Aquél fue uno de los primeros descubrimientos de Marina: todos sus zapatos eran iguales; negros, con la punta redonda. Todas sus caras demasiado morenas, excesivamente curtidas por el sol. Todos sus vestidos demasiado alegres.

Sol y aire fluían por los vestidos, por las manos de las niñas, apretaban los juguetes con demasiada fuerza, habían sido desprovistas de algo infantil y sin embargo sus caras seguían siéndolo, como si sus cuerpos estuvieran prematuramente desarrollados para esas caras, o como si las caras avanzaran con retraso, siempre un paso por detrás de sus cuerpos.

Tal vez por esa razón resultaba tan difícil distinguirlas.

Marina empezaba por los zapatos, y elevaba luego la mirada. A medida que iba ascendiendo percibía las diferencias, unas rodillas más gruesas, unas piernas más delgadas, pero al llegar a las caras tenía la impresión de haberse equivocado en algún momento; aquellas piernas por las que había ascendido no pertenecían a esta cara en la que había desembocado, sino a otra más oscura que nunca terminaba de aparecer y cuya presencia si embargo se percibía; una cara común. ¿Qué importaba que una de ellas se acercara y dijera que su nombre era Diana? ¿No habría podido ser igualmente Sara, Julia, Marcela? Lo milagroso era que se movieran. Si se pensaba en ellas parecían permanentemente quietas y asombradas. Quién sabe si luego, cuando Marina retiraba la mirada y se agachaba hacia la muñeca, cambiaban y se distinguían entre ellas. En la clase las veía de espaldas e iba formando una figura imaginaria que iba desde el brazo de una a la cabeza de otra, saltando entre los pies y las faldas, entre los dedos. La figura imaginaria quedaba allí, detenida durante un segundo, y luego se desvanecía. Pero de pronto era de noche y estaban cenando.

Cuando dormían eran distintas.

Todas juntas parecían una recua de caballos pequeños y adormilados. Algo en sus rostros se destensaba y se hacía amable. Dormían con una paciencia monstruosa. Entonces, como si se tratara de un aceite, Marina tenía la impresión de que en aquellos rostros ascendían otros que en nada se correspondían con los rostros diurnos, unos rostros acabados y peculiares. Tenían una cualidad desafiante, retadora, a pesar de su aparente reposo, como un depredador dormido. Si se fijaba mucho, Marina podía llegar incluso a percibir el pulso de la sangre en sus cuellos, su olor mientras dormían, que era también un poco distinto del diurno, quizá un poco más dulzón, o tal vez sencillamente un poco más acentuado. A algunas incluso les salían unos pliegues minúsculos, pequeñísimos, junto a las bocas, como unas agallas casi invisibles, y entonces parecían criaturas submarinas que sólo emergían durante la noche.

¿Por qué eran entonces hermosas?

No lo sabía. Marina vivía como absorbida por aquel signo elíptico de los rostros dormidos de las niñas. Esperaba la noche, fingía inmediatamente el sueño, y aguardaba a que las respiraciones fueran haciéndose pesadas. Contaba luego hasta cincuenta y cuando ya se había asegurado de que dormían se incorporaba un poco, para verlas mejor. Cualquier ruido la retraía y se acostaba de nuevo cerrando los ojos, volvía a contar hasta cincuenta.

Otras veces se incorporaba y el silencio sobrevolaba la habitación común, nada se movía. Se levantaba de la cama sintiendo el frío de las baldosas en los pies y se dirigía hacia alguna de ellas. Se acercaba hasta rozarla con los labios. Pensaba: «Si se despertara ahora me vería» y ese pensamiento la asustaba. Apoyaba la cabeza con mucho cuidado en la almohada; respiraba su aliento.

Igual que el dolor. Exactamente igual que el dolor.

También la psicóloga del orfanato giraba maniáticamente en torno a él. Le pedía que describiera manchas de tinta, le hacía dibujar cosas, y luego, de pronto, le preguntaba por sus padres y por el accidente.

El accidente:

«Mi padre murió en el acto, mi madre en el hospital.»

Era como asomarse a uno de aquellos rostros dormidos, olorosos y herméticos de las niñas. Incluso se podía decir: Ésta tiene la nariz pequeña, ésa los labios más gruesos que aquella otra, y ésta respira distinto, ésta pone los brazos sobre el pecho y ésa los deja a los lados, como muertos, hay una que parece que nunca cierra del todo los ojos y ésa es su manera de dormir.

«Dime qué recuerdas.»

«Recuerdo la tapicería: era oscura y con rayas blancas muy finas.»

«¿Cómo era la tapicería?»

«Era negra, azul oscuro casi negra, y raspaba.»

La enumeración de los detalles satisfacía a la psicóloga. La enumeración lenta, minuciosa, acabada. Marina se esforzaba por recordar hasta los colores y las formas más circunstanciales, palabras que transcribía apresuradamente la psicóloga en su cuaderno negro. Allí donde le fallaba la memoria inventaba de inmediato un color y lo ponía entre las cosas reales. Entonces parecía que la escena se modificaba y que los recuerdos eran cosas que se podían sacar del bolsillo y poner sobre la mesa. ¿Escribía o pintaba la psicóloga? ¿Estaba acaso haciendo una cara como la de las niñas? Sí, era eso: una cara dormida.

