12

A primera hora de la mañana Chen recibió en su domicilio un montón de periódicos enviados por correo urgente desde el Departamento, junto a los últimos informes sobre el caso y las cintas de los interrogatorios de Yu.

En lugar de abrir la compilación de relatos de las dinastías Song y Ming, como había planeado la noche anterior, Chen empezó a estudiar el material que le había preparado Yu tras envolverse en un albornoz y reclinarse contra la cabecera de la cama.

Una taza de té frío, casi negro, reposaba sobre la mesa desde la noche anterior. Se supone que nadie debería beberse el té de la noche anterior, pero Chen se lo bebió.

Poco después recibió un segundo envío. Un paquete de libros de la Biblioteca de Shanghai, la mayoría sobre psicología.

En sus años de universidad, Chen leyó algunos textos sobre esta materia, en concreto de Freud y de Jung, para su asignatura de crítica literaria. Ahora se sintió aliviado al descubrir que aún comprendía aquellos términos psicológicos. «Inconsciente colectivo», por ejemplo, le vino de repente a la memoria. Puede que hubiera existido algo parecido a un inconsciente colectivo, cayó en la cuenta, detrás del enfoque deconstructivo de aquellas historias de amor.

¿O detrás del mensaje reconstructivo, si podía denominarlo así, también en el caso del vestido mandarín rojo?

Durante muchos años después de 1949, los problemas psicológicos no se reconocieron en la China socialista. Se suponía que los chinos no tenían problemas, ni psicológicos ni de ningún otro tipo, siempre que siguieran las enseñanzas del presidente Mao. Si admitían tenerlos, los obligaban a cambiar de opinión destinándolos a trabajos forzados. La psicología estaba considerada poco menos que una ciencia falaz. El psicoanálisis ni siquiera existía como tratamiento terapéutico, y era poco sensato acudir a un psicoanalista, si es que había alguno disponible, porque revelar los problemas personales podría convertirse en prueba irrefutable de un «delito político» grave. En años recientes habían reintroducido gradualmente la psicología y, en cierto modo, la habían rehabilitado, pero la mayoría de la gente continuaba mostrándose recelosa. Los problemas psicológicos aún podían acabar convirtiéndose en problemas políticos.

Por consiguiente, en el Departamento se consideraba poco ortodoxo cualquier enfoque psicológico. El subinspector Yu también tenía sus reservas. Creía que una explicación psicológica podría ser útil tras la conclusión de un caso, pero no en plena investigación.

Chen comenzó a leer los informes de Yu con gran atención.

Yu y Liao habían tenido bastantes enfrentamientos. Dejando a un lado la prolongada rivalidad entre las dos brigadas, Liao no aprobaba que Yu centrara la investigación en Jazmín. A su modo de ver, la brigada de homicidios había investigado a fondo todas las pistas. El asesino era un chiflado que elegía a sus víctimas al azar, y sería una pérdida de tiempo buscar una explicación racional.

Pero en el go, el ajedrez chino, un jugador experimentado es capaz de aprovechar instintivamente cualquier oportunidad que se le presente en el tablero. Una pequeña pieza blanca o negra, en una posición marginal, apenas importante por sí misma, puede entrañar la posibilidad de cambiar las tornas. Yu acertaba con sus presentimientos en el tablero de go. Y también en sus investigaciones.

Después del primer interrogatorio a Weng en el hotel, Yu había continuado investigando en esa dirección. Corroboró los datos sobre Weng en otros lugares, incluyendo el aeropuerto. La fecha de entrada era correcta, pero el subinspector hizo un descubrimiento inesperado al investigar la declaración de aduanas de Weng. En el formulario, Weng había puesto una cruz en la casilla de «casado». Este dato hacía necesario un segundo interrogatorio.

Chen introdujo la segunda cinta de interrogatorios en el reproductor. Tras saltarse las preguntas preliminares, pasó a la parte en que Yu interrogaba a Weng acerca de su relación con Jazmín aludiendo al estado civil de él.

