Iba por la noche caminando bajo la mirada indiferente de las estrellas. Nada se movía y podía escucharse la ausencia total de sonidos. Todo parecía solo y yo iba sin saber a dónde y por qué. Aparentemente seguía una orden de alguien que me necesitaba con urgencia.

Todo parecía extraño aunque conocido. Estaba seguro que había estado ahí o lo había leído en alguna parte, pues me era familiar aquella llanura cubierta de césped húmedo, todo verde y bien cuidado. De vez en vez podían verse árboles de abundante follaje y desconocidos para mí; quizá había cedros anchos como paraguas abiertos a medias; otros parecían piñones de copa solitaria y lejana, llamados snáubar. Pero ¿qué hacía yo ahí, en ese paisaje ajeno a mi horizonte habitual? ¿Cómo había llegado a ese sitio? ¿Qué estaba pasando?

Pensaba y trataba de situarme. La noche olía a tierra húmeda, a orégano y yerbabuena. Podía escuchar el canto de los grillos y, estaba seguro, ¡sí!, estaba seguro: ¡ahí había víboras aunque no pudiera escucharlas!

Qué tontería, ¿por qué tenía que haber víboras ahí?

Recordé una noche de cacería hacía muchos años, en que no tuve la fortaleza de negarme a acompañar a quienes gozan matando animales. Encontramos una víbora atravesada en una especie de canal de riego; estaba dormida mientras digería un conejo o algo que había deglutido entero, porque a cierto nivel se la veía engrosar desproporcionadamente. ¿Veinte tiros inexpertos? Perdí la cuenta y fingí que no tenía importancia, que se trataba de reptiles ponzoñosos y que sus convulsiones no me producían ningún dolor.

¡Caramba! ¿Cómo no me había dado cuenta? Ahora reconocía el lugar, como si alguien me lo hubiera dicho al oído: Mesopotamia, entre el Tigris y el Éufrates. ¡Sí, tenía que ser eso! Pero, ¿qué hacía yo allí?

De pronto me pareció ver dos luces; al aproximarme los reconocí. ¿Pero era posible? Enormes, barrigones y asexuados, dos tipos armados con espadas flamígeras que alumbraban el camino, estaban junto a una especie de puerta y parecían invitarme a pasar. Los que yo recordaba haber leído eran fieros y no dejaban entrar. ¿Habrían cambiado la guardia?, ¿las cosas?

Amablemente me indicaron que podía entrar. Insinuaron, con una sonrisa, que eran amigos y que me esperaban. Entré con miedo, interés y alegría. Empezaba a orientarme en el tiempo, aunque no estaba seguro que también en el espacio. Ese sitio, no había duda, era de donde me habían echado hacía mucho tiempo; entonces había sentido frío, vergüenza y gran temor… Aún sentía en mi boca aquellos labios cálidos y recordaba la sensación de seguridad, valor y coraje, de fuerza e independencia, después de hacerla mía. ¡Cosa única aquella!

Ahora caminaba pausadamente, una gran calma me invadía. Percibía agudamente el olor de los arbustos que formaban valla: rosas, heliotropos y clavos embalsamaban el ambiente que casi podía tocarse.

De pronto oí un ruido a mis pies y me percaté que se trataba de una serpiente que parecía interesarse por mí, por verme y hacerse notoria; me llamó la atención algo más: el olor penetrante de las axilas de alguien que yo conocía muy bien; ¡era para enloquecer todo eso! No podía ser más que ella, Eviana, que ahora se me aparecía de la manera más extraña y sin previo aviso, y ¡qué atuendo llevaba!

—¿Me conoces? Soy la que te liberó de tu padre y te mostró el camino de la independencia y la madurez, ¿recuerdas?

Enrojecí, me pareció estrecho el lugar y sentí calor. ¡Claro que recordaba todo! Claudicante, mentiroso y cobarde, la había dejado sola frente al padre; sin embargo ella me había perdonado y me había dado un retoño de mí mismo, ¡un verdadero milagro!

Cuando yo iba a decir algo, la escena cambió de improviso y me encontré a solas en la oscuridad. Descubrí que frente a mí estaba recostado un viejo. Podía escuchar el ruido de su respiración fatigosa.

—Eres psicoanalista, ¿no es así?

Su voz parecía un eco, se oía cascada, insegura, sin inflexiones, triste, quizá implorante.

—Te hice venir para hablar contigo y pedirte una explicación.

—No podía con mi asombro. Tenía que ser Él, con mayúscula.

—¿No me escuchaste?, ¿no respondes?