«¿Qué más recuerdas?»

«Había arenilla en el suelo del coche, sólo un poco, un montoncito, y yo la miraba y pensaba que en la curva se iba a mover.»

«¿Y se movía?»

«No.»

Después, otra vez, siempre lo mismo:

«Que mi padre murió en el acto y luego mi madre en el hospital.»

Pero ahora la cadencia de la frase había cambiado también. Como si se tratara de una acusación, de un secreto vergonzoso, como si aflorara por debajo de la superficie de la piel igual que una planta pantanosa, ahora la frase crecía y era húmeda. El resto de las niñas hacía que no se pudiera vivir al margen de la frase. Mientras soñaba la frase tenía la sensación de que pasaba mucho tiempo sobre su rostro y que era antigua como un mueble, como un edificio.

«¿Y qué más pasó?»

«Que las líneas, que eran finas, se hicieron gordas.»

«¿Cómo es posible eso?»

«Sí, se hicieron gordas, y el asiento ya no raspaba; era suave. Y yo pensaba que dentro de mucho tiempo mis pies iban a llegar al suelo y entonces iba a poder mover el montoncito de arena con mi pie.»

En aquellos días comenzó a haber orugas en el jardín. Había que tener cuidado, ya lo decía la adulta, porque picaban. Se las veía desfilando majestuosamente, cubiertas de un vello finísimo, como pequeños abrigos de visón, siempre en fila india. Marina pensaba cómo sería la maquinaria de la oruga, qué aspecto tendrían los diminutos muelles, tornillos, palancas que hacían que se moviera así, como si cada vez que caminaran les recorriera una ola de escalofrío.

«Entonces sentí que me pasaba un escalofrío por todo el cuerpo. Que empezaba en la cabeza y terminaba en los pies.»

«¿Antes del accidente?»

«Sí.»

Y siempre se dirigían a los árboles, hasta que comenzaban a ascender. También las orugas tenían su máscara. Si se las miraba muy de cerca sus caras eran negras, ancianas y arrugadas, como la de la estatua, parecía que caminaban mucho más rápido. Daba vértigo pensar que eran peligrosas y picaban. Marina cogió un palo. Pensó un número: el cuatro. Contó desde la cabecera de la procesión. Una. Dos. Tres. Cuatro. Atravesó a la cuarta oruga con el palo. La oruga se encogió sobre sí misma, como bajo una descarga eléctrica, y sangró un líquido oscuro. Marina no podía hablar, ni desclavar el palo de la oruga. También el resto de la comitiva se inmovilizó de pronto, sólo un instante. Se le llenó la boca de saliva. ¿Qué movimiento, qué roce, qué sonido inaudible significaba aquello: «La cuarta de nosotras ha muerto»? ¿Cómo había viajado la noticia de un cuerpo a otro? Ocurrió algo extraño: se detuvieron por completo.

«Entonces ya nada se movía.»

«¿Dices después del accidente?»

«Sí, después, justo después.»

«¿Nada?»

«Sí, nada. Y yo pensaba que si me quedaba quieta todo el mundo se iba a convertir en piedra y yo también me iba a convertir en piedra.»

«¿Y qué pasó?»

Sucedió el círculo. La figura del círculo. La inmovilidad no era real. Poco a poco el resto de las orugas comenzaron a cabecear, como si se volvieran hacia un centro en el que debían hacer una reverencia, un centro que era la cuarta oruga. Marina se dio cuenta entonces de que no estaba sola, de que el resto de las niñas se había reunido a su alrededor. La cuarta oruga aún se movía. ¿Suplicaba algo? ¿A cuál de las orugas que la rodeaban quería más la cuarta oruga? El movimiento del resto no se había cerrado aún del todo, igual que no se había cerrado aún el corro de niñas que rodeaba a Marina. Comenzaba a sentir sus respiraciones alrededor, su contacto en la espalda. Había una cabeza que miraba por encima de su hombro. Si se volviera le daría un beso sin querer.

«No se movía nada, y nos convertimos en piedra de verdad, y yo sentí cómo mis manos y mis ojos y mis piernas eran de piedra, y que todo lo que yo miraba era de piedra, y que hasta el coche era de piedra, y había un mago que nos había convertido en piedra.»

«¿Un mago?»

«Sí.»

Pero el aliento de las niñas no dejaba hundirse en aquella ilusión. Marina no desclavó el palo hasta que la cuarta oruga dejó de moverse definitivamente, y cuando lo hizo todas descubrieron que la había partido en dos, que la cuarta oruga era ahora dos orugas. El círculo fue cerrándose. La comitiva también. De unas a otras saltaba una suposición, un mensaje que se transmitía a través de la piel, de los filamentos casi transparentes de sus cuellos. Tal vez las orugas deliberaban ante el cadáver, lloraban a la cuarta oruga, había que hacer creer a la muerta que no se la abandonaba sin dolor.

«¿Y cómo era el mago?»

