CAPÍTULO XIV
Jules no salió de casa durante dos días. Pasó la mayor parte del tiempo echado leyendo, en el gran dormitorio de la fachada o en el sofá del salón de música. Era casi como un niño en su dependencia respecto a Romelle, la cual se pasaba la mitad del día cuidándolo. Le buscaba revistas y libros, le hacía café, se apresuraba a contestar al teléfono o al timbre de la puerta para que él no fuera incomodado. Aun cuando, en el fondo de su mente, continuaron latentes las mismas preocupaciones, ella estaba feliz por tenerle en casa e iba de un lado para otro canturreando para sí misma.
Llovía de modo persistente. Durante todo el día, el agua gorgoteó por los desagües y goteó sin cesar de los árboles, y los arbustos. El césped de la entrada parecía una laguna y el camino estaba cubierto de una lámina líquida formada por el torrente que se precipitaba desde las colinas. Fueron a acostarse y se despertaron al son de la lluvia que siseaba a través de los grandes árboles que se alzaban ante las ventanas del dormitorio.
Al tercer día el cielo clareó un poco y Jules se levantó con aspecto de estar repuesto. Ella le sonrió cariñosa. Le había estado contemplando mientras él dormía. Él miró hacia afuera para ver el tiempo que hacía.
—Lo que necesitamos es un cambio —dijo—. ¿Qué te parece Palm Springs?
Romelle se animó.
—Nunca he estado allí. Es una idea maravillosa, Jules.
Dejaron la casa en manos de Ángela, dijeron adiós al doctor, que les prometió vigilar las cosas, y una mañana temprano, se fueron a través de Los Ángeles en su camino hacia el desierto. Hacía calor, humedad y niebla. Enormes rayos de sol bajaban en diagonal a través de la pesada bruma y producían grandes manchas de claridad en las calles que todavía estaban oscurecidas por las sombras de los altos edificios. La gente se dirigía con prisas al trabajo desde todas direcciones con los cuellos de los abrigos levantados para protegerse de la humedad. Todos presentaban un aspecto un poco tirante y pálido bajo aquella lánguida luz.
—Odiaría ser uno de ellos —manifestó Jules con un estremecimiento—. ¡Qué vida!
Romelle asintió pensativa; pero sintió una culpable sensación de superioridad sobre aquellas hordas de gente de trabajo diario, que habían pasado el día, la semana, el año, en alguna oficina, almacén o fábrica mal ventilada.
—A menudo me pregunto por qué siguen haciendo lo que hacen —dijo Jules—. Seguro que deben querer algo mejor que eso.
—No tienen elección —contestó Romelle, mirándolo—. Lo sé bien. He tenido que aceptarlo durante años. Yo quería algo mejor por supuesto —concluyó Romelle precipitadamente, temerosa de que a Jules le pareciera mal su referencia al pasado.
Pero él ni siquiera parecía estar escuchando.
—Esa gente permanece encerrada todo el día —comentó Jules—. ¡Yo no podría soportarlo!
Ella lo miró, pero no hizo ningún comentario. Parecía perdido en sus pensamientos.
Condujeron en silencio durante largo rato a través de los suburbios aparentemente interminables de la enorme ciudad, pasando a través de pequeños vecindarios remotos con calles llenas de muchedumbre y coches aparcados, parachoque contra parachoque; cruzaron distritos fabriles laberínticos, entre medias de los cuales pasaban las vías de tren; las locomotoras de maniobra resollaban y hacían sonar sus silbatos; congestionaban el tráfico. Al fin salieron a una campiña llana, con grajas y largas filas de eucaliptos bordeando las carreteras. A lo lejos se divisaban, una tras otra hileras de vagas montanas azules descollando en el cielo neblinoso.
Cuanto más iban hacia el Este, más clara y seca era la atmósfera hasta que, después de haber trepado por una baja y larga colina y rodeando una curva, salieron a la clara luz del día. El cielo era de un brillante azul turquesa, sin nubes; la campiña estaba salpicada de rocío y las montañas del Este se veían ya mucho más cercanas, con sus cimas rugosas y agrietadas sobresaliendo con toda nitidez.
Romelle se sentía un poco abrumada por aquellas montañas pesadas y desoladas, ante las que se hallaba pequeña y vulnerable. Se estremeció un poco e intentó apartar de sí esa sensación de temor. Durante la primera parte de la excursión se había sentido relajada; pero entonces, a la vista de aquellas impresionantes cumbres solitarias, volvieron a invadirla todos los vagos temores y pequeñas preocupaciones contra los que había luchado durante tantos días.
Miró a Jules.
—Me alegro de que hagamos esta excursión —dijo Romelle—. Necesitas un descanso, Jules. Tenías un aspecto muy cansado.
—¿De verdad?
Él habló en tono apagado, sin dejar de mirar adelante.
