EPÍLOGO
Carlitos Alegre no cambió nunca, aunque tantas cosas cambiaran a su alrededor. A Natalia, en todo caso, le resultó siempre asombrosa la absoluta facilidad con que pasó de un mundo a otro sin que se notara nunca hasta qué punto, por ejemplo, extrañaba a sus padres y hermanas. Cuando hablaba de ellos lo hacía con total naturalidad, como si nunca se hubiera producido ruptura alguna ni existiera un antes y un después, y como si cualquiera de ellos pudiera reaparecer de un momento a otro y continuar el diálogo de toda una vida, en París o en cualquier otra ciudad del mundo. Los cambios políticos, económicos y sociales que se produjeron en el Perú, a finales de los sesenta y durante buena parte de los setenta, y las imprevisibles consecuencias que tuvieron para sus familiares y para tantas personas conocidas, los tomó siempre como datos objetivos y los comentó como un frío y distante analista, sin apasionamiento alguno y sin tomar nunca una posición a favor o en contra de determinados hechos. Ni siquiera el traslado de su familia a California, cuando su padre optó por cerrar la clínica de Lima e instalarse en la ciudad de San Francisco, aceptando al mismo tiempo una cátedra en la Universidad de Berkeley, alteraron su manera de ver y comentar los acontecimientos, con una distancia y una objetividad en las que jamás se filtró emoción alguna, a pesar de sus buenos deseos y de su disposición para colaborar abiertamente, en caso de ser requerido, aunque esto nunca ocurrió. Fue muy feliz, eso sí, realmente feliz, cada vez que sus hermanas Cristi y Marisol lo visitaron en París, y Natalia recordaría siempre con profunda alegría la encantadora semana que pasaron con ellas, en Nueva York, en 1964, y la sincera familiaridad y el cariño con que las dos hermosas muchachas la trataron en aquella oportunidad y en todos sus demás encuentros. En Nueva York, sobre todo, donde tanto Natalia y Carlitos como Cristi y Marisol estaban de vacaciones y con ánimo de divertirse, día y noche, hablaron con la mayor franqueza y naturalidad, pero jamás se dijo una sola palabra acerca de los señores Alegre, de Lima, o de algún amigo común.
Los mellizos Arturo y Raúl Céspedes, por su parte, como que desaparecieron para siempre de la vida de Carlitos, aunque a veces pensaba en ellos involuntariamente, siempre con la misma sonrisa en los labios y siempre con el mismo comentario desprovisto de toda emoción, y que más bien parecía querer dejar registrado, con meridiana claridad, un hecho puramente objetivo:
—Arturo y Raúl Céspedes Salinas… Qué par de tipos tan disparatados, mi amor. ¿Te acuerdas? Y qué absurdos se los ve desde aquí, con un océano de por medio. Los pobres como que pierden toda consistencia, toda razón de ser, hasta convertirse en dos seres totalmente inexplicables y al mismo tiempo sin dimensión ni profundidad alguna, completamente chatos y sin aquel componente dramático que allá en Lima los libraba de ser tan sólo un par de tipos grotescos.
—Pero eran prácticamente tus únicos amigos, Carlitos…
—Los conocí casi al mismo tiempo que a ti, mi amor; apenas unos días o semanas antes, si mal no recuerdo, y como que nunca tuve tiempo para fijarme en ellos detenidamente, en esas circunstancias. El centro del mundo fuiste tú, a partir de aquel momento, y los mellizos quedaron convertidos en un par de satélites que giraban incesantemente alrededor de todo aquello, pero a una gran distancia; sí, a una enorme distancia, pensándolo bien.
—Me encanta oírte decir cosas como ésa, Carlitos. Pero yo creo sinceramente que, casi sin darte cuenta, aunque con una sorprendente habilidad, al mismo tiempo, tú te has ido construyendo una coraza para protegerte de montones de cosas y recuerdos, de todo tipo, y que, digamos, se quedaron allá, para siempre. Eso nos facilita mucho las cosas, mi amor, pero yo te ruego que por mí no lo hagas. Por mí te apartaste de muchas cosas, es cierto, pero cómo decirte…
—¿Cómo decirme qué?
—No quiero verte renegar de nada, mi amor. No quiero verte amputado de vivencias y recuerdos que son parte de tu vida. Todos evolucionamos, es verdad, y cambiamos mucho muchas veces, pero creo que si no olvidamos nunca quiénes fuimos y cómo fuimos en cada momento de la vida, y con quién y por qué, nos enriquecemos también mucho. Lo contrario es lo que yo llamo amputarse de sí mismo, y eso sólo puede empobrecernos.
—Yo soy feliz, Natalia. Absolutamente feliz. Y jamás me he arrepentido de las decisiones que tomamos juntos. Jamás me arrepentiré, tampoco.
—Humm…
—¡Cómo que humm…!
