ACTO SEGUNDO
(En el mismo lugar y a la misma hora. Han transcurrido unos días. BERNARDO da cuerda al reloj de la chimenea. Por el foro entra ROSENDA, con la cabeza baja.)
BERNARDO.—(Interrumpiendo su tarea.) ¿Nada?
ROSENDA.—Nada.
BERNARDO.—Seguramente no ha pasado. Ya te he dicho que este cacharro adelanta.
ROSENDA.—Atrasa.
BERNARDO.—No seas testaruda, Rosenda. Adelanta. Ahora ya está en punto.
(Mira su reloj de níquel.)
ROSENDA.—Le estabas dando cuerda. Se había parado.
BERNARDO.—(Metiéndole por las narices el reloj de níquel.) ¡Y dale! ¿Ves? Aún es pronto.
ROSENDA.—También lo habrás retrasado…
BERNARDO.—Sí. Y al de los amos le iba yo a desarreglar, para que me llamasen la atención. Tienes unas cosas…
ROSENDA.—(Sin querer convencerse.) ¿Es esa hora?
BERNARDO.—¡El Señor me dé paciencia!
ROSENDA.—De todos modos, el cartero habrá pasado ya. Muchos días se adelanta.
BERNARDO.—¡Vaya! Ahora resulta que, como los relojes andan bien, es el cartero quien tiene que andar mal. La cuestión es discutir.
ROSENDA.—¡La cuestión es decir la verdad! ¿O no es ver dad que muchos días pasa antes?
BERNARDO.—(Indignado.) ¡Sí! ¿Es que quieres que haya pasado ya?
ROSENDA.—(Indignada.) ¡No! Y no grites, que te pueden oír.
BERNARDO.—El amo no está.
ROSENDA.—Está el ama, y don Luis.
BERNARDO.—(Serio.) ¿Juntos?
ROSENDA.—¿He dicho yo eso?
BERNARDO.—Pero yo te lo pregunto.
ROSENDA.—¿Y qué tendría de particular si lo estuvieran? ¿No son amigos?
BERNARDO.—No me hagas hablar, Rosenda… Que a ti te gusta demasiado meter la nariz en pasteles de ésos. Pero lo que no está bien, no está bien.
ROSENDA.—Y yo te digo que no te metas a juez de corazones…, que tú de eso nunca supiste nada.
BERNARDO.—¡Rosenda!
ROSENDA.—¡Me llamo! Y como digas algo malo de la señoriña, hasme de oír. Que a veces sois vosotros los malos, pareciéndolo nosotras. Y bien sabe Dios que no lo digo por mí, que hasta con el pensamiento te fui siempre leal.
BERNARDO.—¿Lo dices por mí, entonces?
ROSENDA.—¿Y te asombra? El mejor de vosotros, llámese Bernardo o Enrique, para ahorcarlo.
BERNARDO.—Mira; vamos a la cocina, y será mejor. Que tú tienes lengua de serpiente y en seguida citas a los amos, y…
ROSENDA.—¿Yo? ¿A quién cité yo?
BERNARDO.—¡Vamos a la cocina!
(La coge del brazo y la empuja.)
ROSENDA.—Bruto, salvaje… Déjame…
(Entra por la segunda izquierda SUSANA.)
SUSANA.—¿Qué es esto?
BERNARDO.—Nada, señora. Con su permiso. Ya nos íbamos.
ROSENDA.—Sí, señora. Ya nos íbamos… de bracete, como dos novios. Usted disimule.
SUSANA.—Bien, bien… (A BERNARDO.) ¿Sabe usted dónde está mi marido?
BERNARDO.—Salió a las seis con don Julián.
SUSANA.—¿No dejó dicho nada?
BERNARDO.—No, señora. Pero, por lo que hablaban, iban a visitar la gruta. (Breve pausa.) Don Luis le había dicho a don Julián que esta tarde el aire estaba muy bueno para… oír cosas.
SUSANA.—¿Dónde está don Luis?
BERNARDO.—No lo sé, señora.
SUSANA.—Gracias. Pueden marcharse. (ROSENDA y BERNARDO salen por la derecha. Susana va a la puerta del despacho y comprueba que está cerrada con llave. Después mira su reloj de pulsera y se acerca al ventanal. De repente se sobresalta.) ¡No!
(Asustada, va a marcharse por la izquierda. Opta por permanecer y corre a sentarse, fingiendo ojear una revista. Por la puerta del jardín entra LUIS, que la mira y se acerca.)
LUIS.—¿Te molesto?
SUSANA.—Nada de eso.
(Él se sienta. Un silencio.)
LUIS.—Gracias, Susana.
SUSANA.—¿Por qué me das las gracias?
LUIS.—Por tu fe y por tu compañía.
SUSANA.—No hables de eso.
LUIS.—¡Tengo que decírtelo! Ahora no nos oye nadie. Déjame agradecerte todo lo que te debo… No rechaces mi devoción, la infinita gratitud que te debo por tu bondad, por el aliento que me das…, por tu perdón.
SUSANA.—¿A qué te refieres?
LUIS.—(Se levanta y se acerca.) No eludas la cuestión. En estas maravillosas tardes, tan nuestras, no debe haber nada oscuro entre los dos. Por todo lo que me das, gracias. Y porque me lo das olvidando, generosamente, que… yo te dejé entonces, gracias y perdón.
