ACTO PRIMERO

En una ría gallega, y no lejos del mar, se encuentra el pazo. Es una casona de amplias estancias y alta solana abierta a los vientos; de noble, sólida y sencilla construcción rural, patente en sus muros de piedra, hechos al estilo de la vieja y buena albañilería. El salón de los antiguos dueños sigue siendo ahora la habitación preferente de la casa. El lateral izquierdo está centrado por la hermosa chimenea, a cuya izquierda, y en primer término, una puerta con cortinas comunica con el despacho. A la derecha de la chimenea está el arranque de la escalera al piso alto. En el lateral derecho, otra puerta, más pequeña, comunica con las dependencias del servicio. A la izquierda del foro vemos un ventanal abierto al frescor de la tarde veraniega, tras el que se divisa el frondoso jardín. A la derecha del foro, y haciendo chaflán, un ancho arco rebajado comunica con el zaguán espacioso y largo, a cuyo extremo derecho, invisible, suponemos la puerta del pazo. Nosotros sólo alcanzamos a ver el ángulo que forman dos paredes: en la izquierda, otra ventana mira al jardín. En la del fondo, una puerta de cristales y rejas, abierta, da acceso a éste.

De la posible tradición marinera de la casa, de su rancia nobleza campesina, no queda nada. El actual dueño se ha limitado a respetar algunos grabados de antiguos galeones, tal o cual cuadro viejo, algún pintoresco cacharro de metal en la chimenea. Por lo demás, la habitación está amueblada con una riqueza y un desenfado muy de nuestros días. Mesitas bajas acristaladas, mueble-bar, sofá en el centro y cómodos sillones. Incluso una tumbona campestre junto al hogar. Algunos libros —pocos—, muchas revistas ilustradas. Un hermoso reloj moderno en la repisa de la chimenea.

(Poco antes de la puesta del sol de un suave día de verano, cuando las sombras de la tarde no han llegado todavía, se encuentran en la sala tres personas aún jóvenes: una mujer y dos hombres. SUSANA, sentada en el sofá, de cara al proscenio. ENRIQUE, en la tumbona, con aire tranquilo y aburrido. LUIS, en el primer término derecho, en pie, mirándolos. Los tres visten cómodas ropas de verano. Escudado en su aparente seguridad, Enrique no pierde de vista la exaltada actitud de Luis.)

LUIS.—(Tras unos segundos de silencio.) ¡Te digo que la señal sonará!

ENRIQUE.—(Sereno y sonriente.) No, Luis; no sonará.

LUIS.—¿Por qué no?

ENRIQUE.—Te lo he dicho muchas veces: porque es imposible.

LUIS.—Es necesario que suene.

ENRIQUE.—Ése es tu gran error. No lo necesitas. Y no podrás volver a trabajar hasta que lo comprendas así.

LUIS.—¡Hasta que suene!

ENRIQUE.—(Desdeñoso.) Como quieras.

(Ojea aburridamente una revista.)

LUIS.—(Triste.) Perdona. Y tú también, Susana: discúlpame. Comprendo que agoto vuestra paciencia. Y no tengo derecho a ello.

ENRIQUE.—¡Qué tontería!

LUIS.—¡Di mejor qué locura! Sé perfectamente que esto es una obsesión. (Casi suplicante.) Pero… la necesito.

ENRIQUE.—(Levantándose para ir a ponerle las manos en los hombros.) Ninguna obsesión es necesaria, Luis.

LUIS.—¡Yo tengo que trabajar!

ENRIQUE.—Inténtalo. Las cosas no vienen del cielo.

LUIS.—Entonces, la señal…

ENRIQUE.—(Cariñoso.) La señal que esperas no llegará. Había de sonar un día en tus oídos y no sería una señal… No puede haber señales. Sería, simplemente, el recuerdo. Sólo tú la percibirías; la vieja melodía volvería a desenvolverse dentro de ti. Trabajarías de nuevo. Y todos nos alegraríamos. (Pausa breve.) Yo espero y deseo, por ti, que la recuerdes. Podías intentar reconstruirla en el piano del gabinete… Olvida la solana. No hay dedos invisibles que puedan tocar allá arriba; bien lo sabes.

(Un silencio.)

LUIS.—(Triste.) La señal tiene que sonar.

ENRIQUE.—(Sonriente, yendo a recostarse tras el sofá.) Pues bien, amigo mío: sonará. (Breve pausa.) Pero en sueños… Una noche creerás despertar. Incorporado en la cama, oirás… Los acordes de la melodía llegarán lentos, desde la solana. Luego despertarás de verdad, pero la melodía estará ya contigo, recobrada. Y vivirás… (Risueño.) y nos dejarás vivir.

LUIS.—(Bajando la vista.) Perdona otra vez. Abuso de tu bondad… sin querer reparar en que estoy aquí porque tú me trajiste.

ENRIQUE.—(Con un tímido gesto de recusación.) Dale a ella las gracias… Fue Susana.

SUSANA.—(Rebulléndose, inquieta porque no lo ve bien, y con leve asombro.) Fuiste tú…

ENRIQUE.—No lo recuerdas bien.

LUIS.—Sí, Enrique. Es inútil que finjas por modestia. Os estoy muy agradecido a los dos, pero yo sé que fuiste tú. Ella me lo ha dicho más de una vez.

ENRIQUE.—Ah, ¿sí?

LUIS.—Sí.

ENRIQUE.—Si embargo, se equivoca… No recuerda bien.

