El tren salió del túnel y se internó en la nieve. Todo era blanco bajo el cielo nocturno. Se detuvieron en un cruce. Una muchacha sentada del lado opuesto del vagón se acercó a la ventanilla del asiento delantero al de Shimamura y la abrió sin decir palabra.

El frío invadió el vagón. La muchacha asomó medio cuerpo por la ventanilla y llamó al guarda como si éste se hallara a gran distancia. El hombre se acercó con lentitud sobre la nieve, sosteniendo un farol en la mano. Llevaba bien cerradas las orejeras de su gorra y una bufanda que apenas dejaba una rendija para los ojos.

Ese frío, claro, pensó Shimamura. Barracas dispersas que quizás habían sido vagones-dormitorio ocupaban la ladera congelada de la montaña. El blanco de la nieve se fundía en la oscuridad antes de posarse sobre los techos.

—Soy Yoko. ¿Cómo está usted? —dijo la muchacha.

—Yoko, claro. ¿De regreso? Ha comenzado el frío.

—Sé que mi hermano ha venido a trabajar aquí. Gracias por todo lo que ha hecho por él.

—La soledad se le hará dura. No es el mejor lugar para un muchacho como él.

—Es una criatura aún. Pero usted le enseñará lo que haga falta.

—Va bien por el momento. Estaremos más ocupados, con la nieve. El año pasado tuvimos tanta que las avalanchas detenían todos los trenes y el pueblo entero debió cocinar para los pasajeros demorados.

—Veo que está bien abrigado. Mi hermano me decía en su carta que ni siquiera usaba manga larga aún.

—Sólo me mantengo en calor si llevo cuatro capas de abrigo. Pero los jóvenes son así. Con los primeros fríos, prefieren beber que arroparse. Y, cuando se quieren dar cuenta, ya están en cama con fiebre —dijo el guarda y señaló con su linterna en dirección a las barracas.

—¿Mi hermano bebe?

—No que yo sepa.

—¿Está usted volviendo a casa?

—No. Tuve un pequeño accidente que me obliga a ver al doctor.

—Cuídese, por favor.

El guarda se cerró aún más el gabán que llevaba sobre el kimono y echó a andar. Por encima de su hombro dijo:

—Usted también.

—Si ve a mi hermano, dígale que se porte bien —agregó la muchacha cuando el guarda se alejaba. Su voz era tan dulce que daba tristeza que reverberara en la noche helada—. Y dígale también que venga a visitarme cuando tenga un día libre —agregó cuando el tren, ya en movimiento, pasó junto al hombre que caminaba al lado de las vías.

—Se lo diré —dijo la voz del guarda desde la oscuridad.

La muchacha cerró la ventana y se cubrió con las manos las mejillas enrojecidas por el frío. Tres máquinas quitanieves esperaban que las tormentas se hicieran más intensas para volver a la vida. Había un sistema de alarma para avalanchas en ambos extremos del túnel y un contingente de cinco mil trabajadores disponibles para despejar las vías, más dos mil voluntarios de los destacamentos de bomberos vecinos que podían sumarse a las tareas cuando era necesario. Que el hermano de Yoko formara parte de los que mantendrían despejado ese cruce perdido en la montaña hacía más interesante a la muchacha a los ojos de Shimamura.

Sí: la muchacha. Porque había en ella algo que delataba su soltería. Shimamura no tenía manera de saber qué relación la unía al hombre que viajaba con ella. Actuaban como pareja, pero él estaba evidentemente enfermo y la enfermedad estrecha el vínculo entre un hombre y una mujer: una muchacha cuidando de un hombre a todas luces mayor que ella, cuidándolo como una madre joven a su pequeño, parece a la distancia como una esposa. Sin embargo, Shimamura había separado mentalmente a la muchacha de su acompañante y decretado su soltería. Quizá por haber estado observándola largo rato desde ese ángulo tan particular. Quizá porque emociones peculiarmente personales incidieron en tal juicio.