SUSANA.—Quieres decir que… ¿Fuiste tú quien rompió el noviazgo?
LUIS.—¡Dispensa! Tú comprendes la humilde intención con que lo digo…
SUSANA.—(Se levanta.) Estoy preguntándome si mi razón no empieza a flaquear también.
LUIS.—(Molesto.) ¿También?
SUSANA.—Me pregunto si habré sido yo, como dice mi marido, y no él, como yo creía, quien ideó traerte aquí. Si fuiste tú y no yo, como creía, quien terminó nuestro noviazgo.
LUIS.—(Inquieto.) Perdona.
(Se aparta.)
SUSANA.—¡No! ¡Mírame bien a los ojos, porque no sé lo que piensas… y quiero saberlo! ¿Es una venganza? ¿Es que tratas ahora de devolverme la herida…? ¿O es que me estoy volviendo loca…? (Él la mira, asustado.) ¡Contesta! (Se acerca a él y le sacude por los brazos.) ¿Por qué has dicho eso?
LUIS.—No creí que recordártelo pudiese molestarte… ya.
SUSANA.—¿Rompiste tú? ¿Lo crees verdaderamente? ¿O me estás mintiendo?
LUIS.—Pero, Susana, ¡fue así! (Ansioso, suplicante.) ¡No me digas que no! Perdona mi falta de delicadeza. ¡Pero es la verdad! (Obstinado.) ¡La verdad!
(Pausa.)
SUSANA.—(Apiadada.) Comprendo. (Le acaricia el brazo, triste, y se aparta.) Tienes razón: no hay que tener miedo dé reconocer las cosas. Fuiste tú.
LUIS.—(Con un suspiro de satisfacción.) Gracias, Susana. Ahora puedo dártelas de verdad; ya nada nos separa. (Se acerca.) Y podremos esperar más juntos que nunca. Cuando vea tu cara cerca de mí, en el jardín, ya no dudaré… Sabré que estás a mi lado de corazón, porque todo lo has disculpado. Y hablaremos… Nos confiaremos nuestras penas y nuestras esperanzas… ¿Verdad, Susana?
SUSANA.—(Sin mirarle.) Sí.
LUIS.—Hasta ayer mismo, el jardín era triste, porque en él no me hablabas nunca. Ni me mirabas. Yo veía tus ojos, llenos de expectación, vueltos hacia la solana… Y cuando el sol se ocultaba del todo corrías a esconderte en tu cuarto… Huías. (La coge una mano.) Ayer… traté de retenerte.
SUSANA.—(Sin moverse.) Suéltame.
LUIS.—(Sin soltarla, cariñoso.) Me dijiste esa misma palabra. Pero con otro tono.
SUSANA.—¡Suéltame!
(Breve pausa.)
LUIS.—(Haciéndolo.) Sí. Me lo dijiste en ese tono…
(Se aleja, cansado, y se recuesta en el brazo de un sillón. Ella, conmovida, se le acerca despacio.)
SUSANA.—Luis… Tú tienes tu señal…
LUIS.—No la tengo. No llega.
SUSANA.—¿Por qué no intentas recordar la melodía? Quizá, en el piano del gabinete…
(El deniega, triste.)
LUIS.—Si la recordase, todo se haría fácil. (Se levanta.) Si tú la esperas conmigo, llegará. Lo sé.
SUSANA.—(Con gesto espantado, evasiva.) ¡No, no!
LUIS.—(Duro.) Llegará. Cuando te miro a los ojos, confío… (Dulce.) ¿Sonará tal vez esta tarde, Susana?
SUSANA.—(Sin variar su gesto ni dejar de mirarle.) No lo sé.
LUIS.—(Casi conminatorio.) El verano está terminando. Tu marido dice que volveremos pronto a Madrid. Queda poco tiempo. ¿Oyes? ¡Queda poco tiempo!
SUSANA.—(Horrorizada.) ¡Déjame!
(Pausa. El baja la cabeza y se dirige a la puerta del jardín. Desde allí, se vuelve.)
LUIS.—Prométeme, al menos, que no dejarás de esperar la melodía, a mi lado.
(Ella va a asentir, pero se contiene y vuelve la cabeza. El suspira y sale al jardín. Pausa. Por la derecha entra ROSENDA.)
ROSENDA.—Su tila, señora. ¿La toma ahora? (De pronto, SUSANA prorrumpe en sollozos incontenibles.) ¡Señora! ¿Qué le pasa? (Deja la taza y corre a su lado.) ¡Ay, Señor, esta casa está llena de pena…! Venga, siéntese…
(La conduce.)
SUSANA.—No puedo más, Rosenda.
ROSENDA.—¿Y no ha de poder? ¡Ya verá cómo todo se arregla…! Ea, no se me apure. (La sienta.) Son los nervios; nuestros pobres nervios de mujer, que el demonio confunda, ¡amén, Jesús! (Se santigua.) Ahora se toma mi señoriña la tila… y ha de ver cómo se calma.
(Va por la taza.)
SUSANA.—Tráeme un tubo que encontrarás ahí, sobre la chimenea.
