ACTO SEGUNDO
Momentos después de caer el telón del primer acto vuelve a alzarse sobre el escenario oscuro. La luz entra despacio hasta iluminar vivamente el primer término. Dos cortinas negras penden ahora tras los peldaños.
(ELÍAS y GILBERTO, sentados en los peldaños, aguardan. A poco se oyen garrotes; los dos ciegos levantan la cabeza. Emparejados, entran por la izquierda NAZARIO y LUCAS.)
ELÍAS.—Estamos aquí, hermanos.
NAZARIO.—¿Todos?
ELÍAS.—Gilberto y yo. (Tanteando los peldaños con sus garrotes, NAZARIO y LUCAS se sientan a su vez. Una pausa.) ¿Estáis tranquilos?
NAZARIO.—¿Y tú?
ELÍAS.—Yo tengo miedo.
NAZARIO.—¡A mí poco me importa! En oliendo a mujer…
ELÍAS.—Pero de oler no pasas.
NAZARIO.—Ya hablaremos cuando se abra la feria. Catalina no me peta; es sosa. Y a Adriana no hay quien le hinque el diente. (Ríe, misterioso.) Como no sea el pequeño, que bien que lo mima. ¡Los caprichos de las hembras! Las hay que gustan de niños más que de hombres.
ELÍAS.—Pero es buena mujer.
NAZARIO.—Todas son buenas para lo que yo me sé.
(Pausa.)
ELÍAS.—¿Cuántos días hemos ensayado al fin?
NAZARIO.—Ya serán nueve.
LUCAS.—No. Diez.
ELÍAS.—Diez. Y con el ensayo que hagamos hoy en la barraca, once. Poco es.
LUCAS.—Muy poco.
ELÍAS.—¿Qué tal lo hacemos, Lucas? Tú sabes…
LUCAS.—Yo ya no entiendo.
(Pausa.)
GILBERTO.—¿Y por qué abren hoy la feria de San Ovidio?
NAZARIO.—¡Porque hoy es San Ovidio, chorlito!
GILBERTO.—¿Y qué?
NAZARIO.—¡Que te aspen!
ELÍAS.—Ya vienen los otros.
LUCAS.—Sólo es un garrote.
ELÍAS.—Pero dos personas.
NAZARIO.—Entonces, la señora Adriana y Donato. ¡Con su pan se la coma!
(Se acerca un garrote. Entran por la derecha ADRIANA, de calle, y DONATO, de su brazo. ADRIANA trae mala cara.)
ADRIANA.—Ya estamos aquí.
(Los ciegos vuelven la cabeza hacia ella.)
DONATO.—¿Están los demás?
ADRIANA.—Sí. Siéntate, Donato.
(Lo conduce. DONATO se sienta.)
DONATO.—¿Vos no?
ADRIANA.—También.
(Va hacia la izquierda para mirar, intranquila.)
GILBERTO.—¡A mi lado, señora Adriana!
NAZARIO.—¡Calla, chorlito! Aquí a mi lado, señora.
DONATO.—(Se levanta.) Pero ¿por qué nos sentamos?
NAZARIO.—¿Ya te picó el tábano?
DONATO.—Lo digo porque si estamos ya todos…
ADRIANA.—Falta uno.
GILBERTO.—A mi lado, señora Adriana. Contadnos un cuento.
ADRIANA.—Me sentaré en medio.
(Lo hace.)
DONATO.—¿Quién falta?
ADRIANA.—David.
(DONATO se vuelve a sentar.)
LUCAS.—Hoy no comió en el figón.
(ADRIANA atiende con gran interés.)
ELÍAS.—Tampoco quería que llevasen su violín a la barraca con los nuestros.
NAZARIO.—Ah, ¿no?
ELÍAS.—Yo estaba presente. El señor Valindin llegó a enfadarse. Le ha dicho que mientras trabajemos para él ha de evitar que a alguno se le antoje tocar por las calles.
LUCAS.—Y tiene razón.
NAZARIO.—¿Y por qué no ha venido a comer?
GILBERTO.—(En su mundo.) Señora Adriana…
(Mas ella no le atiende, pendiente de lo que hablan.)
NAZARIO.—¿Lo sabes tú, Donato?
DONATO.—Yo no sé… A veces se va solo, o con amigos que yo no conozco… O con alguna mujer.
ELÍAS.—[Pero vendrá. ¿Eh, Donato?] ¡No irá a fastidiarnos ahora!
(En el rostro de ADRIANA se dibuja una ardiente esperanza.)
NAZARIO.—¡Si no viene, lo reviento! Con lo que hemos sudado estos días…
DONATO.—[¿Qué estáis hablando?] ¿No accedió a ensayar como decía el señor Lefranc? Pues vendrá.
(El rostro de ADRIANA se nubla.)
ELÍAS.—¡Hum!… Tú siempre lo defiendes.
(Un silencio. ADRIANA mira a ambos lados con temor.)
GILBERTO.—Señora Adriana… ¿Por qué nos midieron la cabeza y el cuerpo?
ADRIANA.—Para los vestidos.
GILBERTO.—(Alegre.) ¿Serán lindos?
ADRIANA.—(Turbada.) Sí.
GILBERTO.—¡Pero el mío será el más lindo de todos!
ADRIANA.—Sí.
DONATO.—¿Qué tal efecto hacemos en la tribuna, señora Adriana?
ADRIANA.—(Que sufre.) Bueno.
ELÍAS.—Con las ropas será mejor.
DONATO.—¿Subimos y bajamos bien? ¿No vacila nadie?
ADRIANA.—Nadie.
GILBERTO.—Yo me encaramo a mi pájaro como si fuese el catre del Hospicio. Señora Adriana, ¿verdad que han hecho el pájaro porque yo soy el pajarillo? Éstos no quieren creerlo…
ADRIANA.—Quizá sea como tú dices.
NAZARIO.—Pero ¿cómo diablos es ese pájaro?
GILBERTO.—¡Ya te lo he dicho! Un pájaro de gran cola para subir al cielo.