WENG: Cuando la conocí, aún estaba casado, pero ya me había separado de mi mujer. Estaba esperando a que el divorcio fuera definitivo. Jazmín también lo sabía, aunque puede que al principio no lo supiera.

YU: ¿Se disgustó al descubrirlo?

WENG: Creo que sí, pero también se sintió aliviada.

YU: ¿Por qué?

WENG: Intenté abrir un negocio de antigüedades propio. Gracias a mis estudios de antropología, pensé que lo haría mucho mejor que esos mercachifles de tres al cuarto, sobre todo porque el mercado en China es enorme hoy en día. Quería que Jazmín se mudara a Estados Unidos, donde podría ayudarme a llevar una tienda. Me planteé ingresar a su padre en una residencia de ancianos aquí. Pero Jazmín no parecía tener ninguna prisa en irse, porque su padre la preocupaba. De hecho, todo se podría haber resuelto en un par de semanas. Qué mala suerte tuvo. ¡Es como si estuviera maldita!

YU: Cuando habla de su mala suerte, ¿a qué se refiere?

WENG: Le pasaron muchas cosas malas. Totalmente inexplicables. Por no mencionar lo que le pasó a su padre...

YU: Bien, hábleme primero de su padre. Así tendremos la historia completa, empezando por la infancia de Jazmín.

WENG: Tian perteneció a los Rebeldes Obreros durante la Revolución Cultural. No era un hombre agradable, de eso no hay duda. Recibió su castigo por lo que había hecho en el pasado y lo condenaron a dos o tres años de cárcel. Se lo merecía, pero después de su puesta en libertad, la mala suerte lo persiguió como si fuera su sombra.

YU: Karma, en palabras de sus vecinos.

WENG: Karma, quizá, pero hubo muchos Guardias Rojos y muchos Rebeldes Obreros en aquellos años. ¿Cuántos recibieron su castigo realmente? Sólo Tian, por lo que sé. Su divorcio, la pérdida de su trabajo, los años de cárcel, su fracaso en los negocios de restauración y finalmente la parálisis...

YU: No tan deprisa, Weng. Deme detalles...

WENG: Después de la Revolución Cultural, la mujer de Tian recibió llamadas anónimas sobre los líos de su marido con otras mujeres. Fue la gota que colmó el vaso de su matrimonio y se divorció de él. Está claro que no era un marido ideal, pero nunca se demostró que tuviera líos de faldas, y nadie supo quién hizo las llamadas. A continuación la fábrica en la que trabajaba recibió presiones de las altas esferas y lo despidieron. Y además lo condenaron. Lo que le pasó entonces a su ex mujer fue aún más increíble. Ya divorciada, con treinta y pocos años, empezó a salir con otro hombre. Pronto aparecieron fotos de ella acostándose con él. Esto pasó a principios de los ochenta y fue un auténtico escándalo. La ex esposa de Tian se suicidó, y Jazmín volvió a vivir con su padre. Tian pidió un préstamo para montar un pequeño restaurante, pero en menos de un mes varios de sus clientes sufrieron una intoxicación. Lo demandaron con ayuda de un abogado, y Tian acabó arruinado.

YU: Qué raro. En aquella época, muy poca gente habría puesto una demanda por algo así.

WENG: ¿Sabe cómo se quedó paralítico Tian?

YU: Por un ataque de apoplejía, supongo.

WENG: Estaba tan desesperado que intentó mejorar su suerte en una mesa de mahjong. Y lo pilló el policía de barrio la segunda vez que se sentó a la mesa. Una multa elevada y una reprimenda. Lo atacaron allí mismo.

YU: Mal karma, desde luego. ¿Y qué hay de la mala suerte de Jazmín?

WENG: Todo esto fue muy difícil para una niña pequeña, pero resultó ser muy buena alumna. Sin embargo, el día de su examen de acceso a la universidad la atropelló un ciclista. No sufrió heridas graves, y le dijo al ciclista que no se preocupara, pero él insistió en llevarla al hospital para que la examinaran. Cuando acabó la revisión, ya se había perdido el examen.

