Instante
Está tumbado solo en la playa en una tumbona de lona de espaldas al mar. El viento es muy fuerte. En el cielo límpido no hay una nube, el agua refleja el brillo deslumbrante del sol, no se distingue el rostro.
Un portón enorme de hierro mojado y herrumbroso, el agua resbala sin cesar desde la parte más alta, oculta a la vista. Las dos hojas gruesas y pesadas se abren con lentitud, el hueco que hay entre ellas se ensancha, de la calle llega el sonido de las sirenas de los coches de la policía. Hileras de rascacielos que ocultan la luz del sol más allá de la abertura de la puerta. Las sirenas no cesan de sonar.
La silueta de una mujer que se aleja por el pasillo oscuro hacia el vestíbulo, no ha encendido la luz, se pone el abrigo, duda un instante, sujeta el pomo de la puerta, la entreabre con sigilo, sale. El pomo gira lentamente hacia su posición original, la puerta se cierra con un clac.
El sol tibio invita al sueño. Él cierra el libro, se recuesta en el respaldo, se pone las gafas negras, dos cristales redondos y pequeños le ocultan los ojos. Levanta del suelo el sombrero negro de copa y se tapa la cara, sólo se oye el oleaje.
Las olas rompen contra la playa y antes de retirarse son absorbidas por la arena con un bisbiseo y dejan una marca ocre de espuma.
El brazo que cuelga pica, vienen trepando las hormigas, primero es una y luego una tras otra las que trepan por el brazo.
Dice que se excita mucho cuando hace el amor con dos hombres delante de la chimenea. Está atravesada en la cama con la cabeza apoyada en el reborde y los ojos cerrados, fuera del círculo de luz, la lámpara sólo alumbra la cabellera colgante y la ropa interior y los leotardos tirados por el suelo.
Él tiene la sensación de que la marea está subiendo, el agua llega hasta los pies de la silla, remolonea, vuelve. Una vieja melodía flota en el aire, bella y triste como el lamento fúnebre de una campesina, como el son quejumbroso de un lusheng.
Se ha deshecho de los zapatos con un giro brusco de tobillo, inclinada se pone otro par, uno de ellos tiene el talón gastado y deshilachado y acaba arrojado a un lado del pasillo.
Un cartel publicitario en blanco y negro con la mitad inferior del cuerpo de una mujer de puntillas que se levanta la falda larga dejando al descubierto unos bellos muslos, el anuncio de unos zapatos fijado a la pared del andén de una estación de metro. En la plataforma, una vieja con un bolso grande vacío y un hombre de edad mediana que lee el periódico sentado. Llega el metro, unas puertas se abren y otras no, los que se apean se dirigen a la salida, ni uno solo alza siquiera la cabeza para mirar el anuncio. Sobre el andén sola la figura de él, llega más gente, la figura se aleja.
El agua ondulante cubre ya las cuatro patas de la silla, sigue subiendo la marea. Y la misma melodía triste, ahora más vaga e imprecisa, más parecida a la de un lusheng.
Dice que quiere sentirse aplastada bajo el cuerpo de un hombre que la doble en peso. Está tumbada en la penumbra de la cama con los ojos muy abiertos. Sentado a la mesa con la espalda desnuda, él pregunta sin volver la cara si sería capaz de aguantarlo. Ella dice que le gustaría ser aplastada hasta quedarse sin respiración y ríe. Tuu, la señal del ordenador.
La melodía cada vez más fuerte, cada vez más vaga e imprecisa, como el soplar del viento a través del papel roto de la ventana mezclado con un roce de granos de arena, cada vez más indistinta, pero aún penetrante. El agua llega ya al asiento de la silla, la mece.
Sentado delante del ordenador con un pitillo en la boca. En la pantalla aparece una larga frase: «Qué no comprender y qué comprender o no comprender y no comprender qué y qué comprender y no comprender qué es comprender y qué no comprender y qué es es y qué es no es y no es y no comprender es no querer comprender o sencillamente no comprender y qué y por qué querer hacer comprender y no hacerlo comprender y tampoco comprender si es no comprender de verdad o es no hacerlo comprender o es comprender de verdad y no comprender de mentira o no hacer por comprender o simular querer comprender y querer adrede hacerlo comprender pero no hacerlo comprender o absolutamente hacerlo y no hacerlo comprender y no comprender pues no comprender y más vale no comprender en principio por qué querer comprender…»
Un payaso de nariz blanca toca el acordeón en el circo, el fuelle se extiende una vez y se pliega otra, se extiende y se pliega y se pliega y se extiende y aún quiere desplegarse más cuando está tendido al máximo, el fuelle se rompe, la música cesa al instante.
Sólo en el aire el resonar del viento y el oleaje, el brillo intenso del sol deslumbrante.
Tira en el cenicero la ceniza que está por caer, vuelve atrás y pulsa una y otra vez la tecla hasta borrar cada una de las letras de la frase inacabada de la pantalla.
Baraja con ambas manos el montón de fichas de mah—jong, coge una, la acaricia, aparece un «dragón rojo», luego saca un «dragón verde» y un «dragón blanco», las pone en orden, «dragón rojo», «dragón verde» y «dragón blanco», sigue sacando, «dragón verde», «dragón rojo», «dragón blanco», «dragón verde», «dragón rojo», «dragón blanco», «este», «dragón verde», «dragón rojo», «viento», «norte», «este», «sur», «viento», «oeste», «norte», «dos de bambúes», vuelca las fichas y baraja de nuevo.
«Cuéntame una historia.» Él se vuelve, la luz de la lámpara de mesa le ilumina la nuca, sobre la cama en penumbra ve el cuerpo desnudo de ella acurrucado como una pescadilla.
