Capítulo 4
8 años después
La noche se veía preciosa desde la cubierta del barco. Una luna grande y redonda se reflejaba en el mar y Sergio no pudo evitar acordarse de cuánto le gustaba a Marta ver la luna relejada en las aguas. Si estuviera a su lado recostaría la cabeza en su hombro y juntos contemplarían la línea del horizonte haciendo planes de futuro para los dos.
A menudo se repetía que no se la merecía, su amor, su paciencia, el respeto que sentía por su profesión que le obligaba a pasar largos periodos embarcado y alejado de ella. El más duro había sido el de doce meses necesario para la obtención del título de Piloto de Segunda de la Marina Mercante. Doce meses sin verla ni a ella ni a su familia había sido terrible para él, pero tenía que reconocer que también le había metido un gusanillo dentro que le hacía desear volver al mar después de un periodo en tierra no demasiado largo.
Sabía que el día en que él y Marta formaran una familia eso tendría que cambiar, que no podía criar unos hijos dedicándoles apenas unos meses al año. No era justo para ella hacerla cargar con toda la responsabilidad, pero eso no iba a suceder en un futuro cercano, los dos tenían por delante una profesión que desarrollar y cambiar su situación de pareja no entraba en sus planes inmediatos.
Sacó su móvil y contempló la última foto de su novia, la que le había hecho en el puerto el día que fue a despedirle en este último viaje, que duraba ya casi tres meses. Rubia, con la melena al viento y la sonrisa cálida que siempre le dedicaba. Radiante después del fin de semana que habían pasado juntos como despedida, haciendo el amor a todas horas como compensación del tiempo que estarían sin verse.
Sonrió al recordar la primera vez, en el barco, una cálida noche de primavera, nueve meses después de que empezaran a salir juntos y mientras Sevilla hervía de tradición con su famosa Semana Santa. Tal como se prometieron, habían llevado su relación paso a paso, saboreando cada uno de ellos y él le había regalado una concha como recuerdo en cada ocasión, que Marta llevaba engarzadas en una pulsera de plata. Y había una grande y rota, como recordatorio de la noche que habían perdido la virginidad juntos. Marta tenía una mitad y él, colgada del cuello, la otra.
La tocó con la yema de los dedos y le pareció sentir los besos cálidos, la piel salada de su novia en las manos y en la boca, y se alegró mucho de que el navío estuviera de camino a casa. En unos pocos días estaría con ella, la tendría en sus brazos y la compensaría por la larga espera.
Cuando estaba en Sevilla, Marta se trasladaba a la casa de sus padres en Espartinas y pasaban juntos todo el tiempo que le permitía su trabajo en el bufete Hinojosa. Aunque Inma se portaba bien y trataba de descargarla de trabajo todo lo posible. En esos periodos, se escapaban a menudo a Ayamonte y disfrutaban del barco de Sergio, del mar y de la intimidad, algo difícil de conseguir en casa de los Figueroa. Allí siempre había gente, Miriam todavía vivía con sus padres y el novio de esta que residía en la misma urbanización aparecía con frecuencia. También Manoli pasaba las mañanas en la casa y sus padres solían tomarse alguna tarde libre cuando él estaba en Sevilla.
Estaba deseando que llegara el momento de aproximarse al muelle instalado en el Guadalquivir y ver en el dique a las mujeres de su vida, esperándole. Marta, Susana y Miriam siempre iban a recibirlo, mientras que su padre prefería esperarle en casa con una buena cerveza fría y un abrazo en privado. Nunca conseguía evitar que se le escaparan unas lágrimas y quería mantenerlas en la intimidad del porche.
En pocos días… Sevilla… Marta.
El barco se acercó a Sanlúcar de Barrameda y enfiló la desembocadura del Guadalquivir. En cuestión de unas horas estaría en Sevilla, la preciosa ciudad que le vio nacer y a la que le gustaba regresar después de un periodo en alta mar. Aunque sus padres se habían trasladado a Espartinas, un pueblo de las afueras, cuando nació su hermano Hugo y la casa donde vivían se quedó pequeña para una familia que no paraba de crecer, él se sentía sevillano.
Mientras estaba preparando la derrota, apenas podía contener la impaciencia, parecía que a medida que la trazaba sobre el mapa se iba acercando, milla a milla, a casa.
Había mandado un mensaje a Marta para anunciarle el día y la hora aproximada de su llegada al Puerto fluvial de las Delicias, y estaba casi seguro de que allí se encontrarían tanto ella como su madre y su hermana, a las que solo un contratiempo grave podría hacer que faltasen a la cita.