ROSENDA.—¿Pastillas? ¡Para empedrar el infierno con ellas! Y debajo a todos los médicos qué las inventaron. Tome la tila, que mejor remedio para esas morriñas no le hay. ¡Es muy buena! El tío Carmelo me la trajo. ¡Cogiéronla sus propias manos por esos montes de Dios! (Le da la taza. Confidencial.) Yo sé que él acertó a decir sobre las hierbas cierto ensalmo… Es un viejo sabidor. ¡Tome…! (SUSANA lo hace, mirándola, a pequeños sorbos.) Con la luna nueva, hizo… cosas que yo le dije que hiciera para mí… Y para que sonase la música en la solana. Y las hizo.
SUSANA.—¿Qué dices?
ROSENDA.—(Sentándose.) ¡Chist! Aseguróme que sonará la música. La música vendrá como una «meiga» por los aires… y se posará en el arpa. Él dijo las palabras para ello. Yo las sé también; pero no tengo facilidad… Él sí. ¿Quiere mi señora saber las palabras?
SUSANA.—¡No las digas!
ROSENDA.—¿Y por qué no? En mi boca no sirven. Son así:
Fun â [1] casa do meu compadre,
fun pol-o vento, vin pol-o aire,
fun pol-o aire, vin pol-o vento,
i-esta é cousa d’encantamento.
SUSANA.—¡Calla!
(Pero sus ojos, fijos en la criada, muestran claramente sus deseos de seguir escuchando.)
ROSENDA.—(Cada vez más segura.) Sabe mucho ese viejo. De todos lados vienen a consultarle. ¡Hay quien asegura que también él puede volar!
SUSANA.—¡Qué horror!
ROSENDA.—(Fría, inexpresiva) Díjome algo para la señora.
SUSANA.—¿Para mí?
ROSENDA.—Sabe mucho.
(Breve pausa.)
SUSANA.—¡Habla!
ROSENDA.—(Sonriente.) De esto no habrán de enterarse ni mi Bernardo ni… él señor. Porque ellos no creen. El tío Carmelo dice que la señora y yo somos iguales. Que las dos esperamos lo mismo y las dos debemos temer lo mismo. No se refiere a la música. De la música dice que, cuando vengarlas dos tendremos una gran paz.
SUSANA.—(Le devuelve la taza y se levanta.) Basta. No creo nada de esas cosas. El tío Carmelo no es más que un pastor ignorante.
(Se acerca a la ventana, por donde mira.)
ROSENDA.—(Inescrutable.) La señora tiene en este momento los mismos ojos que cuando mira al mar desde la galería… (SUSANA la mira.) Como si esperase o temiese algo de él… Igual que yo.
SUSANA.—(Muy afectada.) ¿Por qué dices eso?
ROSENDA.—El tío Carmelo me dijo: «Tened las dos cuidado con el mar.»
(Pausa. Susana se acerca despacio, a Rosenda, que se levanta.)
SUSANA.—Tiene razón. Las dos somos iguales, porque nuestra tristeza es igual de grande… Déjame que te pregunte algo.
ROSENDA.—¡Mi señora! Hábleme sin reparo. ¡Me duele tanto ver su pena!
SUSANA.—Tú ya eres vieja, Rosenda. Y casi una hermana; una hermana en el dolor… Contéstame con el corazón. (Breve pausa.) ¿Me quiere… él?
ROSENDA.—¡Claro, mi señora…! El otro… no la quiere.
SUSANA.—(Angustiada.) ¿A quién te refieres? ¿De quién hablabas al principio?
ROSENDA.—(Insinuante.) Las dos nos referimos al mismo, señora.
(Ambas se miran fijamente. Bernardo entra por la derecha.)
BERNARDO.—(Desde la puerta.) Con permiso.
ROSENDA.—(A punto de dejar caer la taza al suelo, se vuelve sobresaltada.) ¡El demonio del hombre!
SUSANA.—¿Quiere algo, Bernardo?
BERNARDO.—Nada, señora. Como aquí, la Rosenda, se demoraba… (A ROSENDA, ante los gestos de indignada corroboración que ésta hace.) ¿A qué vienen esos gestos, delante de la señora?
ROSENDA.—Delante de la señora ya podrías, ¡aunque sólo fuese una vez, hombre!
BERNARDO.—Una vez, ¿qué?
ROSENDA.—¡Decir «mi mujer» y no «la Rosenda», renegado!
BERNARDO.—(Por no discutir.) Como aquí la… mujer mía, y yo, habíamos quedado en que, a la que traía la tila, miraría si había cartas…
ROSENDA.—¿Tanta prisa tienes?
BERNARDO.—La que tú.
SUSANA.—Ea, no discutan. Vayan a verlo.
BERNARDO.—Perdone la señora.
(Se encamina al zaguán y desaparece por su derecha.)
ROSENDA.—(Tras él.) Si hubiese, habrá que esperar de todos modos a don Enrique para sacarlas… Casi preferiría que no hubiese.
(Deja la taza y sale al zaguán, desde donde atisba. En ese momento, y sin el menor ruido, Enrique sale del despacho y queda junto a las cortinas, mirando a su mujer. Vuelven los criados.)