Una silla vacía flota derecha en la superficie, ondea el reflejo del agua. No se oye el rumor de las olas, sólo un sonido largo conmueve el aire, continuo y monótono.
Un niño llora a lágrima viva en un rincón del muro, pero no hace ruido. La hiedra tapiza el muro pétreo, el sol por la mitad lo ilumina.
El hombre de edad avanzada con pantalón de tirantes y camisa blanca de cuello desabrochado tira de una cuerda sobre el césped esmeralda recién cortado, hace cierto esfuerzo pero se le ve tranquilo y poco apurado.
Parado en la calle delante de un escaparate, al principio no parece interesado pero luego comienza a leer con mucha atención, palabra por palabra, lo que hay escrito en el interior. La calle está desierta con excepción de uno o dos transeúntes.
Ella de pie en el cruce, flujo incesante de coches. Cruza con el semáforo aún en rojo. Se acerca veloz un coche, vuelve con paso rápido a la línea blanca de mitad de la calzada, mira hacia el lado del que viene el tráfico, echa una carrerita cuando acaba de pasar un turismo, llega a la acera, sube las escaleras, cavila un instante, pulsa unos números en el portero automático, un zumbido, empuja la puerta, entra. Mientras la puerta se cierra con lentitud gira apenas la cabeza, pero en la penumbra del interior no se distingue el rostro.
Ya no hay silla en la superficie del agua, sólo espuma. El sonido largo llega por rachas, pero persevera en el aire, nunca se interrumpe limpiamente, siempre queda un rastro tenue.
Las gotas de lluvia resbalan por el vidrio del escaparate, él se aleja. El interior está lleno de anuncios de ventas de casas, todas con su precio. En algunos figuran las fotos, son en su mayor parte casas rurales. Unas cuantas son de alquiler, pero en los anuncios de las más baratas han escrito «alquilada» con letra roja y florida.
Llega otro hombre para tirar de la cuerda, bien vestido y con pajarita, saluda al hombre de edad del pantalón de tirantes, empuña la cuerda y se entrega sin prisas a la misma ocupación, hablando y riendo. De algún lugar no muy lejano llega el ruido sordo de una colisión, el hombre que acaba de llegar frunce apenas el ceño.
Una botella vacía de agua mineral flota en el mar al ritmo de las olas. Luce siempre un sol espléndido y el cielo es tan límpido que parece irreal; tanta nitidez, tanta luz, tanto espacio son quizá los causantes de que la botella de plástico vacía y ya lejana se torne gris negruzco cuando las olas devuelven el reflejo cegador del sol, como un ave acuática o cualquier objeto flotante. El sonido largo intermitente ha desaparecido en algún momento como un hilo de araña llevado por el viento.
«Aquí a la orilla llegó una pareja de cisnes y luego quedó uno sólo y se marchó al poco tiempo, al otro quizá lo mataron para disecarlo.» La voz de mujer se dirige al parecer a un hombre, mientras habla el objeto flotante cada vez más lejano es la viva imagen de un ave.
Uno de gafas también viene a mirar cómo tiran de la cuerda. Observa atentamente desde detrás de los cristales y se quita las gafas y las limpia y como si no viese con claridad o no supiese si ve o no con claridad o no le importase si ve o no con claridad guarda las gafas en el bolsillo de la chaqueta y se suma a la fila de los que tiran de la cuerda.
Él en medio de un callejón vacío y silencioso, el empedrado se alarga en ascenso hacia el extremo de la cuesta, casas viejas de piedra a ambos lados, tiendas de puertas mal ajustadas con el cierre metálico echado. Con la nuca encogida eleva la mirada a uno y otro costado, ventanas con cortinas corridas y todo sombreado y fresco contra la franja larga y estrecha de cielo azul intenso. El punto en que la calle y el cielo se unen suscita la irresistible creencia de que allí está el mar.
Las gaviotas revolotean en el cielo y chillan quién sabe si porque buscan comida o de alegría, hablan un lenguaje que el género humano no entiende pero entenderlo o no no importa, lo importante es que las aves vuelan impetuosas en el cielo azul y chillan.
La cara está vuelta hacia la franja larga de cielo azul intenso tallada por las casas de los costados, su figura desde atrás es una silueta de papel recortado, la corbata ondea al viento, la única cosa viva que se mueve en medio de la calle sombría.
¡Dice que no sabe lo que quiere hacer! La voz de ella está transida de emoción. La de él por el contrario es indiferente cuando dice que él sí sabe lo que quiere hacer pero no puede hacerlo. Ella anda a gatas sobre la cama sumida en la penumbra, levanta los pies, los choca entre sí. Sentado delante de la lámpara de mesa él pulsa las teclas y en la pantalla aparece:?! # ® ~ ÙÚ I I UU ® ¬ / / E:: V ± § ¢ = § = ‹t * j
De la figura sólo se ve por detrás la corbata ondulante al viento, pero de frente es una chaqueta larga ajustada a un maniquí sin rostro cuyos faldones también se agitan a merced del viento. El pedestal del maniquí reposa sobre la acera, en la calle no hay un solo transeúnte y tampoco coches, todos los comercios tienen los cierres echados.
Una gaviota grazna, se lanza en picado y se zambulle en el agua. Pero casi todas reposan sobre las olas. En la superficie lejana surgen en sucesión olas de espuma inmaculada. El estruendo del mar llega confuso y amortiguado, lento, más lento que las olas.
Cuando el estruendo del mar se vuelve fragor embravecido, las gaviotas de la superficie remontan el vuelo con el cuello estirado y los ojos muy abiertos y las alas indistintas.