A medida que dejaban atrás la desembocadura y se adentraban en el Guadalquivir, Sergio iba reconociendo los paisajes familiares y la impaciencia se apoderaba de él. Impaciencia por abrazar a Marta y al resto de su familia, por saborear los guisos de Manoli, las barbacoas de su padre y disfrutar de todo aquello que echaba de menos cuando estaba lejos.
El barco se aproximó al pantalán en un ángulo de veinte grados con el viento de proa, lo que facilitó la maniobra. Sergio, pendiente de la misma, apenas pudo echar un ligero vistazo a las tres figuras que le esperaban en el muelle. Marta a su vez escudriñaba la cubierta tratando de distinguirle entre los otros marineros.
Al fin se lanzaron las amarras y la pasarela cubrió el trayecto hasta la tierra firme.
Sergio fue de los primeros en cruzarla, con el petate al hombro y vistiendo el uniforme azul marino de chaqueta cruzada y perfectamente abotonada, tal y como exigía el reglamento, y la gorra de plato blanca cubriéndole la cabeza.
Marta le identificó al instante y corrió hacia él sin que nadie pudiera retenerla. Siempre se decía a sí misma que guardaría las formas y le cedería a Susana el primer abrazo, pero nunca lo conseguía.
Cuando llegó hasta él, Sergio dejó caer el petate al suelo y alzando los brazos estrechó a su novia con fuerza entre ellos, con la pasión y el amor acumulados durante los meses de ausencia. La levantó en vilo y le cubrió la cara de besos. Ella, colgada de su cuello reía feliz. Luego, este la dejó en el suelo y quitándose la gorra, se la colocó a ella, diciéndole mientras la contemplaba:
—La marinera más bonita del mundo.
Apenas Marta se separó de él, Susana y Miriam se le acercaron. Sergio abrió los brazos y las estrechó a la vez.
—¡Qué guapísimo estás con ese traje azul, hermano! Si yo fuera Marta estaría siempre muerta de celos —comentó Miriam al separarse. Él rodeó los hombros de su novia con un brazo.
—Para mí no hay más mujer que esta preciosidad, y ella lo sabe. Me atrapó con un año por su forma de mover el trasero bajo los pañales, y atrapado sigo.
Marta le dio un golpe suave en el estómago.
—Ya no tengo pañales.
—Pero sigues moviendo el trasero de la misma forma tentadora.
—¡Serás tonto…!
—¡Vamos a casa! Ya me muero por tomarme esa cervecita que me tendrá papá preparada cuando llegue.
—Y Manoli te está preparando un puchero, para compensarte del rancho del barco.
—¡Por Dios que se me van a quitar las ganas de volver al mar!
Las tres mujeres se miraron escépticas.
—Eso no pasará. En unas semanas estarás muriéndote por volver a embarcar.
Sergio pensó que tenían razón, mientras se dirigían al coche de Susana. Miriam se sentó delante junto a su madre y la pareja se acomodó en el asiento trasero. Sergio rodeó los hombros de Marta con un brazo y le agarró la mano con la que le quedaba libre. Mientras Miriam hablaba por los codos contando todo lo acontecido en la familia durante la ausencia de su hermano, este y Marta se lo dijeron todo con la mirada. Cuánto se querían, cuánto se habían extrañado y las ganas que ambos tenían de quedarse a solas. Pero como ya había sucedido en otras ocasiones, eso no ocurriría hasta la noche, después de la cena, cuando ambos se fueran juntos al cuarto de Sergio en la casa de Espartinas.
—Supongo que querrás saber las novedades —comentó su hermana.
—Claro. Estáis todos bien, ¿verdad?
—Sí, hijo, muy bien —respondió Susana—. Todos tenemos buena salud y el bufete va de maravilla.
—Me alegro.
—¿Y Javi? ¿Cómo está?
—Entusiasmado con su trabajo en Maryland —dijo Miriam con pesar. Ella echaba mucho de menos a su hermano mayor y la sola idea de que se hubiera marchado para no regresar se le antojaba muy dura.
—¿No dice nada de volver?
—No lo creo, Sergio, al menos de momento —continuó Susana—. Aquí tiene poco futuro. Quizá con el tiempo, si las cosas cambian en España.
