CAPÍTULO XII
Los días le parecían interminables a Romelle. Aunque experimentaba cierto alivio respecto a Jules y confiaba en que con la partida de Ross las cosas volvieran a la normalidad, en el fondo de su mente la torturaban las mismas pequeñas preocupaciones y temores de antes. Además, ella se sentía sola en la gran casa, especialmente por la noche y el tiempo era terrible. Soplaba desde el Noreste un viento helado casi incesante y la lluvia caía con persistencia. No veía nunca el sol.
Para entretenerse con algo, Romelle se hizo cargo de la casa, con gran desagrado de Ángela, y empezó a cuidar de todas las compras. Esto le ocupaba muchas horas del día. Por la noche leía o trataba de coser; pero nunca se sentía cómoda. Estando Jules ausente, la vieja casa parecía desarrollar una rara capacidad para generar ruidos extraños inexplicables; ruidos que sonaban como pasos furtivos, o vagos golpes en la puerta, o puertas que se abrían a hurtadillas. Romelle permanecía sentada en el living con la lluvia batiendo las ventanas y el viento soplando por las chimeneas. Notaba la falta de las luces de Hollywood, de los hoteles llenos de gente, de los teatros y las cafeterías, las risas y las charlas insustanciales, acompañadas de unas cuantas copas en un bar atestado, bien iluminado. Con un suspiro y una sensación de inseguridad, se iba a la cama a eso de las nueve.
En alguna ocasión hablaba con el doctor Cameron en el camino; pero, al haberse marchado Jules, se había impuesto cierta limitación en su amistad; y el médico sólo hablaba con ella durante unos pocos minutos y luego encontraba alguna excusa para marcharse. Pero Romelle no se daba por ofendida, puesto que estaba segura de que él comprendía sus motivos. Era un hombre escrupulosamente correcto y no consideraba pertinente pasar demasiado tiempo con ella mientras Jules estaba de viaje, y más aún cuando éste había demostrado su extrema susceptibilidad en esta materia.
Una tarde oscura Romelle pensó que no podía resistir ya más. No eran todavía las cuatro y estaba ya empezando a hacerse de noche. Pensó en la larga velada que la esperaba y sintió auténtico temor. Deambuló por la casa a través de las grandes habitaciones vacías, mirando los cuadros, arreglando las cortinas, moviendo los utensilios de una parte a la otra y mirando de cuando en cuando hacia la triste luz gris del exterior.
El teléfono sonó hacia las cuatro y media. Romelle corrió a contestar, con el corazón esperanzado. Era Denise.
—Bien —dijo ésta—, pareces contenta de escuchar mi voz. ¿Hay algo que vaya mal?
Romelle explicó que Jules estaba ausente por negocios y que ella le echaba de menos muchísimo y se sentía deprimida.
Denise rió.
—Sigues enamorada, según veo. Todavía dura la luna de miel. Muy pronto desearás que él se vaya al diablo y se quede lejos. Los hombres son una molestia cuando andan por casa.
Lejos de sentirse ofendida, Romelle estalló en risas. Era agradable escuchar a Denise otra vez, después de Jules y el médico, los cuales resultaban un poco enrarecidos para ella.
—Tú estás pensando en los dos maridos que has tenido, guapa —respondió Romelle—. No en Jules.
—No me hagas caso —rió Denise—. No soy más que un viejo trasto, eso es lo que me llamó la otra noche Arlene, la estúpida ésa. A propósito, Art se encuentra mejor. Ayer estuvo durante un rato. Lleva una venda en la cabeza. No creo que Arlene esté en tanta privanza como antes. Art le dirigió una serie de malas miradas. Alguien le debe de haber contado algo. Ella ha estado yendo con Mickey mientras Art se hallaba en el hospital.
Romelle quería saber más acerca del lugar donde había pasado tantos meses deprimentes en aquel pretérito que ahora parecía tan remoto e irreal. Continuó haciendo preguntas y Denise contestándolas. Pasó media hora. Finalmente Denise rió y dijo:
—Nos hemos enredado tanto charlando que ya casi me olvidaba del motivo de haberte llamado. Voy a salir mañana. ¿Qué te parece si vamos a almorzar?
Romelle dudó. Jules estaba ausente. Él no tenía por qué enterarse. Además, ella necesitaba hablar con alguien.
—Me encantaría. ¿Dónde y cuándo?
—Probemos la parrilla del «Savoy-Plaza». Han contratado un nuevo chef y tengo entendido que va muy bien.
Romelle volvió a dudar al acordarse de que Ross vivía allí. Pero al instante desestimó ese inconveniente por hallarlo trivial y estuvo de acuerdo.
