Capítulo 2

Cuando Marta se levantó, el silencio reinaba en la casa. Miró el móvil y comprobó que todavía era temprano. Se desperezó en la cama y disfrutó de la sensación de no tener que levantarse aún. Era muy dormilona, y si algo había echado en falta en Londres era horas de sueño. Allí todo estaba tan lejos que debía levantarse muy temprano para llegar a clase.

El ruido de alguien que se lanzaba a la piscina la hizo saltar de la cama y asomarse de nuevo a la ventana. Vio el cabello rubio de Javier, oscurecido por el agua, y su cuerpo delgado y fibroso nadando de un extremo al otro con una gracia de movimientos que no tenía al caminar. Se fijó en sus brazos largos, sus piernas que pataleaban sin apenas salpicar agua, y algo en su interior se removió.

Apenas había hablado con él el día anterior, se había mantenido un poco apartado permitiendo que sus hermanos la acaparasen. Sin pensárselo, salió de la habitación y bajó al jardín.

—Buenos días —saludó deteniéndose al borde de la piscina.

Javier detuvo sus movimientos, y echándose el pelo hacia atrás con los dedos, se acercó a ella.

—Buenos días. ¿Te apetece un baño?

—Hum… no, demasiado temprano para mí. Ya sabes que necesito mi buena media hora y un café para empezar a ser persona cuando me levanto de la cama.

Javier se apoyó con las manos y se alzó, sentándose en el borde. Ella se acomodó a su lado con los pies en la hierba.

—No pretendía interrumpir tu sesión de natación.

—No interrumpes nada. Tengo todo el día para nadar, y muy pocas ocasiones para hablar contigo a solas. En cuanto mis hermanos se despierten ya no habrá momento. Además, Sergio tiene planeado ir hoy al pueblo y dar un paseo en el barco. Y así ves a mis abuelos.

—Creí que eso sería el fin de semana, al menos eso dijo anoche.

—Y así era, pero lo ha pensado mejor. Está impaciente por enseñarte sus habilidades al timón del barco del abuelo, ahora suyo.

—¿Era de eso de lo que hablabais anoche? Os vi desde la ventana del dormitorio.

Javier se encogió de hombros.

—Entre otras cosas.

—Hoy tenía pensado dedicarle el día a mis abuelos.

—Ya sabes cómo es. Pero lo podrás convencer sin problemas para que espere al fin de semana.

—Ya veré. La verdad es que a mí también me apetece mucho ese paseo. ¿Y tú, qué te cuentas? ¿Cómo te ha ido en Estados Unidos estos meses? La verdad es que no espetaba verte aquí, ha sido una sorpresa.

—He aprobado también este semestre.

Marta dejó escapar una sonora carcajada.

—De eso no tengo ninguna duda. Me refería al resto.

Javier levantó una ceja.

—¿Qué resto? No he hecho más que estudiar. Mis padres se están gastando un pastón en mis estudios y no puedo permitirme suspender.

—Pero por Dios, Javi… ¿Año y medio en Estados Unidos y no has hecho más que estudiar?

—Has vuelto a llamarme Javi, como cuando éramos niños.

—Perdona…

—No, si me gusta. Solo que hace mucho tiempo que no lo hacías. Y es cierto, no he hecho más que estudiar, y no porque sea un empollón, que lo soy, sino porque no me gusta aquello.

—En ningún sitio se vive como aquí, ¿verdad?

—Sí, así es. Además, ya sabes que me cuesta hacer amigos, no soy extrovertido como mis hermanos y como tú.

Marta se volvió hacia él y le revolvió el pelo, que le cayó sobre la frente.

—En eso eres más Romero que Figueroa, ¿eh?

—Sí, y no puedo cambiarlo, soy como soy.

—¿Y te queda mucho de estar allí?