SUSANA.—(Inquieta.) Pero ¡si fuiste tú! ¡Fue a ti a quien se le ocurrió!

ENRIQUE.—No.

SUSANA.—(Sonriendo de pronto.) ¡Ah, ya comprendo! Luis tiene razón. Lo niegas por bondad.

ENRIQUE.—(Sonriente.) No deja de ser halagador que mi mujercita me crea bueno.

SUSANA.—Nunca lo he dudado.

LUIS.—Ni yo. Aunque, a veces, te llame odioso… (Acercándose en son de amistad.) Porque lo eres. Tienes la vanidad de tu talento. Prefieres que te llamen inteligente a que te llamen bueno, y por eso me discutes la señal. Pero yo estoy seguro de que, en el fondo, la deseas y esperas como nosotros… (Sin poder evitar la vuelta a su tono suplicante.) ¿Verdad que sí?

ENRIQUE.—(Lento.) ¿Como vosotros? ¿Quienes?

LUIS.—(Turbado.) Hablaba en general… Ya sabes que…

ENRIQUE.—No. No sé nada. Pero creo no equivocarme si… supongo que no incluyes a Susana en eso. ¿O me equivoco? (A su mujer.) ¿Me equivoco?

SUSANA.—Enrique, sabes muy bien que…

ENRIQUE.—Te digo lo mismo que a Luis. No sé nada. Creo, sí, saber que tú no puedes esperar esa tonta señal…

SUSANA.—Enrique…

ENRIQUE.—Me parece que comprendes que el primer perjudicado con esa creencia es Luis.

(Un silencio.)

LUIS.—¡Contéstale! ¡Dinos algo a los dos, Susana! (Silencio.) Susana… Tú crees, ¿verdad?

ENRIQUE.—¿Es que te lo ha dicho ella alguna vez?

LUIS.—¡Sé yo que cree! ¡Lo veo en sus ojos!

ENRIQUE.—(Con una sonrisa de desdén.) Te han hecho una pregunta muy concreta, Susana. Contéstala.

(Breve pausa. SUSANA mira a ambos, indecisa.)

LUIS.—(Acercándose a ella.) ¿Sonará la señal?

SUSANA.—(Tras una furtiva mirada a su marido.) ¡Quién sabe…!

(LUIS emite un alegre suspiro.)

ENRIQUE.—(Rompiendo a reír.) Por lo menos, queda muy claro de qué lado están la bondad y la piedad. (Señalando a SUSANA.) ¡Ella, ella es la bondadosa! Aunque no sea, a veces muy inteligente. Pero así cree favorecerte. ¡Qué le vamos a hacer! En fin, esta discusión carece de sentido. Vamos a dar nuestro paseíto diario por el jardín, Susana. Aún queda tiempo. Pero hay que darse prisa, porque va a oscurecer. Dentro de poco llegará el turno de éste… y de sus creyentes. (Ella le mira inquieta.) ¡El turno de la señal! Menos mal que tú y yo conservamos la cabeza firme. El jardín no es para nosotros en ese momento. A pesar del «quién sabe» que tu gran corazón le acaba de regalar al bueno de Luis… ¿Vamos, Susana? (SUSANA se levanta y se dispone a acompañar a su marido. Luis la mira, en muda súplica, sin que ella recoja la mirada. Su marido, con la sonrisa en los labios pero impaciente.) ¡Vamos, Susana!

(Se dirigen al foro.)

LUIS.—(Que no se ha movido.) Gracias de todos modos por la bondad de ambos. Y por tu «quien sabe», Susana. La señal sonará.

(SUSANA sale al jardín.)

ENRIQUE.—(Riendo, mientras desaparece a su vez.) No, Luis. No sonará.

LUIS.—(Exaltado de nuevo, corriendo a la puerta del jardín.) ¡Sonará!

ENRIQUE.—(Voz de, ya en el jardín.) ¡No…!

(Pausa. LUIS permanece rígido, afectado aún por la sonora negativa. Por la derecha entra BERNARDO, que se detiene y se le queda mirando. Tras él, guareciéndose en sus espaldas, ROSENDA. Son los dos criados de la casa. Los actuales dueños no han logrado despojarlos totalmente del aire rural de sus vestidos oscuros. Los dos son viejos. Claramente empujado por ROSENDA para que hable, BERNARDO tose discretamente. LUIS se vuelve.)

BERNARDO.—(Que es seco y sobrio de ademanes.) Usted sabrá disimular… Pero aquí, a la Rosenda, no hay quien la aguante.

ROSENDA.—(Que habla con ligero y dulce acento galaico.) ¡Jesús, el hombre! ¡Y todavía irá a decirle a don Luis que yo le empujé!

BERNARDO.—Mujer, por las señales…

ROSENDA.—Eso dígome yo, que no hay quien me lo diga. ¡Mujer! ¡Mujer y no «la Rosenda», cuidado! «La Rosenda» por aquí, «la Rosenda» por allá; pero decir «mi mujer», como es de ley, no: que la lengua puede caerse.

BERNARDO.—Mujer, que está aquí don Luis…

ROSENDA.—¡Mírenle, por dónde me sale! ¿Y creerá que soy ciega? Pero él seguirá llamándome «la Rosenda» ante extraños, como si no fuera más bonito decir «mi mujer» entre cristianos.

BERNARDO.—(Muy molesto ya.) ¡Pues no, a ver si te enteras! Que los criados no pueden gastar esas familiaridades. Y luego dirán que los gallegos son listos. ¡Gallega habías de ser!