Llevaban siete años en París y eran, en efecto, objetivamente muy felices. Natalia jamás podría negar que la facilidad con que Carlitos, gracias a su carácter tremendamente positivo, además de divertido y entrañable, se había adaptado inmediatamente a su nueva vida había contribuido en gran medida a segregar en torno a ellos esa impresión de permanente armonía y de íntima estabilidad, que, acompañadas por una sensación de permanente satisfacción y completa alegría de vivir, los había convertido en una pareja realmente envidiable, a pesar de aquella importante diferencia de edad que todos, menos Natalia, habían dejado por completo de lado.
Y Carlitos Alegre se había graduado de médico con las más altas notas y con todos los honores, y su fama de investigador, a la vez riguroso y tremendamente intuitivo e imaginativo, empezaba a extenderse con gran velocidad por Europa y los Estados Unidos. También su fama de loco, o más bien de extravagante y absolutamente volado, empezaba a ser conocida, sobre todo a raíz de un incidente ocurrido durante un congreso médico organizado por el Johns Hopkins Hospital, de Baltimore. El joven doctor Carlos Alegre, que se tropezaba con cuanto objeto y mueble había en la pequeña residencia en que se alojaban los médicos invitados al congreso, y parecía hacerlo siempre a propósito, se había ganado la franca y total antipatía de la arrugadísima y horrible vieja encargada de aquel hermoso pero recargado local, un perfecto gallo hervido, la vieja del diablo esa, y las cosas realmente se pusieron feas cuando una mañana el doctor Alegre fue descubierto por su circunstancial y pérfida enemiga en el momento en que abandonaba la residencia con una pequeña radio de baterías que pertenecía a la residencia, oculto bajo el abrigo y a todo volumen. O, mejor dicho, misses Farley, que así se llamaba la vieja bruja, descubrió al médico llegado de París con las manos en la masa, aunque sin que éste se enterara de nada, por supuesto, llamó a la policía mientras Carlitos se apresuraba feliz con su Septeto de cuerdas, de Beethoven, en dirección al salón de congresos en que se iba a llevar a cabo la sesión de aquella mañana, y finalmente el joven dermatólogo fue detenido y llevado a la comisaría. En un perfecto inglés, Carlitos explicó que de robarse la radio, él, nada, que no fueran tan brutos, por favor —frase que les sentó como un tiro a los policías de EE. UU.—, y que lo que realmente había ocurrido es que él había estado escuchando esa joya de la música de cámara, mientras se vestía, que de pronto se había percatado de que ya era hora de ir a su sesión matinal del congreso, y que luego, de puro abstraído que andaba con tanta belleza musical, había cogido la radio para continuar con su concierto por el camino, de la forma más natural del mundo, pero sin darme cuenta de ello, y esto es lo principal, señores, creo yo. En fin, que de robo nada, y que nevaba, además, les explicó Carlitos al comisario y a sus dos auxiliares, agregando que por ello había metido el pequeño aparato bajo su abrigo, para protegerlo, como es lógico, y que sin duda alguna lo habría vuelto a dejar en su lugar no bien se hubiese dado cuenta de su distracción, o, en todo caso, no bien hubiese terminado ese concierto sublime, y finalmente les preguntó si ellos habían tenido la suerte de escuchar el Septeto de cuerdas de Ludwig Van Beethoven, alguna vez, ah, se lo recomiendo, señores, ¿o ya lo conocen? No, ni el comisario ni sus auxiliares habían escuchado jamás, ni tenían intención alguna de escuchar, tampoco, el maldito concierto de marras, pero, en cambio, el pago de la fianza era de ley, sí, señor, y además vamos a llamar inmediatamente al director del Johns Hopkins Hospital, para que venga ahora mismo a avalar con su firma y su presencia la honestidad de su invitado. En fin, que la abominable vieja encargada de la residencia obtuvo todas las satisfacciones del caso, que el director del hospital lamentó inmensamente el incidente, que desgraciadamente éste se parecía mucho a otro que el doctor Alegre había protagonizado en Munich, pocos meses atrás, y que, a su vez, se parecía como dos gotas de agua a un primer incidente también protagonizado por el mismo doctor Alegre, en Zurich, el año pasado, por cierto, pero bueno… Total que, al final, los policías de EE. UU. fueron los únicos que, no bien abandonó Carlitos la comisaría, manifestaron estar realmente convencidos de que, de robo, nada, y que se trataba tan sólo de un caso más de científico loco pero nada peligroso.
