Han puesto a su disposición un avión para cualquier país del mundo, por una parte. Por la otra, tratarán de adjudicarle una especie de prebenda, algún trabajo secundario en el extranjero, que sirva para mantenerlo alejado, quieto y mudo.

La comisión que lo visitó al salir del sanatorio psiquiátrico, se ha referido a la consideración mostrada por la comisión de vigilancia, por el Gran Jefe que ha olvidado agravios y todo lo acontecido, y está dispuesto a poner a su disposición, puente de plata, el avión y el nombramiento.

Alí ha escuchado tranquilo y sosegado. Adquirió durante la permanencia en el sitio de ablandamiento, sabiduría o inercia. Está en situación de amorcillamiento total. Luego ha tomado la palabra para decir: ¿para qué un avión?, me basta con un burro, ya que estoy dispuesto a ser buhonero, barbero, médico y filósofo.

—Yo no necesito de la bondad de nadie, del perdón de nadie, ni quiero representar a nadie. Por lo que toca a lejanía, ya estoy tan lejano como si viviera en el polo Ártico. Y para ser más exacto siento tanto frío aquí como allá.

—No tengo que hacer con los hombres políticos. Tampoco con los otros. No quiero hacer nada con ninguno, de una clase o de otra, de esta especie semejante a la mía.

—Solamente me hace falta un burro, al que no montaré, pues no lo merezco. Ni él a mí. Caminaremos uno al lado del otro. Viviré como un asno, como lo que fui durante toda mi vida, cuando pensé en mis semejantes, cuando me ocupé de ellos, cuando viví para dar toda la solidaridad y amor de que soy capaz.

—¡Estúpido como el borrico que necesito para vivir! A él quizá le interesará mi charla insulsa, mis proyectos descabellados y toda la filosofía de mi puerca existencia. ¿Cómo he podido ser tan bruto y dedicarme a mis semejantes y luchar por ellos?

—Por mí, no sabrán nunca de mí. Aquí se separa mi camino y el de ustedes, al que nunca debí acercarme.

—¡Adiós diputados!… —y dirigiéndose al burro imaginario le espetó—: ¡vamos «Legislativo»!, ¡andando!

Nadie ha sabido de él desde hace un año. He recibido hoy un papel rayado de los de hacer cuentas en las tiendas miserables. Vino dentro de un sobre bastante maltratado. Escrito a lápiz puede leerse lo siguiente: —¿Tienes algunas muestras médicas que no te sirvan?, ¿conoces a alguien más que sea tan desprendido y que quiera enviármelas con las que tú me mandes? A esta dirección: Cajón de Ropa «Los Triángulos de Euklides», Congregación… Municipio… Estado… Estoy bien sin ti. Para nada necesito de tus interpretaciones. Hasta que nos encontremos en tu inconsciente colectivo. ¡Salud pescador del caos! Me estoy encontrando. No tenía firma ni hacía falta.

Desde entonces, le envío eventualmente muestras médicas y algunos implementos modestos, de urgencia, impostergables en la medicina: jeringas, agujas, pinzas, etcétera. Ha regresado algunas cosas con un membrete escrito: «Artículos de lujo, prostituyen».

He respetado su incógnito porque así lo desea. Supongo que debe estar ejerciendo una medicina espléndida. Lo cura todo y lo resuelve todo, regala consulta y medicina. Tiene un tendejón-botica-consultorio. Todo el mundo deposita ahí sus cosas. Se hace trueque. Se comenta sobre la lluvia, la siembra. No se emplea el dinero. Casi no hay habitantes, deben ser un ciento entre todos. No hay riqueza, se siembra cuando se puede, se cosecha, se casan sancionados por el rapto. Alí ha entrenado a una mujer que merecería el título de enfermera, de partera y de todo. No de todo precisamente, porque de «aquello» ya no se ocupa Alí. A todas las mujeres las ve como hijas, como hermanas, como madres.

Es una comunidad extraña. Un intento de algo como una cooperativa; como la iniciación de una comunidad socialista primitiva y sin complejidades.

Cura, y es arreglador de todas las cosas. Nunca lo abandona su borriquillo que ha envejecido un año más.

Viven aislados y de vez en cuando uno de ellos va a comprar mercancía a un poblado que está a un día y medio de camino a pie.

Ahí, la prostitución es desconocida y hay un entendimiento mutuo. Se toleran cosas y se perdonan otras. La conciencia es algo laxa y se estira cuando es menester.