Se suponía que yo debía estar aterrorizado. ¿Por qué no ocurría tal cosa? En cambio sentía pena, un intenso deseo de proteger al anciano.

—¿Quiere decirme el porqué de su pregunta? —inquirí con un afán de comportarme siempre como un profesional y devolver pregunta por pregunta.

—Estoy solo, tengo tantas cosas que decir… pero no es fácil encontrar alguien adecuado y capaz de escuchar.

Me di cuenta que sufría una gran depresión desde el momento en que nos echó. Pero… ¿qué digo? ¡He creído todo el cuento y ahora estoy haciendo uso de él!

Era necesario despojarse de todo afán interpretativo, tan perjudicial y tan frecuente como inservible. Me dediqué a escucharlo.

—Yo he sido un solitario desde siempre, sin capacidad alguna de relación, de temperamento colérico sanguíneo, odiado por todos y constantemente solicitado de favores por los medios más diversos, entre los que el chantaje no es el mayor.

—Se me atribuyen con un desparpajo increíble grandes crímenes, favores indebidos, prevaricación, cohecho, nepotismo. Todos hablan en mi nombre sin consultarme. Otros se callan, son los menos y por cierto no los que menos dificultades me causan.

—Algunos dicen que para obtener mis beneficios es necesario ser bueno, comer poco, no fornicar, ayudar a los demás, rezar. Otros suponen que deben amar a todo el mundo, agotar los espermatozoides, comer bien. Hay quienes piensan que la miel es un signo de haberme logrado, la leche y el vino también. Algunos me dan forma de conejo, borrego o chivo; otros me han totemizado y me dan forma en trozos de madera y qué sé yo cuantas cosas más.

—En alguna época me lanzaron los epítetos más crudos. Luego me han endilgado multitud de mujeres. Los atributos que me han conferido han sido de tal variedad, que ha sido una suerte providencial olvidarlos.

Lo que no podían atribuirme directamente lo desplazaban a mis supuestos hijos; ¿recuerdas aquel trabajo de Hércules relativo a las cincuenta vírgenes? ¡Qué imaginación la de tus hermanos!

—Había una razón para tolerar y perdonarlo todo: era universal, ecuménico. De pronto las cosas cambiaron; una tribu de desarrapados se apoderó de mí y me hizo suyo. Tomó posesión de esta cosa que ves, y lo que es peor, inventó una trampa formidable para convertirme en seductor-adúltero y allí me tienes, metido hasta las cejas en los asuntos de los hombres y haciendo piruetas para sostener el equilibrio.

—Pequeños revoltosos, egoístas y llenos de arrogancia. Unidos Propietarios de Dios, hablando con él, dictándole órdenes y condiciones. Seguramente habrás leído mi biografía escrita por ellos y me habrás odiado cordialmente. ¿Cómo no hacerlo al conocer toda mi ejecutoria cruel, despiadada y brutal?

—Uno de ellos, de gran humildad y cierta grandeza, creó un cisma, se decretó pariente cercano mío, consanguíneo, sacándome del clan original de primitivos pastores. Fue un alivio recuperar la libertad aunque limitada.

—Es justo decir que algunos han estado a punto de descubrirme y de acercarse a mí. Ésos son los contemplativos, los místicos que me buscan al través de la acción.

—Unos cuantos se han identificado conmigo y han funcionado provisionalmente con mi aprobación: Buda, Gandhi. Son las pequeñas libertades que me he tomado.

—¿Debo mencionarte la cauda de individuos que hablan interpretándome, de mi parte y en mi nombre? En verso, en prosa, sensual, bárbaro, sádico, amenazante, llorón. Aparezco en novelas de aventuras, en cuentos de piratas; soy el héroe de relatos pornográficos y de cuentos de crueldad insuperable. No sé cómo he podido resistir la pena, la vergüenza, el disgusto, la cólera, la frustración…

—Si tuviera que describirte exactamente lo que soy, lo que me siento, te diría ¡el gran basurero del universo!, ¡la Cloaca Máxima!, ¡el óptimo ejemplar del Síndrome de Cotard![1]

—El atributo que no tolero y me ha causado el disgusto más serio de mi vida: el Santo Niño de Atocha. Te confesaré que también me desternilla de risa, según esté mi ánimo.

—Sentí más mi soledad después de conocer la compañía. Jugando un día a la divinidad —mira tú lo que trae la holgazanería— tomé un poco de tierra mojada que resultó pegajosa y moldeable. Me salió algo raro, asimétrico y frágil. Al secarse se endureció y en cuanto pudo comunicarse conmigo ¡maldita sea la hora! me exigió que le entregara la dirección de todo para construir y crear como yo.