«Es que yo al mago no le vi.»

«¿Entonces cómo sabes que era un mago?»

Ahora Marina sentía que estaba rodeada de bocas, que cada niña era una boca y que de ellas salían colmillos. Y que cada colmillo era duro. Las orugas se acercaron tanto a la cuarta oruga que casi la cubrieron por completo. Desde fuera, desde la mirada asombrada de las niñas, parecía que la comitiva hubiese decidido al fin devorar el cadáver de la cuarta oruga, como si a las vivas les hubiese entrado una violenta y repentina codicia de la quietud de la muerta. ¿Qué había sucedido? Fuera lo que fuera, había brillado como una fulguración por un segundo en los ojos de todas las orugas de la comitiva. Marina sentía los cuerpos de las niñas definitivamente sobre ella. El círculo se había cerrado; todas estaban allí.

Trató de escapar. Con horror tuvo la impresión de que le cerraban el paso, obligándola a inclinarse con ellas sobre el círculo. Las palabras que decían las niñas le llegaban ahora veladas a Marina. Avergonzada, pensó que las niñas se estaban vengando de que ella las espiara por las noches. Comenzó a empujarlas con desesperación, sintiendo cómo aquel muro de carne se cerraba y se hacía espeso.

«Era un mago porque siempre es un mago, porque sólo los magos pueden convertir las cosas en piedra.»

«Pero tú no le viste.»

«Un poco sí le vi.»

«Y cómo era.»

«Era grande y negro, como la estatua.»

Grande y negro como la estatua era el espesor de las niñas. Ahora que la encerraban en el círculo de las orugas y no la dejaban salir sentía sus caras cerca por primer vez, mucho más que durante la noche, cuando las espiaba. El moreno cetrino de sus caras. Vistas a la luz del día tenían pequeñas manchitas negras junto a los ojos y las bocas, manchas como señales minúsculas, como las manchas del negro de las caras de las orugas. Marina desistió de empujar y se encogió sobre sí misma todo lo que pudo. Cerró los ojos. Las niñas hablaban de las orugas, cogían el palo nuevamente del suelo, lo acercaban a las otras, examinaban la sangre de la cuarta oruga como si trataran de resolver un misterio. Su único pensamiento era éste: «que no me toquen».

Luego, poco a poco, fueron alejándose de ella.

Abandonaron el palo junto al árbol y casi enseguida pudo escuchar sus voces al otro lado del jardín saltando otra vez a la comba, gritando. Cuando Marina abrió los ojos la comitiva de las orugas comenzó a replegarse también. Lentamente rodearon la belleza rota de la cuarta oruga y reiniciaron su ascensión majestuosa hacia la higuera. Si ella fuera del tamaño de las orugas vería la higuera como la veían ellas; un acantilado rugoso y descomunal.

Pero no todas se había ido. Junto a ella había permanecido una de las niñas. Marina la miró como a una superviviente después de una catástrofe; no sabía lo que había en aquel rostro, si felicidad o tristeza.

«¿La has matado tú a la oruga?», preguntó.

«Sí», contestó Marina.

Vista de cerca era como las otras. Todo en ella era anónimo. La niña se inclinó y recogió el palo del suelo, lo observó lentamente, se lo tendió a Marina.

«¿Las has matado con este palo?»

«Sí.»

«¿Y por qué?»

«He pensado un número. Y he dicho: el cuatro. Luego he contado las orugas y he matado a la cuarta.»

Ahora que estaban las dos juntas parecía que de nuevo caía su cuerpo entre ellas. La cuarta oruga era demasiado aplicada para ser un cadáver corriente; contenía aún esa comunidad lenta que la había abandonado, el líquido negro que había sangrado se había vuelto ahora casi transparente.

«¿La enterramos?», preguntó Marina.

«Bueno.»

Se sentaron juntas allí mismo, y comenzaron a cavar con las manos. A veces se tocaban y rehuían inmediatamente el contacto. Era como si comenzaran a sospechar lo brutales que pueden llegar a ser algunos gestos físicos del amor y tuvieran miedo de anticiparlos en el contacto de sus manos mientras abrían una pequeña fosa para la oruga. Tal vez el comienzo no era más que eso; algo que las dejaba muy cerca. Con los ojos abiertos se compadecía más a la oruga muerta, se deseaba hacerle una tumba bonita, una tumba que contuviera todo lo que la oruga había sido; la cuarta en la procesión, la preferida de otra oruga que ahora lloraba.

«Que mi padre murió en el accidente y luego mi madre en el hospital», dijo Marina de pronto.

Quería acercarse a ella y a la oruga. La niña se volvió hacia atrás y miró en dirección a la entrada del orfanato.

Eso que era negro y estaba lleno de gracia: la estatua.

El cuerpo de la niña se agarrotó. Marina había arrojado la frase como una piedra a un acantilado; ahora esperaba escuchar el sonido que le diera la medida de su profundidad. Pero la piedra no tocó fondo, siguió cayendo, en el vacío.

La piedra había quedado suspendida.

Y poco a poco, como si hubiese dormido delante de ella, se hizo muy tarde. Hubo que volver a clase.