—Para terminar la carrera dos años y medio, pero no estoy seguro de querer volver. No siento que esté aprendiendo tanto como quisiera. Los conocimientos no son tan fantásticos para el dineral que cuestan, ni para el sacrificio de estar lejos de casa y de toda la gente que quiero.

El corazón de Marta dio un brinco en su pecho.

—¿Te quedas aquí entonces? —preguntó.

Javier desvió la vista.

—No lo sé todavía… no he hablado de esto con mis padres. Tengo todo el verano para pensármelo.

—Ellos te van a decir que hagas lo que creas conveniente, ya lo sabes.

—Pero no quiero tomar una decisión sin consultárselo antes.

—Claro.

—¿Y tú, qué cuentas de Londres? ¿Algún inglés con el corazón roto?

—No, me temo que no. Me gustan los españoles. Caprichosa que es una.

Javier guardó silencio. Marta le adivinaba las ganas de decir algo más, que contenía a duras penas. Pero clavó la vista en el agua de la piscina y no lo dijo. Por un momento se produjo entre ambos una extraña conexión, que él interrumpió levantándose de un salto.

—Creo que es el momento de tomarnos ese café, ¿no te parece?

—Sí, un café estaría bien —dijo siguiéndole al interior de la cocina.

Javier se envolvió la cintura en una toalla y la siguió.

Susana ya estaba delante de los fogones preparando el desayuno. Tenía juicio y debía estar temprano en el juzgado. Desde que muriera el padre de Fran, unos años atrás, se había ido a trabajar al bufete con él y lo llevaban entre los dos. Magdalena se había retirado del ejercicio de la profesión y no la veían mucho, siempre ocupada en reuniones, viajes y con una vida social muy ajetreada.

—¿Café, chicos? —preguntó al verles entrar.

—Sí, bien cargado, por favor, Susana.

—¿Tostadas, magdalenas, bizcocho de Manoli?

—Eso ni se pregunta. ¡Bizcocho!

—Yo también, mamá.

Susana colocó sendos trozos delante de ellos y subió a arreglarse para ir al trabajo.

Javier introdujo su trozo en la taza de modo que absorbió todo el café, y se lo llevó a la boca con un gruñido de placer. Marta se preguntó si haría el mismo sonido cuando hacía el amor. Se lo quedó mirando preguntándose si lo habría hecho alguna vez. Aunque tenía veinte años y era extraño que un chico de esa edad fuera virgen, Javier era tan serio y centrado en sus estudios que probablemente no había encontrado la ocasión de acostarse con alguna chica, al margen de su enamoramiento por ella.

—¿Qué piensas, mujer? Te has puesto muy seria de repente.

Marta no se lo pensó dos veces y acostumbrada como estaba a no tener secretos desde pequeños, respondió.

—Me preguntaba si eras virgen.

Javier enrojeció un poco y se atragantó con el bizcocho.

—¿Y… por qué te preguntas eso? ¿Te interesa?

—Bueno, de pronto me entró curiosidad. Pero no tienes que responder, ¿eh? Solo me lo preguntaba yo… no es que te lo esté preguntando a ti.

—No lo soy.

—Ah…

—¿Te importa?

Marta se quedó pensativa, tratando de responder con sinceridad a esa pregunta.

—No. Me alegra.

Javier la miró a los ojos y profundizó en ellos.

—¿Por algún motivo?

—Porque eres demasiado serio e introvertido y temía que te encerraras en tus estudios y no salieras con ninguna chica.

—No he salido con ninguna chica. Pero no soy de piedra, tengo sangre en las venas y la mujer que me gusta no estaba por mí cuando me marché a Estados Unidos. Intenté eso de la mancha de la mora, ya sabes.

—¿Y funcionó?

—No del todo… pero al menos he disfrutado del sexo y no he vivido como un monje cartujo.

Marta sonrió. Se alegraba, se alegraba sinceramente. Respiró hondo y trató de imaginar qué sentiría si Sergio le dijera lo mismo. No le gustó la respuesta.

—¿Y… tus hermanos… sabes si ellos…?

