—¿Recuerdas lo que dijiste entonces? Estabas equivocada. No me reía de ti. ¿Por qué otro motivo vendría alguien a un lugar como éste en diciembre?
Ella alzó la cabeza. El sector de su rostro que se había apoyado contra la mano de Shimamura estaba sonrojado debajo del maquillaje blanco e hizo que él pensara otra vez en el frío de aquella región, aunque la negrura del cabello de ella ahora irradiara calidez.
Ella sonrió, como sorprendida por un resplandor inesperado. Quizás estaba pensando en «aquella vez» y por esa razón las palabras de Shimamura la hicieron ruborizar. Cuando volvió a bajar la cabeza, él alcanzó a ver que incluso la piel del nacimiento de la espalda, que el cuello abierto del kimono dejaba visible, se había arrebolado. Resaltando contra la negrura del pelo, impecablemente recogido en un rodete sin un cabello fuera de lugar, como una piedra pulida por las aguas hasta alcanzar la más tersa redondez, esa piel perlada de humedad parecía ofrecerse en sensual desnudez.
Shimamura se preguntó si la frialdad capilar que tanto lo había impresionado antes se debía al clima de aquella región o a una cualidad intrínseca de ese cabello. Entonces reparó en que la mujer estaba contando con los dedos.
—¿Qué haces? —dijo, pero ella siguió con su cuenta en silencio—. ¿Quieres saber cuántos días pasaron? No olvides que mayo, julio, agosto y octubre tienen treinta y un días.
—Ciento noventa y nueve. Exactamente ciento noventa y nueve días.
—¿Cómo puedes recordar exactamente qué día fue?
—Me bastó con fijarme en mi diario. Fue el 23 de mayo.
—¿Llevas un diario?
—Tiene su gracia leer lo escrito hace mucho. Pero como yo jamás oculto nada cuando escribo en mi diario, a veces me da vergüenza leerlo.
—¿Cuándo comenzaste a escribirlo?
—Antes de partir a Tokio para convertirme en geisha. No tenía dinero, sólo pude comprar una libreta cualquiera por dos o tres sen y yo misma debí trazar los renglones. Lo hice con un lápiz bien afilado y quedó lo suficientemente prolijo como para que luego pudiera llenar cada página de arriba abajo. Cuando tuve dinero para comprar un verdadero diario, ya no fue lo mismo. Empecé a dar cosas por supuestas. Lo mismo pasó con mi escritura. Al principio practicaba en periódicos viejos antes de enfrentar el papel en blanco, pero ahora ya escribo directamente en las páginas.
—¿Y desde aquel entonces llevas un diario?
—Así es. El año en que cumplí los dieciséis y éste fueron los mejores. Escribo cuando llego a casa después de una fiesta, ya en la cama, y cuando lo releo puedo ver dónde el sueño me venció mientras escribía. No es algo que haga todos los días. Aquí en las montañas todas las fiestas son iguales. De todas maneras, este año compré un diario que tiene sólo una página por día, y fue un error. Porque cuando empiezo a escribir, no puedo parar.
Más que el diario en sí, lo que impresionó a Shimamura fue la confesión que le hizo ella de que describía meticulosamente en aquellas páginas cada novela que había leído desde que cumplió los dieciséis años: ya llevaba acumulados diez volúmenes.
—¿También anotas las críticas que le haces a cada novela?
—Jamás podría hacer algo así. Sólo anoto el título y el autor y describo los personajes. Eso es todo.
—¿Para qué te sirve?
—Para nada en especial.
—Un esfuerzo inútil.
—Completamente —dijo ella con solemne alegría, mirándolo a los ojos.
Shimamura le sostuvo la mirada, haciendo mudo hincapié en lo vano que le parecía tal esfuerzo, pero fue como si oyera en su interior el silencioso sonido de la lluvia. Sabía muy bien que, para ella, no era inútil un esfuerzo como ése, y que ella lo aceptara como tal la purificaba a sus ojos.
Su modo de hablar de libros tenía poco y nada de literario. El único vínculo amistoso con las demás mujeres del pueblo consistía en el intercambio de revistas femeninas; a partir de entonces ella había continuado por sí sola con sus lecturas y era de lo más indiscriminada en lo que leía, incluso tomaba prestados las revistas y los libros que los huéspedes abandonaban en la posada. Los autores que ella citó no significaban nada para Shimamura. Los mencionaba como si pertenecieran a una literatura remota. Había algo de desamparo en esa enunciación, como ante un mendigo que ha perdido toda expectativa. Pero Shimamura debió reconocer que no era muy diferente de su propia devoción privada con el ballet occidental.
A continuación, ella pasó a hablar con el mismo entusiasmo de películas y obras teatrales que nunca había visto. Evidentemente estaba ávida de conversación. ¿Habría olvidado que, ciento noventa y nueve días antes, fue ese mismo impulso el que la llevó a arrojarse en brazos de él? Como entonces, parecía perder conciencia de sí mientras hablaba. Como entonces, las palabras parecían avivar la temperatura de su cuerpo.
La añoranza por la ciudad se había convertido para ella en un sueño inofensivo, envuelto en mansa resignación más que en el altivo desconsuelo de los desterrados. No parecía considerarse una persona especialmente infeliz, aunque a los ojos de Shimamura hubiera algo tan conmovedor en ello. Si él se entregara de tal manera a la resignación, pensó, a esa idea de que sus esfuerzos eran en vano, sería fácil víctima de las emociones y su vida terminaría careciendo de valor ante sus propios ojos. Esa mujer, en cambio, exhibía la misma vitalidad del aire de montaña.
En esos meses, la opinión de Shimamura sobre ella había cambiado. Paradójicamente, el hecho de que ella fuera geisha le impedía ahora ser sincero y abierto como en aquella primera conversación. Aún recordaba la noche en que ella entró en su habitación completamente borracha, y se mordió con salvajismo el brazo, en un ataque de ira contra su propio recato. E, incapaz de ponerse de pie, rodó hasta el otro extremo de la habitación y desde allí le confesó: «No me arrepentiré nunca. No soy esa clase de mujer».
—El expreso de medianoche para Tokio —dijo ella entonces y cuando vio la sorpresa en los ojos de él se puso de pie y abrió el panel de papel de arroz y la ventana que había detrás, y se sentó en el vano, con medio cuerpo afuera, en el preciso momento en que sonaba el silbato del tren. El eco de la locomotora se perdió en la distancia y sólo quedó aire helado flotando en la habitación.
El paisaje era imponente. No había luna y las estrellas brillaban con tal intensidad que parecían estar cayendo a la tierra mientras el cielo parecía retroceder hacia las alturas. El perfil indescifrable de las montañas en tinieblas tenía un negro sepulcral que terminaba de enmarcar la escena. Pero entonces Shimamura reparó en el modo en que ella se asomaba.
—¿Te has vuelto loca? —dijo apresurándose hacia la ventana.
Al sentir la presencia de él, se dejó caer aún más hacia afuera. No había el menor signo de abandono en su actitud, más bien todo lo contrario. Una obstinación poderosa que lo llevó a él a pensar: «Aquí vamos otra vez». Desde la ventana, las montañas en tinieblas tenían un brillo que delataba la nieve aunque no se la viera. Pero la armonía entre cielo y tierra se había quebrado.