Todo va bien hasta que alguien siente envidia de Alí. Le parece que no es de los suyos y empieza a instilar veneno cautelosamente en los oídos de sus amigos. Cuando Alí se entera no espera más, no pide la confirmación de los rumores: simplemente desaparece y lo notan, antes que todo, por el asno que no rebuzna una mañana como era obligado. Cuando lo buscan ya no está. Se ha ido sin decir nada.

Alí se interna más. Va hacia la sierra, donde la vida sucede como en la época cercana a la creación. Difíciles para la convivencia y la amistad, a la altura de cazadores primitivos descubre Alí a una pequeña tribu. No se vuelve a saber más de él.

La comunicación se hace a través de la sierra. Por un poblado más civilizado que goza de algunas comodidades y algunas fuentes de riqueza, motivo suficiente para hacerlo más cercano a la vida de las gentes comunes.

Años más tarde recibo este mensaje: «Estoy casi solo. Peso tan poco que ya no me hundo en el agua. Mi barba ya es muy larga y a “Legislativo” se le han caído las muelas. Mi tienda es más chica y ya no es negra. Ya no necesito medicinas, puedo curar sin ellas. Soñé que me adorabas.»

Tiempo después me dieron esta información: «Durante la visita del candidato a Gran Jefe, en una de las giras por las regiones más inhóspitas y atrasadas, pero al mismo tiempo más hermosas que conozco, sucedió algo extraordinario que la prensa ha ocultado por instrucciones del cuerpo político que dirige la campaña.

»Al pie de la sierra llena de pinos, cedros, oyameles, caobas y toda clase de árboles apreciados por los industriales especialistas en su explotación, se instaló un campamento de taladores, provisto de todos los adelantos modernos para hacer más eficiente el martirologio del cerrado bosque. Al talar habían abierto una brecha capaz de permitir el paso simultáneo de tres vehículos.

»El candidato, en su visita por ese Estado llegó al pueblo más cercano a esa sierra donde fue recibido en forma delirante. Alguien de la localidad, hablando con él de las particularidades de la región, indicó que los taladores instalados en la sierra habían descubierto, al ir de cacería, a una tribu semisalvaje. Eran hombres que cubrían parcialmente sus cuerpos con pieles, de largas melenas y barbas; que usaban sandalias primitivas. No hablaban entre sí. No habían podido acercarse más por el temor de ser descubiertos. Se rumoraba, además, que hacia la cumbre, existían unas cuevas custodiadas por coyotes y alimañas, en la zona fría y pelada.

Eso parecía la antesala de algo desconocido, que causaba temor a los hombres y sueños horribles a las mujeres. Un temor reverente y místico cortaba toda iniciativa de investigación.

Alguna vez alguien había visto a un hombre muy feo, viejo y sin dientes, barbado y muy flaco, dirigirse hacia esa zona al meterse el sol. Nadie podía asegurarlo. Todo quedaba como suposición insegura y dudosa.

Los cerebros de la organización política, los publicistas de la campaña se quedaron mirando unos a otros. Uno de ellos, con su mejor mirada de inteligencia se dirigió al candidato diciéndole: «Es una oportunidad sin paralelo; pocas veces en la vida de un hombre con destino, ocurre algo así. Propongo que vayamos a verlos, ya que la brecha abierta lo permite. Entrevistémonos con ellos, grabemos una cantidad importante de cintas-películas, tomemos fotografías en colores; hagamos un mitin político ahí, en esa comunidad, y habremos realizado algo increíble. Llegar hasta esa congregación infrahumana, de la que no sabían los gobiernos anteriores y que ahora el candidato de la revolución y del pueblo, arrojadamente, ¡ha alcanzado!, despreciando todo peligro para conocer sus necesidades y aliviarlas, etcétera. ¡No puede despreciarse un golpe de publicidad de tal magnitud! ¿Qué dice usted?»

Fueron al día siguiente por el camino difícil, pero posible. Los coches-cabra podían perfectamente. Llegaron un poco magullados y polvorientos, aburridos y molestos por la agresión a su homeostasis habitual. Aquello era cualquier cosa: cabañas miserables y apenas sostenidas, absurdas y carentes de toda comodidad. Una especie de explanada pequeña al centro de éstas, recordaba los zócalos de los pueblos.

Destacaba una pequeña cabaña que tenía una especie de letrero que podía leerse con dificultad: «La Triada de Canuto».

Había gente dentro de esa cabaña, unos diez hombres, ni una sola mujer. Rodeaban una especie de lecho de palma entretejida, sostenido por cuatro troncos burdos. Todos ensimismados y en silencio, en un silencio impresionante.

Nadie se inmuta ni parece preocuparse por la presencia de las avanzadas de la civilización representada por la comitiva, a la que no parecen ver ni oír.