YU: Fue un accidente. Cualquier ciclista responsable habría hecho lo mismo.

WENG: Quizá. Pero ¿qué me dice de su primer trabajo?

YU: ¿Qué pasó?

WENG: Jazmín no podía permitirse esperar a examinarse al año siguiente, así que empezó a trabajar de vendedora para una compañía de seguros. No era un mal trabajo, y podía cobrar unas comisiones considerables. Los seguros eran entonces algo nuevo en la ciudad. Durante su tercer o cuarto mes en el trabajo, sin embargo, su jefe recibió una carta anónima con quejas sobre su «estilo de vida promiscuo y sus trucos vergonzosos» para vender pólizas de seguros. Su jefe no quería que la imagen de la empresa se viera afectada por un escándalo, así que la despidió.

YU: Bueno, ésa es la versión de Jazmín.

WENG: No tiene sentido inventarse cosas así. Nunca le pregunté nada acerca de su pasado.

YU: ¿Hizo ella algún comentario sobre su mala suerte?

WENG: Parecía haber vivido siempre a su sombra. Incluso llegó a creer que había nacido bajo el influjo de una estrella funesta. Solicitó otros empleos, pero no tuvo éxito hasta que vino a este hotel de mala muerte, donde aceptó un trabajo sin ningún porvenir.

YU: ¿Cómo es que le contó todo esto?

WENG: Tenía cierto complejo de inferioridad. Cuando empezamos a salir y yo le hablaba acerca de nuestro futuro, casi no se creía que su vida pudiera cambiar. De no haber sido por el incidente en el ascensor, nunca habría aceptado salir conmigo. Era un poco supersticiosa, y creyó que ese incidente era una señal. Después de haber tenido tan mala suerte en su corta vida, es fácil de entender.

YU: Una pregunta más. ¿Cuándo planeaba casarse con ella?

WENG: No habíamos fijado la fecha exacta, pero acordamos que sería lo antes posible, después de mi divorcio...

Chen avanzó la cinta hacia el final, pero Yu no había incluido ningún comentario, como hiciera en otras ocasiones. Ni tampoco en el informe escrito.

Chen se levantó para prepararse una taza de café. Aquella mañana hacía mucho frío. Al otro lado de la ventana, una hoja amarilla se desprendió finalmente de la rama, temblando, como en un relato que había leído mucho tiempo atrás.

Volvió a la cama, tras depositar la taza de café sobre la mesilla de noche, y se puso a tamborilear con los dedos en el reproductor.

Chen podía imaginarse a Yu tamborileando a su vez en el tablero de go y debatiéndose para decidir cuál sería su primera jugada, que no acababa de entrever, aún no.

Chen recordó de repente la afirmación de Weng sobre la maldición de Jazmín.

Si bien Tian merecía el castigo, la mayoría de gente como Tian no fue castigada después de la Revolución Cultural, y el retrato del presidente Mao continuó colgado en la puerta de Tiananmen. Como reza un proverbio chino, matar a un mono equivale a asustar a las gallinas, y Tian resultó ser el mono. Ésa fue quizá su mala suerte.

¿Y qué sucedió con Jazmín? El incidente de la bicicleta podría haber sido un accidente. Las cartas anónimas, sin embargo, fueron demasiado lejos. Sólo tenía diecisiete o dieciocho años. ¿Cómo podían haberla odiado tanto?

Sonó el móvil, interrumpiendo los sombríos pensamientos de aquella mañana no menos sombría.

—Quedemos para comer en el Mercado del Templo del Dios de la Ciudad Antigua —propuso Nube Blanca, cuya voz sonaba muy cercana—. Sé que te gustan los bollitos de sopa que sirven allí.

Puede que tomarse un respiro fuera una buena idea. Hablar con ella podría inspirarlo, para su trabajo de literatura y para el caso.

