CAPÍTULO 48
—Sí —confirma Darrell, por si lo hubiera oído mal—. Esta misma noche estaremos allí.
—Pero tú tienes que trabajar —argumento—, y no sabemos cuánto tiempo…
Darrell se pone los dedos en los labios.
—Shhh… —me silencia con un gesto rotundo—. No se hable más —asevera—. Sube a tu habitación y haz la maleta.
—Darrell, no es necesario —replico—. Puedo ir en tren o en autobús.
—¿Vas a viajar casi novecientas millas en tren o en autobús? ¿Tú sabes la paliza que te vas a dar? —Parece escandalizado.
—Ya…, bueno…, pero tú tienes cosas que hacer en la empresa. Eres un hombre muy ocupado…
Antes de que me dé cuenta, Darrell saca el móvil del bolsillo del chándal, teclea un par de veces en silencio y se lo pone en el oído.
—Paul… —dice, y me temo que va a dar comienzo a una de sus charlas resolutivas e impresionantemente eficaces—, hasta nueva orden, encárgate de la empresa junto con el resto del equipo de administración. Consúltales todo. ¿Me oyes? Todo. Pasadme los últimos acuerdos y propuestas por email para que los eche un vistazo. Intenta que el convenio con Textliner llegue a buen puerto. Nos conviene más que nunca tenerlos de nuestra parte. ¿Está claro? Cualquier cosa, me llamas. Si no cojo el teléfono inmediatamente, no insistas, yo te devolveré la llamada en cuanto me sea posible. —Darrell alza la vista y me contempla durante unos instantes mientras Paul le habla al otro lado del teléfono—. Por asuntos personales —concluye en tono determinante. Me imagino que el cotilla y clasista de Paul le ha preguntado cuál es el motivo de su ausencia durante los siguientes días.
Darrell corta la llamada y baja el brazo.
—Solucionado —apunta—. ¿Qué haces que no estás preparando la maleta?
¡Me cago en todo! ¿Por qué es tan cabezota? ¿Por qué no, simplemente, se atiene a mi petición? ¿Por qué tiene la cabeza dura como una piedra?
—Darrell, en serio, no es necesario… —insisto, aunque algo en mi interior me dice que va a ser imposible.
Darrell exhala un suspiro que suena como un siseo y pone los ojos en blanco. Creo que soy la única persona capaz de exasperarle pese a su inmutable impasibilidad.
—¿No quieres que te acompañe por lo de ceñirnos a lo firmado en el contrato? —me pregunta—. ¿Por lo de no hacer cosas de pareja?
—No es por eso… —digo, dándome por vencida.
No me veo con fuerzas para discutir otra vez sobre lo mismo. No ahora. Estoy aturdida, agotada, descolocada. Así que decido resignarme a la idea de Darrell, que observa mi semblante desanimado y no sigue por ese camino.
—No puedes ir sola, Lea —alega con voz grave y profunda y una firmeza serena.
—No me va a pasar nada —comento.
—Conociéndote, no dudo de ello. Pero no te voy a dejar ir sola. No en este momento.
Oír a Darrell decir esas palabras con aire protector me derrite por dentro. Jamás se lo reconoceré, pero en el fondo me encanta que se preocupe por mí, que me cuide como si fuera una niña pequeña. ¡Joder, qué mal va esto! ¡Qué mal va a terminar mi corazón!
—Gracias —le agradezco.
—Venga, sube a hacer la maleta —me indica—. Yo voy a ducharme y a preparar la mía.
—Salgo para Atlanta en unos minutos —anuncio a Lissa por teléfono.
—¿A Atlanta? ¿A la Atlanta que está en Georgia? ¿La que está a casi novecientas millas de aquí?
—¿Hay alguna otra Atlanta?
—No lo sé.
—Yo tampoco, así que sí, a esa Atlanta —atajo.
—¿Y qué se te ha perdido en Atlanta? —me pregunta Lissa extrañada—. ¿Te vas sola?, ¿o de viaje romántico con Darrell?
—Hace un rato me ha llamado mi tía Emily. Mi padre tiene un cáncer terminal —la interrumpo, antes de que dé comienzo a una de sus baterías de preguntas.
—¡No me jodas! —exclama.
—Sí. Le quedan unos días de vida —digo.
—Lo siento mucho, Lea. De verdad. —El tono de voz de Lissa se ha tornado serio—. Si me das media hora, hago rápidamente la maleta y me voy contigo.
—Gracias, Lissa. Te lo agradezco, pero no es necesario. Darrell se ha ofrecido voluntario a llevarme. De hecho, él es el que me ha convencido para que vaya a ver a mi padre, yo no estaba mucho por la labor de ir.
—Me imagino cómo te tienes que sentir…
—En estos momentos soy una masa de sensaciones encontradas con patas. No sabes el barullo que tengo en la cabeza. Me va a estallar.
—Tranquila, Lea. Hagas lo que hagas, será lo correcto —me anima Lissa—. Si decides no ir, estará bien, y si has decidido ir, también estará bien. Tienes todo el derecho a no ir o a ir, a hacer lo que quieras.
Suelto el aire de los pulmones en forma de resoplido.
—Gracias, Lissa. ¿Te he dicho alguna vez que no sé qué haría sin ti? —le pregunto en tono ñoño.
—Lo mismo que yo sin ti, cariño. Estar perdidas en este mundo de locos. Ya sabes que somos como Zipi y Zape, como Thelma y Louise. Oye, ¿y cómo fue la fiesta de la embajada Británica? ¿Cómo van las cosas con Darrell?
—No muy bien. Pero te lo cuento a la vuelta, ¿ok? Voy a preparar la maleta.
—Ok, a la vuelta hablamos. Cuídate, y si necesitas algo, a cualquier hora estaré disponible.
—Muchas gracias.
—Ciao.
—Ciao.
—Creo que he metido todo —digo, saliendo de mi habitación con la maleta arrastras—. ¿Y tu maleta? —le pregunto a Darrell.
—Está abajo —responde, cogiendo la mía y empujándola por el largo pasillo.
Aprovecho para echarle un vistazo de espaldas. Se ha puesto un vaquero ajustado, una camisa blanca y por encima una americana negra. El característico «arreglado pero informal» de toda la vida. Los ojos se me van involuntariamente al culo. ¡Santa Madre de Dios, qué culo!
Al llegar a la planta baja, al pie de la escalera, le digo a Darrell:
—Espera un momento…
Darrell frunce el ceño mientras me observa ir corriendo hacia la cocina. Sus rasgados ojos azules se abren como platos cuando me ve aparecer con un paquete de galletas Oreo en cada mano.
—Por si nos da hambre por el camino —comento, agitándolos.
Alza las cejas.
—Piensas en todo —dice.
—Soy previsora, nada más, y ya sabes lo que dicen: mujer previsora, vale por dos.
—Tú vales más que por dos —apunta Darrell.