En el lecho yace un hombre —¿es realmente un hombre eso? Pálido, de ojos brillantes, llenos de luz, enmarcados por una barba larga y bella, de color gris casi blanco— que respira con dificultad.

Es muy pequeño y está en un lecho que no alcanza a llenar. Mira hacia lo lejos y parece musitar una letanía casi inaudible: —Demos gracias por nuestra evolución diaria. Por la humanización de nuestra vida. Por nuestra cercanía a la conciencia cósmica. Por nuestra próxima dilución dentro del infinito y porque nuestra vida se identifique con toda la vida existente.

—Demos —respondieron todos los circunstantes con gran dignidad.

En ese momento, los grandes de la política, vestidos con elegancia apropiada para el sitio y la temperatura —seda y cascos para el sol y el polvo— empezaron a disponer todo el espectáculo: los fotógrafos alistaban sus cámaras, visualizaban los mejores ángulos y disponían a retratar a aquellos seres junto con los importantes de la comitiva.

Los habitantes de aquella explanada parecían desconocer todo lo que ocurría. Seguían viendo fijamente esa figura flaca y de ojos como carbones que ardían de fuerza, de alegría y de ira.

Toman fotografías. Componen grupos. Arreglan videotapes. Se acercan a los hombres y tratan de hacerlos hablar. Emplean un lenguaje cortés al principio que va cambiando a áspero e imperativo ante la nula respuesta. Usan un poco de la fuerza y los movilizan primero suavemente y luego con toda libertad: —ahora por aquí, un poco más allá, vea en esta dirección, haga como que está interesado y gustoso de estar junto al SEÑOR. —En fin, todo lo sabido e ignorado que ocurre en esos casos.

El hombre del lecho sonreía bondadosamente, siguiendo con la vista el espectáculo. Se oyen las frases de rigor; «el SEÑOR, alguien, por primera vez va a ocuparse de ustedes; tendrán acceso al usufructo de la labor revolucionaria»… sigue un bordoneo incansable, fatigoso, rítmico que penetra en los oídos hiriéndolos intensamente.

Luego uno de ellos, micrófono en mano, se dirigió al lecho y le dijo al anciano: «el SEÑOR desea saludarlo, estrechar su mano curtida por el trabajo honrado y después dirigir una corta alocución. ¿Comprende usted?» —Éste movió la cabeza afirmativamente.

El personaje se colocó a su lado, frente a las cámaras que estaban listas, atrás de los infelices con quienes iba a charlar y les dijo:

—Compañeros, me toca en suerte ser el primero que los visita y se entera de sus problemas. Debo ocuparme de la solución de los mismos y de la incorporación de ustedes a la marcha siempre ascendente de la patria. Su redención es mi tarea, ya que nadie se ocupó de ustedes con anterioridad. Debemos hacer llegar los resultados de las luchas revolucionarias hasta estos lugares alejados de todos los auxilios. Toda esta miseria va a terminar de ahora en adelante. Les ofrezco que no omitiremos sacrificio alguno, para hacerles sentir que la patria no los olvida. Haremos todo lo que haya menester para mejorar el estándar de vida y desarrollaremos una lucha implacable contra los acaparadores…

Aquí se enfrió un poco la cosa, alguien le dijo algo al oído y él asintió, un poco turbado…

—Les prometo que si el sentir de la mayoría me lleva al triunfo, fundaremos aquí una escuela. Haremos llegar hasta este lugar la salubridad para una vida menos difícil. Construiremos un pequeño hospital y facilitaremos los créditos necesarios para que cultiven la tierra y sus hijos puedan lograr una vida mejor… No olvidaremos las vías de comunicación y propugnaremos, en una palabra, porque ustedes tengan de aquí en adelante una vida digna.

Los que oían no parpadearon. Se quedaron atónitos, sin saber qué hacer. Hacía mucho tiempo que no hablaban entre sí. Sólo escuchaban el canto de las aves y el murmullo del viento, el trueno del relámpago y el agua azotando los techos; el aullido de las fieras.

La belleza de las palabras que habían oído, la hermosura de su contenido, no significaba nada para ellos y por lo mismo no tenían forma de responder. Los aplausos de los paniaguados contaminaron el aire estruendosamente.

El anciano trató de incorporarse y no lo logró al primer intento. Con mucho esfuerzo se enderezó y logró bajar los pies que colgaban por el borde del lecho. Estaba hinchado y se podían apreciar síntomas carenciales. Apoyó un pie y luego el otro, se empujó y logró ponerse absolutamente erecto.

