ACTO TERCERO

(En el mismo lugar y a la misma hora, al día siguiente. LUIS, sentado en el sofá. JULIÁN, paseando a sus espaldas.)

JULIÁN.—(Deteniéndose.) Lo que quiero preguntarle es importante. No sé si usted habrá tenido tiempo de reflexionar… Todo lo ocurrido es muy extraño.

LUIS.—No he pensado nada.

JULIÁN.—Yo, sí. Como comprenderá, nos encontramos ante un hecho formidable: el arpa ha tocado.

LUIS.—Sí. Ha tocado.

JULIÁN.—Su melodía.

LUIS.—Sí.

JULIÁN.—Usted no se engaña. Usted está seguro de que se trata de su melodía.

LUIS.—Naturalmente.

JULIÁN.—Nunca oí un arpa eólica, pero no es posible que, cuando suena, pueda llegar a emitir por medios naturales una música tan elaborada. ¿Me equivoco?

LUIS.—(Impenetrable.) No. Las arpas eólicas nunca llegan, solas a tanta perfección… Sus sonidos son más informes. Lo de ayer fue extraordinario. Y, además, es mi melodía.

(Una pausa.)

JULIÁN.—Es curioso, ¿verdad?

LUIS.—Es grandioso.

(ROSENDA aparece por el foro y se dirige a la segunda izquierda.)

JULIÁN.—Entonces, ¿un milagro verdadero?

LUIS.—Para mí, al menos, sí.

ROSENDA.—¡Y para mí también, señor! ¡Y para todos!

(En un arranque, corre a besar la mano de Luis.)

LUIS.—¿Qué haces?

ROSENDA.—A usted se lo debemos. Dios Nuestro Señor lo trajo aquí. Ya ve, hasta la señorita se ha salvado. Y mi, Bernardo…, ¿dónde dirá usted que está ahora? (Señala al zaguán.) En la puerta, esperando el correo. ¡Y fue él! Esta vez no tuve yo que empujarle. Todos creemos ya en esta casa. Todos… menos don Enrique.

(Señala a la puerta del despacho.)

JULIÁN.—¿Está ahí?

ROSENDA.—(Dirigiéndose siempre a LUIS.) Toda la noche pasóla dentro, sin moverse. Este mediodía, mi Bernardo fue a preguntarle si quería comer… Le despidió de malos modos. Y ahí sigue. (Suspira.) Ahora, cuando venga el cartero, se convencerá.

JULIÁN.—¿De verdad cree usted que tendrá hoy carta de su muchacho?

ROSENDA.—(Suspicaz.) ¡Qué pregunta! Y usted, ¿no lo cree?

JULIÁN.—(Sonriente.) No le digo que no. Pero hablemos de otra cosa. ¿Cómo está la señora?

ROSENDA.—(A LUIS.) Durmió como una niñita, sin fiebre ni nada. Ahora subía a ayudarla. Quiere levantarse para venir aquí.

JULIÁN.—Bien, Rosenda. Suba con ella.

ROSENDA.—Sí, señor. Con su permiso. ¿Puedo subir, don Luis?

LUIS.—Claro, mujer. ¿No has oído a don Julián, que sí?

ROSENDA.—No es lo mismo.

(Sale por la segunda izquierda.)

JULIÁN.—(Riendo.) Ya es usted un santo para ellos. (Grave.) Y Enrique, en cambio, casi un demonio, por no creer. (Se acerca a la puerta del despacho y mira por la cerradura.) La lámpara, encendida. Como esta noche. Vine dos o tres veces a acompañarle… Se había encerrado. Le llamé y no quiso oír. Usted es ahora un ser providencial para los criados…, aunque no llegue la carta que esperan. Probablemente, también lo es para Susana… Al fin y al cabo, la melodía ha sonado. Y él, que sufre ahí dentro, es ya un ser odioso para los criados…, y quién sabe si para su propia mujer. (Se acerca a LUIS.) ¿Qué opina usted de esta situación?

LUIS.—¿Era eso lo que quería pregúntame?

JULIÁN.—No… Quise preguntarle solamente si era, en realidad, su melodía lo que sonó.

LUIS.—Tengo la prueba.

JULIÁN.—(Sorprendido.) ¿Sí?

LUIS.—(Sacando, con una sonrisa, un cuaderno de su bolsillo.) Mire.

(Se lo enseña abierto.)

JULIÁN.—Música…

LUIS.—El milagro se ha producido. He compuesto durante toda la noche. No pude evitarlo. A pesar de la desgracia que había estado a punto de ocurrir, y a pesar de que sabía que la pobre Susana estaba en su habitación, a salvo de su mal pensamiento…, o tal vez por eso mismo. Ha sido un doble torrente de emociones: pensaba en ella… y mis pensamientos se hacían música. ¡Igual que entonces!

JULIÁN.—(Señalando el cuaderno.) Y… ¿está satisfecho de eso?

LUIS.—(Con alegre serenidad.) Sí.

JULIÁN.—De modo que la antigua capacidad ha vuelto. Es asombroso.