ROSENDA.—Que el Señor nos dé paciencia. Si no desea usted nada…
(Se paran los dos, mudos y asustados al ver a ENRIQUE. SUSANA se vuelve extrañada, y ve a su marido. No puede evitar un leve grito.)
ENRIQUE.—¿Por qué gritas?
SUSANA.—Te… creía de paseo.
ENRIQUE.—Volví hace un rato. (A los criados.) Pueden retirarse.
(ROSENDA recoge la taza y sale con su marido por la derecha, mirando a ENRIQUE con suspicacia y temor. Una pausa.)
SUSANA.—¿Y Julián?
ENRIQUE.—Creo que se fue a visitar la gruta. ¿Y Luis?
SUSANA.—En el jardín…, creo.
ENRIQUE.—Ya.
(Un silencio.)
SUSANA.—¿Estabas en el despacho?
ENRIQUE.—Sí.
SUSANA.—No te he sentido entrar… ¿Estaba abierto?
ENRIQUE.—No.
SUSANA.—Pues no te he sentido. Es raro.
ENRIQUE.—¿Por qué va a ser raro? (Ríe.) Tú ya no ves más que rarezas. Estas tierras no te sientan bien. Te advierto que he vuelto por eso. Quería estar aquí a tiempo, aunque no crea en esas tonterías… Pero me dije: cuando se pone el sol, mi pobre Susana se encuentra demasiado sola… Es preferible que sepa que estoy aquí, aunque se encierre en su habitación.
SUSANA.—Gracias.
ENRIQUE.—No tiene importancia… (Mira su reloj.) Aún es pronto. (Se acerca al ventanal.) Sin embargo, Luis parece que está ya junto al muro… Pero el grupo no se ha formado todavía. Puedes estar tranquila. Aún no es tu hora.
SUSANA.—¿Mi hora? ¿De qué?
ENRIQUE.—De que te encierres en tu cuarto. (Se sienta, con aire despreocupado.) Pronto volveremos a Madrid… El pobre Luis tendrá que apresurarse a recordar su melodía, si quiere hacerlo por medio del arpa. (Ríe.) ¡Qué necio! No le censuro; siempre fue un alma débil. Y aquí hasta los criados se transforman… Que si sonará la música… Que si ha venido o no ha venido el correo… (Ella se sobresalta.) Por cierto, aún no he visto el buzón hoy… (Va a levantarse.) No. No creo que haya habido correo. ¿O ha habido?
SUSANA.—¿A mí me lo preguntas?
ENRIQUE.—No, claro. Más bien a Bernardo. O a Rosenda. ¿Quieres llamar? (Ella va a hacerlo.) No. Déjalo. Estarán ya pendientes del jardín… o de cualquier otra de sus manías. A lo mejor, hablando en la cocina con algún curandero… Creo que hay un pastor que es hombre de buenos oficios. No sólo curandero, sino casamentero, o algo así. ¿No has oído hablar de él? (Pausa. De pronto, Susana marcha, rápida, hacia la segunda izquierda. Enrique la detiene con una voz que es un latigazo.) ¡Espera! (Ella se vuelve. Él se ha levantado. Se miran, llenos de exaltación. Enrique la coge por la muñeca y la lleva al primer término.) El despacho estaba abierto, naturalmente. Lo abrí un segundo después de comprobar tú que estaba cerrado. Y si quieres saberlo, no salí a pasear. Preferí quedarme… a espiar, sí; a espiar desde aquí. A comprobar… de qué manera alivia mi mujer su soledad.
SUSANA.—¿Estás… celoso?
ENRIQUE.—¿Celos? ¡No! Prescinde de esa idea. ¡Ah, las mujeres! Para vosotras sólo hay amor y celos; las dos caras de la medalla. ¡Celos! ¿Crees que si los tuviese habría traído yo a vivir a Luis con nosotros? Porque fui yo, Susana. (Gesto de sorpresa de ella.) No hace falta que dudes más. ¡Fui yo!
SUSANA.—¿Para qué lo trajiste?
(Breve pausa.)
ENRIQUE.—Adivínalo.
SUSANA.—¿Por piedad?
ENRIQUE.—¿Tú crees?
(Pausa.)
SUSANA.—(Horrorizada ante una idea repentina.) ¡No!
ENRIQUE.—No, ¿qué?
SUSANA.—(Lenta.) Si yo cayese en brazos de Luis…
ENRIQUE.—De tu antiguo novio…
SUSANA.—Si yo te fuese infiel, ¿no te importaría? (Un silencio.) ¿Quieres romper mis nervios? ¿Quieres matarme?
ENRIQUE.—Hace años que los tienes rotos. Y en cuanto a lo segundo… es tu lenguaje de las grandes ocasiones, y me vas a permitir que no lo acepte. A veces amenazas tú misma con hacerlo… ¡Nervios también, nervios siempre!
SUSANA.—(Suave.) ¿Nervios?
ENRIQUE.—Sí. ¡Y me los estáis contagiando, y no estoy dispuesto a ello! ¡Son muchas esperas mirando a la solana; muchos espionajes al buzón, muchas cosas de las que… prefiero no hablar, a mis espaldas! Libre eres de hacer… lo que más te plazca. No seré yo quien te lo impida. ¡Pero no en mi casa! Aquí no quiero tapujos, ni complicidades. ¿Qué buscáis, tú y los criados, en el correo? ¿Qué secreto mío tratáis de sorprender? ¿O qué secreto tuyo… tratáis de interceptarme? ¡Contesta! (Breve pausa.) ¿No?