Tomándola de la nuca, Shimamura le dijo:
—Vamos, levántate, que este frío nos enfermará a los dos.
—Me voy a casa —dijo ella con voz estrangulada, apoyando su garganta contra los dedos de él.
—Vete, entonces.
—Déjame quedarme así un momento más.
—Como quieras. Iré a tomar un baño.
—No, quédate conmigo.
—Si cierras la ventana.
—Déjame quedarme así. Sólo un momento más.
La mitad del pueblo quedaba oculta por el bosque de cedros donde estaba el santuario. Las luces de la estación, a diez minutos en taxi, titilaban como resquebrajando el aire helado. El pelo de ella, el cristal de la ventana, la manga del kimono, todo lo que Shimamura tocaba le transmitía una frialdad que nunca antes había experimentado. Incluso la alfombra de paja trenzada a sus pies parecía congelada, pensó mientras se dirigía por el pasillo a los baños.
—Espera, voy contigo —oyó que ella decía dócilmente a sus espaldas.
Mientras recogía la ropa que él había dejado caer al piso antes de entrar en el agua, otro huésped entró. Ella se inclinó todo lo que pudo y ocultó su rostro en las prendas que sostenía.
—Perdón —dijo el huésped y comenzó a retroceder.
—No, por favor, no se vaya. Nos vamos nosotros —dijo él, terminando de recoger la ropa caída y dirigiéndose al compartimiento vecino. Ella lo siguió como si estuvieran casados. Shimamura se sumergió sin mirarla y, cuando ella estuvo a su lado, soltó la carcajada bajo el agua, simulando que hacía gárgaras.
Hacía rato que habían vuelto a la habitación. Ella levantó apenas la cabeza de la almohada y se acomodó un mechón de pelo detrás de la oreja con el dedo meñique.
—Esto me pone tan triste —dijo. Y calló. Shimamura pensó por un instante que ella estaba con los ojos entreabiertos pero era una ilusión creada por sus largas pestañas.
Aun con los ojos cerrados, ella no durmió en toda la noche.
Shimamura despertó al oír el susurro del obi cuando ella se lo ajustaba a la cintura.
—Perdona, no quise despertarte. Es de noche aún —oyó que ella decía en un susurro—. ¿Puedes verme?
—No veo nada en esta oscuridad.
—Quiero que mires bien. Ahora. ¿Puedes verme? —dijo ella y abrió la ventana—. Sí que puedes. Debo irme ya.
Shimamura alzó la cabeza de la almohada y vio, más allá de la ventana, que en lo alto de las montañas ya había comenzado el día, aunque en el pueblo aún fuera de noche. El frío volvió a sorprenderlo.
—No temas. Nadie se levanta tan temprano en esta época del año. Salvo alguien que quiera ver el amanecer en la montaña. —Parecía estar hablando consigo misma, mientras iba y venía, y terminaba de hacerse el nudo del obi—. No vino ningún huésped en el tren de las cinco de Tokio, de manera que ninguno de los empleados de la posada se levantará hasta dentro de un rato.
Aun cuando terminó con el obi, siguió yendo y viniendo por la habitación, sentándose cada tanto a mirar por la ventana. Parecía crispada como un animal nocturno que teme la llegada del día. La luz fue invadiendo el lugar hasta que él alcanzó a verle las mejillas rosadas, o quizás era que sus ojos se habían acostumbrado tanto a la oscuridad que ahora podía distinguir un detalle como ése.
—Tus mejillas arden de frío. Aléjate de la ventana.
—No es el frío. Es que me quité el maquillaje. Siempre entro en calor en un suspiro, de la cabeza a los pies, en cuanto me meto en la cama. Debo irme. Ya es de día —dijo echándose un último vistazo en un espejo que había junto a la cama.
Shimamura levantó la cabeza pero desvió los ojos de inmediato. El espejo reflejaba el blanco de la nieve enmarcando el rostro de arreboladas mejillas. El pelo era de un negro levísimamente diluido, con destellos púrpura. ¿Ya había amanecido? Shimamura no supo si lo que lo había encandilado era el primer brillo del sol contra la nieve o la belleza increíble de aquel contraste entre mujer y naturaleza.
Probablemente para evitar que se acumulara la nieve, el agua de los baños circulaba a través de un conducto interno por las paredes de la posada, que desembocaba como una fuente en un estanque a la entrada del lugar. Un enorme perro negro estaba tendido entre las piedras de la fuente, bebiendo agua a lametazos de tanto en tanto. Varios pares de esquís para huéspedes, traídos del depósito, habían sido puestos a secar: el olor a humedad se endulzaba con el vapor de las aguas termales. La nieve que había caído de las copas de los cedros al techo de los baños iba adoptando, merced al calor que subía, una forma indefinible. Para fin de año, la vista del camino quedaría bloqueada por las tormentas de nieve y ella tendría que calzarse botas hasta la rodilla y pantalones de montaña para llegar a las fiestas donde se requería su presencia, además de una capa y un velo en el rostro para proteger su maquillaje. La nieve, para entonces, alcanzaría una altura de casi tres metros a los costados de ese camino que ella había contemplado por la noche desde la ventana de la posada, y que ahora el propio Shimamura desandaba rumbo al pueblo.
Había ropa puesta a secar a ambos lados del camino y más allá se veía la línea de las montañas con las cumbres blancas brillando al sol. Los brotes de cebolla en los sectores sembrados aún no habían sido cubiertos por la nieve. Los niños de la aldea se deslizaban en esquís caseros por la ladera. Cuando Shimamura llegó al cruce del camino con la calle principal del pueblo creyó oír un sonido similar al de la lluvia. Miró entre los carámbanos que colgaban de las ramas de los árboles y oyó una voz que decía:
—Si no es mucho pedir, ¿podría alivianar un poco nuestro techo también?
Una mujer, que evidentemente venía de los baños públicos por el paño húmedo que cubría su cabeza, se dirigía a un hombre que paleaba la nieve que se había acumulado en el tejado de su casa. Era seguramente una de las doncellas que trabajaba en la posada durante la temporada de esquí. El edificio que señalaba era un café, con las paredes de pintura descascarada y el techo más bien necesitado de reparación. Una hilera de piedras sostenía las chapas del tejado, como en las demás edificaciones de la calle. En el lado expuesto al sol, las piedras lucían un negro más apagado y erosionado que en el otro lado, donde tenían la intensa tonalidad de la tinta. Las casas estaban a tono con esas piedras al sol. Los aleros, tan bajos que amenazaban besar el suelo en ciertos sectores, parecían impregnados del espíritu de la región.
Shimamura vio más niños, rescatando trozos de hielo de las acequias y arrojándolos al camino, fascinados por los destellos que producían al impactar en el piso y quebrarse en mil pedazos. Se detuvo un momento a contemplar el espectáculo y le sorprendió la solidez que podía adquirir el hielo allí. Alejada del resto, una adolescente tejía con la espalda apoyada contra un muro de piedra. Debajo de los holgados pantalones de montaña, sus pies desnudos calzaban sandalias, y estaban enrojecidos y cuarteados por el frío. A su lado, una niña pequeña que no tendría más de dos años estaba sentada sobre una pila de leña, sosteniendo un ovillo de lana. Hasta el delgado hilo de lana cenicienta que unía a ambas criaturas parecía fulgurar a la luz del día.