LUIS.—(A su frente.) Había un impedimento aquí. Quitándolo, todo volvía a fluir. Yo había olvidado esas notas, porque era una forma de olvidar… aquel tiempo. Ahora lo he recordado todo.

JULIÁN.—Y esos recuerdos, ¿son alegres o tristes?

LUIS.—Son verdaderos. Yo no quería enfrentarme con la verdad. Ahora la sé.

JULIÁN.—¿Y es…? Perdone.

LUIS.—No me importa decírselo. La verdad es que ella me dejó a mí por Enrique, y no al revés, como yo quería creer para que mi amor propio no sufriese. No pude soportar esa humillación y… enloquecí para olvidarla. Inventé mi versión: yo la había dejado, porque ya no la quería. Pero uno no puede engañarse impunemente… Perdí la fuerza para crear. ¡Ya la he recobrado!

JULIÁN.—Pero la melodía…

LUIS.—Era una canción que compuse entonces precisamente…, (Con decisión.) cuando ella me dejó.

JULIÁN.—Comprendo. (Breve pausa.) ¿Qué va usted a hacer ahora?

LUIS.—Marcharme. (JULIÁN emite un suspiro de satisfacción.) Se me recuerda todavía, y en Madrid tengo amigos. He de trabajar. Y usted, ¿qué piensa hacer?

JULIÁN.—Me quedo. Tal vez ellos me necesiten… Están vi viendo un momento difícil, y yo… no tengo nada que hacer.

LUIS.—Haga lo posible… por ella.

JULIÁN.—Y por él también… Es mucho más valiente de lo que usted imagina. No le guarde rencor.

LUIS.—No podría. Destrozó mi vida, pero me ha ayudado. (Se acerca a la puerta del despacho.) Tendremos que hablar, él y yo, antes de despedirnos.

JULIÁN.—(A sus espaldas.) También tendrá usted que despedirse… de Susana.

LUIS.—(Sin volverse, aunque muy atento.) Sí.

JULIÁN.—Una difícil despedida…

(Breve pausa.)

LUIS.—Le oigo moverse. (Se vuelve.) Le dejo a usted ahora. (Se encamina al foro.) Miraré por última vez el instrumento que me ha devuelto la vida… De madrugada subí a la solana para verlo de cerca, pero estaba cerrada con llave. Lo debió de hacer él uno de estos días… Hasta ahora, Julián. Voy a mirar el arpa, en mi última tarde del jardín…, antes que él la desmonte.

JULIÁN.—Dudo que la desmonte. Pero vaya, vaya a verla.

(Luis sale al jardín. Una pausa. Enrique, pálido y triste, con el cabello revuelto y la corbata floja, sale del despacho y permanece recostado contra las cortinas.)

JULIÁN.—Necesitas descansar, Enrique…

ENRIQUE.—No digas nada ahora. Ella viene. Oigo sus pasos.

(Pausa. Apoyada en ROSENDA, entra SUSANA por la segunda izquierda. Los esposos se miran fijamente.)

JULIÁN.—Me alegro mucho de verte con tan buen aspecto, Susana…

SUSANA.—(Sin dejar de mirar a su marido.) Gracias.

JULIÁN.—(Turbado.) Es una satisfacción… para todos.

(SUSANA mira a su marido, como tratando de encontrar en su semblante la corroboración de esas palabras, pero él no se mueve.)

SUSANA.—Gracias, Julián.

(ROSENDA la conduce a un sillón, donde se sienta. Marido y mujer siguen mirándose, casi de continuo. ROSENDA se encamina al zaguán.)

ENRIQUE.—(Sin dejar de mirar a su mujer.) ¿Dónde va, Rosenda?

ROSENDA.—(Seca.) A la puerta de la casa.

ENRIQUE.—Escuche, Rosenda… Tienen que acostumbrarse a la idea de que puede no haber correo.

ROSENDA.—Lo habrá, señor. Ayer sonó la música.

ENRIQUE.—No es lo mismo.

ROSENDA.—¿Y cómo no, señor…? Tan difícil, o tan fácil, una cosa como otra.

ENRIQUE.—Pero son distintas. Y ustedes han hecho mal en relacionarlas.

ROSENDA.—(Irónica.) ¿De veras…? Creía el señor que la música no podía sonar. Cree ahora que el correo no depende de la música… ¿Me permite usted que vaya a la puerta con mi Bernardo, que ya está allí?

ENRIQUE.—(Seco.) Haga lo que quiera.

ROSENDA.—(Seca.) Gracias.

(Se va por el foro.)

ENRIQUE.—(Para sí.) Es inútil.

JULIÁN.—La fe nunca es inútil, Enrique… La fe mueve las montañas y produce las señales. Por su poder vivimos.

ENRIQUE.—¡Bah!