Había ocurrido tres horas antes: Shimamura estaba contemplando el dedo índice de su mano izquierda. Sólo ese dedo parecía conservar un recuerdo vital de la mujer que se proponía reencontrar. Cuanto más se esforzaba en convocar su imagen, más lo traicionaba su memoria y más difusa se le haría aquella mujer. No conocía su nombre siquiera. En esa incertidumbre, sólo el dedo índice de su mano izquierda parecía conservar el tibio recuerdo de aquella mujer y acortar la distancia que los separaba. Invadido por la extrañeza, Shimamura se llevó la mano a los labios y luego trazó una línea distraída en el vidrio empañado. Un ojo femenino irrumpió en el cristal. Shimamura se estremeció. Creyó que había estado soñando hasta que comprendió que era sólo el reflejo en la ventanilla de la muchacha sentada al otro lado del pasillo.

Afuera caía la noche y acababan de encenderse las luces del vagón. El ojo era de tan extraña belleza que él simuló que acababa de despertarse y desempañó el resto del vidrio como si quisiera ver dónde estaban.

La muchacha estaba incorporada en el asiento, vuelta hacia su acompañante. Por el modo en que los hombros concentraban la tensión de todo el cuerpo, Shimamura supo que era un atento desvelo hacia su acompañante lo que hacía que la muchacha no parpadeara. El hombre tenía la cabeza apoyada contra la ventanilla y las piernas sobre el asiento frente a la muchacha. Iban en un vagón de tercera. La pareja no estaba en la misma fila que Shimamura sino una más adelante, en diagonal a él, lo que le permitía mirarla directamente. Pero ya en el momento en que los vio subir al tren hubo algo inquietante en la belleza de ella que lo obligó a bajar los ojos y registrar sólo los dedos cenicientos del hombre aferrados al brazo de ella.

En el reflejo, el hombre exhibía una combinación de protección y debilidad que hacía lícito que posara sus ojos en el pecho de la muchacha. Un extremo de su bufanda le servía de almohada, el resto le cubría el cuello y la boca. De tanto en tanto, el paño parecía obstaculizarle la respiración, pero antes de que él manifestara el menor signo de molestia la muchacha se la reacomodaba con suavidad. El procedimiento se repitió tantas veces que Shimamura empezó a sentir impaciencia. Lo mismo ocurría con el sobretodo: cada vez que se abría uno de los faldones, la muchacha se apresuraba a colocarlo en su lugar, cubriendo las piernas del hombre. Todo era completamente natural, como si ambos estuvieran igualmente decididos a repetir esa rutina durante lo que restaba del viaje. Shimamura contemplaba la escena sin sentir ni el menor asomo del dolor que suscita lo verdaderamente triste. Más bien era como asistir a la escena de un sueño, seguramente por el efecto de verla reflejada en el cristal, superpuesta al paisaje nocturno.

Las dos figuras, transparentes e intangibles, y el fondo, cada vez más difuso en la oscuridad creciente del crepúsculo, se fundían en una atmósfera ajena a este mundo. Cuando una mínima variación en las montañas lejanas se sobreimprimía al rostro de la muchacha, Shimamura sentía una turbación de inexpresable belleza en el pecho. En el cielo aún se veían restos rojos del atardecer. Todo contorno individual se perdía en la distancia, el monótono paisaje de la montaña se hacía aún más vago a medida que se apagaban los últimos restos de color. Nada atraía la mirada, sólo quedaba dejarse llevar. Mientras subía al coche, Shimamura miró los delicados carámbanos que colgaban goteantes del alero de la estación. El blanco de la nieve en el techo los hacía aún más blancos, como si un manto de silencio hubiera caído sobre la tierra.

—El frío aquí arriba es diferente. Se siente diferente cuando uno toca algo.

—El año pasado tuvimos más de tres metros de nieve.

—¿Siempre es igual?

—Por lo general no pasa de dos.

—¿Cuándo empiezan las nevadas fuertes?

—Están por empezar. Hoy tuvimos treinta centímetros, pero buena parte se ha derretido ya.

—¿Buena parte?

—Y en cualquier momento tendremos la primera nevada fuerte.