—Elaboré algo que pudiera entretenerlo y que al mismo tiempo que calmarlo, fuera su castigo; hice algo semejante y diferente, que me quedó mejor.

—Tanto, que el hombre no dejaba de seguirla y creo que no ha dejado de seguirla. Desde entonces me dejó en paz y mientras se ocupaba de ella, descansé un poco. Existo para él ocasionalmente; sólo cuando necesita algo que no puede resolver.

—Es un mal agradecido. ¿Recuerdas cómo trataron al que dijo ser mi hijo? Creo que lo mataron por un fenómeno de desplazamiento. ¿Así se dice? Le hicieron a él lo que hubieran hecho conmigo si me tienen a su alcance.

—Te decía de aquella pareja: una ocasión, quizá atraído por su olor, él se aproximó hasta tocarla, cayó sobre ella y algo sucedió. A partir de entonces caminaban cada vez menos y se alejaban cada vez más de mí. Cada vez era más áspero en su trato conmigo y noté que empezó a verme con lástima; había algo burlón en su mirada, como que le divertía mi perplejidad.

—Un día me abandonaron riéndose en mis barbas. Lo que sigue ya lo conoces; él mismo se ha encargado de escribirlo: tonterías, barbarie, atrocidades. Ha complicado las cosas hasta hacerlas insoportables. Pero a ella le sigue siendo fiel y ella fiel a sus movimientos. ¡Nunca más creeré en nada!, fue bastante. Desde entonces perdí la paz. Se ha multiplicado de día y de noche, con sol y lluvia, en verano y en invierno; siempre está pidiendo algo, exigiendo más, nunca se conforma y cada vez se vuelve más imperativo.

—Emplea el soborno, el cohecho, la amenaza y la lisonja. Conoce miles de trucos; casi no descanso ya que el único día que me concedí de reposo, al imitarme, creó un conjunto de nuevos problemas que llenan ese tiempo. Ni el sábado respeta ya.

—Estoy solo, con una soledad aterradora. No quisiera acabar con él porque, ¿qué haría entonces? Su ruido de moscardón me molesta pero me da la ilusión de compañía. Para que se modere he corrido la voz de Satanás y otras patrañas, pero pronto se recupera y como se siente inmortal ya no teme más.

Todo lo que te digo es muy desordenado.

—No te preocupes, es la mejor manera de hacerlo, sin censura. Pero ¿qué hice?, yo, ¡tuteándolo! Pero es que se veía tan desamparado, tan impotente.

—Estoy confuso y se me ha olvidado para qué te necesitaba…

—No hay prisa —respondí— tengo todo el tiempo necesario.

—No lo creas, no tenemos tanto tiempo; éste es fugaz en la forma de comunicación que he elegido. Quizá valga la pena proseguir con libertad y decirte lo que estoy pensando: yo no comprendo al hombre. Me parece un ser absurdo, paradójico y loco; ¡ahora recuerdo!, para eso te hice venir. Entiendo que eres psicólogo y que conoces las motivaciones del hombre. Eso que se llama inconsciente y que se le conocía con otros nombres: alma, espíritu, infierno y cielo. Necesito tu ayuda para entender algunas cosas y adaptar mi conducta a ellas. Por ejemplo, ¿por qué salvan a tanta gente por medio de la ciencia, en la que se han afanado tanto y después matan a un número mayor, desintegrándolos? ¿Por qué existe el boxeo en los países llamados civilizados? ¿Por qué los grandes investigadores me invocan cuando se estancan? ¿Por qué si creen en el infierno se portan así los católicos? ¿Por qué algunos conglomerados humanos me han postergado, poniendo en mi lugar a una mujer?

—Mire usted, es una avalancha de preguntas; el hecho de que una pregunta sea fácilmente hecha, no implica que la respuesta sea igualmente fácil. Tiene usted muchas dudas y por lo que puedo observar, le quedan muchas por exponer.

—Asi es, hay una enormidad de ellas; semejantes a las que ustedes me hacen todos los días y que como verás hoy, no tienen respuesta fácil. Hay cierta reciprocidad en mi actitud inquisitiva, con una diferencia: se trata del inocente que no sabe por qué se le atribuyen tantas cosas que, precisamente, ahora me interesa dilucidar.

—Sufren ustedes una especie de enfermedad —supongo que tú y tus colegas ya le habrán colocado nombre—, que consiste en sentirse hijos predilectos míos, únicos; parecen príncipes consortes injertados de primadona. El universo termina donde termina la piel de cada uno, y todo lo que ocurre en el cosmos, todo, lo interpretan en relación con el hombre; poseen de verdad una seria e intolerable petulancia.