(Se dirige al timbre y llama.)
SUSANA.—Nunca comprendes nada. Hace años que me has roto los nervios, es cierto. Los mismos que hace que… nos casamos.
ENRIQUE.—¿Es un reproche?
SUSANA.—Y tampoco has comprendido a Bernardo y a Rosenda. Hace seis años que compraste el pazo; antes de conocernos. Los has tratado todos los veranos, sin comprenderlos, como a mí. El te dirá ahora lo que esperan… desde hace ocho años.
ENRIQUE.—(Mordaz.) La señal.
SUSANA.—Esperan una carta. Una carta muy difícil de recibir… y que necesitan. (ENRIQUE pulsa otra vez, nervioso, el timbre.) La melodía de Luis es para ellos eso: la señal de que la carta viene.
ENRIQUE.—¿De quién es la carta?
SUSANA.—De un muchacho…
ENRIQUE.—No me vas a decir que tienen un hijo.
SUSANA.—Como si lo fuese. Un sobrino de Rosenda. Ramonciño. Su niño, como ellos dicen. Tantas veces me han hablado de él, que me parece como si lo conociese… Era díscolo y pendenciero… Se fue de grumete o de polizón, no recuerdo bien. A las Américas, como por aquí dicen… Habían reñido con él a causa de su mal carácter. Marchó… y no han vuelto a tener noticias.
ENRIQUE.—(Vacilante.) Todo eso es mentira. Tratas de retrasar otras cosas…
SUSANA.—(Sin tomar en cuenta lo que dice.) No pueden aceptar la idea de que haya muerto. Es lo único que tienen en el mundo.
ENRIQUE.—Suponiendo que eso sea cierto, ¿por qué te lo han dicho a ti y a mí no?
SUSANA.—Porque tú no eres capaz de interesarte por los demás. Porque tú nunca comprendes.
(Pausa. ENRIQUE enrojece de rabia y pulsa el timbre, frenético. Al fin, se enfrenta con la primera derecha.)
ENRIQUE.—¡Bernardo!
(Sale violento, llamándole. SUSANA da unos pasos tras él, asustada. Luego se vuelve al oír a JULIÁN, que ha entrado por la segunda izquierda.)
JULIÁN.—Déjalo, Susana. Algún día tenía que estallar.
SUSANA.—(Violenta.) ¡Tú habías salido con Enrique!
JULIÁN.—Salí solo. Y me volví.
SUSANA.—¿Para qué? ¿Para espiar también?
JULIÁN.—Susana, no está bien la que dices… No he vuelto a espiar. He vuelto porque Enrique lleva nervioso varios días y… me pareció conveniente estar aquí. (Se adelanta.) Los dos estáis nerviosos… Acaso sea preferible que la cosa termine de algún modo.
SUSANA.—¿Qué es lo que tiene que terminar? ¿Qué tramáis entre él y tú?
JULIÁN.—No tramamos nada. Me limito a deducir…
SUSANA.—(Desesperada.) ¿El qué?
JULIÁN.—Susana, yo siempre hablo claro. Es lo mejor. Enrique sabe… que tú acompañas a Luis en el jardín a esta hora.
(Breve pausa.)
SUSANA.—No me he ocultado para hacerlo.
JULIÁN.—Tampoco lo has dicho. El te creía en tu habitación.
SUSANA.—Me acusas.
JULIÁN.—Yo no puedo acusar, Susana.
SUSANA.—Al contrario. Probablemente deseas hacerlo… Nos acusarías a todas en bloque, estoy segura.
JULIÁN.—¡Susana…!
SUSANA.—(Sardónica.) ¿Cómo vas a dudar de que yo haya faltado a Enrique? Ésa es tu verdad sobre mí, y no puede ser otra. Ahora mismo interpretas mis palabras como hábiles mentiras. Porque puedo estar mintiendo… ¿Por qué no? Yo, la antigua novia de Luis, miente…, sin éxito, a Julián Vivar, a quien su mujer ha abandonado. ¿Es eso lo que crees? ¡Vamos, sé sincero!
JULIÁN.—(Conteniéndose.) En todo caso, Enrique puede creerlo.
SUSANA.—(Sombrío.) Enrique lo cree. Pero eso no puede hacerle sufrir. No me quiere.
JULIÁN.—Eso hace sufrir siempre… Si el amor termina, queda la vanidad. (Se oye la voz lejana de ENRIQUE llamando a BERNARDO.) ¿Oyes? Es su amor propio, su vanidad herida de amo, o de… esposo que se cree engañado, la que grita… Te lo digo yo, que soy el pobre diablo menos vanidoso del mundo; el hombre que no ha ocultado su desgracia y que, cuando la supo…, no mató.
SUSANA.—Tú no puedes creerme, ni tienes por qué hacerlo. Pero estoy de acuerdo contigo: esta situación no debe prolongarse. ¿Quieres ayudarnos a los dos?
JULIÁN.—A… ¿quiénes dos?