JULIÁN.—Y por ella, cuando más desesperados nos encontramos, cuando nos parece que ya no nos queda otro recurso que… (Mirando a ENRIQUE.) el de la pistola en el cajón de nuestra mesa de despacho, o, acaso (Mirando a Susana), el del triste descanso del mar…, un milagro, ¡y grande!, es no llegar a la playa, o… salir de nuestro despacho. Cuando ya no tenía nada, Luis tuvo fe, y la fe le ha salvado. Y, ahora, vosotros dos os encontráis frente a frente, mirándoos al fondo de los ojos…, cuando creíais no tener ya nada. (Sonríe.) Buscad, buscaos en el fondo de los ojos la fe del uno en el otro…, y tal vez os salvéis.

(Sale al jardín. Breve pausa.)

SUSANA.—(Dulce.) ¿Qué ves en mis ojos, Enrique?

ENRIQUE.—(Duro.) ¿Por qué volviste?

SUSANA.—¿Me lo reprochas?

ENRIQUE.—El tío Carmelo trajo la noticia. Cuando estaba a punto de salir a buscarte, temeroso de hallar tu cadáver solamente…, sonó la melodía. Julián fue en seguida a la playa. No te encontró. A la media hora apareciste en el jardín, desfallecida y con la cara llena de lágrimas. Nadie te vio volver. ¿Qué pasó en ese tiempo?

SUSANA.—No quisiera hablar en mi vida de él.

ENRIQUE.—¿No? Sin embargo, habrá que hacerlo. Las palabras no me asustan, y esto hay que aclararlo.

SUSANA.—Aclarar, ¿qué?

ENRIQUE.—Todo.

SUSANA.—¿Incluso la carta que recibiste?

ENRIQUE.—Incluso eso. Pero antes, otras cosas, si me lo permites. (Pasea inquieto y sombrío.) Nuestro matrimonio ha sido un fracaso. No te lo censuro. Creí ganarte con amor y atenciones, poniendo a tus pies cuanto tenía. Pero tu anterior cariño por Luis pesó siempre más. Era inevitable. Y no hay que lamentarlo cobardemente, sino mirar a los hechos cara a cara. Te casaste conmigo e hiciste mal. Si le querías, no debiste aceptarme. Pero, ¿qué se puede esperar de vuestros mezquinos corazones? Él era pobre. Yo rico. La riqueza era preferible, ¿no? Aunque fuese a costa de la locura de un hombre y de la desgracia de otro. Sólo que… no calculáis bien, vosotras, las calculadoras. El sucio dinero no te dio hada. Perdiste a Luis, y perdiste también tu alegría. Porque ocurrió que el dinero… no podía dártela. ¿Me equivoco?

SUSANA.—Por completo.

ENRIQUE.—¿De veras? ¡Mientes! ¡Mientes, como me has mentido todos estos años, con una mentira de cariño que yo no podía agradecer! Mientes, porque eres mujer. Porque eres mentira, de los cabellos a los pies. Es vuestro estilo. ¡Negar, negar siempre, incluso ante la evidencia! Pero aquí el recurso te ha fallado. Yo no soy tonto, como Julián; ni estoy loco, como Luis. Por cierto, puedes alegrarte: se ha pasado toda la noche componiendo.

SUSANA.—(Transfigurada.) ¿Es cierto?

ENRIQUE.—(Afirmando.) Puedes alegrarte. En esta lucha de nuestro hogar, ganaste el juego. Porque esto ha sido una lucha, y tú no lo ignoras. Yo he luchado por conservarte; yo traje a Luis aquí. ¡Sí, fui yo! Porque sabía que no me querías, porque sospechaba que le querías a él y…

SUSANA.—Y porque querías hacerme ver el pobre guiñapo en que se había convertido.

ENRIQUE.—Tú lo has dicho. Esa fue la razón de mi piedad… al recogerle. Mal sistema, lo reconozco. A tu antiguo amor añadiste ahora una piedad enorme y verdadera. Mezclada de remordimiento, sin duda. ¡Pero no veías mi dolor, mi agonía! ¡Nunca quisiste ver que el más digno de piedad era yo!

SUSANA.—¿Y qué quisiste tú ver en mí? ¿No era también yo digna de piedad?

ENRIQUE.—Sí, por haberte traicionado a ti misma. Eso es lo que puedes ver en mis ojos, aunque yo no vea en los tuyos nada: piedad. Porque no te digo esto como reproche, sino con una amarga piedad por todos nosotros, condenados a vivir en este mundo ciego y triste, sin señales.

SUSANA.—¿Tú crees que sin señales?

ENRIQUE.—Y tú también lo crees.

SUSANA.—No, Enrique. Yo no lo creo.

ENRIQUE.—(Frío.) Lo crees y lo sabes. ¡Ah, la famosa señal que se espera! Yo tuve durante años señales de tu amor, y eran mentiras. Y aquí, ayer mismo, tuve por un momento la loca esperanza de que me llegase la señal indudable de ese amor tuyo que tanto he anhelado… Enteramente parecía que la terrible prueba de tu cariño con que me habías amenazado iba a cumplirse… La prueba de tu desaparición. (Breve pausa.) Y llegué a decírselo a ese pobre hombre, cuando ya te imaginaba entre las olas… «¡Es mía! ¡Es a mí a quien quiere!»… Qué tontería, ¿verdad? La señal no se cumplió. Era otra mentira.