NAZARIO.—¡Que te aspen!
ELÍAS.—Señora Adriana, no nos engañéis. ¿Qué tal lo hacemos?
ADRIANA.—(Con los ojos húmedos.) Muy bien…
DONATO.—(Con ansia.) ¿Le agradaremos al público?
ELÍAS.—¿Nos admirarán?
ADRIANA.—Sí, hijos.
(Esconde el rostro entre las manos.)
DONATO.—Si pudiera ser…
ELÍAS.—Lo será.
NAZARIO.—¡Lo será, diablos!
GILBERTO.—Y entonces la señora Adriana nos contará los más lindos cuentos. A mí me ha contado cuentos muy lindos…
NAZARIO.—(Inquieto, aguza el oído entretanto.) David tarda…
(Ella levanta la cabeza y lo mira. Luego mira a ambos lados.)
GILBERTO.—Muy lindos.
ELÍAS.—¡Calla, pajarillo!
GILBERTO.—¡No quiero! ¡Un cuento, señora Adriana, un cuento!
ADRIANA.—Ahora no puede ser.
GILBERTO.—(Lloriquea.) ¡Sí que puede ser, sí que puede ser!
NAZARIO.—(Da un golpe con su garrote.) ¡Ea, contadle su cuento! A todos nos vendrá bien.
ADRIANA.—(Pone su mano en el hombro de ELÍAS.) ¿Estáis inquietos?
ELÍAS.—Algo.
ADRIANA.—Bueno… Si lo queréis, os lo contaré…
(Con una exclamación de alegría, GILBERTO bate palmas.)
NAZARIO.—¡Que sea muy lindo!
ELÍAS.—Calla.
GILBERTO.—¡Chist!… ¡Callad!
(Se pone el dedo en los labios. Un silencio. ADRIANA los mira dolorosamente.)
ADRIANA.—Había una vez una aldeana muy pobre que quería y no quería…
GILBERTO.—¡Muy pobre y muy linda!
DONATO.—¡Calla tú ahora!
ADRIANA.—Es cierto. Me olvidaba. Había una vez una aldeana muy pobre y muy linda que quería y no quería. Querer y no querer es buena cosa si se sabe acertar. Pero la aldeanita no sabía. ¿Sabéis lo que quería?
GILBERTO.—¿Qué quería? (Se acerca un garrote. ADRIANA se yergue y mira hacia la derecha, demudada.) ¿Qué quería, señora Adriana? ¿Qué quería?
(ADRIANA se levanta.)
DONATO.—¡Ya viene David!
(DAVID entra por la derecha. ADRIANA lo ve llegar con profunda decepción e inclina la cabeza.)
NAZARIO.—Aquí estamos, David. Mucho has tardado.
DAVID.—He paseado.
GILBERTO.—¡Acabad el cuento, señora Adriana!
ADRIANA.—Hay que ir a la feria.
GILBERTO.—¡Acabad! Era un cuento muy lindo, David. Había una vez una aldeanita sin dinero que quería… (Vacila.) venir a París… ¿Es así, señora Adriana?
ADRIANA.—Otro día.
DAVID.—Yo sé cómo sigue. Vino a París con la gente de las ferias y al rey le pareció tan linda, tan linda, que la hizo condesa. La llamaban la Du Barry.
(ADRIANA lo mira, descompuesta. La ruidosa carcajada de NAZARIO rompe el silencio.)
NAZARIO.—¡Este David!… (Se levanta.)
ELÍAS.—(Se levanta, dando un golpecito a GILBERTO.) Vamos a la barraca.
LUCAS.—Id vos delante con Donato, señora Adriana.
(Los ciegos se levantan. ADRIANA se acerca a DONATO y le toma del brazo. Lo conduce.)
DONATO.—(Se detiene.) ¿Vienes, David?
DAVID.—Puedo ir solo.
DONATO.—¿Dónde has estado, David?
(Los ciegos, que iniciaban la marcha, se detienen para escuchar.)
DAVID.—He ido a preguntarle a un amigo estudiante… el significado de algunos pájaros.
ADRIANA.—Vamos.
(Tira de DONATO y sale por la izquierda. Los ciegos salen tras ellos. DAVID sale el último. Las cortinas negras se descorren al tiempo y nos muestran el interior de la barraca, donde crece la luz. En el primer término de su lateral izquierdo y junto a los peldaños, una tosca mesa de madera rodeada de cuatro sillas. En el derecho, dos livianas mesitas de patas curvadas y taraceadas, con dos sillas cada una. Otras mesas se pierden por los laterales. Del techo pende una araña de cobre con las velas apagadas. En el centro y al fondo muéstrase la tribuna de madera que ha de ocupar la orquestina. Tiene cerca de dos metros de altura y unos tres de ancho en total. En su extremo derecho, la breve plataforma donde se entronizará el cantor es más elevada y pasa de los dos metros de altura. La plataforma se encuentra separada del resto de la tribuna por una escalerilla frontal de acceso que penetra en el cuerpo de ésta y desde cuyo extremo superior se baja hacia la izquierda, mediante escalones invisibles, a los asientos de los ejecutantes; y, hacia la derecha, se sube por un par de escalones al trono del cantor. Los puestos de los ejecutantes se disponen en dos niveles: en el primero y más bajo se situarán dos violinistas a los que, de pie, les oculta las piernas el frente de la tribuna, y al sentarse, lo hacen sobre el segundo nivel, que es el mismo en que termina la escalerilla de acceso. Detrás de los dos primeros violinistas y sobre ese segundo nivel, se sitúan los otros dos violines y el violoncello, que pueden a su vez sentarse sobre un banco corrido allí adosado. Sobre el borde de la tribuna asoman dos atriles con partituras abiertas; junto a cada uno de ellos hay una palmatoria. Los violines descansan ahora sobre los asientos; el violoncello está apoyado contra la plataforma del cantor. Ésta es larga de fondo y estrecha de frente. El trono que sostiene es la nota más llamativa del conjunto: consiste en un tosco pavo real de pintada madera con la cola desplegada, cuyo triple abanico de plumas verdes y ojos innumerables dibuja un enorme óvalo de más de metro y medio de alto, que es, a su modo, el respaldo del trono. Sobre los lomos del estilizado pavo real, a cuyo cuello se fijó asimismo un atril, se sentará el cantor. La tribuna está pintada de claros colores, con presuntuosos filetes de purpurina. VALINDIN, impaciente, se pasea en chupa y mira su reloj; junto a las mesitas de la derecha corrige la posición de una silla.)