—Allí hay varias boutiques que venden vestidos mandarines —siguió diciendo Nube Blanca antes de que Chen respondiera—. De muchos tipos. No son de buena calidad, pero están de moda, y algunos están de moda por cuestiones nostálgicas.

Este detalle acabó de convencerlo.

—Quedemos en el restaurante Bollo de Sopa de Nanxiang.

Iba a encontrarse con ella para que lo ayudara con la investigación, se dijo. Nube Blanca podría hacer las veces de asesora de moda en un estudio de campo, aunque ello le hacía sentirse un poco incómodo.

¿Se debía su incomodidad al concepto de mujer fatal que había estado estudiando para su trabajo de literatura? Parecía existir un extraño paralelismo con el relato que acababa de leer. Según un crítico, en «La historia de Yingying», Yingying era en realidad una mujer de reputación dudosa, como una chica K en la sociedad actual.

Chen comenzó a arreglarse para salir a comer.

Al cabo de unos veinte minutos ya se encontraba bajo el conocido arco de entrada del Mercado del Templo del Dios de la Ciudad Antigua.

Para la mayoría de habitantes de Shanghai el templo no era una atracción en sí mismo sino, simplemente, el nombre del cercano mercado de productos locales, compuesto en su origen por puestos instalados durante las festividades del templo. Para Chen, el atractivo del lugar se debía a esos puestos de comida, donde se vendían platos baratos aunque únicos en cuanto a sabores, como la sopa de sangre de pollo y de pato, los bollos de sopa servidos en pequeñas vaporeras, los pastelillos de rábanos rallados, las bolas de masa con gambas y carne, la sopa de fideos con ternera, el tofu frito con fideos finos... Esos platos que tanto le habían gustado en los tiempos en que la sociedad aún era igualitaria, cuando todo el mundo ganaba poco y disfrutaba de comidas sencillas.

Las cosas también estaban cambiando aquí. Un nuevo rascacielos se elevaba por detrás del Jardín Yu, que originalmente fue el jardín del alcalde de Shanghai en la antigua dinastía Qing. El edificio estaba construido al estilo tradicional del sur, con grutas y pabellones antiguos. Durante la infancia de Chen sus padres solían llevarlo a ese jardín porque no podían pagar el viaje a Suzhou y Hangzhou.

Dejando atrás el jardín, Chen se dirigió a buen paso hasta el Puente de las Nueve Curvas. Supuestamente, estas nueve curvas impedían que los espíritus malignos pudieran encontrar su camino. Una pareja de ancianos lanzaba migas desde el puente a las carpas doradas, invisibles en el estanque. Los ancianos lo saludaron con la cabeza. Hacía demasiado frío para que los peces salieran a la superficie, pero los ancianos permanecían allí de pie, esperando. La última curva del puente lo condujo al restaurante Bollo de Sopa de Nanxiang.

La primera planta del restaurante no parecía haber cambiado demasiado: una larga hilera de clientes esperaban su turno para entrar. Durante la espera, observaban a través de la gran ventana de la cocina una escena que siempre resultaba entretenida. Los ayudantes de cocina extraían la carne de cangrejo con habilidad y la colocaban sobre una larga mesa de madera para mezclarla con carne picada de cerdo. Chen subió por las serpenteantes escaleras hasta la segunda planta, que estaba muy llena pese a que allí todo costaba el doble. Así que subió otro tramo de escaleras hasta la tercera planta, que cobraba el triple por los mismos bollos de sopa. Las mesas y las sillas eran de caoba de imitación y no demasiado cómodas, pero al menos no había demasiada gente. Chen se sentó a una mesa con vistas al lago.

Mientras se acercaba un camarero para servirle una taza de té, Chen vio a Nube Blanca subiendo por las escaleras. La joven, alta y esbelta, llevaba un abrigo blanco de piel sintética y zapatos de tacón. Al ayudarla a sacarse el abrigo, Chen vio que se había puesto un vestido mandarín rosa modificado que dejaba la espalda al descubierto. El vestido le quedaba muy bien y acentuaba sus curvas. De nuevo recordó la famosa frase de Confucio: «Una mujer se embellece para el hombre que sabe apreciarla».