Marta bajó la vista, también ella echaba de menos al mayor de los Figueroa. Javier había terminado la carrera de Medicina y había conseguido una beca de investigación, y a continuación, promocionado por sus profesores, había empezado a trabajar en Maryland en el NCI, el centro de investigación contra el cáncer. Solo aparecía por Sevilla una vez al año, en Navidades. Y Marta sabía que no era solo el trabajo lo que lo mantenía lejos. Cada vez que volvía ella escrutaba sus ojos y él evitaba su mirada tratando de ocultarle los sentimientos hacia ella que todavía albergaba en su corazón. Pero no la engañaba, le conocía demasiado bien. Solo esperaba que con el tiempo Javier llegase a mirarla con la indiferencia con que lo hacía Hugo, quien había superado totalmente el enamoramiento que había sentido hacia ella en el pasado.
—¿Y Hugo? —preguntó Sergio, deseando saber de todos, y como si le leyera el pensamiento.
—Tan follapavas como siempre —respondió su hermana—. Cada vez que paso por Alveares hay alguna mujer que se lo come con los ojos desde el otro lado de la barra.
Hugo había dejado los estudios al cumplir los dieciocho años y había empezado a trabajar en un bar de copas. Y como Miriam decía, siempre estaba rodeado de mujeres; estas se lo rifaban. A sus veinticinco años se había convertido en un hombre muy atractivo, un auténtico donjuán, sin siquiera mover un dedo, porque las mujeres lo perseguían, y él se dejaba atrapar sin ninguna resistencia.
—Tiene una nueva compañera de trabajo.
—¿Ya no está aquella rubia tan tonta?
—Sí, los fines de semana Marieta sigue trabajando allí. Inés es la dueña de Alveares, al parecer lo ha heredado y ha decidido trabajar en el bar.
—¿Y también va detrás de nuestro hermano?
—No lo parece… es una chica simpática y encantadora. No es una de las lobas que rodean a Hugo habitualmente.
—Mejor así.
Veinte minutos después el coche entraba en la urbanización y en el hogar familiar. Fran lo contempló desde la ventana, y como ya era habitual, se dirigió al frigorífico y abrió una cerveza de la marca favorita de su hijo y que no se encontraba en casi ningún lugar fuera de Andalucía. Con ese gesto trataba de hacerse el duro, pero casi nunca conseguía evitar que se le escaparan algunas lágrimas al abrazarle.
La puerta se abrió y Sergio se abalanzó sobre él haciendo peligrar el contenido de las botellas. Se abrazaron con fuerza y la emoción les invadió a los dos, como siempre. Susana les contemplaba con los ojos enrojecidos; ella solía controlar mejor sus emociones en público, pero cuando llegaba a casa dejaba fluir el río de sus sentimientos. Era una mujer fuerte y aguantaba bien las adversidades y los momentos difíciles, pero cuando le pasaban cosas buenas, ya era otra cosa. Fran siempre se había burlado de ella por ese motivo.
—Bienvenido a casa, hijo —susurró Fran limpiándose de un manotazo las mejillas húmedas.
Sergio se giró a su alrededor, buscando a Manoli.
—¿Y la Tata?
—Aquí estoy, mi niño… —dijo la mujer saliendo de la cocina.
Sergio la levantó en vilo, abrazándola también con fuerza. Los años no pasaban en balde y Manoli ya había criado a dos generaciones de chicos Figueroa.
—Para, para, que mis huesos ya no son tan fuertes… —rio la mujer.
La soltó y cogiendo la botella de la mano de su padre, le dio un largo trago y la vació en más de la mitad. El ritual de la vuelta a casa había sido completado.
Miriam abrió el frigorífico y repartió bebidas para todos, que se sentaron en el porche a disfrutarlas y a ponerse al día de lo sucedido durante los meses de distanciamiento.
Ángel, el novio de Miriam, llegó para la cena y luego se marchó a su casa, situada en la misma urbanización.
Apenas terminada la comida, y antes de que se acomodaran en el salón, Sergio fingió un bostezo que no engañó a nadie y murmuró:
—Estoy muerto; si no os importa me voy a ir a la cama.
—Te acompaño —se apresuró a decir Marta, levantándose a su vez.
—Claro que no, hijo. Estarás muy cansado del viaje —concedió Susana con una sonrisa. Realmente los chicos tenían aguante. Fran y ella habrían buscado una excusa mucho antes para estar a solas.
Con cierto apresuramiento, subieron la escalera hacia los dormitorios y apenas la puerta del de Sergio se cerró tras ellos, se abalanzaron uno en brazos del otro y empezaron a besarse.