—¿Te parece a la una?
—Conforme —gritó Denise—. Nos veremos en el vestíbulo. Vístete muy bien y ponte guapa, para que no te encuentres desaliñada, porque te voy a hacer polvo con mi nuevo sombrero.
Después de colgar, Romelle se quedó riendo a solas. ¡Esa Denise!
Al siguiente día, Romelle llegó al «Savoy-Plaza» a la hora en punto y encontró a Denise esperándola en el vestíbulo.
—Hola, bonita —gritó Denise, con entusiasmo, echándose en sus brazos de un salto—. ¡Me alegro tanto de verte, querida!
Romelle contestó con el mismo tono y no se retiró cuando su efusiva amiga le echó un brazo por la cintura y la achuchó. Era el estilo de Denise; pero el salón estaba lleno de hombres, muchos de los cuales se quedaron mirando, y además Denise iba vestida de un modo tan ostentoso que casi resultaba ridícula. Llevaba la capa de zorro plateado que había prestado a Romelle para su primera cita con Jules; se había plantado un sombrero que causaba estupor y exclamaciones de asombro, y un vestido ajustadísimo de un rojo resplandeciente; iba cargada de anillos, collares y ornamentos de todas clases. Romelle se sentía abrumada.
Denise la inspeccionó con atención.
—¿No vas un poco clásica hoy, querida?
Romelle se limitó a sonreír. Ante todo, ella se sentía agradecida. Denise se apresuró a sacarla del pasillo para ir a la parrilla suavemente iluminada donde una mesa las estaba esperando.
Denise no dejó de hablar durante todo el almuerzo. No había visto a Romelle durante mucho tiempo y tenía tantas cosas que contarle, que apenas era capaz de concluir una frase. Al principio, Romelle estaba un poco tensa; pero a gusto se fue relajando y no tardó en reír de buena gana ante algunas de las exageradas y cáusticas observaciones de Denise.
—Oh, aquello ha sido un manicomio mientras Art estaba en el hospital. Lo que se dice una cosa divertida. No han descubierto quién lo machacó. ¿Y sabes una cosa? El otro día estuvo intentando sonsacarme acerca de tu marido.
Romelle experimentó un ligero sobresalto.
—¿Acerca de Jules?
Denise asintió con energía.
—Sí. ¿Qué pasa? Dime, cariño, ¿has tenido alguna dificultad seria con Art?
Romelle dudó durante un rato antes de responder.
Las cosas eran diferentes ahora. Ella tenía a Jules, una hermosa casa y todo lo que quería. Ya no sería una humillación admitir que Art le había pegado. Así quedaría como el canalla que era. Se lo contó todo a Denise.
Su amiga se mantuvo durante todo el recital con los ojos fijos en la cara de Romelle, escuchando cada palabra con avidez y carraspeando de cuando en cuando.
—¡Dios mío! —exclamó al final del relato—. No me extraña que Art estuviera preocupado por tu marido. Pero yo lo dejé claro. Le dije que Jules es el tipo más amable y gentil que ha existido jamás... que no mataría ni a una mosca. Tenía una vaga idea de lo que le preocupaba; pero le dije la verdad, ¿no, querida?
—Sí, sí, en efecto —dijo Romelle bajando la vista y bebiendo su café.
Denise siguió hablando acerca de Art, de Arlene y de Ray Banks y de la muchacha de color que había sido contratada para ocupar el puesto de Romelle. Se sentía todavía conmocionada por lo que Romelle le había dicho y continuó haciendo referencia a ello, entremezclando su cotilleo con comentarios breves e intencionados sobre el aspecto, el carácter y la moralidad de Art.
Romelle la escuchaba con cierta impaciencia, preguntándose si ella misma estuvo alguna vez tan obsesionada por las actividades y pequeñas cosas del «Blue Evening». Para Denise eran su mundo. Romelle miró de reojo su reloj de pulsera. Entonces recordó algo e interrumpió el torrente de palabras de Denise.
—¡Vaya por Dios! —exclamó.
Denise, que estaba en medio de un párrafo que consideraba interesante, se mordió los labios con irritación.
—¿Qué pasa, querida?
—Me he olvidado de hacer los encargos de la compra de hoy.
—¿Los encargos de qué?
—Comida para la casa. Tengo que alimentar al menos a dos personas aparte de mí.
—Pensaba que tenías una gobernanta. ¿Y qué dos personas? Jules está fuera, ¿no?
Romelle se explicó. Denise meneó la cabeza.
—Quizá no debieras estar tan domesticada, querida. Puedes perder a un hombre de ese modo.