SUSANA.—O un milagro…

ENRIQUE.—¿Un milagro? ¿Qué milagro?

SUSANA.—El que ha dicho Julián. El de volver…

ENRIQUE.—¡No embellezcas las cosas! Una mentira, lisa y llanamente. Volviste —fingiste que ibas y volvías— y, después…, sonó la melodía.

SUSANA.—Otro milagro…

ENRIQUE.—¡Otra mentira! (Se acerca feroz.) Otra mentira tuya.

SUSANA.—(Se levanta.) ¿Qué dices?

ENRIQUE.—A mí no se me puede engañar. ¡Tú tocaste la melodía!

SUSANA.—¿Yo?

ENRIQUE.—(Violento.) Sí, tú; antigua alumna del Conservatorio, antigua pianista. ¡Tú la tocaste!

SUSANA.—¿La melodía olvidada por Luis?

ENRIQUE.—¡Por Luis, sí! ¡Pero no por ti! Ni por mí.

SUSANA.—¿Por ti?

ENRIQUE.—(Cogiéndole una muñeca.) Es inútil… No son suposiciones y no tienes salida. ¡Vamos, confiesa!

SUSANA.—¡Me haces daño!

ENRIQUE.—(Soltándola.) ¿Ya no te acuerdas de nuestros tiempos de novios? Yo llegaba, por las tardes, a tu casa, donde me esperabas vestida ya para salir a pasear. ¿No te recuerda eso nada? (Un silencio.) Mis llegadas presurosas, ilusionadas… Mi llamada al timbre… Me abrías tú misma y, en seguida, nos íbamos… Sólo que…, muchas tardes…, entretenías los minutos de la espera tocando el piano. Y yo alcanzaba a oír, a veces, parte de las notas… Y, a veces retrasaba mi timbrazo para poder escucharte, creyendo que las animaba mi recuerdo… (Pausa.) Oí esa melodía varias veces. Tú nunca supiste ese pequeño y tierno secreto mío… Nunca sospechaste que tu piano se sentía desde la escalera. Por eso tocabas la canción que, sin duda, en esos mismos días… compuso él para ti. Cuando ya casi éramos novios y él ya… casi no lo era. En los días de la ruptura. En los días en que enloqueció y en que nosotros hicimos nuestros rápidos preparativos para un matrimonio que supuse iba a ser maravilloso. Ayer lo comprendí todo, de golpe, cuando Luis afirmó aquí que ésa era su melodía. Los dos lo recordamos todo a un tiempo. Y comprendí… En su trastorno, montó el arpa eólica intuyendo confusamente que tus manos podían sacar de ella la canción olvidada… y el antiguo amor. ¡Ah, el canalla sabía muy bien lo que hacía! ¡Y por eso te preguntaba tan a menudo si creías en el prodigio y si sonaría la señal…! Por eso.

SUSANA.—(Acercándose, suave.) Enrique…

ENRIQUE.—(Iracundo.) ¡Vete con él!

SUSANA.—No me iré.

ENRIQUE.—¿Por qué fingir? Te irás. Y yo no voy a detenerte. Te irás a consolar y a estimular, indefinidamente, la debilidad de ese hombre que has elegido. Te irás con tu hipocresía y tus misterios, que no creo ni acepto. Yo no necesito misterios, sino claridad. No soy débil, sino fuerte. ¡Te quiero, sí! No me importa decirlo, aunque ayer lo negase. Pero no te necesito. Ahogaré mi cariño dentro de mí, cueste lo que cueste. Sin fe, sin alegría, solo y sin prodigios…, resistiré. (Transición.) Digámonos adiós. Ahora mismo. Pero, antes, me debes algo por todo el mal que me has hecho. Me debes, por primera y última vez, tu sinceridad. Reconócelo todo: tú amas a Luis. Tú tocaste la melodía. Y tú… te casaste conmigo por mi dinero. Y te irás con él.

SUSANA.—No.

ENRIQUE.—¿Por qué no?

SUSANA.—Porque nada de eso es cierto. Porque yo tengo fe y por la fe no llegué a la playa. Sabía que tú lo ibas a interpretar mal, y confiaba, a pesar de todo, en que, algún día…, comprenderás.

ENRIQUE.—¿Qué he de comprender?

SUSANA.—Muchas cosas.

ENRIQUE.—¿Cuáles?

SUSANA.—Una de ellas, que también tú… esperabas el prodigio.

ENRIQUE.—¿Yo?

SUSANA.—Lo esperabas. Te he sentido esta noche cerrar con llave la solana. Lo has hecho cuando todo se había cumplido. Hasta entonces… aguardaste.

ENRIQUE.—¡Sí! Aguardé y comprobé las tres cosas que te he dicho. Que amas a Luis…

SUSANA.—No.

ENRIQUE.—Que te casaste por mi dinero…

SUSANA.—No.

ENRIQUE.—Y que tú tocaste la melodía. (Un silencio.) ¿Tampoco?