ROSENDA.—¡Y tú castellano!

BERNARDO.—Eso. Hombre de pocas palabras. Y éstas pocas, seguras.

ROSENDA.—(Riendo.) ¡Jesús! ¡Pocas palabras dice! Y tiénele a don Luis sin abrir la boca y aguantando sermones…

BERNARDO.—¿Yo?

ROSENDA.—No me le haga caso, don Luis, y téngame paciencia; que puede que el año que viene se resuelva a preguntarle lo que quiere, que él sabrá lo que es, porque lo que a mí me diga…

BERNARDO.—Pero, ¿no eras tú quien…?

ROSENDA.—(Rápida.) ¿Yo? Y ahora dirá que yo le empujé.

BERNARDO.—¿Y no fuiste tú?

ROSENDA.—Y lo dirá, y lo dirá…

BERNARDO.—Pues para que veas que no he sido yo, ahí te quedas.

(Intenta marcharse. La ROSENDA se interpone en su camino una y otra vez, con una punta de lágrimas en los ojos.)

ROSENDA.—¡Ay, los hombres! Igual deséalo él, pero la soberbia, atado lo tiene. Dispuesto está a que la pobre Rosenda pase vergüenza, por no pasarla él… ¡Madre mía…!

(Vencido, BERNARDO se vuelve, con un suspiro, hacia LUIS.)

LUIS.—(Que ha asistido al diálogo sonriente, les pone las manos en los hombros.) No hay que avergonzarse. Conozco vuestra pregunta. Es Siempre la misma.

ROSENDA.— (Ansiosa) ¿Entonces…?

LUIS.—La señal sonará.

(Ella le espía un momento, con ojos inquisidores.)

BERNARDO.—Nosotros, como el amo dice que no… El amo dice que todo eso son supersticiones.

ROSENDA.—¿Supersticiones? ¿Y las voces que se oyen en la gruta?

BERNARDO.—(Despectivo.) Gallega…

ROSENDA.—¡Y tú, sordo! ¿No has oído las músicas que suenan en la solana?

LUIS.—Pero no son la señal, Rosenda. Aún no lo son. Esas músicas no tienen nada de milagrosas.

ROSENDA.—(Súbitamente desanimada.) ¿Usted cree…?

LUIS.—Es otra música la que tenemos que oír. No esos simples acordes.

ROSENDA.—Y… ¿la oiremos? (Breve pausa. Desalentado, LUIS se separa, despacio, de ellos para ir a la chimenea.) ¿Se oirá…? (LUIS no contesta y oculta su cabeza en los brazos. Ella se acerca.) ¿Y si se oyera esta tarde…? Hace días que arriba no suenan las músicas. Digo yo si el aire estará cogiendo fuerzas para dar la señal… (Tierna.) Pudiera ser esta tarde, don Luis. ¡Alégrese! (Mirando a la ventana.) Si suena, pronto la oiremos; está poniéndose el sol. Y dígome yo que, si suena, a lo mejor… ¡tenemos noticias en el correo de mañana, Bernardo! (Para sí.) Pero si suena esta tarde, no puede venir la carta tan pronto. ¿Y por qué no? Dios Nuestro Señor todo lo previene… La carta puede haber sido mandada ya, ¿verdad, Bernardo…? Pero puede retrasarse… ¡O adelantarse…! ¿Y si estuviera ya en el buzón? El cartero debió pasar ya hace un rato… (Los esposos se miran. En un arranque.) Voy a ver.

(Sale, rápida, por el foro y hacia la derecha. LUIS y BERNARDO se miran un segundo.)

BERNARDO.—Discúlpela. Es ya vieja, pero es una niña. Nos faltó el hijo para hacérmela mujer del todo.

LUIS.—No hay nada que disculpar. Al contrario, la estoy muy agradecido. Ella tiene más fe que yo.

(Suspira. ROSENDA vuelve a entrar, inquieta.)

ROSENDA.—A la puerta hay un señor con una maleta. La vi por la mirilla. Llamó.

BERNARDO.—¿Por qué no le has abierto?

ROSENDA.—Al pronto entróme miedo. Por si era alguna noticia de lo nuestro.

BERNARDO.—(Indignado.) ¡Vete a la cocina! Yo abriré.

ROSENDA.—(Iniciando la marcha.) Cartas sí que hay en el buzón.

BERNARDO.—¡Vete! (ROSENDA sale por la derecha.) Usted disimule.

(LUIS asiente. BERNARDO sale por el foro. Breve pausa. ROSENDA vuelve a entrar y acecha desde la puerta. LUIS la mira en silencio.)

ROSENDA.—(Para justificar su presencia.) Quién sabe si será algo de lo nuestro… Y entonces, la señal sonaría esta tarde. ¿Viene? Mi oído ya está duro…

LUIS.—No.

ROSENDA.—En la gruta oyéronse anteayer las voces… Díjolo el tío Carmelo, el pastor… Si fuesen noticias…

BERNARDO.—(Voz de.) Pase por aquí. En seguida aviso al amo.

ROSENDA.—(Mientras huye.) Es otra cosa.

(Sale, al tiempo que entra BERNARDO acompañado de JULIÁN.)

BERNARDO.—Haga el favor de esperar un momento.

(Sale al jardín. El desconocido cruza una breve inclinación de cabeza con LUIS. Es un hombre de aspecto apacible, con canas prematuras, de claros ojos y abierta sonrisa. Viste con sencillez y limpieza, pero con algún descuido.)

LUIS.—Tome asiento, por favor.