SUSANA.—¡Cuánto debes haber sufrido para que tu duda sea tan tenaz y tan helada! Bien… Te diré: ayúdanos a los tres. Aconséjanos algo… aunque dudes de mí.
JULIÁN.—Hablar a tiempo y con el corazón en la mano. No ocultar nada. Eso es lo que aún puede salvarlo todo.
SUSANA.—Estoy dispuesta a hacerlo. Sólo que ni tú ni él queréis creer… ¿Qué puedo decirle?
(Breve pausa.)
JULIÁN.—Tal vez esto pueda servirte… El día de mi llegada Enrique recibió una carta que no te ha enseñado. Desde entonces su angustia es inmensa. (Vuelve a oírse la voz cercana de ENRIQUE llamando a BERNARDO.) Yo no sé de qué se trata… Sólo sé que, si estuviese en su lugar, me agradaría que mi mujer intentase compartir mis disgustos.
(Ella le mira fijamente.)
SUSANA.—Gracias. (JULIÁN deniega con la cabeza y sale por la derecha. Susana va hacia el foro, rápida.) ¡Enrique! (ENRIQUE aparece por el foro y se dirige a la puerta del jardín.) ¡Enrique!
ENRIQUE.—¡Estúpido de mí! ¡Dónde iban a estar! Salieron por detrás por no verme. ¡Bernardo! ¡Rosenda! ¡Aquí en seguida! ¿No oyen? ¡Ya, ya sé que es la hora! ¡La hora del chasco, imbéciles! ¡Vengan inmediatamente!
(Vuelve al salón. ROSENDA y BERNARDO vienen del jardín.)
BERNARDO.—Perdone, señor. No hacíamos ningún mal.
ENRIQUE.—Silencio. ¿Qué historia es esa de un sobrino desaparecido?
(Los viejos miran a SUSANA, que vuelve la cabeza.)
BERNARDO.—La verdad, señor. Nuestro niño.
ENRIQUE.—¿Dónde está ahora?
BERNARDO.—No lo sabemos… Hace ocho años que se fue.
ROSENDA.—¡Pero vive!
ENRIQUE.—¿Cómo lo saben?
BERNARDO.—No lo sabemos, señor. Lo esperamos. Quizá él escriba algún día.
ENRIQUE.—Nunca me dijeron ustedes nada.
BERNARDO.—(Seco.) Eran cosas particulares.
ENRIQUE.—¡Mi mujer las conoce!
ROSENDA.—¡No es lo mismo!
ENRIQUE.—(Iracundo.) Bien. Esto se ha terminado. Mañana se desmonta el arpa.
ROSENDA.—¡No lo haga, señor!
ENRIQUE.—Silencio. Aquí se va a hacer lo que yo mande. La reunión del jardín se ha terminado también. ¡Ya no hay nada que esperar! Márchense.
BERNARDO.—Digo yo, señor…, con respeto…, que si la Rosenda confía en tener de algún modo noticias de nuestro niño…, la cosa no es para que nadie se ofrenda.
ENRIQUE.—Y yo digo que un criado que no confía en su amo no es de confianza.
BERNARDO.—Usted sabe que yo soy muy callado.
ENRIQUE.—¡No con mi mujer! Pero esto ya lo arreglaremos mañana. De ahora en adelante va a saberse quién es el dueño de la casa, por encima de señales y de curanderos. (Ante el sobresalto de Rosenda.) ¡Sí, de curanderos! Y ahora, fuera.
ROSENDA.—¿Al jardín?
ENRIQUE.—No.
ROSENDA.—¡Sí que nos marchamos! ¡De la casa, y en seguida! Y si el señor dice que él manda, diréle yo que…
BERNARDO.—¡Calla tú!
ROSENDA.—¡No! Diréle yo que él es muy dueño de no esperar nada, pero yo esperaré hasta que me muera. ¡Y la señal tocará antes!
ENRIQUE.—¡Tendrá que darse prisa!
ROSENDA.—¡Pues tocará esta tarde!
BERNARDO.—(Conduciéndola rudamente del brazo.) ¡Vamos!
ROSENDA.—(Llorosa.) ¡Tocará…!
(Salen los dos. Pausa.)
SUSANA.—Y tú, Enrique, que no esperas nada…, ¿qué esperabas del correo hace días?
ENRIQUE.—(Volviéndose.) ¿Del correo?
SUSANA.—Has recibido una carta que no me has enseñado ¿De qué trataba?
ENRIQUE.—¿Estás segura de querer saberlo?
SUSANA.—Sí.
ENRIQUE.—No es aconsejable esa curiosidad… Todo podría terminar con ella.
SUSANA.—Es menester que todo termine y se aclare. (En un transporte.) Enrique… Sé que estás intranquilo. Más aún: desesperado. Y la carta ha venido a colmar la medida.
ENRIQUE.—¿Cómo lo sabes?
SUSANA.—Lo sé y basta… ¿Qué noticia es ésa? ¡Aunque no me creas con derecho a ello, déjame compartirla!
ENRIQUE.—Tú misma dices no tener derecho.
SUSANA.—No he dicho eso. ¿Qué contiene la carta?
ENRIQUE.—¿Qué crees tú que puede ser?