Una manzana nítida redonda roja brillante como la cera con vetas verdes oscuras gira con lentitud, los dedos finos y esbeltos de la mujer que la contempla y da vueltas en la palma de la mano la sueltan.
El vino de las copas de cristal tallado que hay sobre el mantel blanco es rojo oscuro como la sangre, los cuchillos y los tenedores tintinean. Detrás de las copas, hombres ilusorios con trajes de etiqueta y corbatas y pajaritas y también la ilusión de mujeres ilusorias de hombros desnudos y cuellos desnudos cubiertos de collares. Los hombres hablan, no se escucha bien lo que dicen, pero el tono es distendido y alegre.
La mano de la mujer vuelve a rotar con lentitud la manzana, las conversaciones en torno a la mesa se tornan más inteligibles: muy amable… Bárbara… muy interesante… que tal unos dulces… Lili comes muy poco… gracias… qué gracioso… él qué dice… perdón… en verano… un anticuario… un verdadero genio… a Hong Kong… no entiende nada de guerra… homosexual… se da como una tensión… claro… encantador… los titulares de las noticias… especial para dar masajes en los pies… darse un baño de vapor… menos elegante que él… por qué… no es fácil hablar de ello… pruebe a decirlo… ayer por la tarde… está loca… ha quedado inservible… mi gatito… qué pena… quizá es verdad… el gobierno… cómo se llama… una cerveza negra… descubierto… un completo idiota.
Un buda Amitãbha con el gran kasãya rojo bordado con filigrana de oro abierto, y el cuerpo repleto de esvásticas y otras señales propicias, y la papada, y la enorme barriga redonda sujeta con las manos está sentado muy derecho sobre la repisa de mármol negro de la chimenea, y gozoso y satisfecho ríe abiertamente. Pero de cerca parece que bosteza, y mejor observado, que dormita con los ojos entrecerrados, y mirado aún con mayor atención, que tiene los ojos en blanco, una imagen indescriptible.
Entra en el bar y se sienta en un taburete, las dos copas grandes de cerveza que el camarero ha traído están en la barra delante de él. La luz fosforescente revela que no hay ni poca ni mucha gente, cada cual absorto en su propio trago, los rostros no se distinguen pero sí el piano iluminado del pequeño escenario delantero que toca una mujer negra. Un blues cargado de melancolía. Ella es vieja y fea, la viva imagen de un sapo, y entre pausa y pausa pulsa las teclas con infinito cuidado y amor, como si acariciara al amante. El hombre negro que está a su lado es tan terriblemente viejo como ella y su pelo crespo y entrecano parece un adorno de encaje ceñido a la cabeza. Toca los muchos tambores de todo porte que lo rodean y a veces se acerca al micrófono y canta una o dos estrofas.
El fuego centellea en la chimenea, la leña crepita mansamente y en el hogar ulula el aire del tiro. Ni una mota de polvo en el ribete de mármol negro que la rodea, delante una alfombra de algodón de pelo largo.
Llega el cuarto, viste chaqueta de cuero, sin una palabra comienza también a tirar de la cuerda. Trabajan a conciencia, impertérritos, la cuerda se tensa. Palmo a palmo halan de ella con ardor perseverante, grande es su esfuerzo.
«Ay chinita…», el negro viejo canta en inglés sin echarle una mirada. La negra vieja ensarta un rosario de notas veloces recostada sobre el piano, sumida en la música balancea el cuerpo como borracha o enajenada, tampoco lo mira. Él bebe su cerveza indiferente al mundo. En la luz azulina del bar nadie mira a nadie, atrapados por la música son como marionetas que asienten sin cesar con la cabeza.
El caballo encabritado levanta las pezuñas delanteras, las manos peludas. «Vagabundo del propio mundo…», canta el negro viejo.
La negra vieja pulsa un manojo de teclas, tum, el suelo retumba bajo los cascos de los caballos. «Vagabundo del propio mundo, vagabundo del propio mundo…», el negro viejo canta y toca los tambores, la gente asiente una y otra vez siguiendo el ritmo.
La cuerda se acorta palmo a palmo entre las manos, bajo ella y sobre el suelo de hierba los pies calzados con zapatos de cuero se apuntalan unos a otros en el forcejeo.
La espuma salpica las alturas, las olas embisten contra el malecón. El mar se encrespa al pie del muro, la playa ha desaparecido. El sol es igual de brillante, pero el cielo y el mar parecen más azules…
Al fin aparece el cabo de la cuerda, el pez muerto enorme enganchado al anzuelo laqueado de rojo es arrastrado hasta el césped. Los labios prendidos al anzuelo están muy abiertos, como jadeantes, sólo que ya no respiran. Los ojos redondos han perdido el brillo, pero el pez aún conserva la expresión de terror.
El agua rebasa el malecón, resbala sobre la superficie mojada. El cielo se ha vuelto azul oscuro y la luz del sol parece aún más increíblemente diáfana.
Una cucaracha grande de alas relucientes y antenas vibrantes trepa por la alfombra de pelo largo blanca como la leche, y se arrastra sobre los hilos de algodón trenzado. El cerco de luz de la lámpara colgante que hay sobre la alfombra alumbra los cuartos traseros de un caballo de caoba, las nalgas redondas y lisas, las patas traseras, los cascos recubiertos de una lámina de cobre sujeta con clavitos rojos finamente tallados.