JULIÁN.—Gracias. Estoy bien así.

LUIS.—Yo, con su permiso…

(Inicia la marcha.)

JULIÁN.—No se marche por mí, se lo ruego.

LUIS.—Enrique vendrá en seguida… Yo soy… un invitado.

JULIÁN.—Encantado. Julián Vivar, para servirle. Un viejo amigo de Enrique.

LUIS.—¡Ya lo creo! Aquí le recuerdan a usted con frecuencia. Y es curioso que nunca nos hayan presentado. Yo también soy un viejo amigo del matrimonio.

JULIÁN.—Sin embargo, creo reconocerle…

LUIS.—(Halagado) Mi cara empezaba a ser popular hace un año. Mi nombre es Luis Bertol.

JULIÁN.—¿El músico?

LUIS.—Es muy agradable comprobar que a uno se le recuerda todavía.

JULIÁN.—(Acercándose para estrechar su mano.) ¿Y cómo no? Además, que a mí me gustan mucho sus cosas. El Concierto campestre es admirable…

LUIS.—Muchas gracias.

JULIÁN.—Se lo digo porque lo siento. Yo soy muy claro. Ya ve usted, su Sinfonista madrileña me gusta menos.

(BERNARDO vuelve del jardín.)

LUIS.—Y a mí.

JULIÁN.—¿Lo ve? No hay nada como decir la verdad. De todos modos, es también muy bonita… Conque, Bertol. Figúrese qué alegría encontrarle aquí.

BERNARDO.—El señor dice que haga el favor de esperar un momento; que viene en seguida.

JULIÁN.—Gracias. (BERNARDO sale por la derecha.) Espero que nos dará algún concierto privado a los invitados…

LUIS.—¿Qué invitados?

JULIÁN.—¿No hay invitados?

LUIS.—Yo, solamente.

JULIÁN.—Nunca vine aquí, pero creía que el pazo se llenaba de gente durante el verano.

LUIS.—(Vacilante.) Desde luego… Sólo que este verano… no ha venido nadie.

JULIÁN.—Salvo usted.

LUIS.—(Con una risita.) Y usted.

JULIÁN.—Y yo, que, además, no he sido invitado. (Un silencio. Le mira, indeciso.) Parece que tarda Enrique… Sentiría haber venido a molestar, sin quererlo. (Le mira de reojo. Pausa.) ¿Le gusta la filosofía? Yo soy profesor de filosofía. Si me quedo, se me ocurre que podemos charlar y oír buena música… Estoy cansado de libros y de alumnos; me agradaría divagar con quien quisiera, sin sujeción a programa. Descansar. Pero usted estará aprovechando el verano para componer.

LUIS.—Pues… no. Yo también he venido a descansar.

JULIÁN.—(Cada vez más perplejo.) Espero, entonces, si no le disgusta, oír buena música.

LUIS.—(Con inhábil ironía, tamborileando sobre la repisa de la chimenea.) Yo también quisiera oírla. Pero no suena.

JULIÁN.—(Sin saber a qué carta quedarse.) ¿No?

LUIS.—No.

JULIÁN.—No hay piano, claro.

LUIS.—(Con un suspiro.) Hay uno en el gabinete.

(Un silencio.)

JULIÁN.—Comprendo que no tengo derecho a pedirle que toque. Disculpe.

LUIS.—No es eso.

JULIÁN.—Perdone que le haga una pregunta. No es preciso que se extienda en explicaciones; bastará conque diga sí o no. (Breve pausa.) ¿Debo marcharme? ¿Estorbo?

LUIS.—Creo que eso se lo debe preguntar a Enrique.

JULIÁN.—Permítame que insista. Los dos somos buenos amigos de ellos. Si mi presencia es importuna, usted puede ahorrarle a Enrique la violencia de dármelo a entender. Todos los veranos hay aquí invitados, y ahora no hay nadie. No pregunto la causa. ¿Me marcho?

LUIS.—No sé qué decirle… Enrique es tan especial… A veces creo que le estorbo yo también.

JULIÁN.—(Con una mirada al foro.) Tarda en venir; no hay duda. ¿Qué me aconseja, señor Bertol?

LUIS.—Es muy difícil contestarle… La situación, por el momento, es… algo extraña. Esperamos cosas… (Se detiene.) De todos modos, si no se va a quedar, no necesita saberlo.

JULIÁN.—Entonces me aconseja que me marche.

LUIS.—Yo no digo nada. Parecería, además, egoísmo.

JULIÁN.—(Con aguda mirada.) ¿Egoísmo?

LUIS.—(Frío.) Entiéndame. Yo no tengo la menor idea de si a Enrique le agradará o no su presencia aquí. A mí, desde luego, no me estorba. Si ha creído otra cosa, se equivoca. Él decidirá.

(ENRIQUE, desde la puerta del jardín, los considera un momento.)

ENRIQUE.—(En tono alegre y expansiva; tal vez demasiado alegre y expansivo.) ¡Julián! (Se abrazan.) ¡Qué sorpresa! Susana vendrá en seguida; ha subido por la otra entrada a arreglarse un poco. Siéntate. Pero antes debo presentaros.

JULIÁN.—Ya lo hemos hecho.

LUIS.—Sí. Y yo les dejo a ustedes. Voy un rato al jardín, hasta que oscurezca.

(Una breve inclinación de cabeza. Sale al jardín.)

ENRIQUE.—Vamos, siéntate. (JULIÁN lo hace.) ¿Bebes? ¿O eres abstemio?