Al bullicio de los niños se sumaba el serrar de un carpintero proveniente de una rienda de esquís ocho o nueve casas más allá. Un grupo de geishas charlaba bajo un alero enfrente del local. Shimamura estaba seguro que una de ellas era Komako (esa mañana por fin había averiguado su nombre, a través de una de las doncellas de la posada). Sí, no sólo era ella sino que lo había reconocido. La expresión mortalmente seria la destacaba de las demás. Estaba ruborizándose, por supuesto. Si al menos lograba simular que nada había ocurrido entre ellos, antes de que Shimamura decidiera qué hacer… Pero no. Lamentó que ella no desviara la mirada en lugar de ir siguiendo el movimiento de sus pasos, demasiado avergonzada para mirarlo a los ojos. Las mejillas de Shimamura también estaban en llamas. Aceleró el paso y un rato después oyó que Komako estaba detrás de él.
—No vuelvas a avergonzarme así. Me has puesto en ridículo.
—¿Yo te avergoncé? ¿Crees que fue fácil para mí evitar todas esas miradas acechantes? A duras penas me obedecían las piernas. ¿Siempre es así?
—Solemos encontrarnos todas a esta hora.
—Supongo que para ti fue peor: no sólo que se notara cómo te ruborizabas sino seguirme después a los ojos de todas.
—¿Qué diferencia hace? —dijo ella en tono neutro, pero había vuelto a avergonzarse y buscó apoyo en el tronco de un níspero al costado del camino—. Te seguí porque quería invitarte a que visitaras mi casa.
—¿Es cerca de aquí?
—Muy cerca.
—Iré si me dejas leer tu diario.
—Voy a quemar ese diario antes de morir.
—¿Pero no hay un hombre enfermo en tu casa?
—¿Cómo lo sabes?
—Te vi en la estación ayer, en tu capa azul. Y él viajaba en el mismo tren que yo, en el mismo vagón incluso. Lo acompañaba una muchacha que veló por él todo el viaje. ¿Es su esposa? ¿Es alguien del pueblo que enviaron a acompañarlo en el viaje? ¿Es alguien de Tokio? Se comportaba como una madre. Me impresionó mucho.
—¿Por qué no dijiste nada anoche? —dijo ella, molesta.
—¿Es su esposa?
Komako no contestó.
—¿Cómo pudiste callar eso anoche? ¿Qué clase de persona eres?
A Shimamura no le agradó en absoluto el cuestionamiento. Nada de lo que había hecho, nada de lo que había sucedido, merecía reproche, y se preguntó si no estaría saliendo a la luz una característica primordial de ella. Pero en el fondo sabía que ella tenía algo de razón. Sin ir más lejos, aquella mañana, cuando se encandiló con el espejo donde se reflejaba el rostro de Komako enmarcado por la nieve, había vuelto a pensar en la muchacha y lo sucedido en el tren. Aunque incluso entonces había preferido callar toda mención al viaje.
—Qué importa que haya un enfermo en la casa. Nadie entra nunca en mi habitación —estaba diciendo Komako, mientras se internaba por una abertura en un muro de piedra.
Al seguirla, Shimamura vio una huerta y varios nísperos como el del camino, que se alzaban paralelos al muro. En el centro, delante de la casa, había un pequeño jardín floral y un estanque con lotos y carpas nadando bajo la superficie. Alguien había picado el hielo formado durante la noche. La casa parecía tan antigua y ajada como el tronco de los nísperos. Había manchones de nieve en el tejado y las vigas que lo sostenían estaban curvadas por el peso.
El aire, adentro, olía a tierra fría e inmovilidad. Shimamura la siguió por una escalera sin que sus ojos terminaran de adaptarse a la penumbra. La escalera subía hasta un ático.
—Antes criaban gusanos de seda aquí arriba. ¿Sorprendido?
—Tienes suerte de no haber rodado por esas escaleras, con el modo en que bebes.
—Me ha pasado. Pero por lo general, cuando he bebido mucho, me echo junto al kotatsu de abajo y duermo allí.
Acercó una mano al caldero que había también arriba, para sentir el calor, y bajó a buscar más carbón. Shimamura recorrió la curiosa habitación con la mirada. Aunque sólo había una ventana baja, que daba al sur, el papel recién cambiado dejaba entrar los rayos de sol. También las paredes habían sido industriosamente recubiertas en papel de arroz, produciendo un efecto de tiempos idos en la habitación, aunque las vigas desnudas del techo atenuaran el resultado como un manto de opaca soledad. Shimamura se preguntó que habría detrás del papel de las paredes; se sentía suspendido en el vacío en la impecable limpieza que reinaba en aquel humilde espacio. Por un instante jugueteó con la idea de que la luz se filtraría en el cuerpo de Komako tal como lo habría hecho en los gusanos de seda que habitaron el lugar antes que ella.
El kotatsu estaba cubierto por un paño del mismo material de los toscos pantalones de montaña típicos de la región. Había una cómoda igualmente atemporal, pero la veta de la madera parecía noble; quizá fuera una reliquia de los años que había pasado Komako en Tokio. La acompañaban malamente un ropero barato y una caja de bordado cuya superficie brillaba con la tersura de la buena laca. Los cajones que se veían detrás de un delgado paño de algodón servían aparentemente de estantes para los libros. El kimono que ella había usado la noche anterior colgaba de la pared dejando al descubierto su interior rojo brillante.
Komako subió con agilidad las escaleras con una carga de carbón.
—Lo saqué del cuarto del enfermo. No debes preocuparte: dicen que el fuego mata los gérmenes —afirmó.
Su peinado rozó el fuego del kotatsu mientras echaba el carbón dentro. El hijo de la maestra de música tenía tuberculosis intestinal y había vuelto a casa a morir, agregó ella sin mirarlo.
Aunque no era del todo exacto decir que había vuelto a casa, ya que no había nacido allí: ésa era la casa de la madre, quien había enseñado danza en distintos lugares de la costa, incluso cuando ya no era geisha. Pero había enfermado al cumplir los cuarenta y había vuelto a aquellas termas para recuperarse. El hijo, aficionado a todo tipo de máquinas desde niño, no había vuelto con ella. Prefirió quedarse como aprendiz en una relojería. Con el tiempo se mudó a Tokio, donde empezó a cursar la escuela nocturna, pero la presión fue excesiva para él. Tenía sólo veinticinco años.
Komako contó todo eso sin pudor pero no hizo la menor alusión a la muchacha que había acompañado al enfermo en el viaje. Ni explicó, tampoco, por qué razón vivía ella misma en esa casa. Shimamura estaba incómodo. Dio un paso hacia el corredor y creyó ver con el rabillo del ojo un objeto aparentemente blanco, que le pareció el estuche de un samisen, aunque le pareció más grande y más largo de lo habitual. Le resultó difícil imaginar que Komako se trasladara con ese objeto tan pesado a las fiestas que amenizaba. Entonces, la oscurecida puerta corrediza en medio del corredor se abrió.