«Vagabun… do del propio mundo, vagabun… do del propio mun… do», cantan las teclas bajo las manos negras de piel vieja surcada de arrugas. Él mueve la cabeza al ritmo de la música, delante en el mostrador hay tres copas vacías de cerveza, en la mano sostiene otra medio llena. Una mujer blanca asienta el trasero en el taburete de al lado, las nalgas prietas bajo la falda corta de cuero negro son tan redondas y lisas como las del caballo.
El manto de satén negro del agua cubre el malecón, un pez muerto yace en la superficie del mar al pie del muro. No hay el menor ruido, el viento y la marea han cesado de golpe. También el tiempo parece haberse detenido/sólo el manto desplegado de satén negro fluye pero no se agita, o quizá tampoco se mueve y su fluir no es más que una impresión, una simple sensación, una imagen visual que se siente.
Una cucaracha huye por la encimera de la cocina eléctrica, él la aplasta de un manotazo. Abre el grifo pero no se lava, sólo mira el chorro abundante de agua.
«¿Quieres marihuana?», la voz es tan tenue que le parece una respiración o, en medio de la música fuerte de las manos negras llenas de pliegues y arrugas que corren veloces sobre el teclado, el estribillo apagado de una canción. Pero el negro viejo no canta, sólo mece la cabeza gacha entregado a sus tambores.
La bala de cobre amarillo cuelga reluciente del lóbulo carnoso de la oreja de la mujer blanca y oscila pesadamente.
Las cucarachas corren por los azulejos polícromos de la pared contigua al fregadero, corren por la tapa de la olla de acero esmaltado, corren por la funda del transistor, corren por el aparador, corren por el quicio de la puerta de la cocina, él se pone un guante de goma.
Una mano grande surcada de venas azules sobre la pierna de la mujer y bajo la falda de cuero negro, no sabe bien de quién, ni dónde está, ni si el negro viejo aún toca los tambores, ni si el piano aún suena, ni de dónde procede ese repiqueteo, en suma como si todo se tambalease.
Un ojo, el ojo apergaminado y muerto de un pez, redondo, apagado.
Una mano agarra las tenacillas puntiagudas y arranca un diente, en la raíz queda una mancha pálida de sangre, la nariz se acerca y huele, cierto mal olor, el diente sale lanzado por los aires.
Suben todos por el monte con emulante ardor, como si echasen una carrera. Hay hombres y mujeres, los hay que llevan pantalón corto o la mochila a la espalda, hay viejos y jóvenes, los hay que llevan bastón o halan de un niño, hay muchachos y muchachas de la mano y bien visto no parece tratarse de una competición. Marchan todos juntos, ¿una colonia de vacaciones?, ¿las gentes de un poblado?, una actividad a la medida de todos, hombres mujeres viejos y jóvenes, ¿un ejercicio tonificante de moda?
Las cucarachas corren por el suelo en todas las direcciones, los guantes que lleva están manchados de cucarachas muertas, agachado las aplasta desesperadamente.
Las piernas rematadas en zapatos puntiagudos suben y bajan en el aire, el payaso de nariz blanca haciendo el pino, con las manos camina sobre el escenario siguiendo el ritmo del acordeón desinflado que sólo resopla y no produce música.
Todos jadean y tienen la frente perlada de sudor, sacan las mismas botellas etiquetadas con la misma marca de agua mineral, las caras orondas y peripatéticas muestran la misma sonrisa de felicidad.
Un sombrero de copa gira en silencio absoluto sobre un bastón.
El viento resopla y levanta filas y filas de olas blancas resplandecientes en el mar inabarcable con la vista. El sol siempre espléndido, el cielo siempre azul intenso, las gaviotas lanzan gritos estridentes.
Una hilera de hombres camina por la cresta del monte, el que va en cabeza enarbola una bandera hecha jirones que ondea sin cesar, a pesar de la lejanía se oye su restallar en el fuerte viento.
El agua llega a las escaleras que hay delante de la puerta, el mar inmenso fluctúa infinito.
Las cucarachas se hacinan en el suelo. Se levanta y mira a su alrededor, ya no sabe qué hacer, impotente se quita los guantes manchados de cucarachas muertas.
El agua rebasa el umbral y entra en silencio en la casa, las cucarachas se dispersan en todas las direcciones y trepan por las paredes, las que no tienen tiempo son atrapadas por el flujo creciente y flotan juntas o se ponen boca arriba sobre la superficie haciéndose las muertas. Él se inclina para mirar, remueve un poco aquí y allá, tira los guantes al agua, se endereza, allá ellas. Los pies de las mesas y las sillas están sumergidos en el agua y algunas cucarachas han logrado subirse a ellas.
La fila de hombres que sigue a la bandera se acerca por el declive suave de la loma, el que marcha en cabeza sostiene alto el mástil, la bandera que restalla al viento es en realidad una ristra de sostenes, sostenes de seda blanca, de raso rojo oscuro, de encaje color carne atados con una media negra de nailon, un sostén pequeño de cuero negro se agita arriba y abajo entre ellos como un pajarito que pugna por liberarse.
Gran parte del techo de hormigón rezuma humedad, el agua acumulada se condensa en perlas y comienza a gotear.
Alguien está tumbado boca arriba en el sótano sobre un colchón raído flor de basurero con la cara cubierta por un sombrero de copa negro y el cuerpo tapado con una sábana blanca, el colchón yace en el centro justo de las cuatro paredes que acotan el techo de hormigón rezumante de humedad. Las gotas de agua caen de una en una tic tic tic tic sobre la sábana y la van mojando.
La panza abultada y desnuda erizada de ventosas de bambú, la sábana blanca cubre desde el bajo vientre.
El zapatero sentado en la banqueta, sombrero viejo de fieltro, coge la puntilla que tiene entre los dientes, la aprieta con el dedo en el tacón del zapato de piel de tacón alto encajado en la horma que sujeta entre las piernas, la clava de un martillazo.
