CAPÍTULO 17
Jorge le quitó la camisa, la cogió por la cintura y la sentó en la mesa, desnuda.
—Necesito estar dentro de ti otra vez —le susurró en tono cálido y seductor sin dejar de besarla.
Sofía notó que el corazón le aporreaba las costillas como un martillo y que tenía las mejillas encendidas por la excitación. Se tumbó despacio sobre la superficie de madera y abrió las piernas sin mover los ojos de la penetrante mirada de Jorge. Quería ser suya otra vez, sentirse deseada; aunque solo fuera durante las horas de un fin de semana.
Jorge le asió por los muslos y tiró de ella para acoplar su cuerpo a sus caderas mientras el ritmo de la respiración le cambiaba visiblemente.
—¿Nata o chocolate? —preguntó de pronto con expresión traviesa.
—¿Nata o chocolate? —Sofía estaba desconcertada. ¿Qué quería decir?—. Chocolate —respondió finalmente.
Jorge se dirigió al frigorífico con pasos seguros y sacó un bote de chocolate negro. Sofía abrió los ojos de par en par cuando intuyó cuál eran sus intenciones.
—Yo también prefiero el chocolate a la nata —comentó Jorge sin deshacer la expresión traviesa de su rostro—. Estate quietecita… —dijo.
Abrió la tapa y vertió un hilo de chocolate alrededor del ombligo de Sofía, que no salía de su asombro. El líquido frío en contacto con su piel hizo que se estremeciera a pesar de las altas temperaturas con que el verano sacudía los primeros días de julio.
—¿Está frío? —dijo Jorge con ironía.
Sofía asintió repetidamente, boquiabierta.
Jorge se inclinó y con la punta de la lengua fue retirando suavemente del torso el reguero de chocolate negro. La panorámica era sexy y tremendamente excitante. Seguidamente deslizó unas gotas encima de los pezones y los lamió con sensualidad hasta que no quedó ni rastro.
—Dios mío… —masculló Sofía, que había emprendido ya el camino sin retorno del placer.
—Quietecita —repitió Jorge con sonrisa perversa.
Bajó hasta la entrepierna, le abrió los labios con los dedos y echó un chorro de chocolate. Sofía suspiró. El contraste del frío del líquido con el calor que estaba sintiendo ya en sus partes hizo que se sacudiera como si le hubiera dado un ligero calambre. Jorge acercó la boca al clítoris y comenzó a chuparlo como si degustara el manjar más exquisito del mundo.
Sofía se mordió el labio inferior y movió la cabeza de un lado a otro mientras la lengua de Jorge jugueteaba sin descanso con su sexo.
Las corrientes de calor viajaban por su cuerpo esparciendo el placer por cada rincón, invadiendo cada órgano, cada célula. Una oleada de deleitosos espasmos comenzó a agitarse en su interior hasta que finalmente se corrió entre una coral de gemidos.
Jorge se incorporó sobre ella, buscó sus labios y la besó apasionadamente mientras le sostenía la cabeza.
—¿Te ha gustado? —preguntó, aunque la expresión de satisfacción de Sofía despejaba cualquier duda.
—No sabes cuánto… —respondió ella, tratando de controlar la agitada respiración.
—Ahora te toca a ti.
Jorge se irguió en su casi metro noventa de estatura, ayudó a Sofía a bajarse de la mesa y la arrodilló delante de sus piernas, abiertas ligeramente. Cogió el bote de chocolate y se embadurnó el miembro ante la atenta mirada de Sofía, que sonreía casquivanamente. No hicieron falta más indicaciones. Sofía lamió lentamente la erección de Jorge de arriba abajo como si fuera un helado. El amargor del chocolate embriagaba su paladar mientras la lengua saboreaba la tesura de su miembro erecto.
Movió los ojos y miró hacia arriba. Jorge la contemplaba con los rasgos descompuestos por el placer. Sin apartar la mirada, cogió su pene y se lo introdujo completamente en la boca. Jorge lanzó al aire un sonoro gemido.
—Sofía… —jadeó con los dientes apretados.
Sofía aceleró el ritmo. Dentro fuera. Dentro fuera, sin detenerse, sin pensar en nada que no fuera devolver a Jorge el placer que minutos antes él le había dado. Los gemidos se hicieron más graves, más profundos.
—Ahhh… Así, mi dulce niña, así…
Jorge estalló de placer dentro de la boca de Sofía unos envites después. La ligera mezcla de semen y chocolate le inundó las papilas gustativas. Tragó. Jorge sacó su miembro de ella cuando consiguió calmar los fuertes espasmos, se agachó y volvió a besarla.
—Vas a volverme loco si sigues haciéndome cosas como estas —murmuró con voz voluptuosa, mirándola a la cara con expresión cómplice.
Sofía no articuló palabra; solo lo miraba con las pupilas vibrantes y colmadas de algo a lo que no daba explicación. Se sentía sonrojada y orgullosa a partes iguales. Incluso feliz. En un impulso irrefrenable se lanzó a la boca de Jorge; quería continuar degustando el sabor de sus labios perfectos, sin pensar en la realidad que había al otro lado de los muros de aquella sofisticada construcción cercana a la sierra de Guadarrama.