SUSANA.—Dentro de una hora te lo diré.

ENRIQUE.—¿Por qué no ahora?

SUSANA.—Porque el prodigio puede continuar. Y entonces ya no cabría dudar de él… Porque yo espero, ¡espero!, también el correo. Y porque veo en tus ojos, a pesar de todo, la fe.

ENRIQUE.—¿La fe en qué?

SUSANA.—(Acercándose, tierna.) En mí.

ENRIQUE.—(Cansado.) No comprendo tu juego, pero es igual. Te irás… El papel de esposa fiel y enamorada ya no puede ser el tuyo. No intentes fingirlo; sería un dolor más para los dos, e inútil.

SUSANA.—No me iré.

ENRIQUE.—Podría decirte que tengo en mi mano la seguridad de tu marcha.

SUSANA.—No puedes tenerla.

ENRIQUE.—(Sacando su carta del bolsillo.) Has olvidado la carta. Es el único corred que podemos ya esperar…, y llegó hace días. Llamaré a Luis y a Julián, para que la conozcan también. (La levanta en el aire.) ¿La ves? En ella está el final de todo esto. ¡Mírala bien! El cartero ha pasado ya y la ha dejado. Y, con ella, todo termina.

SUSANA.—(Angustiada.) El cartero pasará, y con él, todo puede empezar.

ENRIQUE.—¡Ilusa!

SUSANA.—(En un grito de triunfo.) ¡No! Mira, a tus espaldas. (Él se vuelve. ROSENDA y BERNARDO están tras él, en el zaguán, con las caras transfiguradas. BERNARDO levanta en el aire dos cartas. ENRIQUE mete la suya en el bolsillo.) ¡Ahora todo puede empezar, Enrique!

(ROSENDA corre a la puerta del jardín.)

ROSENDA.—¡Vengan en seguida! ¡Ha llegado el correo! (ENRIQUE le arrebata a BERNARDO, con un gesto brusco, las dos carias de la mano, y mira los sobres sin prisa. Luego mira a su mujer. ROSENDA está otra vez junto a su marido. LUIS y JULIÁN vienen del jardín. ROSENDA, señalando tímidamente:) Es ésa… La de los sellos grandes…

ENRIQUE.—Esta otra es para ti, Julián.

(Se la tiende.)

JULIÁN.—¿Para mí?

(La coge y se inmuta al ver el sobre. Luego se la guarda lentamente.)

LUIS.—¿Y la otra?

ENRIQUE.—(Frío.) La otra es para usted, Bernardo. Viene del Perú. (Vuelve la carta.) Y trae un membrete de nuestro Consulado en Lima. Perdone si se la arrebaté antes. Seguramente, usted había ya visto su nombre en ella…

BERNARDO.—Sí, señor.

(Gran pausa.)

ENRIQUE.—(Tendiéndosela.) Tómela.

SUSANA.—(En un impulso repentino.) ¡Espera! (Se la arrebata.) Rosenda, Bernardo: ¿me permiten ustedes? Quizá sea mejor…

(La abre y la lee febrilmente. No sabe qué decir.)

ROSENDA.—(Con tremenda ansiedad.) ¿Qué dice nuestro niño?

SUSANA.—(Dulce.) Es el cónsul el que escribe, Rosenda… (Deja la carta sobre una mesa. BERNARDO va a cogerla.) No la coja todavía, Bernardo.

(Éste se detiene. ROSENDA se le acerca y él le rodea los hombros con un brazo.)

ROSENDA.—(Refugiándose contra el pecho de, él.) ¡No!

(Con un brusco movimiento, BERNARDO se desase y coge la carta, que repasa. Luego abraza a su mujer, casi sosteniéndola.)

BERNARDO.—(Roto.) Sí, Rosenda; sí…

SUSANA.—(Yendo a sostener también a ROSENDA, que desfallece.) El barco donde trabajaba, naufragó a la altura del Callao… Y él… sufrió un golpe fuerte… Quiso escribirles desde el hospital, cuando ya no podía. El cónsul le prometió hacerlo en persona.

JULIÁN.—Amigos míos… Todos lo sentimos.

(Le pone a BERNARDO, tímidamente, la mano en el brazo.)

BERNARDO.—Gracias, señor.

SUSANA.—(Atribulada.) Ven conmigo, Rosenda. Y usted, Bernardo. Lloraremos juntos.

(Se dirige a la derecha, sosteniendo a ROSENDA.)

ROSENDA.—Ya no tengo lágrimas. Ya no tengo nada.

SUSANA.—No digas eso… las lágrimas vendrán también.

(Salen los tres.)

JULIÁN.—Tremendo final del… prodigio.

ENRIQUE.—(Fatídico.) Aún no. Quedan dos cartas por leer.

JULIÁN.—(Sacando la suya, turbado.) Es cierto. Con tu permiso, leeré la mía.

(La abre.)

LUIS.—(Acercándose a ENRIQUE.) Todo lo que ha ocurrido aquí, Enrique, es obra tuya. Tú lo has hecho posible con tu paciencia, tu tolerancia, tu misma incredulidad. Lo ocurrido… no es asunto del que debamos hablar ahora. Acaso tardemos años en comprenderlo, o quizá lo comprendemos ya.