—¿Te molesta si paso por aquí, Komako?
Era aquella voz tan bella y cristalina que daba tristeza. Shimamura bebió hasta las últimas reverberaciones de su eco y supo que era la misma que había oído en el tren, cuando la muchacha llamada Yoko se dirigió al viejo guarda del cruce.
—En absoluto —contestó Komako. Yoko sorteó con gracia el estuche del samisen con una jarra de vidrio en la mano. Era evidente, no sólo por la forma en que había hablado antes con el guarda sino por los pantalones de montaña que vestía ahora, que era nativa de la región. Pero la textura del obi, visible debajo de la cintura de los pantalones, daba a aquella rústica prenda un aire elegante, así como impregnaba de voluptuosidad las amplias mangas del kimono tejido. Yoko dedicó una mirada tan breve como penetrante a Shimamura y desapareció en silencio.
Incluso cuando hubo salido de la casa, Shimamura seguía obsesionado por esa mirada, que le ardía en la cara con la misma belleza inexpresable que el atardecer anterior, cuando el destello que venía de las montañas se unió con el reflejo del rostro de ella en la ventanilla del tren. Apuró el paso, mientras su memoria convocaba una tercera imagen, la del reflejo de la nieve enmarcando las mejillas de Komako en el espejo donde ella verificaba su maquillaje, aquella misma mañana.
Sus piernas no estaban acostumbradas a ese paso pero él no reparó en ello, absorto en sus pensamientos y el paisaje de aquellas montañas que tanto le gustaban. Siempre dispuesto a dejarse llevar por sus ensoñaciones, se preguntó cómo era posible que aquel espejo espontáneo de la tarde anterior y el que reflejó la nieve esa mañana fueran realmente obra del hombre y no de la naturaleza, una naturaleza perteneciente a un mundo distante y remoto, tan distante y remoto como la habitación que acababa de abandonar.
Necesitado de un contacto urgente con el mundo concreto, se detuvo frente a una masajista ciega al costado del camino, muy cerca de la posada.
—¿Podría darme un masaje?
—Déjeme ver qué hora es —dijo ella. Y, apretando el bastón con el brazo contra su costado, introdujo la mano en su obi y sacó un reloj de bolsillo, que palpó con la yema de su pulgar—. Las dos y media pasadas. Tengo un cliente a las tres y media, más allá de la estación. Pero supongo que no le molestará si llego un poco tarde.
—Es sorprendente que pueda leer la hora.
—El reloj no tiene vidrio —dijo ella y volvió a abrirlo—. Me basta con palpar las manecillas. Puedo errar por un minuto o dos, pero nunca más.
—¿Y el camino? ¿No se le hace difícil?
—Cuando llueve, mi hija viene a buscarme. Por la noche, sólo atiendo a gente del pueblo; nunca me aventuro tan lejos. Aunque las doncellas de la posada siempre se burlan: dicen que es mi marido quien no me deja salir sola de noche.
—¿Qué edad tiene su hija?
—La mayor tiene doce —contestó ella. Ya habían llegado hasta la habitación de Shimamura y permanecieron en silencio mientras duró el masaje, hasta que llegó hasta ellos el sonido de un samisen a la distancia.
—Me preguntó quién estará tocando.
—¿Puede decir cuál geisha está tocando sólo por el sonido?
—A algunas puedo identificarlas, a otras no. Veo que no es usted un trabajador. Qué piel más suave tiene.
—No hago esfuerzos musculares, es verdad.
—Hay un poco de tensión aquí, en la base del cuello. Pero debe estar satisfecho de su aspecto: ni muy gordo ni muy flaco. Y no bebe, ¿verdad?
—¿Cómo puede saberlo?
—Tengo tres clientes con un cuerpo como el suyo. Pero, si no bebe, no sabe exactamente lo que significa divertirse… ni olvidar.
—¿Su esposo bebe?
—Demasiado.
—No toca muy bien que digamos, esa geisha.
—Toca muy mal, es cierto.
—¿Usted toca?
—Cuando era joven. Desde que tenía ocho hasta los diecinueve. Han pasado quince años desde entonces. Desde que me casé.
Shimamura se preguntó si todas las personas ciegas parecían de menor edad que la que tenían.
—Pero lo que se aprende en la niñez nunca se olvida.
—Mis manos han cambiado a causa de este trabajo, pero mi oído sigue siendo bueno. A veces me impacienta oírlas tocar. Pero supongo que también me impacientaba mi propia manera de tocar cuando era joven.
Calló un instante y se concentró en la música.
—Fumi, de la Izutsuya, seguramente. Las mejores y las peores son las más fáciles de identificar.
—¿Hay alguna realmente buena?
—Komako toca muy bien. Es joven aún, pero ha mejorado mucho últimamente.
—¿Sí?
—Usted la conoce, ¿verdad? Yo diría que es muy buena, pero debe tener en cuenta que nuestra vara, aquí en las montañas, no es muy exigente.
—No podría decirse que la conozco. Vine en el tren con el hijo de la maestra de música, anoche.
—¿Está mejor?
—Aparentemente no.
—Oh. Sabía que estaba enfermo haría tiempo en Tokio, y que Komako se hizo geisha el verano pasado para ayudar a pagar a los médicos. Me pregunto si sirvió para algo.
—¿A qué se refiere?
—Sólo estaban comprometidos. Pero supongo que una se siente mejor después si hizo todo lo que estaba a su alcance.
—¿Estaban comprometidos?
—Así dicen. No lo sé realmente; eso es lo que oí.
Era el colmo de la vulgaridad prestar atención a chismes de geishas ventilados por una masajista, pero enterarse así tuvo el perverso efecto de hacer más pasmosa la información para Shimamura. Aun cuando le parecía inaceptablemente melodramático que Komako se hubiera hecho geisha para ayudar a su prometido, deseó saber más. Pero la masajista se había sumido en el silencio.
Si Komako era la prometida de aquel hombre, y Yoko su nuevo amor, y el hombre estaba a punto de morir… la expresión que vino a la mente de Shimamura fue «esfuerzo inútil». ¿Qué era, si no un esfuerzo inútil, la decisión de Komako de guardar su promesa hasta el final, vendiéndose para pagar las cuentas de los médicos? Iba a enfrentarla con los hechos cuando la viera de nuevo; iba a ir hasta el fondo de la cuestión, se dijo Shimamura. Sin embargo, a la luz de estos hechos, la vida de ella se había aclarado.
Consciente de la inquietante ineficacia de su vara para juzgar los hechos de la vida, permaneció un largo rato inmóvil después del masaje, sumido en sus pensamientos. Un frío glacial le atenazaba el estómago. Era que la ventana había quedado abierta de par en par.
El atardecer ya había caído sobre el valle sumiéndolo en las sombras. Los últimos rayos del sol poniente detrás de las montañas intensificaban el blanco de las cumbres nevadas, la penumbra del valle y la opacidad de las copas de los árboles que ocultaban el santuario.
La aparición de Komako fue como un rayo de cálida luz para la desdicha que había invadido a Shimamura. Había una reunión en la posada para planear las actividades de la temporada de esquí y le habían pedido que asistiera a la fiesta que habría después. Komako acercó las manos al kotatsu y, cuando las tuvo tibias, acarició con una de ellas la mejilla de Shimamura.