El agua negra y tenebrosa del mar resbala por los peldaños de piedra sin proferir el más leve sonido, se limita a dejarse caer de escalón en escalón.
Sube por la escalera desmoronada y alza la vista hacia el castillo en ruinas que corona el risco, va por la sombra y el castillo está al sol y revela con nitidez extraordinaria las líneas y contornos de cada una de sus piedras.
Se adentra por la negrura del pasillo contiguo a la puerta y de pronto oye el golpear de un punzón en la roca. Se para y el sonido desaparece. Sigue adelante y el sonido resuena al compás de sus pasos. Se detiene y el sonido desaparece. Pisa con fuerza el suelo y el punzón resuena con su voz metálica. Al fin echa a correr y el sonido desaparece.
Un pasaje largo y tenebroso. Camina despacio, a tientas, aparece un hilo de luz, poco a poco se perfila la salida, el sol más allá es deslumbrante, oye con claridad el percutir del punzón. Llega en silencio a la salida y ve en la sombra a un hombre con un martillo. Se acerca y se queda de pie detrás de él. El hombre se vuelve, la cara vieja y reseca surcada de pliegues profundos, amarillenta y oscura, y los pocos dientes ennegrecidos del humo del tabaco, un campesino de alguna región montañosa de China, la luz del sol lo obliga a entornar los párpados y los ojos inexpresivos que asoman por las ranuras miran en otra dirección. El rumor vago de las olas torna y al punto desaparece.
El agua negra y tenebrosa del mar mana silenciosa de la parte superior izquierda de los escalones de piedra, por la puerta entreabierta en lo alto de la escalera se filtra un hilo de luz, su reflejo indica que el agua fluye con fuerza.
Pedalea, las ruedas giran ni lentas ni rápidas. Montado en la bicicleta vieja de manillar amplio circula por la angosta carretera rural. En un extenso prado en ligera pendiente situado a lo lejos a mano derecha hay cuatro hombres en fila que tiran con ímpetu de algo, las espaldas agobiadas del esfuerzo, pero no se sabe bien qué arrastran, un objeto pesado y voluminoso, acaso una barca o quizá un ataúd, algo que deja en la hierba una huella larga. Avanzan paso a paso, lentamente, con dificultad. En el aire flota el llanto de una mujer, como un canto o una queja, como el plañido fúnebre de una mujer del campo chino.
Deslumbra el reflejo del sol en el timbre del manillar, el lloro se parece cada vez más a una melopeya o a un canto de sirgadores. Las ruedas giran sobre el camino asfaltado recto como un pincel.
Cuatro hombres cimbreños de cara cobriza bañados en sudor, el torso descubierto o la espalda desnuda, la faja ancha, las sandalias de cáñamo, la mirada sigue la cuerda tensa, crac, un chasquido.
Un coche adelanta a la bicicleta como una exhalación. Mira a un costado, lo deslumhra el sol emplazado encima mismo del prado que hay a la izquierda. Ni un alma aquí y allá en el espacio vacío, los sones lejanos de la melopeya son ya casi un zumbar de insectos o quizá de oídos.
El colchón del sótano embebido en el agua negra, la sábana empapada, el cuerpo cuya cara cubre el sombrero de copa negro rígido aún como un cadáver. El techo gotea sin cesar, el ruido es como de borbolleo.
Tumbado sobre el costado a la sombra de un árbol, la bicicleta a un lado, contempla el manzanar inculto, las ramas adornadas de manzanas rojas que aún no han recogido. Ni lejos ni cerca, el murmullo de un arroyo.
Entre los primeros manzanos aparece una muchachita descalza que acarrea un balde de agua con mucho trabajo. Lleva chaquetilla rojo púrpura cerrada a un costado, pantalón de tela estampada sobre fondo azul remangado por debajo de las rodillas y dos trenzas muy largas, y los ojos negros y luminosos parecen demasiado grandes para el tamaño de su carita. Está como desconcertada, como dudando si seguir adelante. De pronto todo queda en silencio.
Un arbolito se tambalea en medio del viento y el espacio, la tierra salta por los aires, el cielo se cubre de humo denso negro y polvo. Sólo después se oyen los aviones, el ruido de las ametralladoras y las bombas, el llanto de los recién nacidos, el grito desgarrado de las mujeres.
Sentados en cuclillas en torno a la pala, los niños la ven hundirse en la tierra empujada por un pie. Una palada, un golpe con el lomo para deshacerla: palada y golpe, palada y golpe. El niño grande recoge de la tierra deshecha una bala de ametralladora, la frota en la ropa para limpiarla y la guarda en un bolsillo del pantalón. Coge otra vez la pala y se va a cavar al agujero de al lado. Uno de los niños que lo rodean vuelve la cara y mira la hilera de agujeros que surca el suelo.
El gorgoteo del agua, el agua negra y tenebrosa del mar que resbala por toda la escalera, imparable.
La cerilla se enciende en la oscuridad y prende la fotografía vieja amarillenta y algo descolorida, un retrato de familia en que aparece un joven con traje occidental y corbata, una joven vestida con el qipao tradicional y un niño de dos o tres años, los dos adultos están hombro con hombro y sonríen con la típica sonrisa inducida por el fotógrafo y el niño encajado entre los padres tiene los ojos muy abiertos y cara de sorprendido. La llama se propaga desde el borde hasta la imagen de los padres y la foto se encoge y abarquilla y con un súbito fogonazo se pone toda a arder, los padres se queman y el niño comienza a chamuscarse.