ENRIQUE.—(Sin perder de vista a JULIÁN.) En cuanto a mí, puedes estar seguro.

LUIS.—Quizá no… Pero es lo mismo… Ahora sólo quiero tenderte la mano y decirte: gracias. Me marcho.

JULIÁN.—(Guardándose su carta.) Yo también me marcho. Y en seguida. Si usted quiere, podemos volver juntos hoy mismo.

(Entra SUSANA.)

SUSANA.—Los he dejado solos con su dolor. Para ellos, la señal ha sido bien triste.

JULIÁN.—¡Y bien misteriosa para todos! Ellos pierden su niño y yo tengo que marcharme en seguida porque… (Se detiene.)

SUSANA.—Luis y yo nos vamos ahora. Quisiera haberos acompañado unos días aún, pero no puedo quedarme. Sólo me resta daros las gracias y…

ENRIQUE.—(Sombrío.) ¿Qué dice tu carta?

JULIÁN.—Es… de mi mujer. Ha escrito a todos los sitios donde suponía que podía estar. Ayer sonó la melodía y hoy una de sus cartas llega a mis manos. (Sencillo.) Una coincidencia, Enrique. Pero una coincidencia demasiado emocionante para negarme a lo que ella me suplica. Vuelvo a su lado.

ENRIQUE.—¿A perdonarla?

JULIÁN.—O a que ella me perdone a mí; que tal vez tengamos todos que perdonarnos los unos a los otros… Pero yo vine aquí a esperar… eso. La señal sonó para mi también y la carta que esperaba ha venido. ¿Preparamos nuestras cosas, Luis?

LUIS.—Vamos.

(Se dirigen al foro.)

ENRIQUE.—(Pálido.) Esperad. Aún queda una carta.

(Luis se detiene, mostrando curiosidad.)

JULIÁN.—(Denegando, sonriente.) Asuntos particulares, amigo mío… Eso es cosa de… vosotros dos. Vamos, Luis. Ellos tienen que hablar.

LUIS.—Sí. Vamos.

(Salen por la derecha del zaguán. Una pausa.)

SUSANA.—(Suave.) No me la enseñes todavía. No sé lo que en ella habrán podido afirmarte de mí o contra mí. Y no deseo saberlo. Sea lo que sea, quiero repetirte que permaneceré a tu lado, si tú me dejas…, ahora que todo puede volver a empezar.

ENRIQUE.—(Frío.) Debes leerla.

SUSANA.—¿Lo crees de verdad…? ¿Supones todavía que por ese pobre papel me veré obligada a marcharme… con Luis? No, Enrique. Rómpela ahora mismo. Ten fe en mí. Entre Luis y yo no hubo nada… Y te quiero.

ENRIQUE.—La carta no trata de ti, ni de Luis.

SUSANA.—¡Rómpela, entonces!

ENRIQUE.—No puedo hacerlo.

SUSANA.—¿Dudas todavía?

ENRIQUE.—Debes leerla.

SUSANA.—Dámela.

(ENRIQUE, frío e inexpresivo, lo hace. Ella lee. Pausa. Luego se acerca a él y le abraza dulcemente.)

ENRIQUE.—No, Susana. Piénsalo bien. Ya ves lo que la carta dice. Es el punto final de una larga y solitaria agonía pasada ahí, en el despacho, entre llamadas a Madrid que te ocultaba…, mientras veía que se me iba de las manos lo único que podía retenerte a mi lado.

SUSANA.—¿El dinero?

ENRIQUE.—Así lo creía. Yo no quería volver para resolverlo personalmente, por no dejaros solos a los dos. Sólo queda esta casa…, que habrá que vender pronto…, y la implacable necesidad de trabajar para vivir…, tal vez mal. Estoy totalmente arruinado.

SUSANA.—(Dulce.) Estamos arruinados… Pero, juntos, todo será fácil.

ENRIQUE.—¿Por qué te casaste conmigo?

SUSANA.—Porque apareciste… y todos los hombres terminaron para mí.

ENRIQUE.—¿Por qué… volviste de la playa?

SUSANA.—Porque quería llegar a este momento.

(Pausa.)

ENRIQUE.—Acaso en toda esta larga etapa de dolores, pareciendo que luchábamos, nos buscásemos. Pero si tu camino de mujer hacia mí es la fe, el mío hacia ti de hombre es la duda.

SUSANA.—¿Aún dudas?

ENRIQUE.—Tolérame la última. ¿Por qué tocaste la melodía?

SUSANA.—¿Cuál es tu duda de hombre?

ENRIQUE.—(Apenado.) La tocaste como una venganza. Para aumentar mi desesperación; para que la locura de Luis no fuese una locura, sino una gran verdad; para que él venciese, y no yo.