CAPÍTULO 18
Carlos dejó el vaso de whisky con indolencia y miró a los dos hombres de mediana edad con rostros sombríos y aire de suficiencia que lo acompañaban en la terraza del Índalo, un bar mítico de Alcalá, en el centro de Madrid.
Alargó el brazo mirando disimuladamente a derecha y a izquierda y puso encima de la mesa una bolsa negra de plástico de una conocida marca de ropa masculina de alta costura.
—Cincuenta mil euros —dijo, asegurándose de que no le oía nadie.
Los dos hombres que estaban con él intercambiaron una mirada muda.
—¿De dónde los has sacado? —preguntó el que estaba situado a la derecha. Un tipo voluminoso y mofletudo con una papada tan grande que se escurría por el cuello de la camisa gris.
—¿Eso importa? —respondió Carlos. Sacó un cigarrillo de la cajetilla de Marlboro que había extraído del bolsillo del pantalón vaquero, lo cubrió con las manos y lo encendió—. ¿Queréis uno? —Dio una calada. Los dos hombres negaron al unísono con la cabeza.
—No, no importa demasiado —dijo el tipo orondo que le había preguntado—. Es simple curiosidad —apuntó, cogiendo la bolsa y echando un vistazo en el interior.
—Es sorprendente que lo hayas conseguido en tan poco tiempo —subrayó con mirada excesivamente suspicaz el otro hombre. Un maromo alto y desgarbado de ojos hundidos y nariz gruesa—. La semana pasada no tenías un solo euro que darnos…
—Uno tiene sus recursos —alegó Carlos, dando una nueva calada al cigarrillo.
Se sentía aliviado por haber podido saldar finalmente su deuda después de tantos meses. Los salinos, como bien le había advertido Oliver, no era gente que se viniera a razones, sobre todo, cuando había dinero por medio.
—¿Y qué recursos son esos? —insistió el maromo, encendiendo un enorme habano. Tras un par de caladas profundas, una decena de finas hebras de humo se alzaron delante de su rostro, velando sus ordinarios rasgos—. Quizá nos convenga hablar de negocios con «tus recursos». Siempre es bueno rodearse de personas con dinero para que el oficio prospere.
—No lo creo —se apresuró a contradecirlo Carlos, que daba una calada detrás de otra—. Y, aunque estuviera dispuesto a hacer negocios con vosotros, no podría deciros quién es mi benefactor. —Hizo una pausa en su argumento y soltó una bocanada de humo—. Ni yo mismo sé quién es.
Los dos hombres alzaron las cejas en un gesto interrogativo. ¿De qué hablaba ese imbécil?
—¿Cómo que no sabes quién es tu benefactor? —preguntó el tipo voluminoso con desdén—. ¿Acaso crees que la gente va dejando cincuenta mil euros así por así a un desconocido? ¿Eres estúpido?
Carlos pasó por alto el insulto y el tono desdeñoso en que le habló. Su deuda con Los salinos estaba saldada. Por el bien de sus huesos, que podrían haber acabado rotos en una cuneta, o en el fondo de un pozo. Nada de lo que le dijeran le importaba ya, así fuera un escarnio en medio de la Plaza Mayor. ¿Qué más daba que aquellos dos matones profesionales supieran como había conseguido finalmente el dinero?
—Probablemente mi benefactor ha sido un viejo millonetis de tantos que hay por Madrid —respondió en tono despreocupado—. Se encaprichó de mi novia y me ofreció cincuenta mil euros por pasar un fin de semana con ella… —Miró su reloj de muñeca. Eran las diez y veinte—. Seguro que en estos momentos se la está follando como un carcamal.
—¿Has vendido tu novia a un viejo verde? —preguntó con sorna el hombre que estaba fumándose el habano.
—Alquilado, más bien. Y no a un viejo verde cualquiera, sino a un viejo verde podrido en dinero —especificó Carlos, sin mostrar ninguna clase de pena o remordimiento.
No le importaba lo más mínimo quién estuviera follándose a Sofía, ni dónde. No era una cuestión que le preocupase. Ni siquiera se había parado a pensarlo. Solo le importaba el dinero que ese insólito e inesperado acuerdo le había reportado. Ese hombre le había salvado el pellejo. Mientras tanto, para no aburrirse, se había llevado a Carmen al piso y entre raya y raya de cocaína se la tiraba en la misma cama en la que dormía Sofía.
El tipo orondo de gran papada meneó la cabeza enérgicamente.
—La próxima vez preséntanos a tu novia —dijo con voz obscena. Sus ojos tenían de pronto un brillo libidinoso—. Si tiene un buen polvo, tal vez puedas pagar tu deuda con ella. —Sonrió maliciosamente—. Si la hembra lo vale, también admitimos pagos en especie. —Soltó una sonora carcajada.
—Lo tendré en cuenta —concluyó Carlos, que parecía estar pensando seriamente en su propuesta.