VALINDIN.—¡Catalina! ¿Y esa copa?
CATALINA (Voz de).—Ya va, señor.
(Aparece presurosa por el lateral derecho trayendo una bandeja con botella y copa.)
VALINDIN.—(Por la izquierda.) Ponla en esa mesa.
CATALINA.—Sí, señor.
VALINDIN.—Con calma, ¿eh? Sin romper nada.
CATALINA.—(Le tiemblan las manos.) ¡No me lo digáis, señor! ¡Es peor!
(Deposita la bandeja.)
VALINDIN.—Bueno… [Ya verás lo bien que lo haces.] Vamos al último ensayito y te envío a un recado. Empieza.
CATALINA.—¿Ya?
VALINDIN.—¡Claro!
CATALINA.—(Se dirige a un cliente imaginario.) ¿El señor desea nuestro café aromático? [Es el mejor de París, caballero.] Nos lo traen directamente de las Indias… ¿Prefiere el señor una copa de Borgoña?
VALINDIN.—Una botella.
CATALINA.—Sí. ¿El señor prefiere una botella de Borgoña?
(Le mira.)
VALINDIN.—Sirve la copa.
CATALINA.—(Mientras llena la copa.) Vuestro Borgoña, caballero. Es un Borgoña delicioso; nuestro proveedor es el que sirve al señor duque…
VALINDIN.—¡A su excelencia!
CATALINA.—A su excelencia el señor duque de Richelieu…
VALINDIN.—Perfecto. [Conmigo prosperarás, yo te lo fío.] Si te piden otro vino es lo mismo, ya sabes: nuestro proveedor es el de su excelencia.
(Toma la copa y bebe.)
CATALINA.—Sí, señor.
VALINDIN.—Ahora escucha. Vas a ir al palacio del señor barón de la Tournelle…
CATALINA.—Ya fui esta mañana. Está en Versalles.
VALINDIN.—¡Por si ha vuelto! Le dices a quien te abra que el señor Valindin solicita respetuosamente del señor barón respuesta a su billete de esta mañana. Que si el señor barón se decidiese a concederme el honor de su presencia, cuidaré de no abrir el café hasta su llegada. ¿Lo has entendido?
CATALINA.—Sí, señor. ¿Lo ensayo también?
VALINDIN.—¡Ya te estás perdiendo de vista! (CATALINA va a recoger la bandeja.) Y deja eso ahí. (CATALINA corre a recoger su manteleta tras la tribuna. VALINDIN apura la copa y vuelve a mirar su reloj.) ¡Y Adriana sin traer a esos bribones!
(CATALINA corre al lateral izquierdo para salir.)
CATALINA.—Aquí llegan, señor.
(Sale. VALINDIN va al lateral.)
VALINDIN.—¡Ya era hora! (Vuelve al centro, seguido de ADRIANA y los seis ciegos.) ¿Por qué tan tarde?
DAVID.—Porque…
ADRIANA.—(Le interrumpe.) Porque… me retrasé yo.
(DAVID tuerce el gesto.)
VALINDIN.—¡Pues no es día de retrasos! Pero no quiero reñir a nadie; no hay tiempo. ¡Atended bien todos! (Los ciegos se le enfrentan en hilera. ADRIANA va al lateral derecho para dejar su manteleta y vuelve a poco.) Ya conocéis el café. Todo está igual que cuando vinisteis a aprenderos la tribuna donde vais a tocar, salvo que hoy se han puesto las mesas y las sillas, que llegan por vuestra derecha hasta la puerta y por vuestra izquierda hasta la bodega y la cocina. Después del ensayo podréis recorrerlas cuanto queráis. Ahora vamos a lo que importa… (Calla un instante, observándolos.) Estoy muy contento de vosotros. París entero hablará de vuestro gran mérito, no lo dudéis. Pero es menester añadir al espectáculo sus últimos detalles: los trajes y los movimientos… No olvidéis que dentro de tres horas, a las cinco en punto, se abre la feria [y os presentáis ante el público más exigente del mundo]. De vuestra aplicación al ensayo de esta tarde, [no vacilo en afirmarlo,] depende el éxito. Vuestros instrumentos están ya en los asientos. Ahora habréis de aprender a tomarlos de vuestros sitios, vestidos y sin tropezar. Recoge los garrotes, Adriana. Y trae la ropa. (ADRIANA les va tomando los cayados.) Deberéis quitaros las casacas: las túnicas son largas.
(ADRIANA va tras la tribuna para dejar los cayados.)
LUCAS.—¿Dónde se llevan los garrotes?
ELÍAS.—¿Y las casacas?
VALINDIN.—Perded cuidado. Detrás de la tribuna hay clavos para colgar todo eso. Vamos, fuera las casacas y los sombreros. (Torpemente, los ciegos se van despojando de sus casacas y quedándose en sus míseras camisas.) Traed. Adriana las colgará luego. (Las va tomando y las deja sobre la mesa de la izquierda. ADRIANA volvió ya con un par de túnicas que sacó de un cofre situado a la izquierda de la tribuna.) Tu casaca, David. (DAVID se la quita y VALINDIN va a dejarla, con los sombreros de todos, mientras dice:) ¡Ya está aquí la ropa! Mis buenos luises me ha costado, pero todo me parecía poco para vosotros. Ya podéis cuidármela.
ADRIANA.—La vuestra, Lucas. La vuestra, Elías.