Javier sonrió y movió la cabeza.

—¿Me estás preguntando si mis hermanos son vírgenes?

Marta se encogió de hombros.

—Creo que eso se lo tendrías que preguntar a ellos… pero bueno, trataré de contestarte. ¿Te interesa alguno en particular? Porque Hugo tiene una caja de condones en su mesilla de noche…

—¿Y Sergio?

—Eso no puedo decírtelo, porque no lo sé. Pero si se ha acostado con alguna chica, puedes estar segura de que ha sido solo con su cuerpo… porque su corazón es tuyo.

Marta respiró hondo. Y de pronto todas las dudas que sentía desde su llegada se aclararon de golpe. Su corazón empezó a latir con fuerza.

—Es él quien te gusta, ¿verdad? Díselo… si estás segura díselo cuanto antes; será lo mejor para todos.

Los ojos de ella se llenaron de lágrimas.

—Anoche estuvimos hablando mucho rato. No es ningún secreto para nadie que los tres estamos enamorados de ti, y sabemos que dos de nosotros no tenemos ninguna oportunidad. Decidimos aceptar de buen grado tu decisión, fuera cual fuera, y sin que hubiera ningún tipo de resentimiento entre nosotros.

—Yo no quiero haceros daño a ninguno… os quiero muchísimo a los tres.

—Pero a Sergio lo quieres de otra forma.

Asintió.

—He tenido mis dudas… Ayer, cuando lo vi en el aeropuerto mi corazón no brincó como debía… Y os he echado de menos a los tres por igual… pero ahora, la sola idea de imaginarlo en la cama con otra… me destroza.

—No pienses en eso. Mejor ni le preguntes… Solo dile lo que sientes y ten la certeza de que en el improbable caso de que no seas la primera, si eres la única.

Las lágrimas corrían silenciosas por las mejillas de Marta.

—¿Y Hugo? ¿Y tú? ¿Cómo voy a haceros esto?

—Te diré un secreto… A la caja de condones de mi hermanito pequeño le faltan varios, y cuando venga por aquí Isabel comprenderás que lo que siente por ti es algo platónico y que no vas a tardar en ser desbancada de su corazón.

—¿Y del tuyo?

Javier sonrió y clavó en ella una mirada intensa.

—Yo estaré bien, pequeña. Siempre he sabido que no tenía ninguna oportunidad, que siempre has sido de Sergio. Ayer te observaba por el espejo retrovisor y estaba convencido de que eso no había cambiado, aunque tú hayas tenido dudas. Seguiré intentando lo de la mancha de la mora y terminará por funcionar.

Se levantó de la mesa y acercándose la besó en el pelo. Marta le abrazó, como al hermano que siempre había sido para ella.

—Lo siento.

—Yo no. Sergio te hará feliz. Y ahora voy a seguir mi hora de natación, si no te importa.

Marta le vio salir de la cocina entre lágrimas. Se limpió la cara y salió también. Se cruzó con Susana, que la observó en silencio.

—¿Quieres hablar?

—No, ahora no… Pero me gustaría pedirte un favor. ¿Puedes acercarme a Sevilla? Les prometí a mis abuelos que iría a verles hoy. Pensaba coger el autobús a mediodía, pero Javier me ha dicho que Sergio tiene planeado ir esta tarde a Ayamonte para darnos un paseo en barco y no quisiera perdérmelo.

Susana asintió.

—Por supuesto. Volveré sobre la una, te recojo a esa hora y te acerco antes a casa si quieres coger algo de ropa. Ese paseo en barco le hace mucha ilusión.

—A mí también, Susana. Me cambio en un minuto.

—Te espero en el coche.

Entró en la habitación. Miriam abrió los ojos mientras su amiga se vestía apresuradamente.

—Bajo a Sevilla con tu madre, pero dile a Sergio que regresaré a mediodía con ella para ir esta tarde a Ayamonte. Que no se vaya sin mí.