La pompa de jabón crece más cuanto más aire recibe, el agua jabonosa de la superficie se desplaza con mayor velocidad, el reflejo multicolor del sol brilla con mayor intensidad, mayor irisación, mayor luminosidad, y cuando la pompa llega al punto en que ya nada en ella puede ser mayor, revienta en silencio dejando al descubierto la cara de extrañeza del niño que soplaba.
El colchón empieza a elevarse con lentitud en el agua negra, está algo ladeado, oscila una vez, vuelve a su posición original, oscila dos o tres veces y así varias veces más hasta quedar horizontal y ponerse a flotar.
El agua gotea por todas partes. Contempla la lluvia que cae por el alero, los arados y piezas de maquinaria agrícola inservibles arrumbados en el patio. Dos perros se abalanzan hacia él enseñando los dientes. Se refugia en la casa, el techo es muy alto y hay pilas y pilas de haces de paja. En torno de la mesa larga situada en medio del granero están sentadas unas muchachas, las caras tiznadas aquí y allá y en mayor o menor proporción de harina, los ojos, la punta de la nariz, las cejas, las mejillas, la comisura de las bocas o las orejas, todas amasan y canturrean sumidas en una gran melancolía. Una joven de trenza larga se sienta detrás de un quinqué de cara a un espejo, la compañera que tiene a su espalda le desata la trenza y la peina. Él se acerca sin darse cuenta al espejo y ve las tijeras cortar los largos cabellos y al instante oye el ladrido de los perros.
Día de lluvia en un callejón vacío del pueblo, tanto silencio que el chispear del agua apenas se oye. Ventanas viejas de madera talladas en las paredes de piedra con los postigos cerrados. A la altura de un hombre o poco más en la pared que arranca de la calle enlosada hay una portezuela de madera de una sola hoja guarnecida de tirantes de hierro, de vetas gruesas y prominentes por la acción de los elementos. Por el resquicio de la portezuela cerrada se escapa difusamente como un canto triste de despedida de soltera. Pero las cosas se desdibujan a medida que uno se acerca a la puerta.
La mano abre lenta el portón macizo de la iglesia, el eco ondulante de los pasos sobre las losas de piedra desplaza hacia atrás las filas de bancos vacíos. En un muro sobrevive un fresco de la Edad Media, los trazos son toscos, los colores lóbregos, las caras estropeadas de los discípulos apenas se distinguen.
Un arroyo, cantos redondeados, aguas impetuosas. En dirección opuesta, frente a la ladera de la montaña y bajo el cielo lluvioso y sombrío, una aldea hilvanada con escalones de piedra, en medio descuella el campanario de la iglesia, la lluvia cae con más fuerza.
Camina por una carretera rural con la ropa empapada, el agua del pelo le gotea por la nuca. Un coche pasa a su lado, él hace un gesto con la mano, el coche se detiene a una docena de pasos. Corre hacia él, la puerta se abre.
Conduce una mujer, él la ve de perfil por el retrovisor, tiene arrugas en la comisura de los ojos. Ella le pregunta algo, él le responde algo. La mujer ladea la cara y lo mira, está bien maquillada, en su justa medida. La mujer le pregunta de nuevo y él responde de nuevo. La mujer vuelve a mirar al frente y la boca en el retrovisor sonríe levemente, el agua chorrea por el cristal que acaba de barrer el limpiaparabrisas.
El agua negra y tenebrosa del mar sube por los escalones que hay detrás de la puerta y sigue fluyendo sin cesar, lo que el reflejo del hilo de luz de la puerta revela se parece cada vez más a una banda de satén negro que cae desde su rollo hasta no se sabe dónde.
Desde lo alto se ve a un hombre y a una mujer desnudos enredados en un abrazo sobre la mesa larga de madera, suben y bajan y se vuelven y revuelven, la pasta de harina blanca como la leche cae gota a gota sobre la mesa y sobre sus cuerpos con un repiquetear de lluvia. Por los haces de paja de trigo que los rodean podrían estar en un granero, pero los resoplidos continuos también hacen pensar en un establo.
Sentado a una antigua mesa redonda de madera con un albornoz azul oscuro, las manos sobre la superficie veteada dura y brillante, una de ellas sostiene y hace girar media copa de vino tinto. La lámpara colgante guarnecida con pantalla de metal arroja sobre la mesa un halo de luz amarilla que ilumina justamente sus manos. En él también hay una bola de piedra muy pulida que proyecta su sombra de contornos nítidos sobre la mesa. La mano que sostiene la copa sale del halo de luz y la otra empuja la bola de piedra, cuya sombra se alarga. Empieza a sonar una música, como un blues, el sonido llega a rachas, a veces trepidante y a veces apagado, fuerte y débil, lejano y próximo, deteniéndose de repente para luego quedar suspendido en el aire… Él se levanta y rodea la mesa observando las infinitas combinaciones de la bola de piedra con la sombra que en el halo de luz proyecta.
Iluminada por un aplique cuelga en la pared la talla de una cabeza de mujer al lado de las cortinas blancas de la ventana, labios oscuros, tez blanca, moño negro alto; tiene los ojos y la cara inclinados hacia abajo y los labios entreabiertos, como adormilada. Mirada con cuidado de frente, tiene un ojo abierto y el otro cerrado, y desde algo más atrás, un ojo más alto que el otro. De soslayo, el labio inferior es grueso. De perfil, los dos labios son prominentes. Desde abajo, entre los labios oscuros entreabiertos parece salir la lengua. A contraluz se descubren las marcas de cuchillo verticales y horizontales que surcan las mejillas, una bruja de aspecto horripilante. Pero mirada con los ojos muy entornados, el rostro recupera el atractivo sensual. Clic, la luz se apaga.