(Les da las togas.)
GILBERTO.—Déjame tocar.
(Palpa la de ELÍAS. DONATO y NAZARIO palpan la de LUCAS.)
VALINDIN.—[Son muy sencillas.] Se abotonan por delante. [Las mangas, amplias.] Ayúdalos, Adriana.
ADRIANA.—Sí.
(LUCAS y ELÍAS se ponen sus togas. ADRIANA les abotona un poco y vuelve corriendo a buscar más ropa.)
GILBERTO.—¿Y la mía?
VALINDIN.—(Sonríe.) Ahora la traen, pájaro. [Ten paciencia.] Cuidad también de no tropezar con los atriles y las palmatorias…
DAVID.—¿Qué atriles?
DONATO.—¿Las palmatorias?
VALINDIN.—Se han puesto hoy… Están en el borde de la tribuna.
DAVID.—No los necesitamos.
VALINDIN.—Componen el cuadro, adornan… Tú eso no lo puedes entender.
GILBERTO.—¿Es igual que éste mi vestido?
VALINDIN.—No, pájaro. Tú llevas manto y corona de rey.
GILBERTO.—¿De rey? (Bate palmas.) ¡Como en las comedias!
(VALINDIN ríe y se interrumpe al ver que DAVID se dirige a la tribuna.)
VALINDIN.—¿Adónde vas, David?
DAVID.—A… la tribuna.
VALINDIN.—Ya la conoces. Ahora subiréis todos.
ADRIANA.—(Que volvió cargada de ropa.) Vuestra ropa, David. (DAVID vuelve. Ella le entrega la toga, que él se viste.) La vuestra, Nazario. La tuya, Donato.
(Se las da. Todos se visten. DAVID se está palpando su toga. Todas son largas, cerradas hasta la garganta, de vivo color azul y brillantes vueltas de raso naranja en el cuello y las mangas.)
VALINDIN.—¡Bravo, hijos! Tenéis un gran porte con esa ropa. ¿Verdad, Adriana? (ADRIANA no responde y vuelve al cofre.) Pero aún será más solemne cuando os pongáis los gorros… son muy altos y vuestra estatura parecerá la de gigantes. (Se frota las manos contemplándolos.) [El espectáculo será bellísimo.]
(Entretanto, DAVID se dirige de nuevo a la tribuna.)
GILBERTO.—(Ansioso.) ¿Y la mía?
ADRIANA.—(Que vuelve.) Aquí está.
VALINDIN.—Primero la túnica. Ven.
GILBERTO.—¡Sí, sí!
(VALINDIN le coloca una túnica corta azul celeste, que se abrocha a la espalda y deja visibles las pantorrillas. Entretanto, ADRIANA deja el manto sobre una silla y sobre una mesa algo que parece una cabellera y un extraño tocado que ostenta dos largas orejas.)
VALINDIN.—¡Tú sí que estarás lindo! Abotónalo, Adriana. Y además llevarás barba.
(Va a recogerla.)
GILBERTO.—¿Barba?
VALINDIN.—(Se vuelve.) ¡Eres rey! (Calla y mira a DAVID.) ¡David, te he dicho que ya subirás con todos! (DAVID ha llegado a la tribuna y pasea su mano sobre los atriles y las palmatorias.) ¡Vuelve aquí!
DAVID.—Las partituras están al revés.
VALINDIN.—(Desconcertado.) ¿Sí?… Luego las volvemos. (Ríe.) ¡O si no, las dejamos así! ¿Eh? (Guiña un ojo a ADRIANA, que baja la cabeza.) ¡Sí, es una idea feliz! ¡Para que el público vea bien que sois muy sabios y no os hacen falta!
GILBERTO.—¿Y mi manto?
VALINDIN.—Aquí lo tienes, pajarillo… (Le pone sobre los hombros el gran manto de púrpura, que abrocha sobre el pecho.) ¡Ahora sí que eres un verdadero rey de cuento!
GILBERTO.—¡De cuento, señora Adriana! (Se lo palpa.) ¡Y es mucho más largo que vuestra ropa! ¡Tocad, tocad! (ELÍAS lo palpa.) ¿Y mi corona?
VALINDIN.—(Ríe.) [Espera, mocito.] Antes hay que cubrir a tus compañeros. Aunque vaya contra el protocolo de su majestad. (Le pone la mano en el hombro y GILBERTO ríe también. ADRIANA fue tras la tribuna y ha vuelto con cinco largos capirotes puntiagudos de leve ala, listados de anchas franjas naranjas y plateadas, que terminan en altos remates ornados de pompones y cintillas. Entretanto, DAVID se acercó a la escalerilla de la tribuna y está subiendo. VALINDIN lo advierte. Empuja con un seco ademán a GILBERTO y va a la tribuna. A su vez, los ciegos atienden.) ¿Qué haces?
DAVID.—Ya lo veis.
(Y sube los escalones laterales para palpar el pavo real.)
VALINDIN.—¡Tu sitio no es ése!
DAVID.—Quiero conocer toda la tribuna. Si tropiezo, he de saber dónde me agarro.
(Palpa, presuroso.)
VALINDIN.—¡Baja! (Después de palpar el cuerpo, DAVID pasea sus manos sobre la gran cola de madera.) ¡No toques ahí! ¡Puedes romper la cola!
GILBERTO.—¿Estás en mi pájaro?
VALINDIN.—(Dispuesto a subir, con un pie en los peldaños.) ¡Te digo que bajes!
DAVID.—No es un pájaro. Es un pavo real.
VALINDIN.—Eso mismo. ¿Y qué?
DAVID.—(Después de un momento.) Nada.
VALINDIN.—¡Ven por tu gorro!
DAVID.—Ya voy.
(Comienza a descender.)
VALINDIN.—Repártelos, Adriana. (ADRIANA los va dando. Todos los palpan.) Acostumbraos a ponéroslos. Es sencillo: las cuerdas de los lados son para atarlos a la barbilla.
