CAPÍTULO 47
Estiro el brazo buscando a Darrell, pero mi mano se topa con la nada. El otro lado de la cama está vacío. Abro los ojos lentamente, desperezándome, y compruebo que estoy sola.
—Buenos días… —susurro al aire con una mezcla entre desánimo y desilusión.
Me incorporo en la cama y durante un rato observo con la mirada fija las sábanas revueltas y el lado donde debería de estar dormido Darrell, desierto. La escena se me antoja desoladora y muy triste, espantosamente triste. Pensé que se iba a quedar conmigo, pero lo más probable es que se fuera en cuanto me quedé dormida. Hundo el rostro entre las manos y me echo a llorar. La soledad que siento en estos momentos es asfixiante, tanto que apenas puedo respirar.
—Tengo que terminar con esto, o va a acabar conmigo —murmuro agotada y con el corazón metido en un puño. Se me escapan un par de lágrimas.
Me levanto, tiro de la sábana y me la enrollo alrededor del cuerpo. Me acerco a los ventanales con desgana. Nueva York también se despereza bajo un cielo cargado de nubes grises.
—Un domingo lluvioso —rezongo—. Lo que me faltaba.
Resoplo y hago una mueca con la boca. Hasta mi mente empiezan a llegar flashes de las imágenes que han compuesto la noche anterior. Darrell y yo llegando a la fiesta, Darrell y yo brindando por que aparezca mi caballero andante, Darrell y yo bailando, Darrell y yo discutiendo, Darrell y yo follando… Vuelvo a resoplar.
Me doy la vuelta; mi ropa está tirada por el suelo mientras que de la de Darrell no hay ni rastro. Doy unos cuantos pasos, recojo el vestido de Versace y lo coloco sobre el respaldo de la silla.
¿Por qué todo es tan complicado?, me pregunto con unas inmensas ganas de llorar. Sacudo la cabeza.
Darrell llega a casa alrededor de las tres, cuando estoy recogiendo la mesa.
—Buenas tardes —dice entrando en el salón.
—Hola —respondo.
Tiene puesto un pantalón de chándal y una sudadera negras. No se ha afeitado y la barba de un par de días le queda de vicio, como todo.
¡Ya basta, Lea!, me grito a mí misma, aunque no abro la boca. ¡Ya basta! Darrell es solo un hombre. Un hombre como otro cualquiera. Bueno, no es como otro cualquiera, es peligroso. Enamorarse de él es muy peligroso.
Dejo el plato sobre la bandeja y levanto la mirada.
—Darrell, ¿tienes un minuto? —le pregunto.
Darrell se pasa la mano por el pelo algo alborotado. No debería de hacer eso, pienso. Es demasiado sexy.
—Sí, ¿por qué?
—Necesito hablar contigo —digo, recuperando un poco la cordura.
—Tú dirás… —concede. Me muerdo el interior del carrillo—. ¿Qué pasa, Lea? —insiste Darrell al advertir mi nerviosismo.
—Estoy buscando trabajo —empiezo a decir—. Cuando encuentre algo que me permita vivir medianamente en Nueva York, me iré.
Durante unos instantes Darrell me mira sin pronunciar palabra.
—¿Por qué? —quiere saber, rompiendo finalmente el silencio.
—Porque es lo mejor —contesto, intentando que mi voz suene rotunda.
—¿Lo mejor para quién?
—Darrell, no me lo pongas más difícil, por favor.
—Si es por la discusión que tuvimos ayer, no te preocupes; me ceñiré a lo estipulado en el contrato —dice.
—No creo que dé resultado. Todo es mucho más complicado de lo que parece.
—Dime qué es lo que ocurre. Podemos hablarlo y llegar a un acuerdo. Si hay algo que no quieres que haga, se puede suprimir. No hay problema.
Bajo la cabeza y vuelvo a mordisquearme el interior del carrillo. El problema no radica en que deje de hacer algo, sino en que haga algo más; en que me quiera. Niego con la cabeza. De pronto suena mi móvil, lo cojo de encima de la mesa y miro quién me llama. Pienso que es Lissa para contarme alguna de sus locuras, pero me sorprende que sea mi tía Emily, la hermana mayor de mi padre.
—Hola, tía Emily —digo al descolgar.
—Buenas tardes, Leandra. (Mi padre y mis tías nunca me han llamado por mi diminutivo).
Su voz se escucha cansada y triste al otro lado de la línea.
—¿Qué sucede? —pregunto, con la viva intuición de que algo va mal.
—Es tu padre…
—¿Qué le pasa?
Noto que tía Emily traga saliva.
—Está muy mal, Leandra. —En ese momento rompe a llorar—. Le han diagnosticado un cáncer… terminal. Solo le quedan unos días de vida.
Mi rostro se queda sin una gota de sangre.
—¿Unos días? —repito casi en estado de shock.
—Sí. Solo unos días —afirma tía Emily, incapaz de contener el llanto. Guarda silencio unos instantes y después añade—: Quiere verte, Leandra. Nos ha pedido que te llamemos…
—Tía Emily yo… —corto titubeante—. Yo no… —trato de buscar las palabras adecuadas, pero no las encuentro—. Ya sabes que no quiero saber nada de él —digo al fin—. Nunca se ha preocupado de mí y ahora yo no tengo por qué preocuparme de él.
