Soy ahora un hombre muy viejo y cada vez más solo que excepcionalmente habla con sus semejantes. Un día cualquiera fui al hospital donde Alí había dado su batalla médico-social. Me encontré una enfermera arrugada y vencida por la burocracia y la técnica. Llevaba en las manos unas flores y una vela como si pretendiera colocarlas en algún altar.
—¿Pero, no sabe usted la novedad?
—¿De qué habla usted Cerúlea? ¿A qué novedad se refiere?
—¡Del milagroso! ¡Del busto milagroso de su amigo el doctor…!
—¡Pero, ¿qué dice usted? cómo es posible!
—A eso voy, a llevarle unas flores y una vela. Aquí tenemos un busto del doctor.
—Ahora verá usted, cuando desapareció —¡que Dios lo tenga en su santo seno!—, sus amigos decidieron que deberían conservar su memoria en atención a todo lo que había luchado por este servicio y por la generosidad con que había servido a tantos menesterosos, por la enseñanza que había impartido, por la escuela que había forjado de especialistas.
Resueltos a llevar a cabo la iniciativa, solicitaron que el gobierno pagara a un escultor para que lo hiciera, y así fue. Desgraciadamente resultó una escultura horrenda, que producía molestias y hasta miedo a algunas personas de este hospital.
Finalmente se inauguró a la entrada del servicio. Asistió el representante de la autoridad y durante el episodio ocurrieron un conjunto de problemas y dificultades que preocuparon mucho a todos los circundantes: se ladeó hacia la izquierda y el Secretario tuvo que pegar un brinco porque por momentos parecía que le caería encima.
El director del servicio resentido porque nunca le concedió su amistad el doctor… decidió que era una escultura horrible y que no estaba bien ahí, ordenó pues que la enviaran a uno de los retretes arrinconándola; la pusieron en el de mujeres.
Las personas que entraban donde Alí permanecía, se curaban de la diarrea a veces con una sola sesión de toileterapia. Se estreñían y aquello cambiaba rápidamente. No podían desvestirse frente al busto con mirada lúbrica y burlona, que por razones topográficas miraba directamente a la mitad de abajo de las mujeres.
Protestaron y explicaron que de no sacar a ese viejo feo de dentro del «baño» —un medio nauseabundo esencial en la vida del doctor— ninguna volvería a entrar a ese sitio.
Cerúlea —una de las asiduas asistentes al cubículo de arte que lo guarecía— se enteró de lo que ocurría mientras reposaba plácida, disfrutando de las imágenes pareidólicas, platicando con su doctor castigado en lugar de desahogo, le pidió un milagro, una ayuda para su hermana, prometiéndole que lo sacaría de ese lugar-castigo-ostracismo, pesara a quien le pesara.
Ella me llevaría ahora al sitio en que habían colocado a mi amigo, ambos habían cumplido: él curando a su hermana y ella sacándolo del abandono.
Efectivamente, estaba ubicado ese busto en la penumbra, de espaldas al Director que no podía trabajar sintiéndose observado por la mirada burlona de Alí. Estaba rodeado de velas y flores, y curando con el espíritu como si fuera el viejo Charcot.
Me dijo Cerúlea: —¡No crea usted, todo el tiempo supe que era un santo! Me cumple, aquí le traigo las recetas y los enfermos, para que me las dosifique y compruebe si es cierto lo que les atribuyen. Nunca me ha fallado, siempre me cierra un ojo.
Tengo duda que estuviera mejor en el W. C., su aspecto cambió cuando lo retiraron de ahí, se volvió más serio y arrugó el entrecejo. ¿Cree usted que debo pedir que lo regresen a su lugar original? ¿Qué nos concedería el Papa la canonización? Lo que me preocupa es ¿con qué nombre voy a solicitarla?