—Estás pálido esta tarde. —Remató la caricia con un pellizco suave y agregó—: Eres tan tonto, a veces.
Parecía un poco borracha, ya. Cuando retornó a la habitación, después de la fiesta, se desplomó delante del espejo y los efectos del alcohol afloraron casi cómicamente en su rostro.
—No sé qué pasó. No tengo idea. Me duele la cabeza. Me siento fatal. Necesito un vaso de agua —dijo, y se cubrió el rostro con las manos, y se dejó caer de costado en la cama sin preocuparse por su laborioso peinado. Cuando se reincorporó, procedió a quitarse el maquillaje. La piel que asomaba era intensamente rosada. Parecía encantada consigo misma. Shimamura se sorprendió de la rapidez con que se había recuperado de la borrachera hasta que notó que los hombros le temblaban de frío.
Desde agosto venía temiendo un colapso nervioso, le confesó ella en voz muy baja.
—Creí que iba a volverme loca. Estaba obsesionada por algo, pero no tenía manera de saber qué era. No podía dormir. Sólo lograba mantener el control cuando iba a una fiesta. Tenía pesadillas, perdí completamente el apetito, permanecía durante horas sentada en el piso farfullando conmigo misma.
—¿Cuándo empezaste a trabajar como geisha?
—En junio. Primero pensé en ir a Hamamatsu.
—¿Para casarte?
Ella asintió. Un hombre de Hamamatsu le había propuesto matrimonio varias veces pero ella había logrado evitarlo sin ofenderlo. No le gustaba nada, pero tenía serios problemas para decidir qué hacer.
—¿Por qué tantas dudas si no te gustaba?
—No es tan simple.
—¿Qué tiene de complejo el matrimonio?
—No seas cínico. Siempre he querido que las cosas a mi alrededor estén en orden.
Shimamura gruñó.
—Tú no eres una persona muy satisfactoria precisamente —dijo ella.
—¿Qué tuviste con ese hombre de Hamamatsu?
—Si hubiera habido algo, ¿crees que yo hubiera dudado así? Él dijo que, mientras yo viviera aquí, me impediría casarme con otro. Dijo que haría todo lo que estuviera a su alcance para evitarlo.
—¿Qué podía hacer estando tan lejos? ¿Te preocupaba realmente?
Komako se echó hacia atrás en la cama y se desperezó como disfrutando la tibieza que emanaba de su cuerpo. Desde esa posición murmuró:
—Creía que estaba embarazada. —Y soltó una risita—. Suena ridículo, pero así fue.
Luego se hizo un ovillo como un bebé, sosteniendo las solapas de su kimono con los puños cerrados. Sus largas pestañas volvieron a hacerle creer a Shimamura que ella tenía los ojos entreabiertos.
Komako escribía algo en una revista vieja, sentada cerca del kotatsu, cuando Shimamura abrió los ojos a la mañana siguiente.
—No puedo irme a casa. Me desperté cuando la doncella entró a traer más carbón y ya había demasiada luz. Estaba un poco borracha anoche; dormí demasiado profundamente.
—¿Qué hora es?
—Más de las ocho.
—Vamos a tomar un baño —dijo Shimamura y se levantó de la cama.
—No puedo. Podría cruzarme con alguien en el pasillo.
Parecía más dócil que nunca. Cuando Shimamura volvió del baño, la encontró aseando la habitación, con un pañuelo atado teatralmente en la cabeza. Había limpiado hasta las patas del brasero y ahora acomodaba el carbón con mano experta. Shimamura se sentó frente al kotatsu y encendió un cigarrillo. Cuando la ceniza acumulada cayó al piso Komako le acercó un cenicero y pasó un paño hasta borrar toda evidencia. Él rió como se suele reír de mañana. Ella también.
—Si tuvieras marido, estarías el día entero detrás de él, torturándolo.
—No lo haría. Pero le daría buenos motivos de burla cuando me viera doblar hasta la ropa sucia. No puedo evitarlo. Así soy.
—Dicen que puedes saber todo sobre una mujer echando un vistazo al lugar donde guarda su ropa.
—Es un día maravilloso —dijo ella. Estaban tomando el desayuno en la habitación inundada de sol matinal—. Debería estar en casa practicando con el samisen. Suena mejor que nunca en los días como éste.
No había una sola nube en el cielo. La nieve en las montañas tenía una textura cremosa. Recordando las palabras de la masajista, Shimamura le propuso que practicara allí, en la habitación. Ella no se hizo rogar. Pidió por teléfono que le trajeran el instrumento y las partituras de su casa, junto con una muda de ropa.
De manera que aquella vieja casa que había visto el día anterior tenía teléfono, pensó Shimamura. Y recordó al instante los ojos de Yoko.
—¿Quién te traerá el samisen? ¿La muchacha que vimos ayer?
—Quizá sea ella.
—Estás comprometida con el hijo de la maestra de música, ¿verdad?
—¡Vaya! ¿Cuándo oíste eso?
—Ayer.
—Eres extraño. Lo sabías anoche, pero lo preguntas recién ahora.
En su tono de voz no había el menor reproche.
—Me resultaría más fácil hablar de eso si te tuviera menos respeto —confesó Shimamura.
—¿Qué estás pensando exactamente? Por eso no me gusta la gente de Tokio.
—No cambies de tema. Aún no has contestado a mi pregunta.
—No quise cambiar de tema. ¿Realmente te lo creíste cuando te lo contaron?
—Sí.
—Estás mintiendo de nuevo. No lo hiciste.
—Me costó creerlo, a decir verdad. Pero entonces me dijeron que te hiciste geisha para pagar las cuentas de los médicos.
—Parece uno de esos folletines de las revistas baratas. No es cierto. Nunca me comprometí con él. No sé por qué la gente cree que sí. Y no me hice geisha para ayudar a nadie en especial. Aunque le debo mucho a su madre.
—Me estás hablando en acertijos.
—Te contaré todo. Y del modo más claro. Hubo un tiempo en que su madre creyó que sería una buena idea que nos casáramos. Pero sólo lo pensaba; nunca dijo una palabra. Los dos lo sabíamos vagamente, pero eso fue todo. No hay más que contar.
—Amigos de la infancia.
—Así es. Aunque hemos vivido separados casi todas nuestras vidas. Cuando me mandaron a Tokio como aprendiz de geisha, él fue el único que vino a despedirme a la estación. Lo tengo escrito en la primera página de mi primer diario.
—Si hubieran seguido viviendo juntos, hoy estarían casados, ¿verdad?
—Lo dudo.
—Yo no.
—No puedes preocuparte por él. Estará muerto dentro de poco.
—¿Y es correcto que, entretanto, tú pases las noches afuera?
—No tienes derecho a preguntar eso. Además, ¿cómo puede un moribundo evitar que yo haga lo que quiera hacer?
Shimamura no tuvo respuesta. Pero seguía preguntándose por qué Komako evitaba toda mención a Yoko. ¿Y Yoko, que había cuidado de aquel hombre todo el viaje desde Tokio tal como su madre habría cuidado de él cuando él era niño, cómo se sentiría cuando viniera a la posada a traer una muda de ropa para Komako? ¿Y qué clase de vínculo tenía Komako con el hombre que Yoko había acompañado desde Tokio? Shimamura se dejó llevar por esos enigmas hasta que oyó la bellísima voz que ya le era familiar:
—¿Komako? ¿Komako?