El gorgoteo, el agua que fluye por los escalones de piedra, aquí y allá y un momento sí y otro no y durante uno o dos instantes la luz oscura centellea.
El sonido de la cortina al ser descorrida. La espalda de una mujer desnuda se recorta contra la ventana. La abre, fuera aparecen los tejados lóbregos y algo más lejos el rosario de balcones y buhardillas de las casas viejas, la extraordinaria limpidez del cielo azul oscuro, aunque no se distingue si es el amanecer o el atardecer. La mujer da la vuelta y se recuesta en la barandilla de hierro trenzado con actitud indolente, el cuerpo y el rostro no se ven con claridad pero los ojos brillan lustrosos como los ojos de un gato en la oscuridad. También reluce el brazalete que lleva en la muñeca apoyada en la barandilla. Pasa un coche y su ruido es como el de la marea rugiente.
Las gaviotas revolotean en bandada sobre el mar, graznan como si hubieran descubierto algo y bajan y suben siguiendo las olas. El oleaje es muy fuerte y el mar entre las crestas es una superficie azul lisa y oscura.
Los tallos agostados se agitan en el viento poderoso en torno a sus pies, pero no hay un solo ruido. Camina por la ladera del monte, rodea un muro en ruinas, lo esperan varios jóvenes. Uno, muy miope, lleva gafas con cristales casi esféricos como ojos de pez de colores y una muchacha de pelo corto y piel morena come pipas, las cascaras que escupe vuelan por los aires antes de caer entre las hierbas. No dicen nada, esperan que llegue donde ellos y juntos bajan por la ladera, a sus pies descuella un cerco de casas y un campanario y un campo de fútbol.
El colchón empapado flota apacible en el agua negra del mar que inunda el sótano, el bramar difuso de los coches que pasan se parece al viento.
Unos muchachos entran en una galería larga, las columnas recortan trechos de sol deslumbrante. Las aulas tienen las puertas y ventanas abiertas y están repletas de pupitres y sillas, pero en ellas no hay nadie, una a una desfilan en sucesión a un costado y el sonido de los pasos llega después de un instante.
En un extremo de la galería, una puerta cerrada con un rótulo. Se detienen y miran el rótulo en que no hay nada escrito, dudan, deliberan y al fin llaman. La puerta se abre sola sin un ruido, en cada pupitre del interior hay sentado un profesor enfrascado en corregir sus deberes como cualquier alumno. Los muchachos no saben si deben preguntar y aparece por detrás la maestra, tan joven como entonces de no ser por la palidez de su cara, la palidez de una figura de cera. Parece cansada, tiene los ojos algo hinchados, algo grisáceos. Dice que va a llevarlos a todos a saludar al director y dice estar muy contenta de que vengan a visitar la escuela en que han estudiado hace ya tantos años. Dice que se acuerda de este grupo, ellos todavía eran niños, pero muy traviesos, y su voz y su risa parecen provenir de un monigote de papel. Se acuerda, claro está, del gran alboroto de aquella vez, fue justamente en estos mismos pupitres, alguno empezó golpeando el suyo y luego los demás le siguieron el juego y todos acabaron pateando los pupitres. Ella se subió a la tarima con el libro de texto bajo el brazo y escrutó toda la clase sin encontrar a los cabecillas, al principio no supo qué hacer pero al fin tiró el libro y salió de clase corriendo y llorando. Todos se quedaron petrificados y era tanto el silencio que ni una mosca se oía.
En el pasillo ella les señala con el dedo la ventanilla de la enfermería cuya puerta luce una cruz roja, en el cuartillo oscuro se amontonan toda suerte de cosas y también algunos instrumentos de música, algunos erhu, pipa, tambores y platillos, todos cubiertos de polvo. Él sabe que allí eran encerrados para hacer los deberes los alumnos castigados por no haberlos hecho, cuantos pasan por delante de la ventanilla pueden ver el pobre pupitre lleno de rajaduras de cortaplumas, manchas de tinta y huellas de lápiz.
Él se queda contemplando el pupitre largo, en el espacio que abarca la vista aparece con claridad un hombrecito y una casita ladeada dibujados a lápiz entreverados con caracteres cincelados con el cortaplumas, algunos retocados con el pincel, y también hay huellas de antiguas marcas de tinta imborrables sobre las que se han hecho nuevos dibujos a lápiz o nuevas entalladuras, todo un cuadro caótico que a la vez invita al ensueño.
El agua gotea, gotea en el sótano inundado de mar, gotea sobre el colchón flotante, gotea sobre la sábana empapada, el agua negra como la tinta sigue subiendo quedamente. El colchón va a la deriva y tropieza en la pared rezumante, rebota apenas y cambia su curso.
El director, cara amoratada, nuez prominente, hablar cavernoso, les relata la historia de la escuela, la voz ronca y resonante retumba en el espacio en la sala de actos colmada de bancos alineados, entre las vigas, columnas y jácenas de madera que sustentan un techo igual que el de un templo. Suena un reloj, los gorriones alzan el vuelo.
Bajo el techo, unos sacerdotes taoístas con túnicas largas de paño gris, el cabello atado, la cabeza baja, las manos juntas ante el pecho, siguen a uno que agita unos zorros y salmodian sus escrituras en torno a un ataúd.
La tapa está abierta y él conjetura que el muerto yaciente en el ataúd con la cara cubierta por un sudario puede ser él, parece haber perdido algo pero al volver la cabeza para mirar no sabe lo que busca, lo único que ve a sus espaldas es el portón oscuro de dos hojas entreabierto y más allá el pozalillo de madera desconchada colocado al sol sobre las escaleras y la lagartija que a su lado trepa por los escalones resquebrajados.