—Apareces flotando como una nube matutina —comentó Chen antes de pedir cuatro vaporeras con bollos de sopa rellenos de carne picada de cangrejo y de cerdo. El camarero le tomó nota mientras miraba de reojo a Nube Blanca.

—Hoy tienes bastante apetito —dijo ella, colocando sobre la mesa un bolso de seda rosa que hacía juego con el color de su vestido.

—«Una beldad tan deliciosa que la gente quiere devorarla» —respondió Chen, citando a Confucio.

—Estás muy romántico.

Nube Blanca abrió un paquetito con una bola de algodón empapada en alcohol que llevaba en el bolso. Primero limpió los palillos del inspector, y después los suyos. El Nanxiang era uno de los pocos restaurantes de Shanghai que aún se resistían a usar palillos desechables.

—Nostálgico, quizá —respondió Chen, sumergiendo las rodajas de jengibre en platillos con vinagre. Uno de los platillos, mellado como en los viejos tiempos, le recordó aquella tarde que pasó con su primo Peishan.

A principios de la década de los setenta, Peishan fue uno de los primeros jóvenes con estudios que «viajaron al campo para ser reeducados por los campesinos pobres y de clase media baja». Antes de irse de Shanghai Peishan trajo a Chen a este restaurante, al que, como otros restaurantes de la época, en principio sólo acudía gente trabajadora «de acuerdo con la gloriosa tradición del Partido de vivir de forma simple y de trabajar sin descanso». El disfrute culinario estaba considerado una extravagancia burguesa decadente: la gente debía comer platos sencillos para contribuir a la revolución. Varios restaurantes de lujo tuvieron que cerrar. El Bollo de Sopa de Nanxiang sobrevivió como afortunada excepción gracias a sus precios increíblemente bajos: una vaporera de bambú sólo costaba veinticuatro céntimos, cantidad que cualquier obrero podía permitirse. Aquella tarde, Peishan y Chen esperaron pacientemente casi tres horas a que llegara su turno. Estaban tan hambrientos que no dudaron en pedir una gran cantidad de comida: cuatro vaporeras de bambú para cada uno, después de la larga espera y del comentario sentimental de Peishan: «¿Cuándo, cuándo podré volver a Shanghai? ¿Cuándo volveré a probar los deliciosos bollos rellenos de sopa?».

El primo Peishan no volvió. Mientras estaba en el campo, muy lejos de Shanghai, sufrió una crisis nerviosa y se tiró a un pozo sin agua. Tal vez murió de hambre en su interior.

Han pasado veinte años como en un sueño.

¡Qué sorpresa que aún esté aquí hoy!

Chen decidió no contarle a Nube Blanca este episodio de la Revolución Cultural, que él había recordado con nostalgia teñida de amargura. Nube Blanca pertenecía a otra generación y probablemente no lo entendería.

Pero los bollos de sopa aparecieron y sabían igual que antes: recién hechos, muy calientes en las vaporeras de bambú dorado, con su intensa combinación de sabores de tierra y de río, el óvalo de cangrejo escarlata tan apetecible a la luz de la tarde. El bollo se abrió cuando Chen lo rozó con los labios, y de su interior salió la sopa borboteante, con el delicioso sabor que tanto recordaba.

—Según un libro de gastronomía, la sopa que hay dentro del bollo es en realidad la gelatina de la piel de cerdo mezclada con el relleno. Al colocar la vaporera sobre los fogones, la gelatina se convierte en líquido caliente. Tienes que morder con cuidado, o la sopa saldrá de golpe y te quemará la lengua.

—Ya me lo has contado otras veces —dijo ella sonriendo, mientras mordisqueaba con cuidado antes de sorber la sopa.