—Sí. Parecías muy agotado la noche que viniste a casa desde San Diego. Todas aquellas preocupaciones...
Jules giró la cabeza con rapidez y la miró.
—¿Qué preocupaciones?
—Por ejemplo, Ross...
Jules le dirigió una breve sonrisa.
—No creo que nos moleste más.
Había algo tan seco y definitivo en su manera de hablar, que Romelle comprendió que quería dejar el tema. Intentó parecer serena; pero libraba una batalla silenciosa consigo misma. Quería saber. Estaba llegando a un punto en que no podía soportar tanta ambigüedad y tanto misterio. Estaba poniéndose nerviosa, ya ni siquiera era ella misma. ¿Pero qué era lo que quería saber? Había visto a la hermana de Jules con Ross. Eso estaba bastante claro. ¿Dónde se hallaba lo intrigante?
En Palm Springs el sol era brillante, y todo resultaba tan agradable y alegre que, durante horas, habían olvidado sus preocupaciones y se habían dedicado a disfrutar. Hacían excursiones por los caminos y cañones; se introducían con el coche en el desierto, a lo largo de sucias carreteras, rara vez transitadas, y por la noche se vestían y se iban a cenar al comedor del hotel, donde todo era muy ceremonioso. Jules parecía feliz como un muchacho... Demasiado feliz. Romelle lo estudiaba de cuando en cuando y creía descubrir que había algo casi histérico en su alegría, algo morbosamente febril y desatinado.
Durante todo el día el sol, desde un cielo sin nubes, batió sobre el pequeño local en medio del desierto, y unas ondas de calor danzaron por encima de aquellas casas blancas cubiertas de tejas encamadas. A eso de las cuatro, el sol desapareció por Occidente detrás de la grandiosa montaña, en cuya falda estaba la aldea, y unas largas sombras púrpura se deslizaron a través del desierto. La atmósfera se inundó de un maravilloso frescor, luego, fue cayendo la noche, y Venus lució con un brillo casi irreal en un cielo que, hacia Oriente, se veía verde pálido. Cuando al fin oscureció del todo, el aire adquirió un grato frescor, y unas estrellas que Romelle no había visto hasta entonces aparecieron sobre la aterciopelada oscuridad, con un brillo algo amortiguado por el inmenso y espectacular alarde de la Vía Láctea.
Una noche, cogidos del brazo, anduvieron hasta el límite de la ciudad. Más allá, se perfilaban las oscuras sombras de las colinas, misteriosas bajo las estrellas. Romelle se sentía un poco atemorizada. Todo se le antojaba tan enorme, remoto y ajeno a ella; era hermoso pero resultaba casi siniestro por su total indiferencia respecto a ella y a sus problemas. Estaba acostumbrada al amable campo de Ohio, o a las ciudades populosas llenas de luces, tráfico y ruido. Ella era urbana en todos sus gustos y deseos y apenas percibía la existencia de la Naturaleza. En el desierto, en cambio, era imposible prescindir del entorno natural, pues estaba desnudo delante de ti.
Romelle no pudo reprimir un ligero estremecimiento. De repente, deseó encontrarse en un lugar atestado, bien iluminado, protegido de la quietud y negrura de la mucha música y en el ruido y el calor de la compañía humana.
Como estaban cogidos del brazo, Jules se dio cuenta del temblor.
—¿Tienes frío? ¿Nos volvemos?
—Jules —pidió ella—, sólo por una vez, entremos en aquel pequeño bar que hay cerca del hotel, para quedarnos allí un rato sentados tomando una copa.
Debido a la oscuridad, ella no pudo darse cuenta de la cara que él puso; pero notó su vacilación y el breve silencio. La idea no le gustaba en absoluto. Romelle estaba segura de que hubiera preferido seguir disfrutando del desierto con su soledad iluminada por las estrellas y su silencio. Parecía que aquello era lo que le gustaba. A él le repelían los bares ruidosos y llenos de gente. Quizá Romelle pecaba de egoísta.
—De acuerdo —admitió con una alegría que a ella le pareció falsa—. ¿Por qué no?
Romelle había echado varias ojeadas al pequeño bar cuando iban a cenar, y desde la ventana del hotel había visto su letrero de neón alto, dorado, resplandeciente, que lucía por la noche. Se llamaba el «Royal Palm», nombre más bien desorientador, porque era un lugar pequeño e íntimo, modernísimo en todos los detalles, y en él tocaba un terceto negro de jazz.
Cuando entraron, el ambiente estaba en su punto culminante. Ante la barra se aglomeraban los clientes, apretujados como los neoyorquinos en el «metro» a la hora punta; todos hablaban y reían, mientras tomaban sus bebidas. Los palcos estaban llenos y las mesas se hallaban tan juntas en medio de la sala que los camareros se movían como verdaderos equilibristas con las bandejas cargadas. Jules miró en torno suyo con mal contenida irritación, y Romelle empezó a lamentar haber propuesto semejante cosa. Pero casi en aquel mismo momento, una pareja que estaba en una mesita de un rincón se levantó y se fue.