JULIÁN.—Mitad y mitad.

ENRIQUE.—(Dirigiéndose al mueble bar, que abre.) Filosófica contestación, naturalmente. ¿Cómo van tus filosofías?

JULIÁN.—No me sirven de mucho. La vida es más fuerte. Pero la cátedra va bien.

ENRIQUE.—¿Whisky con seltz?

JULIÁN.—¿En Galicia?

ENRIQUE.—Precisamente. Para contrarrestar un poco el tono milagroso de estas tierras. ¿Hace?

JULIÁN.—Hace. (Breve pausa.) Me ha dicho Bertol que este verano no tenéis invitados.

ENRIQUE.—Él… y tú.

JULIÁN.—Perdona. Yo no he sido invitado.

ENRIQUE.—(Llevándole la bebida.) Pero hombre, ¿qué quieres decir? Parece mentira que entre nosotros…

JULIÁN.—Mira, Enrique; hablemos claro. Yo he venido porque necesitaba un poco de expansión. Me encuentro con una casa inesperadamente vacía, sin tus criados de Madrid, y cuyo dueño se hace esperar demasiado cuando le anuncian mi visita.

ENRIQUE.—No ha habido tiempo para nada…

JULIÁN.—Y ni siquiera me preguntas el motivo de mi llegada.

ENRIQUE.—Perdona.

JULIÁN.—(Sonriente.) Perdona tú. Ya sabes que es mi modo de ser. Me parece que estorbo y te lo pregunto. ¿Me marcho?

ENRIQUE.—(Pensándolo mientras bebe.) ¡Qué tontería! Te quedas, naturalmente. Así será todo más llevadero.

JULIÁN.—¿A qué te refieres?

ENRIQUE.—… Susana y yo lo pasaremos bien contigo.

JULIÁN.—¿Y Bertol?

ENRIQUE.—¿Es que él te ha dicho algo?

(Pausa.)

JULIÁN.—¿Por qué no me lo cuentas todo? Os ocurre algo, no hay duda. Tal vez yo pueda ayudar.

(Un silencio. Enrique pasea y le mira.)

ENRIQUE.—¿Conoces la historia de Bertol?

JULIÁN.—Sé que es un gran músico… Amigo vuestro desde hace años… Y apenas nada más.

ENRIQUE.—Ya no es un gran músico. No es nada.

JULIÁN.—No comprendo.

ENRIQUE.—Estuvo durante un año en un Sanatorio, con un trastorno mental grave. Salió curado, al parecer. Pero desde entonces… no ha vuelto a trabajar.

JULIÁN.—¿No quiere?

ENRIQUE.—No puede. Y dice…, y esta es su rareza… y la de la casa…, que podría de nuevo si lograse recordar una melodía cuyos papeles ha perdido, y que acababa de componer precisamente cuando cayó enfermo. Lo curioso es que los especialistas dicen que puede estar en lo cierto. Y ahora viene lo más difícil… Casi me alegro de tu llegada. Yo hago lo posible por conservar el buen sentido, pero en este país de brujas y consejas no es fácil. Porque en la playa hay una gruta que el pueblo entero visita… Dicen que allí oyen voces.

JULIÁN.—No comprendo nada.

ENRIQUE.—¡Lo difícil no es eso! Lo de la gruta es un fenómeno acústico natural y está estudiado.

JULIÁN.—Habrá que visitarla.

ENRIQUE.—(Sonriente.) Si tú quieres… Pero en casa tenemos algo mejor. (Pausa.) ¿Sabes lo que es un arpa eólica?

JULIÁN.—¿Cómo dices?

ENRIQUE.—Un arpa eólica.

JULIÁN.—Así, de pronto… Un arpa que toque Eolo, el dios del viento.

ENRIQUE.—No improvises. Muchísima gente culta lo ignora. Y, sin embargo, existen. Yo mismo he visto una en el parque de una finca de Escocia. Parece ser que en Escocía hay varias… Tenemos aquí una. Es un extraño artefacto de madera, cuya embocadura mira al poniente… ¿Comprendes?

JULIÁN.—No del todo.

ENRIQUE.—La gruta de las voces también mira al poniente. Bertol ya no puede componer, pero todo lo relacionado con el mundo de los sonidos carece para él de secretos… La proximidad de la gruta le hizo suponer que el sitio debía de ser adecuado. Él ha construido el arpa, y dice que es perfecta, con un sistema de cuerdas más completo que los habituales… Las necesarias para tocar, íntegra, una sencilla melodía. La suya.

JULIÁN.—¿Intenta tocarla?

ENRIQUE.—Las arpas eólicas tocan solas.

JULIÁN.—¿Qué?

ENRIQUE.—(Riendo.) Sí, hombre. Los antiguos creían que lo hacía el viento… Bertol dice que se debe a un estado especial de la atmósfera herida por el sol cuando está en el horizonte… Entonces, y no todos los días, las cuerdas vibran y emiten sonidos que… llegan a parecerse bastante a una tosca música. Y la gruta es una especie de arpa natural, cuyas cuerdas son las irregularidades de la roca. Por eso suena, como suena también en Escocia la gruta de Fingal.

JULIÁN.—¡Es prodigioso!

ENRIQUE.—(Seco.) No pierdas tú también la cabeza, porque ahora viene lo tremendo. Bertol espera que el arpa toque, una tarde, la melodía olvidada.

JULIÁN.—¿Sola?

ENRIQUE.—Sola.

JULIÁN.—¿Un milagro?