SUSANA.—Si tú no me lo dices…
ENRIQUE.—(Lento.) Me asombra tu valor. Tal vez los criados te ayudaban a tratar de interceptarla.
SUSANA.—Ya has oído lo que ellos buscaban en el buzón.
ENRIQUE.—¿Y lo que tú buscabas?
SUSANA.—Yo me interesaba por ellos.
ENRIQUE.—¡Qué altruismo! Sobre todo cuando nos puede poner en las manos una carta donde… puede avisársele al marido de ciertas cosas.
SUSANA.—¿Quieres volverme loca? ¿Es eso lo que dice la carta?
ENRIQUE.—¿Qué opinas tú?
SUSANA.—Enséñamela.
ENRIQUE.—No.
(Pausa.)
SUSANA.—Enrique… No sé si me mientes o me dices la verdad. Ya no sé nada. No sería la primera vez que se levantasen calumnias. Déjame consultarte mi tremenda duda.
ENRIQUE.—¿Qué duda?
SUSANA.—No sé si temes mi infidelidad o… la deseas.
ENRIQUE.—Duda por duda. Supongamos que tampoco sé yo si me quieres a mí, o a ése. (Por el jardín.) Y supongamos que, por lo que sea, me importase saberlo.
SUSANA.—¿Aunque sólo fuese por vanidad?
ENRIQUE.—Aunque sólo fuese por eso. Pero, ¿cómo cerciorarse? ¿Qué prueba podría borrar tantos indicios negativos? El jardín, las antiguas relaciones…
(Pausa.)
SUSANA.—Sólo habría una prueba de que te quiero.
ENRIQUE.—(Irónico.) Pero, ¿me quieres?
SUSANA.—(Grave.) Y esa prueba sería… mi desaparición.
ENRIQUE.—(Violento.) ¡Tonterías! ¡Histerismos!
SUSANA.—Sería la única ya.
ENRIQUE.—Y por eso no puede ni debe haber prueba alguna. ¡Y basta de tanta mentira!
SUSANA.—¡No! ¡No basta aún! Porque no has aclarado mi duda y yo no necesito otra prueba que tu palabra. (Se acerca, tierna.) ¿Me quieres?
(Breve pausa.)
ENRIQUE.—(Irónico.) ¡No es a mí, sino a ése, a quien tienes que preguntárselo! Ya qué que dudas si «él» te quiere. Se lo consultaste a Rosenda. ¡Consúltaselo a él!
SUSANA.—Me odias, ya lo veo. La duda se ha disipado. Hablas como si estuvieses celoso, pero hablas… muy tranquilo.
ENRIQUE.—(Yendo a la puerta del jardín.) ¡Luis!
SUSANA.—¿Qué pretendes?
ENRIQUE.—Que se lo preguntes a él. ¡Luis!
SUSANA.—¿Será posible que lo desees?
ENRIQUE.—(A LUIS.) ¡Ven aquí, tonto! La señal no sonará. Y Susana no irá hoy a tu lado; no la esperes más. Ella te aguarda aquí y tiene que preguntarte algo. ¡No te escondas como una zorra y ven! (SUSANA huye, consternada, por la segunda izquierda. A su mujer:) ¡No te marches! (Va a seguirla. LUIS entra, inquieto. Se miran. Un silencio.) Esto se ha terminado. ¿Entiendes?
LUIS.—¿Qué ocurre? ¿Y Susana?
ENRIQUE.—¡Ah! ¿Preguntas por ella?
LUIS.—Has dicho que me esperaba aquí.
ENRIQUE.—Era mentira.
LUIS.—¿Qué quieres de mí?
ENRIQUE.—No tengas prisa… Hay tanto que hablar que… también el silencio es necesario.
LUIS.—(Vacilante.) Es que…
ENRIQUE.—Es que el milagro está en el jardín, esperándote. ¿No?
LUIS.—Puedes decirlo así, si quieres.
ENRIQUE.—Y puede que también esté mi mujer, ¿verdad? Digámoslo de otro modo: tu antigua novia.
LUIS.—¿Qué insinúas?
ENRIQUE.—¿Insinuar? Todas las tardes corre a tu lado y huye del mío. Algo debió de quedar entre vosotros; algo que tratáis de resucitar juntos…, si no lo habéis resucitado ya.
LUIS.—¡Calla!
ENRIQUE.—Sólo que esto se ha terminado. ¡Se acabó! Ella no irá al jardín más.
LUIS.—¿Qué la has hecho?
ENRIQUE.—Nada que pueda importarte. Nada que tengas derecho a preguntarme. Tú callarás desde ahora. Y el arpa y el jardín callarán también. Solos. Mudos para siempre. ¿Esperabas la vuelta de los criados para asistir al prodigio? No irán. ¿La llegada de mi mujer? Hoy se ha encerrado en su cuarto de verdad. (Ríe.) ¡Te quedas solo! Solo, porque yo lo quiero. ¡Y ni tú mismo pisarás el jardín! Yo lo impediré. Y mañana desmontaré el arpa.
LUIS.—(Pálido.) Tú no harás eso.