—Tenía que haberme ocupado de las cosas durante todo el tiempo. Pero no quise interferirme en lo que hacía Jules, así que... Mira, querida, llamaré a Ángela. He dejado la lista de la tienda en el dormitorio. Ella puede cogerla y llamar. Pero es conveniente que lo haga en seguida.
Denise se limitó a encogerse de hombros. Romelle se levantó y salió al pasillo en busca de las cabinas de teléfono público. Tuvo alguna dificultad en lograr que Ángela la entendiera; pero al final las cosas se arreglaron. Romelle exhaló un suspiro de alivio, dejó la cabina y comenzó a cruzar el pasillo.
Oyó una voz vagamente familiar, una voz que le produjo una sensación desagradable, y levantó la vista. Mr. Ross estaba en el mostrador, hablando con el empleado. Se hallaba con él una chica alta vestida a la moda, con una larga y bella melena oscura. La chica podía haber salido del «Harper’s Bazaar». Desde su sombrero, bonito y caro, hasta sus zapatos de altísimos tacones, era perfecta.
Romelle no quería que Ross la viera, así que se apresuró a retroceder hacia la parrilla. Pero no pudo evitar quedarse mirando a la muchacha. Justo cuando ella se acercaba a la puerta de arco que daba al salón, la muchacha se volvió y miró a través del pasillo en dirección de la entrada. Romelle se detuvo y se quedó petrificada. Aquella chica alta, delgada y hermosa tenía un extraordinario parecido con Jules; un parecido marcado y sorprendente: la misma nariz delicada, las mismas cejas negras, los mismos ojos de un tono castaño claro, el mismo porte erecto. Ella era más alta, y su boca era muy distinta, más pequeña, más femenina. Pero... ¡era igual!
Ross hizo una señal de afirmación al empleado, dijo algo más y entonces cogió del brazo a la muchacha y se dirigieron a los ascensores. Los hombres se volvían para mirar a la joven.
Romelle era incapaz de moverse, conmovida por una repentina revelación. Esto era pues; éste era el dominio que Ross tenía sobre Jules. Estaba claro que aquella muchacha era su hermana. La oveja negra de una distinguida familia. Había oído cosas así. Chicas de la buena sociedad mezclándose con chantajistas y causando a los suyos toda clase de dificultades.
La impresión había aturdido a Romelle. Volvió a la mesa pálida y con una extraña expresión. Denise levantó la vista hacia ella y dijo:
—Dios mío, querida. ¿Qué ocurre?
Romelle se dejó caer en la silla.
—Yo... Yo no sé. De repente me encuentro muy mal. Yo...
—¿No irás a tener un niño, verdad querida? Estaría muy mal que me lo ocultaras.
—No. No es eso. Creo que he comido demasiado. ¡Una comida tan buena!
—Es mejor que vengas a casa durante un rato y te acuestes.
—No. Prefiero ir a la mía.
—Pero no puedes conducir en este estado...
—Me quedaré sentada aquí. Comienzo a sentirme mejor.
—¡Qué contrariedad!
Al cabo de media hora, Romelle se sintió lo bastante bien para volver al valle. Jules le había comprado un «Ford» de segunda mano y ella miraba con orgullo su cochecito. Aquel día se subió sin echarle ni una mirada. Estaba terriblemente trastornada, y además no tenía ningún derecho a cuidarlo. Después de todo, un hombre ha de cuidar de su hermana sólo hasta cierto punto, y Jules le había asegurado que Ross se iba a marchar. ¡Ross! Eso era lo que le había trastornado tanto... volver a verlo. Había algo malvado en aquel hombre; algo que ella notaba.
Denise estaba tan preocupada por ella y tan solícita, que Romelle se sintió avergonzada de sí misma por haber criticado mentalmente a su vieja amiga. A pesar de sus vestidos ridículos, su incesante chismorreo y sus modales ordinarios, Denise era buena como el pan. Se asomó por la ventanilla del coche e, impulsivamente, besó a Denise en la mejilla.
—Te llamaré mañana, querida.
Denise asintió y sonrió.
—¿Seguro que estás ya bien del todo? Adiós, querida.
Romelle arrancó el coche perseguida por la imagen de Ross. Había algo tan arrogante en su porte, tan despreciativo hacia los demás, tan implacable... patente incluso en su breve discusión con un empleado de hotel.
Esperó que no estuviera mintiendo a Jules acerca de su vuelta a Nueva Orleans. Él parecía bastante convencido. No... aquello era algo que tenía que terminarse. Nunca podrían descansar tranquilos mientras aquel hombre estuviera en la ciudad.