En el fondo me duele hablar así, porque es mi padre, sangre de mi sangre, pero fue él el primero que no quiso saber nada de mí, que se desentendió de todo sin importarle lo que pudiera pasarme. Y aun sabiendo que mi madre y yo estábamos pasándolo muy mal económicamente, o cuando enfermó y murió, no hizo nada.
—Leandra, por favor, son sus últimos días —me pide suplicante—. Quiere verte. Eres su hija…
—Tía Emily, no insistas, por favor.
—Leandra… Eres su hija —vuelve a decir, intentando convencerme.
—Tía Emily, ya —digo a modo de conclusión.
No quiero seguir con esta conversación. Tras unos instantes en que el silencio impera en la línea del teléfono, tía Emily se da finalmente por vencida.
—Si te lo piensas, recapacitas y cambias de opinión, está ingresado en el Kindred Hospital —dice—, en el 705 de Juniper, en Atlanta.
—Gracias por llamarme, tía Emily.
—Un beso, Leandra —se despide, resignada.
—Un beso.
Me retiro el teléfono de la oreja y dejo caer los hombros. De repente me siento terriblemente cansada, como si las piernas y los brazos fueran de gelatina.
—¿Qué ocurre, Lea? Estás muy pálida.
Dirijo la mirada a Darrell y lo contemplo como si fuera la primera vez que lo viera, como si no hubiera estado ahí mientras yo hablaba con mi tía. Su expresión muestra preocupación por mi estado.
—Era mi tía Emily, la hermana mayor de mi padre —comienzo a explicarle, procesando la información que acabo de recibir e intentando poner los pies en la realidad—. Mi padre tiene un cáncer terminal; están esperando a que…
Mi voz se quiebra. Me gustaría llorar; quizá eso haría que me desahogara y me sintiera mejor, pero no puedo. No soy capaz. Retiro una silla y me siento en ella como una autónoma.
—Lo siento —dice Darrell—. Lo siento mucho.
Se acerca, apoya la mano sobre mi hombro y me lo aprieta suavemente.
—Gracias —le agradezco.
—¿Qué vas a hacer? —me pregunta, sentándose frente a mí.
—Nada —contesto con semblante apático.
—Tienes que ir a verlo, Lea —asevera.
Alzo la vista y abro ligeramente la boca, atónita por sus palabras.
—¿Por qué habría de ir a verlo? —sondeo.
—Porque es tu padre.
—También era mi padre cuando nos abandonó sin medir las consecuencias, cuando mi madre se quedó sin trabajo y apenas teníamos para comer y cuando unos años después mi madre falleció. Pese a que me quedé completamente sola, mi padre jamás se preocupó de mí —le rebato.
—Pero sigue siendo tu padre.
—Es mi padre porque lo dicen los lazos de sangre y un libro de familia, nada más —afirmo—. No porque haya hecho méritos para ello.
—Y tienes razón —dice Darrell. Hace una pequeña pausa y se inclina un poco sobre la mesa—. ¿Me permites que te dé un consejo, Lea?
Asiento con un leve ademán afirmativo y con una expectación por lo que va a decirme que no puedo disimular en la mirada.
—Si no quieres ir a verlo por él, ve a verlo por ti.
—¿A qué te refieres? —pregunto, sin entender muy bien qué quiere decirme.
—Creo que sabes que mi padre también abandonó a mi madre; lo hizo por una mujer más joven. —Inclino la cabeza. Me acuerdo perfectamente de cuando me lo contó—. Algunos años después, mi padre tuvo un fatídico accidente de tráfico —prosigue—. Yo me negué a verlo, pese a que él suplicó que fuera, que necesitaba hablar conmigo. Pensaba lo mismo que piensas tú, que no se había comportado como un buen padre, ni siquiera como un padre con mis hermanos y conmigo. Una semana después del accidente falleció debido a las graves heridas que sufrió. Conoces mi enfermedad y mi problema con los sentimientos… No identifico bien las emociones, pero sé que no ver a mi padre fue una losa que he llevado sobre los hombros durante mucho tiempo.
Los rasgos de Darrell se vuelven sombríos. Se lo ve apesadumbrado.
—¿Te arrepentiste?
—Sí, y todavía me arrepiento.
Pongo el codo sobre la mesa y apoyo la barbilla en la mano. Resoplo.
—No sé qué hacer… —digo, mordisqueándome el interior del carrillo.
La historia de Darrell me ha hecho dudar. No quiero vivir con un sentimiento de culpa el resto de mi vida.
—Se está muriendo, Lea —alega Darrell—. La muerte es el final de todo; no tiene retorno; no hay un después. —Arrugo la nariz—. ¿Dónde está ingresado tu padre? —me pregunta trascurridos unos segundos.
—En el Kindred Hospital, en Atlanta, donde al parecer ha vivido los últimos años —respondo.
—Haz la maleta —dice Darrell—. Nos vamos a Atlanta.
—¿Nos vamos a Atlanta? —repito asombrada, enfatizando las palabras «nos vamos».