—¿Podrías explicarme el hecho de que un individuo se atreva a destruir animales que se llevaron mil millones de años para principiar a existir? Todo para mostrarlo, muerto ya, relleno de trapo y colgando de una pared.

—Dime algo más, ¿qué clase de diagnósticos hacen ustedes? ¿Por qué consideran loco al que se desnuda en público, insulta a su madre, se alucina y delira? ¿Por qué no juzgan así a quien disminuye el peso de los alimentos, desata guerras, arroja millares de sacos de café al mar, sostiene el precio de los víveres destruyéndolos y acumula cantidades astronómicas de dinero? ¿Qué han hecho con la Creación? ¿Qué con la vida? No crees —me dijo dulcemente— ¿que son un aborto de humanidad? ¿Que cualquier padre se sentiría profundamente avergonzado y culpable por la procreación de tales monstruos?

—Yo no soy como piensan ustedes, cobardes y estúpidos, el culpable de los desastres que suceden constantemente. No lo soy evidentemente, porque ustedes me crearon a mí, me dejaron solo y luego quisieron que yo les resolviera todos los problemas que provocan por la incapacidad de razonar que sufren. Me lanzaron al infinito como si fuera un astronauta, me atascaron ahí y me atribuyeron lo que había en fermento dentro de cada uno. Luego olvidaron la labor de mejoramiento y de búsqueda de su propia virtud, ¡era más fácil pedirme y culparme!

—Conmigo ha sucedido exactamente lo contrario; como se separaron de ustedes, he podido evolucionar sin el contacto con los seres humanos, que se reproducen con tanta facilidad y sin merecerlo. Solo, he cobrado vida y he llegado a existir finalmente. Ha resultado entonces algo paradójico: me formaron con la utopía de su virtud, me pusieron en órbita, y se quedaron sin mí. Parecía que eran rebeldes y que valían la pena; ¡no!, perdieron el rumbo y ahora ya no saben quiénes son ni lo que quieren: están ausentes de su naturaleza original. Yo conservo algo por mi aislamiento, ¿no es absurdo todo? ¿Quieren acaso crear un género nuevo? ¿No se encuentran suficientemente interesantes? ¿Desean un homo absurdus? ¿Tanto se desprecian y se odian? Finalmente, por qué, si éste no es suficientemente bueno y adecuado ¿no crean un nuevo Dios?

—Pero si a usted se le atribuyen omnisciencia, omnipotencia y omnipresencia.

—Pamplinas inventadas por los homínidos. Han tratado de darse importancia haciéndose pasar por hijos y luego por enemigos, héroes, protegidos, etcétera.

—A propósito, ¿podrías decirme por qué inventó el hombre la homosexualidad? ¿Por qué lo que para mí constituyó un juego lo han dramatizado hasta convertirlo en tragedia?

—Tú sabes que Platón intentó un gobierno en una república ideal, gobierno de filósofos: yo pensé en la posibilidad de un intento con un nuevo género: los psicoanalistas. Pero como soy realista quise enterarme directamente de la clase de personas que son; ¿puede confiarse en ustedes?, o es que no se puede dar tal oportunidad a quienes —como se dice en alguna parte— no curan ni un pulque.

—¿Te interesa saber por qué pensé en un grupo tan extraño? Me dije: si el hombre tiene en su inconsciente cielo e infierno, si fue de ahí mismo de donde yo nací, si fue capaz de producir una figura como la mía en alguna época de su evolución, quienes sean expertos en la búsqueda de las profundidades quizá puedan encontrar la fórmula para extraer la bondad y nobleza y lograr así la prosecución de la virtud, de la perfección humana. Ahora bien, si ustedes son teóricos y lingüistas la experiencia irá al fracaso.

—Vamos por partes: usted desea hacer cosas y hace preguntas. Empiezo por decir que todo está de acuerdo con la opinión preformada que existe de usted.

—No puede estarlo; la idea que se tiene de mí es completamente falsa, tiene ribetes de infundio. Yo no existo originalmente; soy un producto elaborado que ha tomado cuerpo y que no vive per se. Sin el hombre sería yo como una fantasía, un contenido delirante de una parafrenia fantástica; que se ha liberado, se ha estructurado tomando carta de existencia. No necesito ya del loco que me creó, en una palabra. Debo haber estado sujeto a numerosas creaciones siempre en relación con mis hacedores. Se proyectaron en mí diversas cualidades y diversos aspectos negativos. Los primitivos me concibieron como ellos: cruel, vengativo, fuerte, todopoderoso, lleno de pasiones humanas. Lograron construirme hasta después de varios intentos para obtener un hombre-dios-fuerte.