ENRIQUE.—Digamos una señal. La señal de que su labor creadora debe reanudarse. Sin embargo, no está loco, te lo aseguro. ¡Bien quisiera, él mismo, no creer en semejante absurdo!

JULIÁN.—Pero cree.

ENRIQUE.—Quiere creer… porque no logra recordar la melodía. En el fondo está desesperado. Y cuando ya no hay nada que esperar…, se espera el milagro. (Pausa.) ¿Sonríes?

JULIÁN.—Pensaba en lo lleno que está el mundo de coincidencias. En cómo todos esperamos algo… Ya ves: yo vine aquí a esperar también… otra cosa. Aunque yo no necesito señales, porque para mí todo es señal. De todos modos, la señal que esperáis…

ENRIQUE.—Yo no la espero, Julián.

JULIÁN.—¿Estás seguro?

ENRIQUE.—¡Bromeas!

JULIÁN.—No. Tú eres el dueño aquí, y no sólo tienes al músico contigo, sino que le permites instalar el arpa. ¿Por qué?

ENRIQUE.—(Trivial.) Un arpa eólica siempre es divertida…

JULIÁN.—No en este caso.

ENRIQUE.—(Grave.) Tienes razón. Lo he hecho por piedad.

Luis fue un gran amigo nuestro. No tiene dónde ir. Le hemos recogido aquí, esperando que el campo le sentaría bien. Me abstuve de invitados por eso. ¿Otro whisky?

JULIÁN.—Aún me queda un poco. (Bebe. Sonríe.) No me contagiaré de brujerías, pierde cuidado. Pero creo en la oculta razón de las coincidencias…, y tú has provocado una.

ENRIQUE.—¿Yo?

JULIÁN.—Sí. Porque me ofreces whisky para contrarrestar los misterios de Galicia y del arpa eólica…, y el whisky es escocés. Es del sitio donde has visto arpas eólicas y donde está la gruta de Fingal, ese arpa gigantesca.

ENRIQUE.—(Perplejo.) Diablo…

JULIÁN.—(Se levanta, riendo, y le da una palmada en la espalda.) En el mundo todo es señal, amigo mío. El azar no existe.

(BERNARDO aparece furtivamente por la derecha.)

BERNARDO.—¿Ha llamado usted?

ENRIQUE.—No.

BERNARDO.—Nos había parecido…

ENRIQUE.—De todos modos, llega a tiempo. Coja la maleta del señor Vivar y llévela al cuarto de la galería.

BERNARDO.—Sí, señor. (Va hacia el foro y se detiene.) Creo que… hay cartas en el buzón.

ENRIQUE.—(Con ligera ansiedad.) Es verdad, no me acordaba. (Le da una llavecita.) Tráigalas antes.

BERNARDO.—Sí, señor.

(Sale presuroso.)

ENRIQUE.—Muy raros están éstos. No sé por qué les preocupa tanto el correo…

(Se acerca al foro para mirar.)

JULIÁN.—Noticias de algún pariente.

ENRIQUE.—(Denegando.) No tienen a nadie. (A BERNARDO.) Vamos, dese prisa.

BERNARDO.—(Reapareciendo.) Sí, señor. Iba a coger la bandeja.

ENRIQUE.—(Cogiéndole las cartas.) Déjese de bandejas. (Avanza, repasándolas, mientras Bernardo intenta mirarlas por encima de su hombro.) ¿Qué espera?

BERNARDO.—Nada, señor.

ENRIQUE.—Haga lo que le he dicho. (BERNARDO va a salir.) Devuélvame la llave del buzón.

BERNARDO.—Sí, señor.

(Lo hace y sale por el foro.)

ENRIQUE.—(Levemente nervioso.) ¿Me permites?

JULIÁN.—Claro que sí. (ENRIQUE no tarda en escoger una carta, que abre rápido y lee, mientras JULIÁN, fingiendo ojear una revista, le observa. Un gran silencio. Se la guarda despacio y va a servirse otro vaso.) ¿Malas noticias?

ENRIQUE.—No.

JULIÁN.—Como no has visto las otras…

ENRIQUE.—No tienen importancia. Ni ésta tampoco. Es de un antiguo amigo… Por eso la he guardado.

(Sonríe inhábilmente. Bebe. SUSANA aparece por la segunda izquierda con otro traje.)

SUSANA.—(Sonriente.) Bien venido, Julián.

JULIÁN.—¡Susana! (Besando su mano.) Tan hermosa como siempre. Aquí me tienes, dispuesto a abusar de vuestra hospitalidad.

SUSANA.—¿Te quedas?

JULIÁN.—Si me lo permitís. El segundo invitado.

SUSANA.—Es verdad, porque tenemos otro… Habrá que explicarte.

ENRIQUE.—Ya lo he hecho yo.

SUSANA.—¿Todo?

ENRIQUE.—¿Por qué no? Julián es un buen amigo.

SUSANA.—Entonces, sabrás hacerte cargo. Esto es ahora un poco triste. Por eso me alegro más de tu llegada. ¿Por qué no te has traído a tu mujer? Lo hubiéramos pasado muy bien… ¿Cómo está?

JULIÁN.—(Pálido) ¿Mi mujer?

ENRIQUE.—¿Le ocurre algo?

JULIÁN.—(Triste) ¿No sabéis hada?

SUSANA.—Hemos estado todo el invierno fuera… ¡No me asustes! No será nada, ¿verdad?

(Pausa.)

JULIÁN.—Nada… Que ya no está conmigo.