—Ajá. Se lo diré. Y no creo que se vaya sin ti a ningún sitio.

Después de almorzar todos los hermanos Figueroa y Marta se dirigieron a Ayamonte. Habían vuelto a pedirle a Fran su coche grande para que cupieran todos. De nuevo conducía Javier, aunque Sergio había insistido en hacerlo él, pero su hermano le había respondido que ya podría lucirse pilotando el barco. Y tras saludar a los padres de Susana, que querían a Marta como si fuera una nieta más, se dirigieron al embarcadero donde estaba atracado el barco. Sergio, un enamorado del mar desde pequeño, había estado trabajando con su abuelo durante varios veranos y después de la jubilación de este, había impedido que vendiese la embarcación y se había hecho cargo de ella. Con sus propias manos, ayudado por sus hermanos y por su tío Isaac, había hecho algunos cambios. El que antes era un barco pesquero se había convertido en uno de paseo, antiguo y con bastante encanto. Una mesa, algunas tumbonas con fundas de colores, un pequeño camarote con un catre estrecho amén de un frigorífico bien surtido hacía las delicias de toda la familia, incluidos los dos hijos de Merche y algún que otro amigo, durante las vacaciones. Siempre que tenía algunos días libres, Sergio, solo o acompañado, se escapaba a Ayamonte para disfrutar del mar y de sus abuelos, a los que adoraba.

Estaba deseando ver la cara de Marta cuando subiera a bordo. A esta le costó reconocer el barco ajado y con olor a pescado que recordaba. Había sido limpiado a conciencia, y pintado de blanco y azul.

—¡Guaaauuu! Qué bonito te ha quedado, Sergio.

—¡Eh, eh!, aquí todos hemos trabajado, no ha sido solo Sergio —protestó Hugo.

—Eso es cierto —admitió el aludido—. Bajo la supervisión del abuelo, todos hemos trabajado para ponerlo así, incluido el tío Isaac.

—Pues habéis hecho un excelente trabajo.

Disfrutaron de una tarde alegre y divertida. Sergio llevó la embarcación a unos kilómetros de la costa, donde pudieron bañarse sin ser molestados por bañistas ni pescadores que faenaran, y después disfrutar de una merienda a base de bocadillos y refrescos. Al atardecer, regresaron al puerto llenos de sol y mar y cansados de nadar en aguas profundas.

Marta deseaba quedarse a solas con Sergio, con el que apenas había podido intercambiar dos palabras sin testigos, pero en el pequeño espacio del barco había sido imposible.

Había notado a menudo sobre ella la mirada de Javier que charlaba casi todo el tiempo con su hermana. Hugo no se separaba de ella ni un minuto, salvo en los momentos en que le sonaba el móvil y se apartaba un poco para hablar con alguna amiga. Marta lo miraba y pensaba que él estaría bien, tenía quien le consolara, aunque no se diera cuenta todavía.

Cuando el barco atracó de nuevo en el puerto el sol estaba a punto de ocultarse. Marta se dijo que era un momento precioso y que no le apetecía para nada regresar a casa de los abuelos donde todos dormirían aquella noche. Sintió sobre ella la mirada de Javier y estuvo segura de que él sabía lo que pensaba y sentía en aquel momento. La mirada profunda de su amigo calaba en sus pensamientos, y lo confirmaron sus palabras.

—Hace una noche preciosa para dar un paseo por la playa. Lástima que tengamos que regresar a casa.

—Podemos quedarnos un poco más. Me encantan las puestas de sol en el mar —dijo Sergio mirando a Marta para saber su opinión. Era la única que le interesaba en aquel momento.

—No, los abuelos se preocuparían. Están mayores y ya sabes que la abuela cuando se hace de noche y estamos en el barco se pone muy nerviosa. Quédate tú con Marta, si queréis. Seguro que ella ha echado mucho de menos las puestas de sol de nuestras costas.