—Digo hombre-dios-fuerte porque antes de una figura masculina debieron tener diosas mujeres. Puedes imaginar fácilmente por qué ellas fueron muy importantes: daban la vida, alimentaban, proporcionaban linaje, protegían y daban amor. En una época fueron los elementos más importantes biológica y orgánicamente.

—En un momento todo cambió. El hombre la dominó y se hizo cargo de todo lo valioso; entonces tuvieron la necesidad de crearme y desde ese instante soy muy importante.

—Así y todo, ellas han mandado siempre, aunque desgraciadamente no en los aspectos que nunca debieron dejar: la guerra, la justicia y otros más que omitiré para no enojarte.

—¿Qué te parece la pretensión de tus congéneres? Ella es secundaria, no desciende de Dios sino ¡de él! Para comenzar la colocó en segundo plano. Luego se supone que ella lo incitó a tratar de ser igual a mí; yo lo castigué cruelmente y sin razón, de la manera que habrás leído. Ciertamente me atribuyen muy poca inteligencia.

—Lo ocurrido fue que ambos se desearon y se distanciaron de mí, lo que ocasionó trastornos en la vida infantil, donde lo tenían todo y nada les causaba preocupación, responsabilidad o trabajo. Es fácil pensar que quisieron simbolizar la independencia, la necesidad de valerse por sí mismos. La unión sexual los hizo madurar, los convirtió en adultos.

—Habría sido inútil mi vida y yo inexistente si las cosas hubieran proseguido igual. Cuando ya no satisfacía sus necesidades, hube de cambiar y me agregaron atributos. Admiro a aquellos que mejoraron mi figura: Noé, Abraham, Job, Moisés, Isaías, Oseas y Jonás. Eran rebeldes y me obligaron a comprometerme a ciertos cambios y modificar mi concepto de justicia, de castigo, de la desigualdad entre los hombres y yo. Querían razonar y comprender; no aceptaban inferioridad alguna. Insuflaron un poco de dignidad a mi vida. Empecé a sentir que vivía o que sería posible algún día existir justificadamente, concretándome, dejando de ser una abstracción.

—Cuando han aparecido ciertos personajes he abrigado grandes esperanzas, he sentido que tenía sangre en mis venas y la he oído latir con la fuerza necesaria. Sócrates, ese viejo feo, casado con una horrible mujer, oye, ¿sería masoquista?, ¿sufriría ese asunto de transferencia? Laotse, simpático, inteligente, sabio: «Sólo sé que no sé nada.» «Algo puede ser y no ser simultáneamente.» No es mucho pero es importante y básico. Viejos sabios y buenos, ¡siempre quise ser así!

—Buda, el panzón admirable, percibió poco: vejez, enfermedad y muerte; pero las sintió hondamente. O como dirías tú, erlebnis, vivencia, insight, cenestesia, amor visceral de Tata Vasco.

—Juan de la Cruz, Meister Eckhart, Francisco de Asís… contemplativos y actuantes, ejemplares raros de la humanidad. Estoy formado, un poco, por todos ellos; cada uno ha dado algo a mi estructura, me han sostenido y conformado. Sin ellos habría muerto antes de haber sido, o sería una imagen trivial y absurda; nunca habría logrado salir del Génesis y de mi armazón idolátrica, ¡qué pena!, nunca habría pasado de perico perro, peleando siempre con los hombres, destruyendo a mis enemigos, inundando la tierra a cada rato. Seguiría siendo hombre y de los malos.

—Todos los intentos de tonificarme me ayudaban parcialmente, pero no lograban que tomara una forma determinada de seguridad en cuanto a mi propio valer. Era yo una masa informe que no cobraba cuerpo, que no podía sostenerse en pie, para que me entiendas. Con el tiempo las cosas cambiaron y la esperanza renació pero te aseguro que no fue fácil. He sufrido lo indecible durante la época de prueba; una ansiedad constante y enormes dudas me acecharon respecto de mi propio nacimiento y confirmación.

—¿Recuerdas tu emoción, tu angustia, mientras el jurado deliberaba durante tu examen profesional? ¿Mientras esperabas un veredicto sobre la malignidad o no de una biopsia? ¿Cuando desconocías la reacción de una potencia mundial frente a otra, después de un agravio serio, en esta era atómica?