Natalia, por su parte, era la muy laboriosa y feliz propietaria de tres grandes y muy importantes tiendas de antigüedades, en París, Londres y Roma, y no cesaba de ir y venir de una ciudad a otra, lo cual también le permitía encontrarse a menudo con algunos amigos peruanos de toda la vida, y en especial con Jaime y Olga Grau Henstridge. Solían pasar dos o tres semanas juntos, todos los veranos, en la hermosa villa que ella había adquirido en Théoule-sur-Mer, entre Saint-Raphaël y Cannes. Jaime y Olga continuaban siendo los mismos adorables amigos de toda la vida. No tenían un centavo, pero tampoco lo necesitaban, porque siempre había alguien por ahí, inmensamente rico, que no podía vivir sin verlos de tiempo en tiempo, y dispuesto a arrancarles los ojos a todas las demás personas que habían escogido las mismas fechas para invitar al matrimonio peruano. Pero Jaime y Olga, con todo lo encantadores y buenos amigos que eran, le planteaban a Natalia dos inconvenientes, que, de un momento a otro, podían convertirse en verdaderos problemas para ella. Natalia, al menos, lo pensaba así, aunque nada dijera al respecto. El primero de esos dos inconvenientes era la felicidad de sus amigos como pareja casada, algo que realmente conmovía a Carlitos, y que hacía que, todos los veranos, no bien el matrimonio Grau Henstridge abandonaba la villa de Théoule-sur-Mer, él empezara a hablarle de la posibilidad de casarse. Natalia se defendía siempre diciendo que su primer matrimonio le había dejado un recuerdo tan atroz, que hacía muchos años que se había jurado que nunca más se volvería a casar, que aquello era como un trauma, Carlitos, algo que sólo contigo, y ciento por ciento gracias a ti, lo reconozco, he logrado superar, pero que considero totalmente innecesario repetir, sobre todo en nuestro caso.
—Somos una pareja libre, mi amor, y el matrimonio está de sobra entre gente como nosotros.
—Si tú lo dices, Natalia…
—Pues sí, mi amor… Y lo digo porque lo pienso y lo siento así realmente, créeme, por favor.
—Si tú ves las cosas de esa manera…
—Las prefiero así, también, para serte muy sincera. Y las prefiero así porque además me parece mucho más lindo que sólo el cariño nos una. Un inmenso cariño mutuo y absolutamente nada más. ¿No te parece mucho más lindo, así?
—Bueno, tal como lo pones, por supuesto que suena mucho más lindo.
—¿Entonces?
—No, nada. Entonces, nada, Natalia.
El verano terminaba y también su mes de vacaciones en la costa, y Carlitos volvía a sumergirse en sus investigaciones en el hospital Pasteur, donde llevaba ya dos años trabajando con un equipo de médicos de reputación mundial. Y olvidaba por completo su idea del matrimonio con Natalia, hasta el próximo verano, en que volvía a ver a Jaime y Olga Grau y la idea volvía a rondarle la mente y a parecerle sumamente atractiva y hermosa. Éste era, pues, el primer inconveniente que tenía para Natalia la presencia de esos seres tan queridos. Porque no era el recuerdo de su primer matrimonio el que la hacía rechazar de lleno toda posibilidad de casarse con Carlitos. Era la diferencia de edad, que día a día pesaba más sobre su ánimo, a pesar de la maravilla que había resultado, a todo nivel, su vida con él. Pero la idea de envejecer a su lado empezaba a resultarle cada día más odiosa, y, aunque lo disimulaba a la perfección y se sentía aún muy joven y bella, dieciséis años de diferencia eran muchos y Natalia se preguntaba constantemente, en sus momentos de soledad, si tendría la lucidez para ponerle punto final al sueño cumplido que era su vida, un segundo antes de que empezara a convertirse en una pesadilla, al menos para ella. Y ésta era la verdadera razón por la cual rechazaba cualquier posibilidad de casarse con el hombre que tanto amaba, y también el primer inconveniente —totalmente involuntario, por cierto— que significaba la visita de sus amigos Olga y Jaime.
El segundo inconveniente no dejaba de estar ligado al primero, por una suerte de vaso comunicante, de cuya existencia Natalia parecía ser la única persona enterada y temerosa. Las hermanas Vélez Sarsfield, gracias a Dios sólo Mary y Susy, las dos mayores, por ahora, invitaban a Talía y Silvina Grau a Europa, todos los veranos, desde hace algún tiempo. Y las cuatro muchachas podían aparecer en cualquier momento, aunque sea fugazmente, en su villa de Théoule-sur-Mer, con el pretexto de saludar las chicas Grau a sus padres. ¿Acaso ello no le iba a traer recuerdos de Melanie, a Carlitos? Natalia se preguntaba si no se estaba convirtiendo ya en una vieja celosa. Pero le bastaba con ver a Carlitos para descartar por completo esta posibilidad. Además, como con todas las personas de las que se alejó, prácticamente para siempre, al dejar el Perú, también con Melanie él parecía haber creado una infranqueable muralla de silencio y olvido, a la que se añadía, además, esa capacidad casi científica para disecar a las personas que quedaron allá, y para referirse a ellas con una objetividad y un rigor en los que realmente no se filtraba ni una sola gota de emoción o de sentimiento, ni alegría ni pena ni nada. Pero bueno, ¿y si la tal Melanie esa se aparecía algún día con su trencita pelirroja por acá…? En este caso, a Natalia no le bastaba con ver a su Carlitos feliz, para descartar… ¿Para descartar qué, por Dios…?