(LUCAS se lo pone. ELÍAS y NAZARIO se los encasquetan varias veces para probar.)
DONATO.—¿No es muy alto?
VALINDIN.—Pero muy firme. No se caerá.
(DAVID volvió al grupo bajo la suspicaz mirada de VALINDIN. ADRIANA va a su lado.)
ADRIANA.—Vuestro gorro, David.
(DAVID lo toma y lo palpa.)
DAVID.—¿No es más bella la cabeza descubierta?
VALINDIN.—¿Qué sabes tú? Tú no ves. Con los gorros parecéis astrólogos, sabios… Músicos… de la Antigüedad. Justo: músicos de la orquesta del rey Gilberto. ¡Vamos contigo, Gilberto! Primero la barba…
(Va a tomarla.)
DAVID.—¿Por qué una barba?
VALINDIN.—(Quemado.) ¡Porque es el rey! ¡Y ponte tu gorro! Sólo faltas tú. (DAVID vacila pero se pone el gorro.) Pon atención, pajarillo. La barba se sujeta a las orejas con estas dos cuerdecitas. Así. (Se la pone. Es una grotesca barba rubia de guardarropía en forma de pala. GILBERTO se la toca.) ¡Toca, toca! Eres la estampa de un monarca griego.
DAVID.—¿Griego?
VALINDIN.—Es un decir.
(Le hace a ADRIANA una singular seña: una «O» con los dedos sobre un ojo. ADRIANA suspira y va tras la tribuna, de donde vuelve a poco con una cajita que deja sobre la mesa de la izquierda.)
GILBERTO.—(Entretanto.) ¡Y ahora, mi corona!
VALINDIN.—(Recoge el tocado.) ¡La corona de su majestad! Es una corona a la antigua, ¿sabes? Un casco y dos hermosas alas a los lados.
GILBERTO.—¡Dos alas hermosas para el pajarillo!
VALINDIN.—Justamente. Baja la cabeza… Así. (Se la coloca. Es un casco de purpurina plateada con borde y broche frontal dorados, de cuyos lados emergen dos espléndidas orejas de asno. GILBERTO se lo toca y ríe, feliz. VALINDIN retrocede.) ¡Nunca se vio orquesta igual! ¡Adriana, mira qué hermosura! ¿No es cierto que están imponentes?
(Ante el triste grupo de adefesios, le hace señas apremiantes de que asienta.)
ADRIANA.—(Elude mirarlo.) Aún falta algo, ¿no?
VALINDIN.—Sí. Ese toque de gracia que alivia la solemnidad sin destruirla…
(DAVID se acercó a GILBERTO y palpa su casco.)
GILBERTO.—¿Quién me toca?
DAVID.—Las alas de este gorro no son alas.
VALINDIN.—(Que iba hacia la cajita, se vuelve como un rayo.) Ah, ¿no? ¿Qué son?
DAVID.—No son alas. Y el pavo real es el emblema de la necedad.
VALINDIN.—¿Sí? Pues sabes más que yo.
DAVID.—(Nervioso.) No. Vos sabéis más que nosotros…
VALINDIN.—Entonces, ¡cállate!
DAVID.—Pero yo sé que el pavo real significa eso. Es el animal que pintan al lado del más necio de los reyes.
DONATO.—¡Sigue, David!
DAVID.—El rey Midas, a quien le nacieron orejas de asno por imbécil. Tú eres el rey Midas, Gilberto. Y lo que llevas en la cabeza son dos orejas de burro.
(Murmullos entre los ciegos. GILBERTO se las toca.)
VALINDIN.—(Con ira y despecho.) ¿Tú qué sabes? ¿Qué sabe un ciego? ¡Nada! (A ELÍAS, que está tocando las orejas del casco.) ¡Son alas! ¿No lo notas, Elías? ¡Alas! ¡Además, no serás tú, David, quien estará en el pájaro! Basta de monsergas y escuchadme todos, hijos. Aún falta el último toque. (Va a la cajita y saca de ella unas enormes gafas de cartón negro, sin cristales.) Vosotros habéis de fingir que veis y que leéis las partituras… Como las canciones son cómicas, es necesario para la gracia del conjunto. ¡Y no os importe que vuestros gestos hagan reír! Al contrario: cuanto más… graciosos estéis, mejor. Ahora lo ensayaremos. Para ello es menester que os pongáis estos… anteojos de cartón. (Los va dando.) Se sujetan en las orejas. (Se los pone a NAZARIO.) Así. (NAZARIO va a quitárselos.) ¡No te los quites! Tenéis que habituaros a llevarlos. Ea, ponéroslos. (A GILBERTO, que se adelanta.) Tú no tienes, Gilberto. Un rey no lleva anteojos.
(LUCAS se pone los suyos. ELÍAS y DONATO los palpan, indecisos.)
DAVID.—(Muy nervioso, después de haber palpado los suyos los arroja al suelo.) ¡Basta!
(Un gran silencio.)
VALINDIN.—(Glacial.) ¿Qué haces?
(ADRIANA recoge, asustada, las gafas.)
DAVID.—¡Queréis convertirnos en payasos!
VALINDIN.—(Lento.) Aunque así fuere. Los payasos ejercen un oficio honrado. A veces ganan tanta fama que el mismo rey los llama.
(NAZARIO se quita sus gafas.)
DAVID.—¡Nosotros no seremos payasos!
VALINDIN.—¿Qué seréis entonces? ¿Muertos de hambre y de orgullo?
ADRIANA.—Luis…
VALINDIN.—¡Calla tú! (Suave.) ¿No hacíais reír por las esquinas? ¿Qué os importa hacer reír un poco aquí?
DAVID.—¡No queremos que nos crean imbéciles!
(Se arranca el gorro y lo tira.)
VALINDIN.—¡Nadie os lo llama!
DAVID.—¡Vos nos lo llamáis! ¡El pavo real, las orejas de asno, las palmatorias, nuestras muecas para leer las partituras al revés… y nuestra horrible música! Cuanto peor, mejor, ¿no? ¡El espectáculo consistía en servir de escarnio a los papanatas! ¡Vámonos, hermanos!