—¡No sabes tú cuanto! —dijo ella mirándole agradecida—. Me encantaría dar ese paseo, Sergio.

Hugo miró a sus hermanos poco dispuesto a marcharse.

—Bueno, Javier, ve tú y tranquiliza a los abuelos. Nosotros daremos ese paseo.

—No, Hugo —dijo su hermano con la voz autoritaria de hermano mayor que pocas veces sacaba pero que nadie osaba desobedecer—. Miriam, tú y yo nos vamos a casa.

—¿Por qué? Yo quiero quedarme.

—Te lo explico por el camino.

Desafiante, Hugo miró a Marta esperando que le apoyara, pero esta le hizo un gesto con la cabeza para que se marchara. El chico apretó los labios y cedió enfurruñado.

—Como quieras.

Echaron a andar en dirección al pueblo, mientras Marta y Sergio lo hacían en la dirección contraria, hacia la playa. Javier le echó un brazo por los hombros a su hermano pequeño, que empezaba a ser más alto que él.

—¿Recuerdas lo que hablamos anoche, Hugo?

Este asintió.

—Marta ha elegido. Hubiera preferido no tener que hacerlo, pero la vida es así, y no es justo que se quieran y estén separados por no hacernos daño a nosotros. Y si eres lo suficientemente adulto como para tomarte unas copas de vez en cuando, también lo eres para aceptarlo como un hombre.

—Como tú.

—Como yo. No vamos a permitir que esto cree problemas entre nosotros, ¿verdad?

—Claro que no. Solo necesito un poco de tiempo.

—Por supuesto. ¿Por qué no llamas a Isa para que venga el fin de semana? Ya sabes que a los abuelos no les importa que traigamos a nuestros amigos, les encanta tener la casa llena de gente.

—¿Y dónde va a dormir?

—Contigo no, desde luego —dijo Javier sonriendo—. Aparte de que no hay sitio, los abuelos jamás aceptarían algo así.

—Puede compartir la habitación con Marta y conmigo —propuso Miriam deseosa de aliviar un poco la decepción de su hermano.

—Habría que preguntárselo a Marta, ¿no?

—A ella no le importará.

—Vale, la llamaré mañana a ver si puede venirse el viernes con nuestros padres. Ahora mismo no me apetece hablar con nadie.

Javier miró a su hermano. No tenía ninguna duda de que Isa, esa chica alegre y simpática que bebía los vientos por Hugo, sabría consolarle y hacerle olvidar su primer desengaño.

—Y tú Javier, ¿a quién vas a llamar? —preguntó Miriam observándole fijamente con sus enormes ojos pardos. Este se encogió de hombros.

—Estaba planteándome si regresar o no a Estados Unidos, pero creo que lo haré por un curso más. Luego, probablemente volveré a casa.

La chica se colgó del brazo de sus dos hermanos y susurró:

—¿Sabéis una cosa? ¡Me siento orgullosa de vosotros, chicos!

Marta y Sergio cruzaron el embarcadero en silencio y llegaron a la playa, casi desierta salvo por unos cuantos pescadores que echaban sus cañas en el tranquilo sosiego del atardecer. Caminaban uno al lado del otro acomodando sus pasos.

Sergio casi no se atrevía a hablar, ni a respirar. Su corazón había empezado a latir desbocado cuando había visto el gesto que ella le hizo a su hermano para que desistiera de quedarse. La tensión flotaba entre ellos, no se atrevía ni a mirarla para no romper el encanto y la magia del momento. Ese momento en el que no hace falta decir nada porque todo se sabe, pero a pesar de ello necesitas confirmarlo con palabras para terminar de creerlo.

Caminaron en silencio unos minutos, y al final, se decidió a hablar. Él, tan romántico, tan extrovertido y con tanta facilidad de palabra, sentía que estas se le atascaban en la garganta sin acertar a pronunciarlas.

—Esto… ¿Significa lo que yo creo que significa?