Y una mañana nublada y triste en que todo esto se le vino junto a la mente, hubo un rato demasiado largo y atroz en que Natalia se vio convertida en una vieja celosa. Pero justo cuando la cosa se estaba poniendo realmente fea, Carlitos Alegre, que nunca jamás se fijaba en nada, le metió un delicioso empellón a su amor, y juntos para siempre, como siempre, como a cada rato, fueron a dar a la piscina de la villa, los dos bastante ligeros de equipaje, y el muy fogoso literalmente la hundió de amor y se la llevó por el fondo del agua y del tiempo hasta la piscina del huerto y ahí la detuvo para siempre, loco por sus muslos y sus tetas y la carnosidad húmeda de sus labios y sus ojos y su pelo rizado y sus nalgas y… Natalia salió de aquel empellón más fuerte y más débil que nunca, pero con la muy gozosa y plena sensación, toda una convicción, más bien, de que aún le quedaba mucho Carlitos por delante, sí, mi amor, y un millón de gracias, y te querré eternamente, para ejercitarle precisamente su lado de leona divina y colmada y feliz. Y él, que andaba ahora doblemente en las nubes, sólo atinó a decir que lo suyo también era eterno, pero que bueno, que eso era archisabido, aunque es siempre muy lindo oírlo decir, pero que a santo de qué tantos millones de gracias, cuando ellos dos sólo estaban cumpliendo con los designios del Señor, que era, en todo caso, a quien había que agradecerle diariamente en la misa de seis de Santa Clotilde, la iglesia de nuestro barrio, allá en París, aunque claro, yo siempre he respetado el hecho de que tú seas más bien medio agnosticona y por ello tengo que quedarme a veces tanto rato en mi banca, dándole gracias a Dios en tu nombre y en el mío, mi amor, o sea que, por favor, entiéndeme cuando me atraso al volver de misa, ya que es debido a esto y no a que me haya quedado en algún bistró tomando café y croissants con alguna discípula, ¿ya ves, bobalicona?
—No veo absolutamente nada —le tapó la boca, ahora, Natalia—. ¿O has olvidado que estamos hundidos de amor y detenidos para siempre en el fondo de la piscina del huerto?
Y fue Carlitos, un buen rato más tarde, quien anduvo dándole las gracias millones de veces a Dios, tras haber sido el hundido objeto del deseo de Natalia, y el amante ejercitado, aunque también hubo ese momento de gloria en que el pobre sencillamente no pudo más y, a gritos, le dijo a Dios que Él no tenía la exclusividad de la divinidad, en ciertos asuntos terrenales, por supuesto, y que, por lo tanto, con tu permiso, Señor mío, esta vez el millón de gracias han sido todas para Natalia.
—¿De qué hablas y con quién hablas, se puede saber? —le preguntó Natalia, hundida en su aturdimiento o aturdida en su hundimiento, que así andaba la pobre de orgasmeante.
—Pues me quejaba un poquito al cielo, digamos, mi amor. Porque Dios a veces se parece al perro del hortelano, que ni come ni deja comer. Y justo ahora como que andaba el tipo, perdón, el Señor, quedándose íntegra con tu cuota de divinidad.
—Tú ven para acá, amo y señor mío, que yo te voy a recordar cositas tan humanas y tan divinas, pero que hasta en el cielo se ignoran. Al menos desde el primer hasta el sexto cielo. O sea que ¿qué tal si subimos un poquito más arriba?
—Usemos el ascensor, entonces, mi amor, que se llega bastante más rápido. ¿No te parece?
Luigi y Marietta habían fallecido, y también Molina, que en la vejez se descubrió una gran habilidad como contador y hortelano, y ahora a Julia y Cristóbal la entera responsabilidad del fundo les quedaba cada día más grande. Pero, en fin, era su huerto, y que ellos vieran lo que hacían con él. Que lo alquilaran, que lo vendieran, que lo lotizaran, allá ellos. La propia Natalia ya no lograba imaginarse muy bien cómo era el Perú, quince años después de su partida y con tantas reformas, aunque todos los amigos limeños que recibía en París o en su villa de la costa la habían convencido de que había cambiado para siempre, para bien y para mal, lo cual le resultaba cuando menos paradójico y aumentaba en ella esa sensación de total lejanía. Y aunque su curiosidad siempre la llevaba a prestar particular atención a las noticias que le traían los galeones, como decía ella, ya nunca supo cómo procesar toda esa información ni mucho menos se sintió con derecho para dar consejo alguno acerca de nada. Y con el tiempo se abstuvo hasta de hacer comentarios acerca de una realidad que le resultaba totalmente ajena.
Carlitos también se mantuvo bastante alejado de todo aquello, aunque sí volvió a ver a los mellizos Céspedes, o en todo caso a cruzarse con ellos. Fue con ocasión de un congreso sobre el Mal de Chagas, que tuvo lugar en la ciudad de Salta, Argentina, pero apenas conversaron un rato, y, como suele decirse, ninguno de los tres soltó prenda, a pesar de la extrema afabilidad de la que hizo gala Carlitos. En realidad, fueron los casi irreconocibles mellizos los que crearon la distancia que impidió cualquier acercamiento real, y, no bien él les mencionó la posibilidad de escaparse de algún acto protocolar e irse a comer por ahí, antes de que terminara el congreso, los dos como que dieron un paso atrás, a todo nivel, ahondando triste y absurdamente la distancia inicial, aunque no rechazaron explícitamente su iniciativa y más bien parecieron dudar. Pero fueron el gesto, la actitud, la parca e indecisa respuesta, y el temor a algo que él no lograba imaginar, los que convencieron a Carlitos de que esa escapada jamás tendría lugar y que se había encontrado con unos mellizos Céspedes Salinas que ya no eran ni Arturo ni Raúl, los disparatados amantes del firmamento, las cumbres, mecas y estrellatos sociales, con lo cual sabe Dios en quién se habría convertido él también para ese par de médicos dermatólogos totalmente desconocidos en el mundo académico y profesional.