Sale de la sala de actos o acaso templo transformado en sala de actos de una escuela o acaso salón de ceremonias, en la penumbra de un pasaje entre las casitas circundantes hay una estela manca de un trozo con una inscripción en caligrafía errática semejante a la de Mi Fu, aunque la fecha está escrita con caracteres perfectamente regulares: Escrito la primera luna del año dingmao de la era Yuanyou de la gran dinastía Song, los muchos calcos que de ella se han hecho a lo largo de los años han erosionado la leyenda original hasta dejarla en un estado lamentable, imposible descifrarla por más cuidado que se ponga en ello.
Camina hasta donde hay sol, un niño con camiseta y pantalón corto pasa a su lado en una bicicleta infantil nueva de color añil. Pregunta al niño, el niño se detiene y planta el pie en la hierba y señala al frente y sigue camino a toda prisa.
Marcha de frente, atraviesa un césped muy bien cortado. Entre las malas hierbas que proliferan más allá del césped destella el manillar de una bicicleta. Dirige sus pasos hacia ese lugar y ve el cuadro de una bicicleta de color añil tirado en una zanja cubierta de maleza.
A grandes pasos llega a la pendiente, poco a poco comienza a correr, corre cada vez más rápido, jadea incesantemente pero en su fuero interno parece comprender cada vez más, ¿no está persiguiéndose a sí mismo cuando era niño? En lo alto de la pendiente hay un azufaifo silvestre de poca altura, sus hojas menudas se agitan al viento.
El niño viene al fin corriendo de frente por la otra pendiente, se detiene delante del azufaifo y pasea la vista alrededor, está un poco desconcertado, quizá haya descubierto algo, enseguida corre veloz en una dirección. No lejos de lo alto de la pendiente hay un bosquecillo ralo, y entre dos arbolitos una sábana blanca puesta a secar, y detrás de ella como algo que se mueve. El niño embiste de cabeza contra la sábana, pero se enreda en ella, no tiene manera de liberarse.
El viento del monte juega con la sábana, el niño jadea y con mucho esfuerzo logra al fin levantarla y salir de ella, pero descubre otra sábana que ondea al viento colgada también entre dos arbolitos.
El niño la mira fijamente un instante y se acerca con sigilo a ella. Detrás de la sábana se adivinan las formas de una persona, esta vez el niño actúa con muchísimo cuidado, levanta despacio uno de los picos pero detrás no hay nada, aunque cerca a su izquierda ve otra sábana colgada entre dos árboles. Por instinto vuelve la cara y mira a su alrededor.
A derecha e izquierda y delante y detrás las sábanas blancas flotan al viento. Sobre la que tiene delante se insinúa el contorno de unas piernas de mujer. Observa, conteniendo el aliento, y ve la forma de un seno grande e inmaculado rematado en un pezón prominente. Aparta la sábana con brusquedad y se encuentra cara a cara con el niño que está de pie en medio de las colgaduras, mira al niño con ojos de terror y lanza un gran grito que parece un canto de suona y se cubre la cara con las manos.
El niño se levanta ante el ataúd cercado de pendones de papel blanco, llora y grita y echa a correr, el lamento largo de la suona responde a su lloro mudo. Cuando el niño y el sonido de la suona se disipan, en torno al ataúd abierto sólo hay colgaduras blancas y pendones de papel que se balancean al viento.
El agua negra y tenebrosa del mar sube incesante, el colchón empapado flota a medias en ella. El sombrero de copa negro que oculta el rostro está cada vez más cerca del techo.
Él salta fuera del ataúd que circundan ondeantes rosarios largos de pendones de papel con la mortaja a rastras. Dando tumbos huye de la pendiente cubierta de colgaduras y pendones, corre hacia el lago de aguas verdes profundas que se abre en el valle, vadea la orilla y se lanza en él pero se enreda en las hierbas acuáticas, forcejea sin fin. Desde muy lejos se ven los pliegues de agua que se expanden en círculos concéntricos, pero no se distingue bien si él se está ahogando o si nada hacia el centro del lago.
El agua del mar llega al techo y su borboteo es como el tragar agua del que se está ahogando o como el de un desagüe obstruido del que salen burbujas.
El camino de las aguas cada vez más oscuras y azules desemboca en el puerto, las olas brillan con luz cristalina, el cielo y el mar casi tienen el mismo color a lo lejos.
Entre las olas sube y baja un objeto flotante negruzco. En la pendiente de una ola que avanza con la marea se divisa a un hombre desnudo tumbado en un colchón rezumante de agua que está a punto de hundirse.
Del mar profundo azul fuliginoso brotan olas y olas de blancura resplandeciente, y el cielo igual de luminoso, la brisa igual de fuerte.
Un espacio llano de mar se alza de repente y en el valle de una ola aparece el cuerpo desnudo sobre el colchón que está a punto de ser tragado por las aguas, sólo lleva una corbata fina de cuero negro anudada al cuello, con una mano levanta el sombrero de copa negro que le cubre la cara y con la otra quiere recoger las gafas negras, en el mismo instante en que el mar se vuelca sobre él tiene ojos de pez muerto y la cara congelada en una sonrisa casi imperceptible.
Por la ventana a contraluz parece distinguirse a lo lejos, en la playa solitaria, al hombre sentado en una tumbona de espaldas al mar con una toalla de baño sobre los hombros que con una mano se aparta el sombrero de la cara y con la otra coge de la arena un libro y se pone a leer.
París, octubre de 1990