos como el cuerpo de la muñeca que, ya desnuda, esperaría a ser vestida. La desconfianza, en realidad, sería enorme. La muñeca seguiría inmóvil. Una vez desnuda, Marina diría:
«Ahora hay que vestir a la muñeca.»
Pondría entonces un gesto muy desdichado. Todo en su cara se desmoronaría en un segundo. Y habría que estar atentas a ese segundo porque sería entonces cuando se descubriría quién era en realidad la muñeca.
También eso lo entendimos enseguida: ninguna muñeca era igual a otra.
Era necesario que fuera así.
Unas serían pesadas e informes, como a la búsqueda constante de una expresión que no llegaba nunca, muñecas dolorosas y gordas, sin mensaje, nadie sabría qué hacer con su carne rendida, otras serían tensas como cuerdas de arco, como marionetas de ojos sólidamente abiertos, culpables como criminales, otras serían delicadas y frágiles, y no conseguiríamos hacer de ellas nada nuevo que las librara de su delicadeza, otras nacerían ya rotas, muñecas baratas sin remedio, con un brazo o una pierna más larga, o con el pelo demasiado grueso, o con los pies demasiado sucios. Marina esperaría a verlas aparecer para pintarlas.
Todavía desnuda, inmóvil, antes incluso de que le pusiéramos el vestido, la muñeca esperaría su rostro. Allí se abriría la segunda puerta del juego, la que daba miedo, porque quién sabe qué hay detrás de esa puerta cerrada. Siempre se tiene miedo allí. Se teme una especie de terrible aventura. Lo que llega, sin embargo, es desconcertante.
Es necesario cerrar los ojos.
Se entra entonces como en un sueño.
Se tiene, más bien, la sensación de que se está a punto de entrar en un sueño pero sin entrar, hasta que finalmente sólo queda su sensación. Luego hasta esa sensación comienza a desvanecerse también, y a través de esa grieta se filtra una claridad lechosa, un nerviosismo ajeno a las palabras y a los objetos. Al abrir los ojos, sin embargo, se ve el rostro de Marina pintando el rostro, llevando hasta la piel la cara oculta. Un rostro espantado. Muy lentamente abre la barra de labios y la aplica sobre los labios de la muñeca. Los labios se rinden al color. Esos labios que han parecido pálidos, trasparentes casi por el efecto de la luz, se colman, como si se llenaran de sangre.
Poco a poco los miembros se sumergen en un fango tibio. Se ven de pronto los rostros de las otras como si hubiesen surgido de golpe. Entonces comienza a sentirse el cansancio en los propios ojos.
«Cierra los ojos.»
Se cierran los ojos. Se cae. Es como si se llevase una máscara. Se siente el lápiz negro bordeando los ojos, haciéndolos profundos. Ya nadie habla, se sabe perfectamente dónde está cada una y qué siente, que el aire sigue entrando por la ventana y que hace frío, se siente por primera vez el tacto grueso del vestido azul sobre la piel, como un saco, y se ama ese tacto, esa presencia, el deslizarse del lápiz negro sobre los ojos. Marina se aleja un poco; está examinando su obra. Luego, con su voz tranquila:
«Ahora eres muñeca.»
Entonces se es muñeca.
De un solo golpe, sin transición, se es muñeca. Se empieza a rodar de unas manos a otras, de una cama a otra. Ya no se está sola nunca más. Encerrada en la muñeca se ama con más fuerza, se compadece más, se existe sin moderación. Y sin embargo no se atiende al ruido de los besos en la mejilla. Ya nada importa.
Hay que dejar caer los brazos para que ella los sostenga. Se está allí inmóvil, tibiamente mojada por un beso que nada significa. Luego se sienten los tirones en el vestido, las manos que buscan. Lo más fácil es pensar que se va a morir. Pero ese pensamiento, siendo muñeca, carece también de importancia. Se siente, pero no es en absoluto emocionante. Los ojos pierden lentamente su color hasta vaciarse del todo. La temperatura desciende, el corazón espacia sus latidos. No se está fuera, sino dentro de algo, por eso pueden dejarse caer en ella los secretos. Se acercan los labios hasta su oído y se susurra:
«Muñeca, yo…»
Y entonces la muñeca se encoge emocionada, porque ahora sabe el secreto, aunque no pueda decirlo.
Muñeca de brazos tristes, de vestido azul, pobre cosa caída que sabes los secretos.