(Da unos pasos.)
DONATO.—¡Vámonos!
VALINDIN.—(Sujeta a DAVID por el pecho.) ¡Quieto!
ADRIANA.—¡Eso no, Luis!
DAVID.—(Al tiempo.) ¡No me toquéis!
VALINDIN.—(Lo suelta.) No te toco.
DAVID.—¿Y mi casaca?
VALINDIN.—(Suave.) Eso. ¿Y vuestras casacas? ¿Y vuestros garrotes?
(Los ciegos se rebullen, inquietos, y se agrupan instintivamente.)
DAVID.—¡Los encontraremos!
NAZARIO.—¡Nos iremos así!
DONATO.—(Al tiempo.) ¡Vámonos ya!
VALINDIN.—(Grita.) ¡Sí, pero a la cárcel!
DONATO.—¿A la cárcel?
VALINDIN.—¡A mí no me colgáis el espectáculo! Hay un contrato y lo cumpliréis. ¿No queríais ser hombres como los demás? Pues lo seréis para [cumplirlo y para] aguantar que se rían de vosotros.
DONATO.—¡Hermanos! ¡David tiene razón, como siempre!
VALINDIN.—¿Y qué? ¿Payasos? ¡Bueno! ¿Qué importa?
DAVID.—¡Los imbéciles de los ciegos, que creen poder tocar y dan la murga!
DONATO.—¡Tan imbéciles como el pavo real y el asno!
VALINDIN.—¡Pero comeréis! ¡Dejad que rían! ¡Todos nos reímos de todos; el mundo es una gran feria! ¡Y yo soy empresario y sé lo que quieren! ¡Enanos, tontos, ciegos, tullidos! ¡Pues a dárselo! ¡Y a reír más que ellos! ¡Y a comer a su costa! (Con enorme desprecio.) ¡Y dejaos de… músicas! (Con una gran voz dominante.) ¡Vamos! ¡Los anteojos y a ensayar!
(Los ciegos vacilan; el grupo se disgrega.)
NAZARIO.—(Se vuelve a poner las gafas.) ¡Que los cuelguen a todos!
(ELÍAS suspira y se pone las suyas.)
VALINDIN.—Todos se los ponen, David. Dale los suyos, Adriana.
(ADRIANA le toma las manos para darle sus gafas. DONATO acaricia las suyas, indeciso.)
DAVID.—(Pone sus manos a la espalda.) ¡No!
VALINDIN.—Pero ¿quién te crees que eres, hijo de perra? (Va a DONATO y lo zarandea.) ¿Y tú, monigote? (DONATO grita, asustado por la súbita agresión.) ¡Ciegos, lisiados, que no merecéis vivir! ¿Sabéis lo que hacen con los niños ciegos en Madagascar? ¡Yo he sido marino y lo he visto!
DAVID.—¡No lo digáis!
ADRIANA.—¡Luis, por Dios santo!
VALINDIN.—(Zarandeando a DONATO.) ¡Los matan! ¡Los matan como a perros sarnosos!
(DONATO lanza un grito inhumano y se suelta.)
DONATO.—¡No!… ¡No!
(Corre, presa de su espanto; tropieza con las sillas; derriba una.)
ADRIANA.—¡Donato!
(Y corre a sujetarlo.)
DAVID.—¡Donato! ¡Hijo!
(Lo busca. GILBERTO lloriquea. Los demás ciegos se rebullen sin saber qué hacer.)
DONATO.—¡Lo que quiera!… ¡Lo que él quiera!…
(Cae de rodillas. ADRIANA intenta levantarlo. DAVID llega a su lado.)
DAVID.—¡Donato!
(Entre ADRIANA y él lo levantan.)
VALINDIN.—¡Suéltalo, Adriana!
ADRIANA.—¡No tienes corazón!
(Oprime a DONATO contra su pecho.)
VALINDIN.—Pero ¿qué le ocurre?
DAVID.—(Duro.) Yo sé lo que le ocurre.
ADRIANA.—Cálmate, hijo…
DONATO.—¡Lo que él quiera, David! ¡Nos encarcelan, nos matan! ¡Hay que ceder!
DAVID.—(Muerde las palabras.) ¡Hay que salir!
DONATO.—(Con un alarido.) ¡No!… Ceder… Ceder…
(Y vuelve a derrumbarse, sollozando. Larga pausa.)
DAVID.—(Con un hondo suspiro.) Dadme mis anteojos, Adriana. (Con los ojos arrasados, ADRIANA se los da.) Ponedle los suyos al muchacho. Vamos a ensayar.
(Se pone sus gafas. VALINDIN suspira también y recoge las gafas que DONATO dejó caer, tendiéndoselas a ADRIANA. Ella se las arrebata con un seco ademán.)
ADRIANA.—Yo te los pondré, Donato.
(Lo aupa y él se deja hacer, dócil. Ella le pone las gafas. VALINDIN saca un pañuelo de hierbas y se enjuga la frente.)
NAZARIO.—(Murmura, amargo.) Que los cuelguen…
(CATALINA entra por la izquierda y se queda estupefacta al ver a los ciegos.)
CATALINA.—¡Huy!
(Y rompe a reír. ADRIANA le indica en vano que calle.)
VALINDIN.—(De mal humor.) ¿Qué te han dicho?
CATALINA.—(Entrecortadamente, pues no puede contener las ganas de reír.) Que… el señor barón… no ha vuelto de Versalles…
VALINDIN.—(Se pega con rabia un puñetazo en una mano.) ¡A ensayar!