Pero Carlitos bajó la guardia, dejó filtrarse un viejo cariño, y empezó a averiguar qué había sido de los mellizos que él conoció. Con un gran esfuerzo de memoria, los puso en situación, primero, retrocediendo hasta 1957. Los mellizos eran dos años mayores que él, o sea que iban a cumplir o acababan de cumplir los veintiún años, aquella mayoría de edad que él tanto anhelaba, entonces, y que determinó su vida. Y, claro, ellos en aquel momento salían con las chicas de los teléfonos y las aguas de colores. Los mellizos eran felices y él no se había despedido ni de Arturo ni de Raúl. Tampoco de su triste hermana Consuelo, la de la frase aquella tan demoledora, la de la serpentina fatal. Dos médicos peruanos que asistían también al congreso le contaron que, en efecto, los doctores Céspedes Salinas se habían casado, antes de terminar su carrera, con las hijas de un señor muy adinerado, de apellido Quispe Zapata. Hubo fuegos artificiales y champán en cantidades industriales, en un caserón de la avenida Javier Prado.
—En fin, doble boda, doctor Alegre —le contó uno de los médicos peruanos—. Y don Rudecindo, que así se llamaba el suegro, ahora que lo pienso, tiró la casa por la ventana dos veces el mismo día, según se comentó entonces. Pero más no le podría decir, francamente, porque yo entonces no conocía a los doctores Céspedes Salinas y no fui testigo de nada.
—Tampoco yo —le comentó el otro médico, sonriendo con una mezcla de sarcasmo y evidente mala leche—; pero como la avenida Javier Prado se acabó, fácilmente se podría deducir que don Rudecindo, su señora, sus hijas, y sus yernos, los doctores Céspedes Salinas, se acabaron también… Salvo que, claro… Pero, bueno, serían únicamente elucubraciones mías, porqué la verdad es que no sé nada más y ya sólo podría imaginar…
No imaginaba nada mal, el segundo médico peruano, con su pérfido sarcasmo, porque la realidad fue que así como de Consuelo nunca más se supo, como sucede siempre con esta gente callada y resignada, también los mellizos terminaron convertidos en los tipos callados y resignados que Carlitos acababa de ver. Es cierto que, antes de apagarse, intentaron seguir con su camino a la meca y al firmamento más estrellado y colorido, y que hasta estuvieron dispuestos a pegarles la gran corneada a Lucha y Carmencita Zetterling Q. Z., como las llamaban ellos, con todo el desparpajo del que hacían gala entonces, pues mil veces intentaron acercarse a Cristi y Marisol, las codiciadísimas hijas del doctor Roberto Alegre, con el pretexto de recordar al muy ingrato de Carlitos, que se nos largó y que, en fin… Pero los anteojos negros para penas importantes en entierros lustrosos [sic] fueron siempre un impedimento total, para estas dos lindas muchachas —y así se lo comentaron ellas mismas a Carlitos, en más de una ocasión—, hasta el extremo de que jamás se dignaron volver a mirarlos o a escucharlos, no bien desapareció su hermano. Tampoco lograron los pobres Arturo y Raúl acercarse nuevamente al doctor Roberto Alegre, con la finalidad de ingresar a hacer sus prácticas en su clínica privada, y de ejercer también ahí, no bien se graduaran de médicos dermatólogos.
En fin, que los pobres rebotaron al mundo multicolor de doña Greta y don Rudecindo, que todo lo perdieron a finales de los sesenta y principios de los setenta, cuando los cambios cholos y militares aquellos, según su propia expresión, aunque hace muchos años que ni Arturo ni Raúl Céspedes Salinas expresaban ya nada y se habían convertido más bien en los personajes chatos y opacos que Carlitos acababa de ver, y que lo único que habían hecho con creces, en toda su vida, había sido regalarle a su madre la casona demolible de la calle de la Amargura, poco antes de la caída final de don Rudecindo Quispe Zapata. Desde entonces, los mellizos se habían ido encogiendo, o tal vez habían ido recogiendo las velas que lanzaron a la vida, más bien, y ahora eran esos dos seres resignados, callados y sin vida, como su hermana Consuelo, que se limitaban a ver pasar un mundo nuevo y cholo, cada día más cholo, mierda, con un odio contenido y más bien callado, aunque lleno de ideas y conceptos muy despectivos, eso sí, y profundamente reacios al más mínimo cambio e innovación. Los pobres no aprendían ni olvidaban nada, sólo callaban, y quien los conoció en los años cincuenta debe de sentir mucha pena al verlos pasar nuevamente en dos gigantescos automóviles norteamericanos, de esos de, en fin, de cuando entonces, ya bastante chatarreados, ahora en 1974, y cada vez más parecidos a su viejo Ford cupé del 46, en triste círculo vicioso o patético eterno retorno, llámelo usted como quiera.