—Eso me ocurrió en grado infinitamente mayor, cuando supe de la existencia del Hijo del Hombre. Muchacho de Galilea, de extracción dudosa y oscura, de vida anodina al principio y de intensidad increíble después. Nunca he sufrido tanto como en ese tiempo. ¡Cuando comenzó a decir que era hijo mío!, cuando fue buscando deliberadamente el dolor y el sacrificio. Cuando hablaba oscura y confusamente sobre lo que le deparaba su padre y animaba a los otros a seguirlo, a dejar todo, a empobrecerse y a seguir su camino. Nadie había usado una táctica semejante, un lenguaje parecido; comenzó mi martirio, ¿sería verdad?, ¿era ése el hombre que iba a comprobar mi existencia?, ¿me daría la vida que yo ansiaba y que parecía no llegar nunca?

—¡Qué años aquellos! Los recuerdo y vuelvo a sentir un hormigueo, me sofoco y parece que me ponen una plancha en el corazón. ¡Entiéndeme!, yo me sentía como un fraude, al margen de la honradez y la justicia, una mentira burda y grosera. Nunca tuve la oportunidad de explicarme con nadie, de defenderme. Nadie ha sido tan denigrado y tan inmerecidamente adorado; nadie con tan nula posibilidad de expresar su dolor y su indignación, su cólera ante el mal trato y las adulaciones. ¡Nadie tan impotente como yo!

—Extraña figura la del galileo… ¿Creerás que la desprecié durante los primeros años? Toda esa historia de su nacimiento, la anunciación, su sabiduría precoz, ¿era un niño catedrático?, tímido, sin alegría y dedicado a los libros; lo odié encarnizadamente, me parecía un farsante, una creación como yo, sacado de la nada, exhibicionista y con intereses bien orientados y utilitarios. No comprendí que para que los hombres creyeran en Dios era preciso que alguien de carne y hueso merodeara entre ellos y remozara la fe para que obtuviera su privilegio quien vivía de ella, ¡yo!, qué sé yo todo lo que pensé entonces. Creí que acabaría como todo lo anterior y estaba muy disgustado; era iconoclasta y veía la truculencia de la existencia de Jesús. ¡No me dejaría engañar una vez más!

—Fui cambiando poco a poco: ¡amor!, ¡amor! era el grito de Jesús. Valía la pena considerar una doctrina que no reconocía límites en el amor. Comencé a interesarme en lo que vendría; ¿se trataba de un predicador tan sólo?, ¿por primera vez un individuo estaría dispuesto a vivir lo que predicaba, pasara lo que pasara?

—En tantos siglos instalado en la mente del hombre, en su inconsciente, donde tú quieras, me han defraudado grandes doctrinas que han carecido de la firma final: la disposición a sostener lo que se cree y por lo que se vive incluso con el martirio y la propia muerte.

—Me resultaba extraña su actitud hacia las mujeres que lo amaron tanto a pesar de que jamás se ocupó de ellas eróticamente; me sorprendía que permanecieran a su lado, fieles e invariables, y se hicieran solidarias de su doctrina revolucionaria y heterodoxa. Había en él la emoción pura, el amor crudo y sencillo de un ser humano por otro, fuera quien fuera. ¿Qué puede objetarse a una doctrina de tal fuerza? Acepta hasta al mercenario de Magdalena quien se purifica tal vez con ese acto de amor. Me gustan las gentes que aman. El antídoto contra todo envenenamiento humano es el amor.

—Me era difícil aceptar que fuera excepcional un hombre casi analfabeta, que nunca escribió nada, que repite lo transmitido, que no muestra su erudición. Traté de tomar las cosas con calma pero no fue posible; me concernía cada vez más el asunto para verlo tranquilamente. Estaba pendiente de cada uno de sus pasos, de cada frase suya, lo seguía permanentemente y bebía sus palabras pesando cada uno de sus actos; me convertí en una especie de fiscal diabólico: a todo le hallaba un pero, una explicación deprimente y utilitaria. Desmenuzaba todo y recurrí a la palabra sugestión muchas veces, hablé de teatralidad, dramatismo, arrogancia, y le endilgué muchas otras designaciones; pero nunca pude achacarle insinceridad, mentira, maldad. ¡No le quedaban a él ni a sus actos!

—La incertidumbre era cada vez mayor y mi responsabilidad aumentaba: si todo terminaba como de costumbre, las cosas seguirían como siempre, una horrorosa calma y mi pasividad resignada después de la gran decepción. Pero, ¿y si las cosas marchaban mal?, quiero decir ¿bien? ¿Cuáles serían mis obligaciones en lo futuro? Al adquirir patente de identidad devendría un ejemplo a imitar y tendría que transformar mi actitud. ¿Haría yo un papel satisfactorio?