—Ah, sí, me trajiste una bolsa llena de bollos durante el proyecto del Nuevo Mundo.

—Fue un placer ser tu pequeña secretaria.

—Hoy tengo que pedirte otro favor —dijo Chen—. Sé que eres experta en informática. ¿Podrías buscarme algo en Internet?

—Claro. Si quieres, también puedo llevar a tu casa el portátil de la señora Gu.

—No, no creo que tenga tiempo —replicó Chen—. Habrás oído hablar sobre el caso del vestido mandarín rojo. ¿Podrías hacer una búsqueda sobre el vestido? Una búsqueda exhaustiva sobre su historia, su evolución y su estilo a lo largo de distintas épocas. Cualquier cosa relacionada directa o indirectamente con un vestido así, no sólo en la actualidad, sino también en los años cincuenta o sesenta.

—Lo haré, no te preocupes —aseguró ella—, pero ¿a qué te refieres con cualquier cosa relacionada directa o indirectamente con el vestido?

—Ojalá pudiera ser más específico, pero digamos que podrías buscar cualquier película o cualquier libro en los que un vestido mandarín desempeñe un papel importante, o a alguna persona conocida por llevarlo o por confeccionarlo, o cualquier comentario o crítica sobre el vestido que resulte relevante. Y, por supuesto, cualquier vestido mandarín que se parezca al que llevaban las víctimas. Y quizá necesite también que me hagas un par de recados.

—Cualquier cosa que me pidas, jefe.

—No te preocupes por los gastos. Este año aún no he gastado una parte del fondo del que puedo disponer como inspector jefe. Si no lo gasto pronto, el Departamento lo reducirá el año que viene.

—¿Entonces no vas a dimitir, inspector jefe Chen?

—Bueno... —Chen no pudo acabar la frase, porque un chorro de sopa atravesó la delgada corteza del bollo pese a sus precauciones. Nube Blanca, siempre tan perspicaz, le dio una servilleta de papel rosa. Ser inspector jefe no estaba tan mal, después de todo. Tenía una «pequeña secretaria» sentada a su lado, como una flor comprensiva.

Al final de la comida, Nube Blanca le pidió un recibo al camarero mientras Chen sacaba la cartera.

—No te preocupes —dijo Chen—. Deja que invite yo. No hace falta pedirle al Gobierno que me lo reembolse.

—Lo sé, pero pido el recibo por el bien del Gobierno.

El camarero le dio dos recibos, uno de cincuenta yuanes y el otro de cien.

—Los ingresos por impuestos de la ciudad aumentaron más de un doscientos por ciento el mes pasado, gracias al recibo oficial recién instaurado que lleva impreso un número de lotería —explicó Nube Blanca mientras rascaba el recibo con una moneda—. ¡Mira! Me traes suerte.

—¿A qué te refieres?

—Diez yuanes. Fíjate en el número de lotería impreso en cada recibo.

—Es una idea novedosa.

—El capitalismo en China no se parece al de ningún otro país del mundo. Aquí lo único que importa es el dinero. En los restaurantes, la gente sólo pedía el recibo cuando se trataba de «gastos socialistas», por lo que la mayoría de restaurantes declaraba pérdidas. Gracias a la idea de la lotería, todo el mundo pide recibo. Se dice que una familia ganó veinte mil yuanes.

Chen también rascó un recibo. No tuvo suerte, aunque no podía quejarse: el cabello de Nube Blanca le rozó la cara cuando ésta se le acercó para comprobar el número en el recibo.

A continuación se dirigieron a las boutiques de ropa oriental repartidas por la parte posterior del mercado. Las pequeñas tiendas, una especie de negocio especializado dirigido a los turistas, exhibían una selección impresionante de vestidos mandarines en sus escaparates. Nube Blanca lo cogió del brazo y lo condujo hasta una de ellas.

—El vestido que investigas está pasado de moda, al contrario de los que puedes ver aquí —afirmó ella, echando un vistazo a su alrededor—. Es un hombre perverso, que humilla a sus víctimas poniéndoles un vestido de este tipo.