—¡Creía que no ibas a terminar de cenar nunca! —dijo Marta levantándole la camiseta que llevaba puesta con manos impacientes. Hacía horas que los dedos le hormigueaban de ganas de tocarle. Era mucho más difícil contenerse cuando lo tenía cerca que cuando estaba lejos. Ese primer día de su llegada, en que por acuerdo tácito esperaban a que llegara la noche para irse a la cama, se le hacía cada vez más largo.
Recorrió con las puntas de los dedos los músculos de la espalda, cada vez más duros y marcados por el trabajo del barco, la columna vertebral, algo que siempre hacía que él lanzara un gemido, y se detuvo en las nalgas. Allí afianzó las manos y lo apretó con fuerza contra ella. La erección que sintió contra su vientre la hizo sonreír al comprobar que él estaba aún más impaciente que ella.
Sergio se deshizo a su vez de la ropa de Marta, en apenas un par de movimientos la dejó desnuda y se recreó en su precioso cuerpo lleno de curvas. Nunca se cansaba de mirarla. Todavía le parecía un milagro que ella le hubiese escogido a él entre sus hermanos. Entre todos los hombres del mundo mucho más atractivos e interesantes que él.
—¿Vas a pasarte toda la noche mirándome o piensas hacer algo? —le preguntó ella pícara. Sergio no se hizo rogar y empezó a besarla con pasión mientras la cogía en brazos y la tumbaba en la cama.
La primera vez después de una ausencia solía ser intensa y pasional. Apenas unas caricias previas y solían hacer el amor con fuerza, con esa ansia acumulada en las largas noches solitarias. Acababan enseguida, con la pasión consumida rápidamente en pocos minutos. Las largas caricias llegaban luego, con el fuego aplacado, con el deseo saciado.
Cuando Sergio se tendió al lado de Marta después de aquel primer encuentro de la noche y la atrajo hacia su costado, ella supo que había llegado el momento de las confidencias. Ese momento que esperaba casi tanto como el del sexo.
—¿Qué has hecho durante todo este tiempo? —preguntó Sergio.
—Echarte de menos.
—Aparte de eso.
—He tenido un par de casos interesantes. Uno de ellos todavía está en su punto álgido.
—¿Significa eso que vas a tener poco tiempo para mí?
—Podría ser. Depende de cuánto tiempo vayas a estar en tierra esta vez.
—No más de un mes, creo.
—Entonces me temo que tendrás que compartirme con el señor Casal. El juicio está fijado para finales de mes.
—Eso suena fatal. ¿Atractivo?
—Podría decirse que sí.
—¿Debo estar celoso?
Marta lanzó una leve risita y le pellizcó un pezón ligeramente.
—¡Nooooo…!
Pero Sergio no pudo dejar de pensar que cualquier hombre podía pasar más tiempo con su novia que él, y que eso podría ser peligroso. Que todo el mundo tenía malos o buenos momentos en los que se necesitaba tener cerca a la pareja y que él no podría estar siempre al lado de Marta. Tuvo que reconocer que cada vez que se acercaba a Sevilla un pellizco de inseguridad le presionaba el estómago hasta que se perdía en los ojos azules de Marta y veía en ellos la misma chispa de siempre. El amor de siempre.
—¿En qué piensas que te has quedado tan abstraído?
—En que voy a tener que dejarte muy satisfecha para que no se te ocurra mirar a otro hombre en mi ausencia.
—Me parece bien. Ya estás tardando —dijo deslizando la mano por el vientre de él y empezando a acariciarle de nuevo.
Esta vez se tomaron su tiempo, las caricias se prolongaron durante mucho rato, las manos ligeramente callosas de Sergio recorrieron todos los recovecos del cuerpo de Marta hasta que esta, impaciente por naturaleza, se colocó encima y tomó el mando. Se dejó caer sobre él y empezó a moverse a su ritmo, a veces despacio, a veces rápido, llevándole hasta el borde del orgasmo para detenerse después.
Sergio contemplaba su silueta recortada en la semioscuridad del cuarto moviéndose sobre él y con la luna detrás y quiso eternizar aquel momento en sus retinas para recordarlo cuando estuviera lejos. Marta siguió moviéndose hasta que estuvo también a punto y pudieron correrse a la vez.
Después, se durmieron abrazados, decididos ambos a aprovechar al máximo el tiempo que pudieran estar juntos.