Eran los primeros días de diciembre. Shimamura aspiró hondo. Primero sintió que se le cortaba la respiración pero luego el aire frío le aclaró la cabeza como limpiándolo por dentro.

—¿Sigue aquí la muchacha que vivía con la maestra de música?

—Sigue. ¿No la vio en la estación? La de la capa azul.

—¿Era ella? ¿Podemos llamarla más tarde?

—¿Esta noche?

—Sí, esta noche.

—Tengo entendido que el hijo de la maestra de música venía en el mismo tren que usted. Por eso estaba ella en la estación.

De manera que el pasajero enfermo que había estado contemplando durante el viaje era el hijo de la maestra de música. La maestra de música en cuya casa vivía la mujer que Shimamura había venido a ver. Un asomo de escalofrío acompañó el descubrimiento, tan leve que lo que sorprendió a Shimamura fue lo poco que le impresionaba aquella coincidencia.

En algún lugar de su corazón, sintió que se formaba una pregunta con tanta nitidez como si estuviera corporizándose delante de él: ¿qué relación había entre la mujer que su mano comenzó a recordar durante el viaje y aquella en cuyo ojo se había reflejado la luz de la montaña? ¿O era que aún no terminaba de librarse del embrujo del paisaje crepuscular visto desde aquella ventanilla? ¿O todo era un símbolo de que el paso del tiempo fluía como aquel paisaje de montaña?

La posada de aguas termales tenía menos huéspedes en las semanas previas al comienzo de la temporada de esquí. Para cuando Shimamura terminó su baño, el lugar parecía sumido en el sueño. Las puertas vibraban a cada paso que daba por el desvencijado pasillo. Allí donde daba una curva, más allá de la recepción, vio la alta figura femenina, los faldones de su kimono rozando el piso. Avanzó hacia ella contemplando el atuendo y preguntándose si finalmente se habría convertido en una geisha. Ella no parecía reconocerlo. A aquella distancia había algo tan intenso como grave en su actitud inmóvil. Shimamura apuró el paso pero tampoco se dijeron nada cuando estuvieron frente a frente. Él seguía sin conocer su nombre. Ella se limitó a esbozar una sonrisa que el intenso maquillaje blanco hizo más nítida y que desembocó en un acceso de silencioso llanto. Así se dirigieron a la habitación de Shimamura.

A pesar de lo que había ocurrido entre ambos, él no le había escrito ni había vuelto a verla. Ni siquiera le había enviado las instrucciones de danza prometidas, dejándola sin otra opción que pensar que se había reído de ella o la había olvidado. De ahí que le correspondiera ofrecer una excusa o una disculpa a modo de saludo, pero mientras caminaban a la habitación sin mirarse Shimamura sintió que, lejos de culparlo, ella sólo tenía espacio en su corazón para celebrar la recuperación de lo perdido. Una sola palabra de su parte sobrecargaría aún más la situación, de manera que él se dejó invadir por la dulce felicidad de ella hasta que llegaron al pie de la escalera, donde alzó su dedo índice hasta la altura de los ojos de ella y dijo:

—Ésta es la parte de mí que mejor te recordaba.

Ella se limitó a envolver el dedo con su mano y así lo guió por la escalera. Sólo lo soltó brevemente cuando se acercaron al calor del kotatsu en la habitación, pero volvió a aferrarle la mano cuando él reparó en el intenso rubor que sonrojaba el rostro de ella, desde la frente hasta bien entrada la garganta.

—¿Este dedo era el que mejor me recordaba?

—La otra mano. Éste —dijo Shimamura, mientras liberaba su mano derecha y la acercaba al calor del fuego.

—Es cierto —dijo ella, mientras le abría los dedos de la mano izquierda y apoyaba allí su mejilla—. Puedo sentirlo.

—Estás helada. En mi vida he tocado pelo tan frío.

—¿Ya ha nevado en Tokio?

—¿Recuerdas lo que dijiste aquella vez? Estabas equivocada. No me reía de ti. ¿Por qué otro motivo vendría alguien a un lugar como éste en diciembre?