SUSANA.—¿Qué?

JULIÁN.—Creí que lo sabíais. (A ENRIQUE.) Supuse que no me preguntabas por delicadeza. He venido por eso… Necesitaba un poco de esparcimiento y de compañía… La soledad pesa, a veces… (Bajando la cabeza.) Me ha abandonado.

SUSANA.—¿Sabes dónde se encuentra?

JULIÁN.—Sí.

ENRIQUE.—¿Está… sola?

JULIÁN.—No.

(Un silencio.)

SUSANA.—(Acercándose para ponerle, tierna, una mano en el hombro.) Julián…

JULIÁN.—No, Susana. Gracias. No es menester piedad. Acaso yo la aburría. Tal vez no debí casarme; sacrificar sus veinte inexpertos años a mi tranquila madurez de hombre sencillo…

(ENRIQUE, suspirando, ha ido a preparar otros whiskys.)

SUSANA.—¿Qué podría decirte? Como mujer, casi me siento culpable ante tus ojos…

JULIÁN.—Calla, por favor. No hablemos de culpas. No sé dónde están ni quién las tiene. ¡Y no deseo volver a hablar de esto! Disculpad mi presencia y olvidadlo todo.

ENRIQUE.—(Dándole un vaso.) Toma.

Julián. (Cogiéndolo mecánicamente.) Gracias.

(Se sienta y bebe. SUSANA, indecisa, se acerca a las cartas, mirándole de reojo.)

ENRIQUE.—(A SUSANA.) ¿Quieres tú?

SUSANA.—No, gracias. (Breve pausa.) No has abierto el correo…

ENRIQUE.—No tiene interés.

SUSANA.—Las tres son para ti.

ENRIQUE.—Ábrelas si quieres.

SUSANA.—De Antúnez… Te ofrece el proyecto del bloque de casas nuevo. (ENRIQUE se encoge de hombros.) Ésta es de la Constructora del Canal… También te piden que trabajes… Y, además… No entiendo.

ENRIQUE.—¿Qué?

SUSANA.—Una frase rara.

ENRIQUE.—(Avanzando.) A ver, déjame.

SUSANA.—Espera. Dice: «Antúnez nos ha dado cuenta de sus posibles intenciones nuevas, y por ello creemos un elemental deber por nuestra parte, y lo hacemos con sumo placer, solicitar de usted sus servicios de ingeniero.» ¿A qué intenciones tuyas se refieren?

ENRIQUE.—(Vacilante.) Son figuraciones de Antúnez. (SUSANA se dispone a abrir la tercera carta.) Susana.

SUSANA.—¿Qué?

ENRIQUE.—Nada. Abre, ábrela. ¿Qué dice?

SUSANA.—De los Ugalde. Que lo pasan muy bien en San Sebastián; pero que si pueden venir aquí, como el verano último.

ENRIQUE.—(Respirando.) Idiotas. Si no se les ha dicho nada, es que no pueden.

JULIÁN.—¿Trabajas?

ENRIQUE.—¿Lo dices por las cartas? No. Ya sabes que no ejerzo mi carrera. No lo necesitamos. (A SUSANA.) Trae. Me las llevo al despacho.

(Las coge y se dispone a salir por la primera izquierda.)

SUSANA.—Oye, Enrique… ¿Y si aceptaras lo de la Constructora?

ENRIQUE.—(Irónico.) No tendría tiempo de adorarte, amor mío.

(Sale.)

JULIÁN.—¿Te gustaría que aceptase?

SUSANA.—Creo que le conviene. La inacción le deprime.

JULIÁN.—¿De veras?

SUSANA.—Se aburre… y está nervioso. Se encierra con frecuencia en el despacho y conferencia con Madrid. Yo le he dicho que, si quiere, nos volvemos. Pero no quiere. Haz lo posible por distraerle.

JULIÁN.—Descuida.

SUSANA.—Vienes a tiempo, porque con Bertol no se entiende. Contigo será distinto; podrá despotricar contra Luis y su señal… (Sonriente.) Porque tú tampoco creerás en eso, ¿verdad?

JULIÁN.—¿Y tú?

(Pausa. SUSANA va hacia la ventana y mira.)

SUSANA.—Yo soy mujer. Y tengo miedo… En esta extraña tierra sólo se habla de «meigas» y de la «santa compaña», y de viejas historias de cementerios aldeanos… (Está ensimismada. Bruscamente.) El sol se pone. Mira.

JULIÁN.—¿Y eso te asusta?

(Se levanta.)

SUSANA.—(Tratando de sonreír.) Un poquito. Es el momento en que el arpa puede sonar…

JULIÁN.—¿La señal?

SUSANA.—No digo eso. Otras tardes ha sonado. Sé que es natural, pero… impresiona. Y yo me pongo muy nerviosa, ¿sabes? No creo que suene hoy. No hay que asustarse.

JULIÁN.—(Risueño.) No lo hagas.

SUSANA.—(Cada vez más alterada.) Voy a subir un momento, a mi habitación. ¿Me perdonas? Puedes, si quieres, entrar al despacho con Enrique…

JULIÁN.—Bien, mujer.

SUSANA.—Gracias. Hasta ahora.

(Sale rápida, por la segunda izquierda. JULIÁN se acerca al ventanal y mira al jardín. Saca un cigarrillo. Con un encogimiento de hombros, se encamina hacia el despacho, pero se detiene al ver que por la derecha, presurosos, entran ROSENDA y BERNARDO y se dirigen al foro.)