—Gracias —dijo ella, luego de incorporarse para salir al pasillo—. ¿Lo trajiste todo tú sola? ¿No pesaba demasiado? —Y volvió a la habitación.
La cuerda superior del samisen se rompió en cuanto Komako tocó los primeros acordes. A Shimamura le bastó verla cambiar la cuerda y afinar el instrumento para saber que tenía buena mano para tocar. Ella abrió un abultado paquete junto al kotatsu y sacó un libro de canciones y una veintena de partituras. Shimamura las miró con curiosidad.
—¿Usas partituras para practicar?
—Debo hacerlo. No hay nadie en el pueblo que pueda enseñarme.
—¿Y la mujer en cuya casa vives?
—Tiene parálisis.
—Pero si puede hablar, puede enseñar.
—No puede hablar. Sólo puede mover la mano izquierda, y la usa para corregir errores en sus clases de danza. No soporta escuchar a alguien tocar el samisen y no poder hacer nada al respecto.
—¿Puedes aprender sola leyendo las partituras?
—Perfectamente.
—Al editor le daría una gran satisfacción saber que una auténtica geisha, no una aficionada ni una aprendiz, aprende a tocar con sus partituras en una aldea perdida en las montañas.
—En Tokio decidieron que bailara y me dieron lecciones de danza. En cambio apenas se preocuparon por desarrollar mis rudimentarias habilidades para el samisen. Si perdiera eso, nadie de aquí sería capaz de enseñármelo. Por eso uso partituras.
—¿Y quién te enseñó a cantar?
—No me gusta cantar. Aprendí algunas canciones en mis clases de danza y me las arreglo con eso. Las canciones más nuevas las aprendo de la radio. No tengo idea de cómo sueno. Te haría reír mi estilo, estoy segura. Además, mi voz cede cuando canto para alguien que conozco bien. Con los extraños cobro más valor —dijo levemente avergonzada.
Cuando alzó la mirada en dirección a Shimamura pareció esperar una señal de él para comenzar a tocar. Y fue el turno de Shimamura de avergonzarse.
Él no tenía idea de cómo cantar. Estaba más o menos familiarizado con el repertorio Nagauta de Tokio, conocía las letras de casi todas las canciones, así como las coreografías de todas las danzas, pero relacionaba ese repertorio con los actores en el escenario, más que con el estilo íntimo que le daban las geishas.
—Veo que me enfrento a un público difícil —dijo ella mordiéndose apenas el labio. Y procedió a acomodar el samisen contra su rodilla y concentrarse en una de las partituras que tenía delante, como si eso la hubiera convertido en otra persona—. Vengo practicando ésta desde el otoño.
Shimamura sintió un escalofrío que le erizó hasta la piel de las mejillas. Las primeras notas abrieron un vacío transparente en sus entrañas, donde reverberaba el sonido del samisen. Sobrecogido hasta la reverencia, inundado de una oleada de remordimiento e indefensión, no tuvo más opción que entregarse a esa corriente, al placer de ser transportado por Komako adonde ella quisiera llevarlo con su música.
Es una geisha de montaña, tiene apenas veinte años, no puede ser tan buena, se dijo a sí mismo. Aunque estaban solos en esa habitación pequeña, ella tocaba el samisen como si estuviera en el escenario ante un enorme auditorio. Transportada al parecer por sus emociones montañesas, recitaba con un tono voluntariamente monocorde la letra de la canción, ralentizando y por momentos salteando los pasajes más complejos, pero aun así parecía sumida en un trance. Cuando su voz se fue haciendo más aguda Shimamura se asustó. ¿Cuánto más lejos podía llevarlo esa hipnótica seguridad? Apoyó la cabeza entre los brazos para simular una indiferencia que estaba muy lejos de sentir.
El fin de la canción lo liberó. Y dejó margen para que se fastidiara consigo mismo por pensar que esa mujer, esa mujer estaba enamorada de él.
Komako estaba mirando al cielo a través de la ventana.
—En los días así hay una reverberación especial.
El tono en que lo dijo fue tan intenso y vibrante que parecía la perfecta ilustración del comentario. Hasta el aire era diferente. Sin la caja de resonancia de una sala de teatro, sin la audiencia, sin ese polvillo ambiental que era sinónimo de lo urbano, las notas se perdieron cristalinas en las nieves lejanas que enmarcaban aquella mañana invernal.
Quizá por practicar sola, sin conciencia del efecto que producía, con la amplitud natural de ese valle de montaña como única compañía, Komako había alcanzado esa unidad tan poderosa con el entorno que la circundaba. Su propia soledad derrotaba la tristeza y nutría esa portentosa voluntad. Sin duda era un triunfo del carácter alcanzar tal maestría por sí sola a partir de una mera partitura, a pesar del entrenamiento inicial que hubiera recibido.
Shimamura volvió a sentir el esfuerzo inútil que traslucía ese modo de vida. Sintió también una nostalgia indefinida. Como si la música dignificara esa existencia y a la propia Komako.
Por su ignorancia de la técnica del samisen, que lo restringía al aspecto emocional de la ejecución, era el oyente ideal para Komako. Para cuando ella se sumió en la tercera canción, los escalofríos habían dejado lugar a una intensa serenidad que le permitió a Shimamura contemplar abiertamente el rostro de Komako. La cercanía física que experimentaba era absoluta. La angosta nariz, que hasta entonces le era más bien insignificante, parecía vitalizada por el saludable rubor de las mejillas. La suavidad danzante de los labios no perdía plenitud cuando se estiraban en un falsete ni cuando se contraían como un capullo. Su encanto reproducía el embrujo que generaba todo su cuerpo. Los ojos, brillosos y húmedos, la aniñaban. La ausencia de maquillaje daba a su piel el tono traslúcido de una cebolla recién pelada, o más bien de un pimpollo de lirio, apenas coloreado en su limpidez. Su espalda erguida le daba un aire de recato tersamente virginal.
Cuando terminó de tocar, Komako aplacó la vibración de las cuerdas con la mano y relajó laxamente su postura, adoptando sin proponérselo un aire seductor. Shimamura no sabía qué decir. Ella tampoco parecía esperar ningún comentario; se la veía más que a gusto consigo misma.
—¿Puedes saber cuál de las geishas está tocando por el sonido del samisen?
—No es tan difícil. Somos apenas una veintena. Depende un poco del estilo. Algunas dejan que asome su personalidad más que otras. —Volvió a alzar el samisen pero apoyándolo en su pantorrilla—. Así lo sostienes cuando eres una niña —dijo y volcó el torso hacia adelante, como empequeñeciéndose, y tocó un par de acordes con intencionada torpeza, que acompañó con una voz muy fina y vacilante—: «Ca-beee-llos os-cuu-ros…».
—¿Ésa fue la primera canción que aprendiste?
—Ajá —dijo asintiendo en forma infantil, como sin duda solía hacer cuando era demasiado pequeña para sostener el samisen como era debido.