Miró a los que lo rodeaban. Se dirigió a un tronco de árbol cercano que le daba sombra a un burro viejo; lo acarició, lo jaló de una oreja y caminó con él hasta colocarse frente a los porfiados revolucionarios. Clavó su mirada en el SEÑOR y le dijo:

—¡Hola!, ¿cómo estás?

Si hubiera caído el Papa con su mejor traje de un árbol cercano, no habría causado tan fuerte impresión como esas tres sencillas palabras del mono barbón.

El silencio cubrió todo el campamento. Se paralizaron las cámaras y los manipuladores; todo quedó en receso.

—¿Todavía manejas la Cámara? ¿Qué carajos vienes a hacer hasta mi guarida? ¿No habrá sitio en el Universo a donde no me alcance la lepra de la política?

—No puedes quejarte del sitio que elegí para no encontrarlos más. Pero tú has venido hoy a mi cubil y despertaste un sueño adormecido que yo creía muerto. ¡Lástima por ti y lástima por mí! Ahora me vas a oír. Y aunque esta bola de castrados se callen, cuando salgas no podrás controlarlos, son demasiados para guardar silencio.

—Sabes perfectamente que el sentir de la mayoría ya te llevó al triunfo. Ustedes son la mayoría y ya eres. No fundarás una escuela aquí. Tampoco harás llegar la salubridad, no habrá hospital. Los créditos te los regalo. Las comunicaciones serán a través de gestos porque no habrá vías. Tampoco habrá vida digna. ¿Sabes por qué? Porque es demasiado el costo para esta pequeñísima comunidad de diez viejos monos como nosotros. Las obras no dejarán un porcentaje apreciable para un futuro dueño del país.

—Olvídanos y lárgate. Para nada necesitamos de tus promesas vacías y molestas. Te exhibes. Nosotros sí vemos que estás desnudo y que tu traje maravilloso es un mito. No nos llega la hipnosis.

—Te has mandado preparar un circo digno de ti. Tú, salvador de esta tranquila aldea oculta en la inmensidad de la miseria de un país, ¡que te merece!

—Ya se encargarán los macacos que te acompañan de arreglar y cortar películas. Harán del camino abierto por los taladores que destruyen la labor de la naturaleza para hinchar sus bolsillos, de esa herida abierta en la carne noble del bosque, la senda peligrosa e intransitable por donde el hijo de la Revolución, ignorando molestias y sinsabores, logró… ¡tú lo lograste!, ¡viniste a mí!, ¡a salvarme de la mugre, del hambre, de la enfermedad, del analfabetismo!

—¿Te atreverás a sostenerlo frente a ti mismo? ¿Les dirás quién soy? ¿A quién salvaste?

—¿Lo dirás, Jesucristo agorgojado?

—Bendita locura ¡ven a mi! Te quiero toda para mí sólo; para Alí, mono egoísta y absurdo… el maldito.

Se calló de pronto y su mirada pareció perderse. Se ausentó totalmente y permaneció mudo. Emanaba de él una sensación de soledad intensa, de quien está solo consigo, dentro de sí. Empezó a caminar hacia arriba, al mundo de los coyotes y las alimañas. Marchaba pausadamente. Parecía que el cansancio había desaparecido, y la hinchazón de las piernas ya no le pesaba. Ya no existía nada para él sino una meta allá en lo alto. Solo y finalmente llegando a su propio encuentro. Sentía como si alguien —él mismo— lo estuviera esperando allá, para recibirlo y decirle: ¡bienvenido, por fin llegaste!

El sol le daba de frente. Ampliaba su figura hasta hacerla irreconocible y extraña. Una alegría lo nutría paulatinamente. El cuerpo le pesaba cada vez menos, como si se levantara del suelo. La gente permanecía muda en la explanada, observaba asustada un fenómeno absurdo: no caminaba sobre el suelo; parecía haberse levantado y avanzaba por el aire a corta distancia de la tierra.

Molestaba la vista de quienes pretendían fijar su imagen. Ágil, seguro de su camino, iba al encuentro de su nuevo interior que aguardaba allá, a lo lejos; iba camino de convertirse en hombre puro, naturaleza, cosmos.

Sus ojos irradiaban una luz extraña; una alegría intensa que denotaba una capacidad enorme de amar, de adentrarse en el Universo y dejarlo penetrar sin miedo dentro de él. De diluirse totalmente volviendo al momento original.

El contorno de Alí se difundió hasta perderse en el panorama, confundido con la nube, con el sol. Carente ya de nitidez, desapareció, sueño y espíritu rumbo al infinito.