BERNARDO.—(Intentando retener a su mujer.) ¡Te he dicho que por aquí, no!

ROSENDA.—¡Estábamos más cerca!

(Se detienen al ver a JULIÁN.)

BERNARDO.—Usted disimule. Vamos un momento a…

ROSENDA.—Ahí, a… un avío…

BERNARDO.—Así que, con su permiso…

ROSENDA.—(Tirando de él.) Corre.

(Salen rápidos por la puerta del jardín, ante el asombro de JULIÁN. ENRIQUE sale del despacho.)

ENRIQUE.—Creí que entrarías.

JULIÁN.—Iba a hacerlo. Parece ser que estamos en el momento justo del milagro.

ENRIQUE.—¿Ya lo llamas así?

JULIÁN.—(Suave.) Lo llamo así porque todo es milagro. Lo es la simple existencia de las cosas. Un milagro es la planta que crece, aunque no dé flores extrañas, y el arpa y la gruta de las voces, aunque creamos saber por qué suenan… Un milagro es el hijo que se concibe, y nace, y se hace hombre.

ENRIQUE.—Pues si son milagros, no me gustan.

JULIÁN.—No es menester que lo digas. No tenéis hijos… ¿No los habéis querido?

ENRIQUE.—Exacto.

(Mira vagamente al cielo, en son de escucha.)

JULIÁN.—Matrimonio a la moderna, ¿no? El dinero sobra; los hijos pueden ser un estorbo para las diversiones.

ENRIQUE.—(Tratando de escuchar otra vez.) Exacto.

JULIÁN.—Sin embargo, no parecéis ser muy felices…

ENRIQUE.—¡Tontería! Soy completamente feliz.

JULIÁN.—¿Sí? ¿A pesar de tu inquietud, a pesar de esa carta que has guardado, a pesar de la tristeza que advierto en tu mujer…? (ENRIQUE le mira, molesto.) Te conozco hace tiempo, y no me puedes engañar. No eres feliz. Y esta hora te angustia como a los demás de la casa.

ENRIQUE.—¡Mentira!

JULIÁN.—Te angustia. Has tratado de escuchar dos veces si, sonaba el arpa.

ENRIQUE.—(Irónico.) Vamos. Te han contagiado ya y quieres atribuirme a mí lo que tú sientes… Pues bien: te gustará este juego… (Se sienta, de espaldas al jardín.) A mí me aburre profundamente.

JULIÁN.—Quiero creerlo. Tendrías que tener unos nervios de hierro, si no. Sobre todo, con la presencia de Bertol aquí.

ENRIQUE.—La aguanto perfectamente.

JULIÁN.—¿Por piedad?

ENRIQUE.—Sí.

JULIÁN.—Una extraña piedad… Desagradable para Susana, supongo.

ENRIQUE.—¿Por qué?

(Gran pausa. JULIÁN se acerca a ENRIQUE y le pone una mano en el hombro.)

JULIÁN.—Somos muchos los que sabemos que antes de vuestro matrimonio fue novio de tu mujer.

(Pausa.)

ENRIQUE.—Creí que no lo sabías. La ruptura fue la causa de su locura y de su ruina. No puedo evitar el sentirme parcialmente culpable… Por compensarle en lo que pudiera, le traje aquí. A Susana no le estorba. Aquello pasó. Y tampoco él la ama. (Pausa.) Calla… No.

JULIÁN.—No. No se oye nada.

(Va hacia el ventanal.)

ENRIQUE.—(Ríe.) Tienes razón… Este es el momento extraño de la casa, y me fastidia un poco. Porque es el momento en que me dejan solo. Hay gente en el jardín, ¿verdad?

JULIÁN.—(Mirando.) Sí.

ENRIQUE.—Antes me divertía mirarlos; pero ya no lo hago. Me lo sé de memoria. ¡Un grupo de estúpidos esperando su señal! Puedes observarlo, y hasta participar en él, si quieres. Luis está al fondo del jardín, contra la tapia, mirando, obsesivamente a la solana. Los criados deben haber llegado ya, ¿no?

JULIA.—Sí.

ENRIQUE.—(Desdeñoso.) Entran siempre por la puerta trasera. Por aquí nunca pasan, porque saben que yo estoy en el despacho. (JULIÁN inicia un leve gesto de rectificación.) Primero permanecen junto a la puerta, anhelantes, mirando al sol que se pone. Después se acercan a Luis, poco a poco, y aguardan a su lado. ¿Se ha formado ya el grupo?

JULIÁN.—Sí.

ENRIQUE.—Y, mientras tanto mi mujer se encierra a esta hora, todos los días, en su cuarto, asaltada de no sé qué pueril zozobra. (Transición.) Pero el sol se ha puesto ya, y el aire estará hoy demasiado húmedo para que suene el arpa. Es igual; aunque sonase, no sería la melodía… Ahora volverán todos cabizbajos. Los criados se irán a la cocina; Luis entrará aquí, como si no hubiese aguardado nada, y mi mujer se hará de nuevo visible. (Pausa.) ¿Equivoqué algo?

JULIÁN.—Un sólo detalle.

ENRIQUE.—(Risueño) ¿Y es?

JULIÁN.—(Con una ojeada al jardín.) Los criados están bastante separados… del grupo.

ENRIQUE.—¿Del grupo?

JULIÁN.—Sí. Del grupo que forman, en el fondo del jardín, él, esperando…, y tu mujer, a su lado.

(ENRIQUE se levanta y le mira, con la faz desencajada.)

TELÓN