ENRIQUE.—(Cogiéndole por las solapas.) ¡Canalla! Susana es tuya; lo sé muy bien. Has sabido ganarte a esa pobre loca. La fascinaste entonces con tu música, y desde entonces la tienes embrujada. Fue inútil intentar que ella te despreciase…
LUIS.—¿Qué dices?
ENRIQUE.—¡Pero no me la quitarás! ¡Te mataré antes! ¡Te equivocas si crees que estás venciendo! ¡La quiero, sí! La adoro por encima de todo. No me importa decírtelo. Y ella te quiere a ti, y por eso la dominas, como la dominaste siempre. Te quiere hasta por tu locura, y a mí nunca me quiso. ¡Porque es mujer! Y sabe casarse con el rico y amar al pobre. ¡Tonto de mí, que quise luchar contra vosotros! De nada ha servido hacerle ver tu locura, tu miserable estado…
LUIS.—(Con dolorida nobleza.) ¿Fue esa la razón de tu piedad?
ENRIQUE.—(Soltándolo.) ¡Sí!
LUIS.—¿Dónde está Susana?
ENRIQUE.—¡Nunca la verás ya! Mañana saldrás de aquí. La defenderé de ti por la fuerza, ya que es lo único que me queda.
(Pausa.)
LUIS.—Tienes razón. Estoy solo. Ella me sostenía… de una manera que tú nunca podrás entender. Esta es la ocasión en que un hombre cae… si la fe no le sostiene. Y yo no desfallezco… ¿Será que tengo fe? El jardín está solitario. Los dedos invisibles de Dios pueden, ahora, concederme mi melodía… Qué absurdo, ¿verdad? ¡Pero creo! ¡Si el jardín está solo, también está rodeado de una gran fe! Los criados, desde la cocina, aguzan el oído y rezan. Susana llora en su habitación y escucha… Y yo espero mi señal. El jardín está lleno de nuestra fe común. Contra ella no podrás nada.
ENRIQUE.—¡Miserable!
(Va a agredirle, cuando sale por la derecha, precipitadamente, JULIÁN, que se interpone.)
JULIÁN.—¡Enrique! ¡Tu mujer…!
ENRIQUE.—¿Qué?
(Presurosa, entra ROSENDA por la derecha. A poco, BERNARDO.)
JULIÁN.—¡Que ha salido! ¡Que se ha escapado! A Rosenda le pareció verla salir por el postigo.
ENRIQUE.—¡No me lo creo!
ROSENDA.—El tío Carmelo vino corriendo para avisarnos, señor… La vio desde el altozano y extrañóle su aspecto. Iba… como loca… camino de la playa. Gritó y ella no hizo caso.
ENRIQUE.—¡Que venga ese hombre!
BERNARDO.—Se ha ido, señor. Fue a ver si la alcanzaba.
ENRIQUE.—¡No es posible…! ¿Habéis buscado en la casa?
ROSENDA.—Dígole que la vieron en el camino, señor…
ENRIQUE.—¿Ni en su cuarto? (Corre a la segunda izquierda.) ¡Susana…! ¡Susana…! Bernardo, abra la cochera inmediatamente y meta un par de mantas en el coche.
BERNARDO.—Sí, señor.
(Sale por el foro. Un silencio. ENRIQUE mira a todos.)
ENRIQUE.—Vamos en seguida. (Corre al foro, seguido de Julián. Luis va tras ellos. Enrique se vuelve con violencia y le apostrofa.) ¡No! ¡Tú te quedas! Ella me quiere a mí; ahora estoy seguro. No tiene ningún derecho sobre ella.
LUIS.—¡Déjame ir!
ENRIQUE.—(Casi sollozando.) ¡Atrás! ¡Ella es mía, para siempre! Ya no la verás nunca, te lo dije. ¡Tuya es la culpa! Ahora es cuando yo necesitaría también un milagro… ¡Pero ella es mía! ¡Aunque sea en la muerte! Vamos, Julián.
(Inician la marcha. El arpa cólica comienza a sonar en este momento. Se oyen primero unos acordes confusos, dijérase que producidos por una leve brisa. Después la melodía se articula y fluye, dulce y clara. A los primeros sonidos, ENRIQUE y JULIÁN se han detenido. Todos se miran, demudados. BERNARDO aparece por el foro, asombrado.)
LUIS.—(Asustadísimo.) ¿Soy yo solo quien oye?
ROSENDA.—¡El arpa toca! ¡Bernardo, el arpa toca… sola!
LUIS.—(Cayendo de rodillas.) ¡Dame lágrimas para esto, Señor!
(Enrique corre de repente al lado de Luis, cuya cara muestra la más extraña exaltación, y le coge brutalmente del pelo para mirarle a los ojos.)
ENRIQUE.—¿Es tu melodía? ¿Es la señal?
(Todos espían la contestación de LUIS, que termina por afirmar con la cabeza.)
ROSENDA.—(Se santigua.) ¡Es la señal…!
(Enrique se yergue, con una horrenda tristeza en el rostro.)
JULIÁN.—Vamos, Enrique… No hay tiempo que perder. (Pero ENRIQUE deniega tristemente.) ¡Vamos!
LUIS.—¡Es la melodía! ¡Dios me ha escuchado!
ENRIQUE.—Y a mí me ha abandonado…
(La melodía sigue sonando.)
TELÓN