(Los ciegos dan media vuelta y se encaminan, lentos, hacia la tribuna. ADRIANA recoge el gorro caído y se lo da a DAVID, el cual se lo pone, sombrío, mientras camina. Las cortinas negras van ocultando la barraca, al tiempo que la luz crece en el primer término. Suenan cinco campanadas en la lejanía. Rompiendo cortinas, VALINDIN aparece muy sonriente y baja los peldaños. Viste ahora su casaca de ceremonia, verde pálido con bordados de plata, y lleva un suntuoso tricornio galoneado, de lazo rojo y blancas plumas. No ciñe espada, pero en la mano trae un largo bastón de corte. Redoble de tambor.)
VALINDIN. (Al público.)
«¡Si sois de los que entienden y nada les contenta,
venid y convenceos de la gran novedad!
En ninguna otra parte, salvo aquí, se presenta,
y tan bello espectáculo nunca vio la ciudad.
Ved los músicos ciegos en lo alto de su trono,
que orgullosos y alegres os quieren enseñar
lo bien que rivalizan por dar mejor el tono
¡a las canciones que todo París va a escuchar!»
(Redoble de tambor. VALINDIN da un bastonazo en el suelo.) ¡Pasen las bellas damas y los gentiles caballeros, pasen! (Señala hacia la izquierda. Por la derecha entran LATOUCHE y DUBOIS, dos polizontes en hábito civil. LATOUCHE tiene en su cara algo de zorro; DUBOIS, de dogo. VALINDIN se inclina.) ¡Señor Latouche, cuánto honor para mi pobre café!
LATOUCHE.—(Se inclina.) Señor Valindin… Os presento al señor Dubois, uno de mis hombres. (Reverencias.) Vuestro pregón es por demás curioso [y no querría perderme el espectáculo].
VALINDIN.—Si me hacéis la merced de entrar, Adriana os acomodará en la mejor mesa. Estaba guardada para el señor barón de la Tournelle, que ha sentido tanto no poder venir… (Señala a la izquierda.) Por aquí, caballeros. (Entre zalemas, les acompaña al lateral.) [Espero que sabréis dispensarme si no os acompaño… Os ruego que pidáis cuanto os plazca.] La casa se considera muy feliz en convidaros…
LATOUCHE.—Gracias, señor Valindin.
(Sale con DUBOIS por la izquierda. VALINDIN vuelve al centro, al tiempo que aparece por las cortinas CATALINA y le sisea.)
CATALINA.—Todo lleno, señor. Sólo quedan dos o tres sitios.
(VALINDIN sonríe y va a subir. En ese momento entra por la derecha VALENTÍN HAÜY, y él lo advierte. HAÜY es un mozo de veinticinco años, de agradable fisonomía y aire distraído, que avanza con las manos a la espalda. Su indumento es el de un burgués pulcro y sencillo. VALINDIN le hace una seña a CATALINA para que desaparezca y ella sale por las cortinas.)
VALINDIN.—¡Pasen, bellas damas y gentiles caballeros, pasen! ¡Vean a los músicos ciegos, el espectáculo más filantrópico de todo París! (HAÜY se detiene y le escucha. Luego se encamina a la izquierda y sale, siguiendo la cortés invitación del brazo de VALINDIN. VALINDIN se estira su casaca y se vuelve hacia las cortinas con gran prestancia, al tiempo que éstas se descorren. La araña está encendida; el público, que permanece cubierto, ríe y charla en las mesas. Dos damiselas de medio pelo y un pisaverde toman café y vino en la mesa de la izquierda. En la primera mesita de la derecha, LATOUCHE y DUBOIS son servidos por ADRIANA, que les escancia copas. En la otra mesita, un viejo matrimonio burgués toma café. La tribuna está oculta por una cortina verde, donde brilla la plateada línea de la silueta de una galga corredora, bajo la cual, en grandes letras también plateadas, se lee: «A la Galga Veloz.» VALINDIN sube los peldaños y se sitúa ante la cortina verde. Luego da tres sonoros golpes con su bastón y el público apaga sus murmullos. ADRIANA desaparece por el lateral.) ¡Atención, noble auditorio y honradas gentes de París! El gran espectáculo filantrópico va a comenzar. (VALENTÍN HAÜY entra por la izquierda, pide licencia a las damiselas y al galán para sentarse en la silla sobrante y lo hace. CATALINA corre a atenderle, recibe en voz baja el pedido y sale por el lateral derecho.) ¡Damas y caballeros, [hemos pensado muchos años en un espectáculo que fuese digno de vuestro mérito y que lograse vuestra benevolencia! ¡Un espectáculo humanitario, científico, alegre!] ¡A vuestro superior e inapelable fallo sometemos con toda humildad… la maravillosa orquestina de los ciegos!
(CATALINA vuelve a poco con la bandeja, deposita una jícara ante HAÜY y le sirve de una cafetera, saliendo luego por el lateral. VALINDIN vuelve a dar tres golpes en el suelo y señala a la cortina verde para retirarse al punto hacia la derecha. La cortina se alza. En la tribuna, los ciegos se presentan a plena luz. GILBERTO cabalga el pavo real, con un cetro de madera en la mano, que mantiene levantado; LUCAS sostiene su violoncello y a su lado están ELÍAS y NAZARIO. En la primera fila y de izquierda a derecha, DONATO y DAVID. Menos GILBERTO, todos están de pie, con los instrumentos dispuestos; las gafas dan a sus caras sin luz cierto aire de pajarracos nocturnos. Las dos palmatorias han sido encendidas. Un murmullo de sorpresa corre por el café. Ceremoniosamente, los ciegos se inclinan y luego los violinistas se sientan y empuñan sus instrumentos. Risas. DONATO, NAZARIO, ELÍAS, fingen mirar las partituras.)
BURGUESA.—¡Huy, qué anteojos!
DAMISELA 1.ª—¡Mirad! ¡Mirad ése del pavo real!
PISAVERDE.—¡Es la vanidad misma!
(GILBERTO, en sus glorias, da la señal.)
GILBERTO.—¡Una, dos, tres!
(Arrancan los instrumentos y comienza a cantar. Violines, violoncello y cantor dan exactamente el mismo tono: una viva y machacona melodía a toda fuerza, ejecutada con mecánica precisión y sin el menor sentimiento. ADRIANA y CATALINA cruzan y vuelven a cruzar de un lado a otro llevando servicios en sus bandejas ante la complacida mirada de VALINDIN, que se apoya en su bastón.)