SUSANA.—Tolérame a mí ese último misterio… No es fácil ver claro en una misma. Olvidas que la desgracia de Luis a mí se debía, y que yo me encontraba en deuda con él. Que parecías odiarme. Que también los criados esperaban el prodigio. Llegó un momento en que me pareció que todos lo necesitábamos… Y tú decías no esperar la melodía olvidada por Luis, y habías dejado, sin embargo, la solana abierta. Entonces, mis manos tocaron… Pero para mí sigue siendo misterioso quién tocó la señal, aunque estas manos la hayan tocado.

ENRIQUE.—(Sorprendido.) ¿Qué dices?

SUSANA.—Acaso las condujo tu propio deseo; el deseo de todos. (Bajando la voz.) O acaso un deseo invisible y más alto.

ENRIQUE.—¿Un milagro?

SUSANA.—No olvides que hoy han llegado las cartas.

(Silencio.)

ENRIQUE.—¿Por qué todo esto? ¿Por qué hemos tenido que torturarnos año tras año, y llegar a las riñas, y a las amarguras, y al riesgo de perdernos del todo?

SUSANA.—(Con serena tristeza.) Cuando ayer salí al jardín, a llorar después de… la señal, creí entenderlo. Nos ha faltado algo muy importante, Enrique. Algo que debimos desear… y no quisimos. Una señal definitiva.

ENRIQUE.—¿Qué señal?

SUSANA.—La que Rosenda y Bernardo han esperado toda su vida… inútilmente. El milagro…

ENRIQUE.—(Extático, ante ella.) …del hijo. (La conduce con ternura al sofá y la sienta.) ¡Mi pobre Susana! Eras como un arpa eólica que anhelaba su melodía de mujer… Ésa es la última, la verdadera razón de que subieses a tocar a la solana. ¡Nunca me perdonaré mi incomprensión!

SUSANA.—Los dos somos culpables. Quisimos placeres sin dolor. Y el dolor vino de otro modo. (Serena.) Pero ahora tenemos algo que procurar y que conseguir…

ENRIQUE.—(Tendiéndola una mano leal, que ella estrecha con dulzura.) Sí. Y hemos de conseguirlo.

(Entran JULIÁN y LUIS, que los sorprenden en esa postura.)

JULIÁN.—(Risueño.) Nos vamos ya.

(ENRIQUE se separa de SUSANA, que se levanta.)

ENRIQUE.—(Sonriendo.) Os llevaré en el coche hasta el pueblo. Susana y yo volveremos a Madrid en seguida. Tenías razón, Luis; todo ha sido un milagro. Un gran milagro.

LUIS.—(Grave.) No, Enrique. Estabas tú en lo cierto, y me has enseñado a abrir los ojos. Mi canción fue tocada por manos humanas.

JULIÁN.—Y las cartas fueron traídas por manos humanas, y todo es humano en este bajo mundo… Pero los dos tenéis razón. Porque todo es, también, maravilloso. ¿Verdad, Susana?

SUSANA.—Verdad, Julián.

ENRIQUE.—Debo deciros la noticia que traía mi carta. No tengo un céntimo y voy a trabajar. No me importa; lo necesitaba. Bebamos nuestro último vaso de whisky escocés, Julián.

(Se dirige al bar.)

JULIÁN.—En Galicia.

ENRIQUE.—(Sacando vasos.) ¿Whisky, Luis?

LUIS.—Bueno.

ENRIQUE.—¿Y tú, Susana?

SUSANA.—Hay un gran dolor en la casa, Enrique…, que hemos olvidado.

(Silencio. Enrique deja los vasos.)

JULIÁN.—Quiero despedirme de ellos; decirles algo… Venga usted también, Luis. ¿Quieres acompañarnos, Susana? Me da cierto reparo abordarlos solo…

ENRIQUE.—Vamos todos.

(Inician la marcha.)

LUIS.—(Que no se mueve.) Yo iré dentro de un momento. Antes deseo que me permitas, Enrique, despedirme de Susana… a solas.

(Pausa. ENRIQUE mira unos segundos a SUSANA, que le devuelve una leal mirada.)

ENRIQUE.—(Sereno.) Naturalmente. Vamos, Julián.

(Salen por la derecha. Pausa.)

LUIS.—(Triste.) Adiós para siempre, Susana.

SUSANA.—(Bajando los ojos.) Adiós, Luis.

LUIS.—Vuelvo a mi trabajo, y a ti te lo debo. A tu gran compasión por mí. Nunca lo olvidaré… ni te olvidaré.

SUSANA.—¡Calla!

LUIS.—No, Susana. No callaré, porque me marcho y no quiero veros en mucho tiempo. Te dejo con tu esposo, que ha sufrido hasta hoy y ahora es feliz… Desde hoy, me toca sufrir a mí. Sabré hacerlo. Para ello tengo mi música y tu recuerdo. Él me ayudará a trabajar. Todo lo que haga, a ti va dedicado… ¿Me lo aceptas?

SUSANA.—(En voz muy baja.) Sí.

LUIS.—Gracias. El último favor, entonces. ¿Quieres contestar, con sinceridad, a una pregunta?

SUSANA.—Hazla.