—Deberíamos haberle aceptado la invitación a Carlitos Alegre —le decía Arturo a su hermano Raúl, en el vuelo de regreso de Salta a Lima—. Nos dejó dos mensajes en la recepción, avisándonos que tenía la noche libre, y ni siquiera le contestamos…
—Con un tipo tan distraído nunca se sabe, Arturo. Imagínate que nos lleva a un lugar elegante y caro y que hubiéramos tenido que compartir la cuenta… ¿Tú te habrías atrevido a decirle la verdad?
—No lo sé… ¿Tú?
Y mientras el avión en que regresan a Lima los mellizos aterriza en el aeropuerto Jorge Chávez, don Luciano Quiroga, que se viera presidente del Perú, no pasó de senador, y sin pena ni gloria, además, sólo muy reaccionariamente, y hoy está muy lejos ya de ser el primer contribuyente de nada, odia a un chiquillo descamisado y sucio que intenta limpiarle la luna delantera del mismo Mercedes modelo playboy con el que, cuando entonces, quiso poseer o matar a Natalia de Larrea, una de dos.
—¡Ponte verde, de una vez, pues, semáforo de mierda!
Y aunque tarde e irritándolo aún más, el semáforo termina por ponerse en verde y don Luciano mete pata a fondo, porque sí, porque le da su real gana, porque él es don Luciano Quiroga, y qué, pero ni el Mercedes ni el playboy jalan, ya, sólo meten todos esos ruidos molestos e inútiles, todos esos chirridos y chasquidos, y el cholito descamisado que intentó limpiarle la luna delantera lo sigue mirando, como desde otro mundo.
—¡Peruano! —le grita, entonces, realmente furibundo, al absorto chiquillo, don Fortunato Quiroga, que se viera presidente, cuando entonces. Hoy por hoy, éste es el peor insulto que un tipo como él puede concebir.
Y mientras el vuelo en que Carlitos Alegre regresa de Salta, vía Buenos Aires, aterriza en el aeropuerto de París, Natalia de Larrea hace el amor frenéticamente con un muchacho casi treinta años menor que ella. Y que se joda Carlitos, al ver que esta vieja de eme todavía los puede encontrar mucho menores que él. El sueño cumplido de esta mujer adorable, y adorada, fuerte como una roca, y débil como la que más, acababa de convertirse en pesadilla, así de golpe, aunque ninguna de sus amigas podría negar que se trataba de un largo proceso interior que sin duda alguna se había ido agravando a medida que Natalia, aún tan hermosa, o siempre tan, tan hermosa, para ser más exactos, se había ido acercando, a pasos agigantados —así lo vivía, lo vive, ella—, a los cincuenta años de edad. El propio Carlitos, siempre tan distraído, y más todavía ahora en que vivía entregado a la ciencia y se había visto convertido en un investigador famosísimo, con tan sólo treinta y tres años de edad, pero que continuaba disparando copas de champán, aunque ahora por los aires del mundo y de continente en continente, como quien dice, no era en absoluto ajeno al drama interno de su adorada leona y qué no hacía por complacerla, la verdad.
Como hace pocos días, justo antes de partir a su congreso de Salta, en que Natalia recordó el día aquel, poco después de conocerse, en que convirtieron en deliciosa alcoba del huerto muchas habitaciones de hoteles mientras jugaban a las despedidas inventadas y los reencuentros de milagro, por el centro de Lima y sus alrededores, para que él se fuera acostumbrando a sus viajes de negocios, y ella se iba cambiando constantemente de trajes y se le aparecía por aquí y se le desaparecía por allá, con gran riesgo de un desencuentro real, como efectivamente sucedió, debido a un pequeño e involuntario error en la trama, que la obligó a ella a correr en busca de un banco, porque se había quedado sin dinero para seguir con su juego, en el Mini Minor rojito para travesuras, ¿te acuerdas, mi amor?
—Como si fuera ayer. Y lo que nos divertimos. Y también lo que sufrí cuando te vi pasar de largo y desaparecer corriendo. Recuerdo que me derramé una Coca-Cola entera sobre la camisa, en aquel café de las Galerías Boza.
—¿Te atreverías a jugarlo de nuevo, o prefieres concentrarte en tu microscopio?
Natalia lo estaba poniendo a prueba, una vez más, como tantas otras veces en los últimos tiempos.
—Todo lo contrario, mi amor. Jugaré encantado, pero con la condición de que me dejes llevar no sólo mi microscopio, sino la lupa de Sherlock Homes, por si te me escapas en busca de dinero, como aquella vez.