—Recuerdo como la peor pesadilla aquellos momentos de prueba… Cuando fue tentado por Belcebú después de un ayuno de cuarenta días con sus noches, él, poseedor único de la responsabilidad que el Bautista, ya muerto, había depositado en sus manos y quedaba como único sostén de la fe. Debilitado, temeroso, ¿podría resistir la prueba?

—Yo no tenía medio alguno para ayudarlo, ningún recurso susceptible de ser empleado para fortalecerlo, para sostener su determinación. Toda ocasión hacía más peligrosa mi existencia, él podía claudicar en cualquier momento.

—Y el terror, la paranoia, si quieres, se apoderó de mí con aquella seguridad que ponía en su padre: «El que me ha visto, ha visto al padre; ¿cómo pues, dices tú: Muéstranos al Padre?» «¿No crees que yo soy en el Padre, y el Padre en mí? Las palabras que yo os hablo, no las hablo de mí mismo; mas el Padre que está en mí, él hace las obras.» «Yo soy la vida verdadera, y mi padre es el labrador.»

—Identificándose conmigo, fortaleciéndose conmigo, obteniendo de mi existencia (?) una fuerza tal; ¿imaginas mi temor? ¿Cuál padre? ¿Cuál sostén? Me convencí entonces de su grandeza, fundada en sí mismo. ¡Qué paradoja!

—«No sólo de pan vive el hombre.» «No tentarás al Señor tu Dios.» «Al Señor tu Dios adorarás y a él solo servirás.» Todo se oye tan fácil, tan firme, desde allá; pero ¿qué me dices desde acá, donde yo estaba?

—No descarté la posibilidad de que, a medida que ganaba terreno, adoptara una actitud petulante y se identificara con Dios. ¿Te das cuenta de la intensidad de narcisismo, como dicen ustedes, que podría producir en cualquier hombre una situación de esa naturaleza? Pues también resistió sin deterioro. Quizá hubo algunas pequeñas insinuaciones que hacían pensar que tomaba cuerpo en él la idea de su propia importancia; pero a fuer de justos, debemos reconocer que no valían la pena comparadas con la labor que se había echado a cuestas.

—Menudearon latigazos en el templo y predicaciones a pesar de su escasa erudición. Ya para estas alturas yo deseaba vivir, ya sentía la vida fermentar dentro de mí. Parecía que estaba ligado a él, que de su vida dependía simbióticamente, que me transmitía su vitalidad. Los sentimientos de culpa derivados de mi existir espurio aminoraban y tendían a desaparecer.

—No era fácil entender a Jesús; me puso a cavilar largamente con su exposición de los eunucos: «Porque hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre; y hay eunucos que son hechos eunucos por los hombres; y hay eunucos que se hicieron a sí mismos por causa del reino de los cielos; el que pueda ser capaz de eso, séalo.» Eso me confundió, no se parecía en nada al primer hombre que se me atribuyó. Eran tan diferentes sus enseñanzas, que no parecían tener punto de contacto con todo lo sabido. ¿Qué sucedía con él? ¿Pensaría que la mujer le restaba fuerza al hombre? O bien, ¿le molestaba que la mujer fuera sorda y que cada vez que un hombre le pedía que se sentara, ella se acostaba?

—¿Y qué me dices de la blandura de sus discípulos? ¡Qué incapacidad para comprenderlo y para hacer algo por su cuenta! Le resultaron pobres diablos de mentalidad limitada, de escaso valor, llenos de necesidades biológicas e incapaces de elevarse un poco. Además cobardes hasta lo increíble; llenos de dudas, se convirtieron en subalternos que nunca pusieron en tela de juicio la grandeza de su maestro; ¡claro!, tampoco eran rivales de calidad para su figura.

—Abandonado por todos, lo hacían sufrir intensamente y con refinamiento sádico: tuvo que resucitar muertos, curar a ciegos y leprosos, aliviar metrorragias, hacerla, pues, de taumaturgo; fabricar vino y pan simultáneamente, organizar cenas asombrosas por su cantidad y urgencia. Asistir a banquetes, echar a los mercaderes y resolver problemas burocráticos frente al poder secular del César. No creyeron en él a pesar de que todo lo realizó; pero además, lo hizo porque ya no creían en Dios, que no tenía nombre, ni forma, ni podía hablarse de él, ni era necesario… Todo fue irónico, cínico, cruel.

—Pero lo más grave es la certidumbre a la que tuvo que llegar: la inutilidad absoluta de su sacrificio, lo absurdo de su crucifixión, la disolución total de su obra.