LUIS.—¿En quién pensabas, ayer, cuando… sonó mi canción?

(Breve. pausa.)

SUSANA.—(Sin mirarle.) En él.

LUIS.—(Con un triste suspiro.) Te deseo que seas muy feliz.

(Se separa.)

SUSANA.—Perdóname…

LUIS.—No hay nada que perdonar. Me has dado más de lo que crees. Quizá tengáis hijos; cuando crezcan, puede que mi música les guste… No sabrán nunca que ellos y ella son hermanos.

SUSANA.—¿Hermanos?

LUIS.—Me lo has aceptado, Susana. Mis obras serán nuestros hijos. Otros hijos tuyos. Hijos del misterio de tu corazón, que yo no conozco, y acaso ni tú misma conoces… (Suave.) Y tu primer hijo, anterior a los que puedas tener en adelante, será siempre mío.

(Ella le mira, asustada.)

SUSANA.—¿Tuyo?

LUIS.—Nuestro… Es la melodía. Gracias por no haberla olvidado.

(Se encamina, rápido, a la derecha, al tiempo que entran ROSENDA y BERNARDO, precedidos por ENRIQUE y JULIÁN.)

ENRIQUE.—Han querido venir a despedirte.

(LUIS se acerca y los abraza.)

LUIS.—Lo siento en el alma, amigos míos.

ROSENDA.—(Serena.) Gracias, don Luis.

LUIS.—Me acordaré siempre del aliento que me dabais… Os escribiré. Ahora, es necesario no desesperar… El golpe ha sido muy fuerte; pero la vida sigue. Y hay que vivirla.

ROSENDA.—Lo haremos, señor. El tío Carmelo dijo que tuviéramos cuidado con el mar. Y el mar perdió a nuestro niño. Y también dijo, que, cuando sonase la música, tendríamos una gran paz. ¡Y es cierto! La ansiedad terminó para siempre. Él ha muerto recordándonos. Ahora descansaremos.

ENRIQUE.—Usted no dice nada, Bernardo.

BERNARDO.—Todo lo ha dicho ya… (La ROSENDA le mira automáticamente) mi mujer, señor.

(ROSENDA se refugia en sus brazos.)

ENRIQUE.—El mundo es curioso. Es como una melodía de la que casi nunca percibimos otra cosa que los sonidos ingratos… Pero, a veces, viene un minuto como éste: un minuto perfecto dé paz y comprensión. Por alguna misteriosa ley, se nos regala a los pobres seres humanos el prodigio de las coincidencias… y de los momentos venturosos.

SUSANA.—Se nos regala cuando lo hemos sabido esperar.

ENRIQUE.—Es posible. En todo caso, yo acepto reconocido este minuto. ¡Recordémoslo siempre, amigos míos! Y que su recuerdo nos dé fuerza en los dolores que todavía nos estén reservados.

SUSANA.—¡Callad! (Todos la miran. Sonríe.) No. Me pareció oír…

JULIÁN.—El aire está tranquilo y la solana, vacía. Nada se oye. Momentos como éste, sin embargo, serían los que a los antiguos les hicieron creer en la posibilidad de oír la armonía de las esferas… Esa armonía que los astros emiten, cuando giran en sus perfectas órbitas, obedientes a una batuta invisible.

(Una dulcísima y lejana armonía, que dijérase hecha de eterno viento susurrante y voces claras, inicia sus acordes. Es una música increada que no existe, en la tierra; pero acaso puede parecérsele remotamente el preludio de «Lohengrin». Hasta el final del acto, el incomprensible milagro musical se desarrolla y gana fuerza sonora sobre el sereno grupo de los seis.)

ENRIQUE.—(Con cierto pudor.) Sí. La armonía de las esferas debiera hacerse audible ahora para nuestros pobres oídos… En este minuto único, que tal vez no se repita en nuestra vida. Yo no la oigo. Pero me gustaría creer que alguno de nosotros la percibe… Todo es posible desde esta tarde. Tal vez usted, Rosenda, que está hecha de la fe y del misterio de su país… ¿Oye algo?

ROSENDA.—(Aguzando, ingenua, el oído.) No, señor.

ENRIQUE.—(A LUIS.) Acaso tú… Eres músico y tus oídos no pueden ser como los nuestros.

LUIS.—(Sonriente.) Los músicos nos esforzamos en oírla. Y en imitarla. Pero nunca la oímos.

ENRIQUE.—¿Y usted, Bernardo? (BERNARDO deniega.) ¿Julián…?

JULIÁN.—Está sonando, no te quepa duda. Aunque no la oigamos.

ENRIQUE.—(Solemne.) Lo creo. Lo creo firmemente. La armonía nos envuelve. ¿Verdad, Susana? (Se detiene ante la expresión extática de su mujer.) ¡Susana! (Se acerca y la coge por los brazos.) Es que… ¿oyes algo? (Silencio. La expresión de SUSANA se acentúa.) ¿La oyes?

SUSANA.—No… No la oigo. ¡La siento…! ¡La siento dentro de mí!

TELÓN