—Ah, ¿te refieres al asesino? Explícate un poco mejor.

—Quiere exhibirlas como objetos de sus fantasías sexuales. El suntuoso vestido mandarín, elegante pero erótico, con las aberturas desgarradas y los botones sueltos. He visto varias fotos en los periódicos.

—Hablas como un policía —dijo Chen. Ahora todos los habitantes de la ciudad parecían ansiosos por convertirse en policías, pero ella tenía razón—. Seguro que sabes mucho sobre moda.

—Tengo dos o tres vestidos mandarines. A veces me he tenido que poner uno deprisa y corriendo, pero nunca he rasgado las aberturas.

—Puede que el asesino le hubiera puesto el vestido a la víctima después de muerta, cuando ya tenía el cuerpo rígido y costaba moverle los brazos y las piernas.

—Aun así, no tiene sentido que llevaran las aberturas rasgadas. Te lo pongas como te lo pongas, no lo romperías de esa forma —replicó Nube Blanca, volviéndose hacia él—. ¿Te gustaría hacer un experimento... conmigo?

—¿Un experimento? ¿Cómo?

—Es fácil —explicó la muchacha, descolgando un vestido mandarín escarlata de la percha y arrastrando a Chen hasta el probador. Mientras cerraba la puerta le entregó el vestido—. Pónmelo de cualquier manera, sin miramientos.

Tras quitarse los zapatos de una patada, se sacó el vestido y en menos de un minuto sólo llevaba puestas unas bragas blancas y un sujetador de encaje.

«Todo esto forma parte de mi trabajo», se dijo Chen. Conteniendo la respiración, intentó ponerle el vestido con bastante torpeza.

Nube Blanca permaneció rígida e inmóvil, como una víctima inánime, mientras él la asía con manos bruscas. Su rostro perdió toda expresión y sus miembros dejaron de responder, aunque tenía los pezones visiblemente endurecidos. La muchacha se sonrojó mientras Chen le ponía el vestido a tirones.

Aunque empleó mucha fuerza para ponerle el vestido, las aberturas no se desgarraron.

Chen se fijó en que los labios de Nube Blanca temblaban y perdían color. En el probador no había calefacción. No era nada fácil hacerse pasar por una modelo medio desnuda e inerte durante todo ese rato.

Pero Nube Blanca demostró tener razón. El asesino debió de desgarrar las aberturas adrede. Y ése era un dato importante.

Chen insistió en comprarle el vestido.

—No te lo quites, Nube Blanca. Te sienta de maravilla.

—No tienes por qué comprármelo. Lo has hecho por tu trabajo —replicó ella, sacando una pequeña cámara—. Hazme una foto con el vestido.

Chen se la hizo, tras pedirle que posara frente a la tienda. A continuación le puso el abrigo encima del vestido.

—Gracias —dijo ella un tanto apenada por la despedida—. Ahora tengo que irme a clase.

Después Chen decidió volver andando, al menos durante un rato.

Tuvo que hacer un enorme esfuerzo para olvidar la imagen del cuerpo de Nube Blanca resistiéndose a que le pusiera y le sacara por la fuerza el vestido mandarín. La imagen se superpuso a otra en la que estaba de pie, desnuda, en un reservado del club de karaoke Dinastía, en compañía de otros hombres.

Se avergonzó de sí mismo. Nube Blanca se había ofrecido a interpretar el papel de víctima para ayudarlo en su trabajo policial, pero Chen seguía viéndola como una chica K, e imaginándosela en todo tipo de situaciones, llevara puesto un vestido mandarín o no.

Y esos pensamientos lo excitaban.

Pensó en las historias sobre mujeres descritas como monstruos que son causa de problemas. «La subjetividad existe sólo cuando está sujeta al discurso», una idea extraída de un libro de crítica posmoderna que había leído con la intención de deconstruir todas esas historias de amor clásicas.

Quizá las historias lo habían leído a él.