—Muchas veces me he preguntado en qué consiste la grandeza de Jesús y no es fácil encontrar la respuesta, a menos que admita el siguiente hecho: llegó a ser Dios. Pero ¿cómo puedo decir yo esto? Llegó a ser Dios. ¡Qué difícil afirmación!

—Yo soy una hipótesis con que la humanidad ha tratado de sostenerse, de sustentarse en su necesidad de ideales y de esa manifestación de enajenación o extrañeza. Es Jesús quien llegó a la realización de esa hipótesis; la convirtió en realidad y le dio carta de identidad a una imagen como es la mía, inventada y tomada de la nada. A él le tocaba darme vida o enterrarme definitivamente.

—Falta un punto por aclarar: ¿qué papel juega la mujer en todo este asunto?, ¿por qué hay que obligar al hombre a ser asceta? «Hacerse eunuco por causa del reino de los cielos; el que pueda ser capaz de eso séalo.» Significa esto que para que el hombre vuelva a ser como Dios ¿debe retornar a su condición original?, ¿con la costilla dentro?, ¿debe ausentarse de la mujer y quedarse solo, prístino, frente a Dios?

—Para finalizar y dejarte satisfecho y tranquilo espiritualmente vuelvo a decirte que Dios no existía. Recuerda que Dios soy yo y que no lo fui hasta que Jesús se consumó. Todo lo anterior a él son suposiciones y quimeras. Te dejo el problema para que lo aclares.

¡Éste parecía el lenguaje de Alí y no el de Jehová! ¿Qué ocurre? ¿Por qué ha desaparecido? ¡Ahora me toca a mí decir algo!

La noche había terminado y yo salía del paraíso solo, con un misterio insoluble que no dejaría de acicatear mi conciencia. No podía ser un sueño; todo era claro y de una plasticidad inigualable. Las ideas permanecían grabadas en mi mente pero no podía saber si fuera de mi inconsciente eran verdaderas. Caminé lenta y tristemente. Me parecía que nunca podría asomarme al misterio de las cosas de manera satisfactoria. ¿Habría, por otra parte, un misterio?, ¿una verdad sola? O bien, ¿todo era una lucha de verdades a medias, paradojas y antítesis? ¿Con qué derecho pedir más?

A lo lejos, al fondo del camino sombreado de antiguos árboles, estaba Napoleón Alí. Sonreía mefistofélicamente. ¿Nunca terminarían mis complicaciones? ¿Me habría dado algún bebedizo mágico?, ¿pentotal sódico? Me molestó su sonrisa burlona; parecía un viejo sabio que conoce la razón última de las cosas y se muestra apenado y condescendiente ante la perplejidad que embarga a un pobre mortal.

—Ahora, psicoanalista ingenuo, ¿cómo vas a salir de este enredo en que se han metido tu inconsciente y tú? Debo decirte que me regocija en grande tu turbación, ya que perteneces a esos presuntuosos que parecen tener la respuesta adecuada para cada fenómeno, acción, conducta y pregunta. Pero si te sirve de consuelo te diré que hay una idea tuya que me interesa mucho: «Hay que gastarlo todo y entregar a la muerte tan sólo piel y huesos». Yo agregaría, haciéndole cuernos y una trompetilla.

Efectivamente, me hizo cuernos, me lanzó una estrepitosa trompetilla y desapareció dejando fuerte olor a camello y azufre.

¿Quieres nieve de limón?

Era una voz tierna y dolorida: —Ya terminó todo y saliste muy bien.

¡Esto era una burla! ¿Así es como terminan bien las cosas?

—No te muevas demasiado que puedes caerte; no puedo sostenerte yo sola.

Abrí los ojos y un dolor agudo y terebrante me aguzó el intelecto: me dolía la retrofaringe. Qué manera de propinarle a uno el pentotal ¡como mazazo! Escupí saliva asalmonada y ya estaba en la realidad nuevamente: amigdalectomía sin complicaciones; se inició con anestesia de aplicación endovenosa e intubación posterior. Había vuelto del Tigris y el Éufrates sano y salvo pero confuso.

Alí sonreía burlonamente. —Eres un sangrón; vaya trabajo que dio cohibir la hemorragia de tus vasos obstinados. Por ello tardó tanto la intervención.

Si no hubiera sangrado pude evitarme la entrevista celestial tan preñada de consecuencias para el resto de mi vida.

Eviana estaba ahí, junto a mí, feliz de mi recuperación, a pesar del ojo morado que le había puesto de un codazo mientras me movía bajo el mando de los núcleos subcorticales.

—Que sea el primero… —me dijo—, y el último ¿eh?