Se sentaron. La mesa era tan pequeña que no les cabían las rodillas. Para Jules era imposible sentarse frente a Romelle con comodidad. Se colocó al lado de ella, rozando al pasar a toda la gente. Nadie levantó siquiera los ojos. Hicieron sus encargos y quedaron esperando.
En el aire quieto y tibio había estratos de humo azul de tabaco. Se oía el murmullo incesante de la conversación rápida. Las mujeres reían en tono agudo.
—No creía que hubiera tanta gente —se disculpó Romelle, y bajó los ojos.
Un hombre alto y rubio, que estaba en la barra, en medio de la multitud, la estaba mirando con marcado interés. Ella conocía a ese tipo de individuo: era un conquistador. Había tomado alguna copa de más y sus ojos vagaban sin rebozo.
Romelle se sintió mejor. Jules se estaba comportando con agrado y el hombre rubio de la barra se hallaba a la sazón ocupado en procurarse una copa que le iban pasando por encima de las cabezas de los que estaban delante de él.
—Jules —dijo ella—, hay algo que siempre me ha intrigado. Sé que no te gustan los lugares como éste, y me pregunto por qué fuiste al «Blue Evening».
Jules sonrió.
—Es muy sencillo. Un cliente mío me citó allí.
—Fue una casualidad muy buena para mí.
Él la miró un momento, luego bajo la vista.
—Espero que sea así.
Aquella contestación la sorprendió. Romelle se disponía a comentarla cuando llegó el camarero con las bebidas. Casi en el mismo momento, el terceto negro empezó a tocar desde el fondo de la sala, llenando de ritmo saltarín el pequeño local de bajo techo.
Romelle tomó un buen trago de su vaso y en el acto se sintió mejor. Las luces eran llamativas, había música y ruido en el aire, conversación alegre y, alrededor de ella, los seres humanos estaban aglomerados codo con codo, transmitiéndose calor, coaligados contra el enemigo común: la soledad.
Romelle acabó su vaso. Uno de los negros empezó a cantar. Era de tez muy oscura, y su cara ancha estaba partida por una sonrisa blanquísima. Entonó una canción divertida. Romelle estalló en risas y se volvió hacia Jules. Su cara estaba pálida y su mirada fija. El hombre alto y rubio, se encontraba ahora sentado a una mesa, justo delante de ellos, mirándola con admiración inequívoca.
Romelle movió los dedos en torno a su bolso, con nerviosismo. ¡Dios mío! ¿Por qué habría tenido la idea de proponer aquello?
El rubio dirigió un índice significativo hacia ella.
—Eres demasiado guapa —dijo.
Luego, se volvió hacia Jules y rió.
Un hombre que iba con él lo cogió por el brazo y con voz cortante le aconsejó que se moderase.
—Está borracho, no pasa nada, Jules —explicó ella, nerviosa—. ¿Nos vamos?
—No —contestó secamente.
El rubio apartó la mano de su amigo, se levantó y fue hacia la mesa de ellos.
—Desde que entraste aquí, he estado pensando que eres demasiado guapa, maldita sea —dijo riendo.
Jules cogió su vaso y arrojó la bebida a la cara del tipo; luego, se sentó muy quieto, mirando alrededor con recelo. El hombre vaciló hacia atrás, alterado y jadeando; sacó su pañuelo y se secó la cara, completamente aturdido. El amigo acudió en su auxilio e hizo una observación a Jules.
—Se ha excedido usted un poco, amigo.
—No le he hecho ningún daño —replicó Jules, con tono ácido—. Pero podría hacérselo.
—¿Qué he dicho yo? —preguntó el hombre—. Yo no he dicho nada.
El amigo lo condujo a la barra.
Jules y Romelle salieron en un silencio mortal, seguidos por miradas furiosas. Habían estropeado la diversión.
—Qué te ha parecido ese tío —gritó alguien—. Aquel hombre no hizo nada. Tan sólo bromeaba.
En el camino hacia el hotel Jules deslizó el brazo alrededor de Romelle.
—Lo siento —se lamentó—. Sé que te estabas divirtiendo; pero...
—No ha sido culpa tuya, Jules. ¡Qué hombre tan idiota!
—Debí haberme reído de él. Debí haber intentado ignorarle. Pero en todo lo que te afecta a ti...
Romelle se volvió y lo besó, complacida y animada. Un pensamiento repentino le hizo detenerse. ¡Art! Tenía que haber sido Jules quien lo hizo. ¿Pero cómo? ¿Cuándo? Él se dio cuenta de su retirada.
—¿Pasa algo?
—No —se apresuró a responder Romelle—. Sólo estaba pensando que tengo hambre. ¿Nos pararemos en la cafetería?
—Buena idea —aprobó Jules.