Aquella noche se quedó con él y no intentó escabullirse de la posada con las primeras luces del alba. «Komako, Komako», oyeron la voz de la hija pequeña de la encargada de la posada por el pasillo mientras retozaban junto al kotatsu y hacían tiempo hasta tomar el baño matinal.
De regreso en la habitación, mientras peinaba su larga cabellera, Komako explicó:
—Cada vez que ve una geisha dice mi nombre, con la misma entonación, y cuando ve una foto de alguna mujer con un peinado tradicional hace lo mismo. Los niños saben cuando gustan a alguien. ¡Kimi! —dijo, alzando la voz, cuando terminó de peinarse, y se asomó a la ventana—. ¿Quieres ir a jugar a casa de Komako? —Y volviéndose hacia el interior de la habitación comentó—: Los que vinieron de Tokio ya han salido a esquiar. Impacientes.
Shimamura miró hacia afuera desde el kotatsu y vio cinco o seis figuras en ropa oscura deslizarse por la ladera nevada. A él también le pareció absurda aquella hiperactividad. La ladera descendía suavemente, la nieve aún no cubría por entero toda la pradera.
—Parecen estudiantes. ¿Hoy es domingo? ¿Crees que lo disfrutan?
—Son buenos, al menos eso puedo decir. Suelen inhibirse cuando una geisha los saluda en las pistas. Les cuesta reconocerlas como tales, bronceadas y sin maquillaje.
—¿Tú usas ropa de esquí?
—Prefiero los pantalones de montaña. Pero la temporada de esquí me parece un incordio. Ya lo experimentarás en carne propia, cuando te cruces con los demás huéspedes cada atardecer, y te saluden y te digan que no te vieron en las pistas. Quizá me abstenga de esquiar esta temporada. Debo irme. ¿Vamos, Kimi? Tendremos tormenta esta noche. Siempre hace este frío antes de nevar.
Shimamura salió a la veranda y contempló a Komako alejarse por el escarpado camino con la pequeña Kimi de la mano. El cielo se estaba nublando. Los picos más lejanos aún reflejaban los rayos de sol mientras el resto quedaba oculto por las nubes. El juego de luces y opacidades duró poco. Las pistas de esquí ya estaban en sombras. Shimamura vio agujas de escarcha entre los crisantemos aunque seguía goteando agua sobre ellos de la canaleta del techo.
Pero no nevó esa noche. Era lluvia lo que traían las nubes.
Shimamura llamó a Komako la noche siguiente. Había luna. El frío era intenso a las once de la noche, pero Komako insistió en que dieran un paseo y lo arrastró del calor del kotatsu al exterior.
El camino estaba congelado. La aldea estaba en silencio, inmóvil bajo el cielo estrellado. Komako alzó los faldones de su kimono y los acomodó en el obi. La luna parecía cortada a cuchillo contra el hielo espectralmente azul.
—Vamos a la estación.
—Estás loca. Son más de dos kilómetros.
—Pronto estarás en Tokio. Vamos.
Shimamura sentía las piernas y los brazos entumecidos pero no supo convencerla. De regreso en la posada, ella se dejó caer desconsolada en el piso y se negó a acompañarlo a los baños. El kotatsu estaba al pie de la cama y habían tendido el cobertor por encima, para que el calor entibiara las sábanas, pero Komako seguía postrada junto al caldero cuando Shimamura volvió.
—¿Qué pasa?
—Me voy a casa.
—No seas tonta.
—Acuéstate y olvídate de mí. Sólo déjame permanecer un rato más aquí.
—¿Por qué quieres irte?
—No me iré. Me quedaré aquí hasta el amanecer.
—Por qué complicas las cosas.
—No estoy complicando nada.
—¿Entonces qué?
—No me siento bien.
—¿Era eso? Te dejaré tranquila, entonces.
—No.
—¿Por qué quisiste ir hasta el pueblo?
—Me voy a casa.
—No hay ninguna necesidad de que te vayas.
—No es fácil para mí. Vete a Tokio. Pero no será fácil para mí.
Hablaba con la cabeza baja, contra el calor del kotatsu.
¿Qué era lo que le pasaba: pena anticipada por haber ahondado de más en una relación ocasional con un huésped? ¿O el esfuerzo de mantener la compostura hasta el último momento? De manera que hemos ido demasiado lejos, se dijo Shimamura y él también guardó silencio.
—Por favor, vuélvete a Tokio.
—De hecho, pensaba partir mañana.
—¡No! ¿Por qué? —exclamó ella, alzando abruptamente la cabeza como si acabara de despertar.
—¿Qué diferencia hace cuánto tiempo más me quede?
Ella lo miró fijamente un momento y luego estalló:
—¡Cómo puedes decir eso! ¿Qué razón tienes para decir eso? —Y se puso bruscamente de pie y se le colgó del cuello—. Está mal que digas esas cosas. Levántate. ¡Te digo que te levantes!
Pero la que se dejó caer fue ella, mientras continuaba con su delirio, por completo olvidada del malestar que había mencionado antes.
Largo rato después, ella abrió los ojos, recogió la ornamentada peineta que se había soltado de su cabello y murmuró:
—Debes irte mañana.
Mientras Shimamura terminaba los preparativos para tomar el tren de las tres esa tarde, oyó que la encargada de la posada conferenciaba con Komako en la recepción.
—Veamos. Por aquí serían… once horas —oyó que decía. Evidentemente estaban discutiendo el monto por sus servicios como geisha y la cuenta era por hora, porque lo que oyó a continuación fue—: Salida a las cinco… Salida a las doce… —sin que se mencionara en ningún momento el recargo habitual por pasar la noche junto al huésped.
Komako lo esperó a la entrada, envuelta en un impermeable y una bufanda blanca. Quería acompañarlo a la estación.
Luego de comprar los regalos que llevaría a Tokio, les quedaban aún veinte minutos hasta la salida del tren. Mientras caminaban por el minúsculo parque frente a la estación, él pensó qué angosto era el valle encerrado por aquellas cumbres, ahora que lo veía por primera vez desde allí, a la luz del día. El negro del pelo de Komako era aún más intenso que el de las grietas que se veían entre las montañas.
El sol apenas brillaba en un sector lejano del río, en lo alto.
—Ha crecido bastante el torrente.
—Dos días de nieve y volverá a angostarse. Y entonces seguirá nevando hasta cubrir aquellos faroles. Yo caminaré pensando en ti y no tendré siquiera de dónde colgarme.
—¿Tanta nieve cae?
—En el pueblo vecino, los niños salen por la ventana del piso superior de la escuela. Los más arriesgados se sumergen como si estuvieran nadando y cavan túneles.
—Me gustaría verlo. Pero supongo que la posada estará llena para entonces. Y quizás haya riesgo de avalanchas, en el viaje.
—Venir o no venir no es un asunto de dinero para ti, ¿verdad? ¿Siempre gastas así? —dijo Komako y se detuvo, y lo miró a los ojos—. Deberías dejarte el bigote.
—Lo he pensado —contestó él, mientras palpaba distraídamente su impecable afeitado. ¿Qué era lo que ella encontraba atractivo en él?, se preguntó. Pero en cambio dijo—: Tú misma pareces recién afeitada cuando te quitas el maquillaje.