La respuesta de Carlitos había sido perfecta, sí, aunque demasiado perfecta tratándose de un científico tan loco y joven como él, y por más que lo de joven en este caso estuviera completamente de más. ¿O es que ya nunca lo estaba, maldito joven? E inmediatamente se notó gran tensión en el ambiente, aunque ésta desapareció por completo no bien convirtieron en alcoba de «El huerto de mi amada» una suite del Relais Christine, en el barrio latino. Pero algunas horas más tarde hubo un par de desfallecimientos en el ánimo de Natalia, o por lo menos así los juzgó Carlitos, que a su vez cometió el error de disparar una copa de champán sin apretar el gatillo, en su afán de agradarla y hacerla reír, pero que se encontró en ella a toda una experta en copas que vuelan sólo por agradarme, aunque hay que reconocer, en honor a Natalia, a su drama y su guerra a muerte consigo misma, que este fingido esfuerzo de Carlitos sí la conmovió, y hasta la encantó, precisamente porque había requerido todo el cuidado, el afán y la concentración del mismo científico loco y tan joven y detestable, que, momentos antes… Bueno, sí, pero que, momentos después, o sea, ahorita, es el adorable y distraído Carlitos de siempre luchando por ser mi aliado incondicional en una guerra que la vida se ha encargado de declarar entre nosotros… Dos hoteles más tarde, Natalia se quedó profundamente dormida. Y cuando se despertó y se dio cuenta de la hora y de que ni siquiera había empezado a cambiarse de atuendos, todavía, descubrió que Carlitos leía profundamente un libro en la habitación de al lado. Y lo amenazó con un amante de quince años, porque tú tenías diecisiete cuando te di de mamar por primera vez.
La travesura había terminado, Natalia había bebido demasiado, no había Mini Minor rojito alguno para estos menesteres, por ninguna parte, Carlitos tenía nada menos que la edad de Cristo, el muy pelotudo, y además ahí estaba el pobre y ahí estaba también ella, quítame este pañuelo rojo y aplícale tu microscopio a las arrugas de mi cuello y sírveme otra copa y, por favor, olvidemos todo esto y créeme que te adoro, que jamás ha habido ni habrá muchacho de ninguna edad, y sobre todo, Carlitos, créeme que yo sé que me sigues queriendo como nunca, siempre.
—¿Y si comiéramos algo, Natalia?
—Eso mismo, mi amor. Pero en casita y sin champán. O sólo una copita para que la mandes volar.
En fin, con las justas. Y otra vez…
Pero en el dormitorio, esta vez, y en su cama, esta vez, estaba el muchacho inexistente de todas las veces anteriores, o sea, el realmente inexistente, como trató de creerlo Carlitos, luchando contra todas las evidencias, pura desesperada ilusión final. Pero, definitivamente, alguien había abierto las ventanas de par en par. Y también las cortinas estaban del todo abiertas. Y la cama deshecha. Y los cuerpos desnudos. Y Natalia frenética. Y Carlitos que entraba con su maleta y lo veía todo frenéticamente planeado, todo frenéticamente calculado, y tanto que disparó al aire esa última copa de champán que jamás había tenido en la mano y que consistió en empezar a contarle a Natalia: ¿A que no sabes con quién me he encontrado en Salta, mi amor?, pero con frenesí por toda respuesta, con los mellizos, me encontré con los mellizos Céspedes Salinas, con Arturo y Raúl, Natalia, pero tan cambiados y callados, Natalia, que, Natalia, tú no sabes, Natalia, tú no te imaginas, Natalia, cuánto han cambiado, Natalia, y estaba logrando avanzar tanto con su historia Carlitos, que una copa de champán voló y se hizo añicos y todo, pero era de verdad esta vez y consistió en que el pobre ni se fijó en que un frenético gigante ya se le había venido encima y, ante los gritos aterrorizados de la empleada, lo había cargado en peso había atravesado sala y vestíbulo con Carlitos Alegre y su copa de champán para no ver ni creer y ahora ya le había roto un florero en la cabeza mientras él gritaba que sí, que Arturo y Raúl Céspedes Salinas, sí, mi amor, Natalia de mi corazón, y era arrojado por la caja de la escalera, todo madera y sólo dos pisos, felizmente, y abajo en el suelo lo que le preocupaba mucho más, lo que realmente lo aterraba, era no saber a quién le estaba gritando Natalia:
—¡Te odio! ¡Te odio! ¡Te he odiado siempre! ¡Desde que te conocí te he odiado! ¡Siempre, siempre y siempre!
No, no podía ser a él, pensaba Carlitos, en la ambulancia que lo trasladaba al hospital Cochin.
Pero era a él. Sí, era a él a quien Natalia había odiado toda su vida. Y por culpa de los mellizos Céspedes Salinas, allá en Salta. Porque él dejó que se le filtrara un viejo cariño por ellos y dos veces ellos no le respondieron a su invitación a cenar y él de puro apenado que andaba se olvidó por completo de llamar a Natalia el día atroz de sus cincuenta años. Y, definitivamente, no había copa ni gatillo ni champán ni distracción que justificaran semejante olvido. Porque había quedado en llamarla por teléfono mil veces, ese día. Y se olvidó por completo, con lo de los mellizos y ese cariño que se le filtró. Y aquello no tenía remedio, ni ahora ni nunca. Carlitos lo sabía. Sabía que, en la guerra personal de Natalia, su principal aliado la plantó en lo más alto y escarpado de la colina enemiga.