GILBERTO.—(Marcando el compás con su cetro.)
Corina la pastora
enferma está de amor.
El médico le dice
que busque a su pastor.
Los corderitos balan:
—Bee, bee, bee—
(Pizzicato y coreado por los ciegos.)
triscando alrededor.
Corina, suspirante,
—Ay, ay, ay—
(Pizzicato y coreado por los ciegos.)
se enciende de pudor.
(Las carcajadas, los comentarios, arrecian. Menos DAVID y LUCAS, los demás ciegos extremaron sus gesticulaciones grotescas; y es justamente DONATO quien más se esfuerza en ello. Así surgen cuando, tras un segundo de pausa, atacan la segunda estrofa.)
DAMISELA 2.ª.—¡Tienen las partituras al revés!
PISAVERDE.—(Ríe.) ¡Pero bien iluminadas!
GILBERTO.—:
El lindo pastorcito
apenas sabe hablar.
Corina le sonríe
con ganas de llorar.
—¿Quieres ser mi cordero.
tú, tú, tú,
(Pizzicato y coreado por los ciegos.)
y conmigo triscar?
—No entiendo lo que dices.
Yo, yo, yo,
(Pizzicato y coreado por los ciegos.)
yo sólo sé balar.
BURGUÉS.—(Descompuesto de reír.) ¡Son como animalillos!
BURGUESA.—¡Orejas de burro ya tienen!
(VALENTÍN HAÜY da un fuerte puñetazo en la mesa y se levanta, lívido. Las damiselas gritan; los burgueses miran preguntando qué sucede. LATOUCHE lo mira fijamente.)
PISAVERDE.—(Se levanta.) ¡Caballero!
(GILBERTO, con su sonrisa lela, inicia la tercera estrofa.)
GILBERTO.—Triscan los corderitos…
(Los ciegos, desconcertados, no le siguen. VALINDIN se acerca rápidamente a HAÜY, que, presa de la ira, no acierta a hablar. CATALINA y ADRIANA se detienen con sus bandejas.)
VALINDIN.—¿Desea algo, caballero?
VALENTÍN HAÜY.—Sí.
DUBOIS.—(A LATOUCHE, empezando a levantarse.) ¿Voy?
(LATOUCHE lo retiene y se levanta él para acercarse despacio.)
VALINDIN.—¿Y puede saberse lo que es?
VALENTÍN HAÜY.—Si os lo dijera no os complacería.
BURGUESA.—Pero ¿quién es?
VOCES.—¡Fuera! ¡Que lo echen!
LATOUCHE.—(Se inclina.) Latouche, comisario de Policía. Vuestro nombre.
(DUBOIS se va acercando a su vez.)
VALENTÍN HAÜY.—Valentín Haüy.
PISAVERDE.—¡Es un borracho!
VALENTÍN HAÜY.—Soy intérprete en el Ministerio de Negocios Extranjeros.
(VALINDIN y LATOUCHE se miran.)
VALINDIN.—(Ríe.) Conque Valentín, ¿eh? Pues yo me llamo Valindin, y os voy a decir lo que deseáis: ¡marcharos!
VALENTÍN HAÜY.—Eso es lo que voy a hacer.
(Arroja una moneda sobre la mesa.)
LATOUCHE.—¡Y aprisa, caballero!
VALINDIN.—Recoged vuestra moneda. [Paga la casa.]
VALENTÍN HAÜY.—Dádsela a los ciegos. ¡Si vieran, qué espectáculo para ellos!
VOCES.—¡Que se calle! ¡Que sigan tocando! ¡Fuera!
DAVID.—¿Qué ha dicho?
(Los ciegos cuchichean.)
LATOUCHE.—¡Salid ya!
DAMISELA 1.ª—¡Sí, sí, que se vaya!
VALENTÍN HAÜY.—(Eleva la voz y se dirige a la tribuna.) ¿Preguntabais qué he dicho? ¡He dicho que si vierais, el público sería otro espectáculo para vosotros! ¡No lo olvidéis!
LATOUCHE.—(Le aferra del brazo y le empuja.) ¡Fuera de aquí!
(Las voces de «Fuera», «Que sigan», arrecian. El BURGUÉS hace gestos consternados. HAÜY se desprende con un irritado ademán y sale por la izquierda.)
VALINDIN.—(A LATOUCHE, en voz queda.) Gracias… (LATOUCHE, DUBOIS y el PISAVERDE vuelven a sentarse. VALINDIN vuelve al centro.) ¡Nada importante, señores y señoras! (Ríe.) ¡Un loco! ¡Un misántropo en esta edad de filántropos! ¡El gran concierto de los ciegos va a continuar!
VOCES.—¡Eso! ¡Sí! ¡Que sigan!
VALINDIN.—(Hacia la tribuna.) ¿Dispuestos? (Los ciegos vuelven a empuñar sus violines. DAVID titubea.) ¿Dispuestos? (DAVID levanta el suyo.) ¡Adelante con la tercera estrofa, pajarillo! (Da tres golpes con su bastón, mientras dice:) ¡Uno, dos, tres!
(Los ciegos continúan su murga. ADRIANA y CATALINA reanudan sus pasadas. VALINDIN lleva el compás con la cabeza. Crecen las risas; los balidos son coreados por el público.)
GILBERTO.—:
Triscan los corderitos
en torno de los dos.
Corina estaba roja
y rojo está el pastor.
Corina se le acerca:
—¡Bee, bee, bee!
(Pizzicato y coreado.)
pregunta con ardor…
Y a poco, muy juntitos
—¡Bee, bee, bee!
(Pizzicato y coreado.)
corderos son los dos.
(Entre las carcajadas delirantes y sobre las muecas, las gafas, los bamboleantes cucuruchos de la orquestina, va cayendo el
TELÓN