—Escucha los cuervos. A veces me aterroriza ese graznido. ¿Dónde están? Tengo frío —agregó cruzando los brazos mientras aferraba las solapas de su abrigo y miraba hacia el cielo.
—¿Quieres que entremos a esperar?
Pero en ese momento una figura en pantalones de montaña se acercó precipitadamente hacia ellos, como si viniera corriendo desde lejos.
—¡Komako! Es Yukio…
Cuando Yoko llegó hasta ellos hizo una mínima pausa para recuperar el aliento, mientras tironeaba del brazo de Komako como un niño asustado intentaría arrastrar a su madre.
—Ha empeorado. Debes venir a casa ahora mismo. Por favor.
Komako tenía los ojos cerrados, como si el tironeo en su brazo estuviera desgarrándola. Su rostro había palidecido, pero dijo con inesperada firmeza:
—No puedo. Estoy despidiendo a un huésped.
Shimamura estaba atónito.
—No es necesario que…
—Es lo que corresponde. ¿Cómo saber, si no, si vas a volver?
—Volveré. Volveré.
Yoko parecía no oír el diálogo entre ambos.
—Llamé a la posada y me dijeron que habías salido hacia la estación. Te busqué por todas partes. Yukio pide por ti. Vamos —dijo afiebradamente y volvió a tironearla del brazo, pero Komako se soltó con impaciencia.
—Déjame, por favor.
Pero la que retrocedió fue ella, boqueando como si le faltara el aire, con los ojos vidriosos y un rictus de tensión en el rostro. Yoko la contempló con una impasibilidad tal que era imposible adivinar si estaba asombrada o espantada. La pura simpleza de su expresión conmovió vivamente a Shimamura. Y lo que hizo a continuación, aún más. Se volvió de golpe hacia él y, sin el menor cambio en su expresión, le aferró la mano y rogó con voz trémula:
—Por favor, déjela ir.
—Por supuesto —dijo él. Y a Komako—: Vete. No seas tonta. Vete.
Pero Komako empujó a Yoko forzándola a soltar la mano de Shimamura.
—¿Con qué derecho te entrometes?
Shimamura hizo señas a un taxi que esperaba frente a la estación. Yoko había vuelto a aferrarle la mano, con tal intensidad que le entumecía los dedos.
—La enviaré en taxi —le dijo—. Tú adelántate, mientras tanto. Estamos dando un espectáculo.
Yoko asintió y se alejó con celeridad. ¿Qué era lo que daba tal inescrutabilidad a aquella muchacha en un momento como ése?, se preguntó Shimamura, mientras sentía el eco de su voz en los oídos. Pero Komako lo volvió en sí:
—¿Adónde vas?
El taxi se había puesto en movimiento y Shimamura avanzaba hacia él.
—No me iré. No voy a irme a casa.
Shimamura la miró con revulsión casi física.
—No tengo idea de lo que hay entre ustedes tres, pero ese hombre quizás esté muriendo. Y ella vino a buscarte porque él necesita verte. Te arrepentirás toda tu vida si no vas. Quizás esté muriendo en este mismo instante. Ve. No seas porfiada. Olvida y perdona.
—¿Olvidar, perdonar? No entiendes nada. Nada en absoluto.
—¿No fue él el único que te despidió cuando te mandaron a Tokio? ¿No es su nombre el que figura en la primera página del primero de tus diarios? Y ahora que él llega a la última página del suyo, ¿no vas a despedirlo?
—No quiero hacerlo. No quiero verlo morir.
Shimamura no supo si esa respuesta reflejaba el más gélido o el más conmovedor de los sentimientos.
—No podré volver a escribir en mi diario. Los quemaré, a todos —dijo ella en un susurro, como para sí. Le ardían las mejillas—. Eres bueno, en el fondo de tu corazón. Si lo eres, te enviaré a ti mis diarios. ¿No te reirás de mí?
Shimamura se sintió invadido por una oleada de emociones que no supo definir. Pensó que, en el fondo, era efectivamente la persona más honesta y sincera del mundo. Ya no intentó enviar a Komako a casa. Y ella no dijo una palabra más.
El empleado de la posada que se había encargado de despachar el equipaje se acercó a avisarles que el tren ya estaba en el andén. Cuatro o cinco aldeanos en desteñida ropa invernal subían a los vagones.
—No quiero despedirme en el andén. Adiós —dijo ella, y permaneció junto a la ventana de la sala de espera.
Desde la ventanilla del tren, ella parecía la última golosina abandonada en un ordinario frasco de vidrio de un almacén de pueblo. Cuando el tren se puso en movimiento la silueta de Komako desapareció y quedó la ventana vacía, pero entre uno y otro momento hubo un destello que a Shimamura le recordó de inmediato el reflejo de la nieve enmarcando la cara de ella aquella mañana en la habitación de la posada, y supo que ese recuerdo sería para siempre el de la frontera entre la realidad y el ensueño.
El tren subió por la ladera norte de la montaña y luego se internó en el túnel. Al emerger, las vías corrían junto a un valle. La tierra parecía absorber las últimas luces de la tarde. Ya no se veía nieve. Luego de cruzar un torrente, Shimamura vio la luna asomando detrás de las montañas. El tren avanzaba hacia una planicie, dejando atrás la luz púrpura del crepúsculo. Todavía no era noche cerrada; no se veía un solo pájaro en el cielo; nada quebraba la uniformidad del horizonte. La última imagen que vio por la ventana antes de que se empañase fue la espectral silueta de una central eléctrica a la vera del río.
Cuando volvió a mirar por la ventanilla lo que vio fueron las figuras difusas de los pasajeros que iban y venían de sus asientos, reflejados en el cristal empañado. La luz era mortecina y Shimamura se dejó envolver por esa atmósfera irreal, ajena al tiempo y al espacio. El monótono traquetear fue adquiriendo una entonación femenina: la voz de ella, entrecortada e indiscernible. Y él supo que no la había olvidado, aun cuando la distancia que iba separándolos intensificara más y más la lejanía.
¿Estaría Yukio agonizando en ese mismo momento? Luego de negarse a acudir a su lado, ¿habría llegado a tiempo Komako?
La progresiva escasez de pasajeros comenzó a perturbar a Shimamura. Además de él, sólo quedaban un hombre en sus cincuenta y una jovencita de mejillas rozagantes, que tenía un manto negro echado sobre los hombros y se inclinaba hacia adelante para no perder palabra de lo que le decía el hombre y poder contestarle puntual y alegremente. Seguramente viajaban juntos e iban lejos, se dijo Shimamura. Pero en la primera estación, en una localidad anónima en donde se veían chimeneas de fábricas alzarse detrás de las paredes de la estación, el hombre se puso de pie, dejó caer pesadamente por la ventana su baúl al andén y le dijo a la jovencita: «Quizá volvamos a vernos algún día», antes de bajar.
Seguramente era un viajante y había conocido a la chica en el tren. ¿Cómo no había contemplado, siquiera, esa posibilidad? Shimamura sintió ganas de llorar. La escena lo había pescado con la guardia baja y le hizo tomar súbita conciencia de que se había despedido de Komako y de que iba camino a casa.