Así es la vida. Carlitos lo sabe, ahora. Y por eso sabe también que, desde hace sólo cinco días, Natalia lo ha odiado toda la vida. Que lo ha odiado a él, y no al frenético matón que había usado para partirle el alma. Y de paso, además, para romperle un tobillo y el brazo izquierdo. Pero así es. Como es así, también, que de ahora en adelante Natalia iba a ser una mujer coherentemente frenética, de la cual se iba a decir, a menudo:
—Pero mira tú, mujer, al fin y al cabo.
—Y mujer hasta el final.
—Y fiel a su temperamento de leona.
—Y tan frágil, al mismo tiempo.
—Y sigue muy guapa.
—Pero si la hubieras conocido en su esplendor…
De Carlitos Alegre di Lucca, que cojeaba ligeramente del pie derecho, y vivía más entregado que nunca a sus investigaciones en el hospital Pasteur, que dictaba conferencias en medio mundo y escribía los más sesudos artículos en revistas especializadas, en cambio, no se decía casi nunca nada. O, a lo más, se decía que aquello era fatal, que tarde o temprano habría tenido que suceder, y que, hay que reconocer, con todas sus distracciones y meteduras de pata, el tipo a Natalia le jugó limpio siempre.
—Pero hay un dato más, amigos.
—¿Ah, sí?
—Claro. ¿No lo saben?
Lo que hay que saber es que Melanie Vélez Sarsfield también ha sido mujer hasta el final. Por supuesto que ella todavía no ha cumplido los treinta años, y debe de andar aún por los veintisiete o veintiocho, pero si hay alguien que ha sabido esperar es esa flaquita de la trenza roja que tanto ha querido y cuidado siempre a su padre, el borrachín, y eso a pesar de que a ella nadie le hacía mucho caso que digamos. Y ahí sigue siempre con su trenza y su pinta medio mamarrachenta, aunque es verdad que con el amor se ha vuelto hasta bonitilla, te diría, a pesar de que sigue batiendo el récord mundial de pecas, probablemente. Y a pesar de que es el polo opuesto de Natalia, aunque un polo veintitantos años menor, eso sí. Su papá ya no bebe una gota de licor, y, aunque la familia ha perdido millones y millones, aún le quedan millones, por el lado argentino, parece ser, o tal vez sea por el lado propiamente inglés. En fin, que sé yo.
Melanie es una muchacha larguirucha, sentimental e introvertida, pero que cuando habla, habla. Y algo muy especial le tiene que haber dicho a Carlitos para que éste finalmente se haya fijado en ella, al cabo de tantos años.
—¿Tú crees?
—Bueno, me imagino.
Pues imaginaba mal aquella persona, porque lo único que le dijo Melanie a Carlitos, el día en que le dieron de alta en el hospital Cochin y se quedó patitieso al verla ahí parada en la puerta, al cabo de tantos años, fue:
—¿Me tienes miedo, o qué, oye? Anda, sube al auto, que llevo horas esperándote aquí.
—¿Y cómo sabías que…?
—Tontonazo.
—Pero bueno…
—Te contaré que mi papi ya no bebe ni una gota de alcohol.
—Me alegra tanto, Melanie. De verdad, me alegra mucho.
—O sea que ahora sólo me faltas tú.
Se siguieron viendo hasta el día en que a Carlitos le dio por contarle las pecas, con científica curiosidad. Aunque claro que ya para entonces Melanie se había apoderado completamente de él y lo cuidaba como un tesoro. Pero sí es cierto que fue el día en que él quiso investigar cuántas pecas tenía Melanie, no aproximadamente, sino exactamente, cuando terminaron ante un altar, en Londres, con papi Vélez Sarsfield elegantísimo, al lado de su hija menor.
Y, humano, muy humano, la pareja que formaron se ganó el odio eterno de la frenética Natalia de Larrea, ahora ya más guapachosa que guapísima, y más fiera también que divinamente leona, y que no tuvo reparo alguno en aprovechar la frase aquella según la cual Melanie era el polo opuesto de ella, para soltarles a los pobres Olga y Jaime Grau, sus fieles amigos de toda la vida, pero también muy amigos de los Vélez Sarsfield:
—Yo siempre dije que Carlitos terminaría casándose con un hombre.
—Ésa no es la Natalia que yo conocí —fue la sincera opinión de Carlitos Alegre, el día en que le vinieron con el chisme de que él había terminado casándose con un hombre.
Pero bueno, para qué dijo ni opinó nada, el muy tonto, porque ahorita se lo chismean de vuelta a Natalia, y entonces sí que va a ser el cuento de nunca acabar y una situación sumamente incómoda para amigos tan buenos como Olga y Jaime Grau, todos los veranos en la costa.