Marta sonrió levemente mirando a la arena cubierta de pequeñas huellas de gaviotas.

—Depende de lo que creas que significa.

—Que le has dado a entender a Hugo que querías que se fuera y nos dejara solos.

—Ajá.

—Eso quiere decir que deseabas quedarte a solas conmigo.

—Es más que evidente, ¿no?

—Sí, claro. Perdona, es que estoy un poco nervioso. De pronto se me ha secado la boca y no me salen las palabras. Al menos no las que quiero decir.

—A lo mejor no hace falta que digas nada —respondió Marta rozándole la mano para que se la cogiera. Pero Sergio no llegó a agarrarla; antes de que se diera cuenta se había vuelto hacia ella, la había abrazado y la estaba besando. Con el beso apasionado de un hombre lleno de amor y deseo, que ha estado soñando mucho tiempo con hacerlo. Marta le rodeó el cuello con los brazos y se apretó contra él respondiendo a su beso con más pasión que pericia. Acarició los hombros y la espalda, que nada tenían que ver con el adolescente que había dejado atrás. Esos músculos que según Miriam había desarrollado en el gimnasio y en el barco para complacerla a ella.

Los cuerpos, apenas cubiertos con la ropa de baño y una camiseta encima, todavía impregnados de sal, se apretaban uno contra el otro, mientras el sol se ocultaba detrás del mar.

Marta intuyó experiencia en la forma de besar de Sergio, y cuando se separaron por un momento para respirar, le preguntó a bocajarro:

—¿Eres virgen?

Este frunció levemente el ceño y respondió:

—¿Importa?

—En realidad, no. Solo siento curiosidad.

Él se soltó y cogiéndole la mano empezó a caminar de nuevo.

—Sé que a las mujeres os gustan los hombres con experiencia, pero me temo que sí… que soy virgen.

Un inmenso alivio se extendió por el pecho de Marta. No tendría que imaginar a Sergio en brazos de otra mujer. La inexperiencia no importaba, aprenderían juntos.

—¿Te molesta?

—No, en absoluto. Solo me extraña que un chico a los diecinueve años aún lo sea.

—Bueno, yo soy un romántico ya lo sabes, para mí el sexo va unido al amor. Y yo me enamoré de una chica preciosa que compartía mi cuna y todavía lo estoy. Esperándola. Tú… ¿lo eres? Tampoco importa, ¿eh? No soy machista, lo único que cuenta es este momento y lo que sientes por mí.

—Sí, yo también lo soy.

Sergio sonrió satisfecho.

—Habrá que hacer algo al respecto.

—Pero más adelante…

—Estoy de acuerdo. Quiero vivir esto paso a paso, no bebérmelo todo de un trago. Quiero disfrutar contigo del primer beso, de la primera caricia íntima… la primera vez desnudos… ya sabes.

—Sí.

De pronto Sergio le soltó la mano y hurgando dentro de la mochila que llevaba al hombro cogió una pequeña linterna e iluminando la arena ante él, se agachó rebuscando entre los granos húmedos. Cogió algo y abriendo la mano de Marta se lo colocó en la palma.

Era una concha pequeña, oscura y muy pulida.

—Me gustaría tener a mano una flor para dártela en recuerdo de este momento, pero…

—Pero eres marinero y me regalas una concha. Las flores se marchitan, esto no. Es preciosa, Sergio. Le haré un orificio y me la colgaré al cuello.

—Habrá una por cada momento especial que vivamos juntos, por cada paso que demos en nuestra relación, lo prometo.

—Bien. En ese caso será mejor una pulsera para que quepan muchas. Y ahora, señor marinero, déjate de romanticismos y bésame otra vez. Mañana volveremos a tener mucha gente alrededor.

—Pero por la noche podemos volver a escaparnos.

—¡Te tomo la palabra!

Sergio volvió a rodearla con los brazos y empezaron a besarse de nuevo, ante la curiosa mirada de una gaviota que había por los alrededores.