9

Se despertó para luchar con brazos que lo empujaban hacia abajo, brazos que le sujetaban la espalda y una mano que le tapaba la cara. Hablaba y farfullaba casi dispuesto a morder los dedos, impulsado por aquellos nuevos temores que conocía ahora. Fa lo miraba de cerca, sujetándolo. Lok se agitaba contra las hojas y la blanda madera pulverizada.

—¡Quieto!

Fa había hablado más alto que nunca en el árbol, y más alto aun que de costumbre, como si la gente no estuviese ya alrededor. Lok dejó de forcejear y se despertó del todo. Vio que la luz saltaba sobre las hojas negras moteándolas aquí y allá al mismo tiempo. Había muchas estrellas sobre el árbol, y a la luz del fuego parecían pequeñas y mortecinas. El sudor le corría por la cara a Fa y tenía el cuerpo húmedo. Mientras observaba a Fa, Lok oía también a la gente nueva, que alborotaba como una manada de lobos. Gritaban, reían, cantaban y charlaban con aquel lenguaje de pájaros, y las llamas del fuego saltaban locamente junto con ellos. Lok se dio vuelta y miró metiendo los dedos en las hojas.

La luz del fuego llenaba el claro. Habían llevado a tierra los troncos que flotaban en el río detrás de Pino, poniéndolos de pie sobre el fuego, apoyados unos en otros. No había nada caliente o confortable en aquel fuego; era como la cascada, como un gato. Lok veía parte del tronco que había matado a Mal apoyado en el montón, y las setas duras y parecidas a orejas eran rojas ahora. Las llamas salían a chorros de lo alto de la hoguera como si las exprimieran desde abajo, y eran rojizas, amarillas y blancas, y lanzaban unas chispas que subían perdiéndose de vista. Las puntas de las llamas estaban al nivel de Lok y el humo azul de alrededor era casi invisible. La luz se extendía desde la fuente de llamas de la pira por todo el claro, y no era una luz caliente sino violenta, de color rojo blanco y enceguecedora. Esa luz palpitaba como un corazón, de modo que hasta los árboles de hojas ensortijadas que rodeaban el claro parecían saltar hacia los lados como los agujeros entre las hojas de la hiedra.

La gente era como el fuego, amarilla y blanca, pues se habían quitado las pieles y no tenían más que una faja alrededor de la cintura y las nalgas. Saltaban de lado al mismo tiempo que los árboles y tenían el cabello caído o revuelto, de modo que Lok no podía distinguir fácilmente las diferencias entre los hombres. La mujer gorda se recostaba en uno de los troncos huecos, con las manos apoyadas a los lados, y estaba desnuda hasta la cintura, y su cuerpo era también amarillo y blanco. Tenía la cabeza baja, el cuello curvado y la boca abierta y reía, y el cabello suelto le colgaba en el hueco del tronco. Tuami estaba en cuclillas, con la cara junto a la muñeca izquierda de la mujer, y se movía, no sólo a saltos hacia atrás y hacia adelante con la luz del fuego, sino también hacia arriba, y deslizaba la boca por el cuerpo de ella, y los dedos subían jugando como si estuviese comiendo aquella carne y trepando hacia el hombro desnudo. El anciano estaba tendido en el otro tronco hueco, y los pies le asomaban a cada lado. Tenía en la mano una piedra redonda que se llevaba de vez en cuando a la boca, y en los intermedios cantaba. Los otros hombres y mujeres estaban diseminados en el claro. Tenían más piedras redondas y Lok vio que bebían también. El olor era más dulce y fuerte que el de la otra agua, y se parecía a la cascada y el fuego. Era agua de abejas, olía a miel y a cera y a putrefacción, atraía y repelía, asustaba y excitaba como la gente misma. Había cerca del fuego otras piedras con agujeros en la parte superior y el olor parecía venir de ellas principalmente. Lok vio que cuando la gente acababa de beber acudía a esas piedras, las levantaba y tomaba más bebida. Tanakil estaba acostada delante de una de las cuevas, de espaldas e inmóvil como si estuviera muerta. Un hombre y una mujer luchaban, se besaban y gritaban, y otro hombre se arrastraba alrededor del fuego como una mariposa con un ala quemada. Daba vueltas y más vueltas arrastrándose y los otros no le prestaban atención y seguían haciendo ruido.

Tuami había llegado al cuello de la mujer gorda. La empujaba y ella reía, sacudía la cabeza y le apretaba el hombro con la mano. El anciano cantaba, la gente luchaba y el hombre se arrastraba alrededor del fuego. Tuami abrazaba a la mujer gorda y entretanto el claro saltaba hacia atrás y hacia adelante y de lado.

Había abundante luz para que Lok viese a Fa. El sacudimiento le cansaba los ojos, por lo que volvió la cabeza y miró a Fa en cambio. Fa también brincaba, pero sólo con la luz. Parecía como si no hubiese pestañeado ni hubiera desviado los ojos desde que Lok se había dormido. En la cabeza de Lok las imágenes venían y se iban como la luz del fuego. No significaban nada y comenzaron a girar de tal modo que le parecía que se le iba a romper la cabeza. Encontraba palabras para la lengua, pero la lengua apenas sabía cómo utilizarlas.

—¿Qué pasa?

Fa no se movió. Una especie de semiconocimiento terrible por lo mismo que carecía de forma, se filtró en Lok como si compartiera una imagen con ella, pero no tenía ojos dentro de la cabeza y no podía verlo. El conocimiento era algo parecido a la sensación de peligro extremo que el Lok exterior había compartido con Fa anteriormente, pero esto de ahora pertenecía al Lok interior y no le encontraba cabida. Se introducía en él desalojando la sensación agradable de después del sueño, las imágenes y su rotación; destruyendo las pequeñas ideas y opiniones, la sensación de hambre y la urgencia de la sed. Lok se sentía poseído por ese conocimiento y no sabía qué era.

Fa movió la cabeza de lado lentamente. Los ojos, con sus fuegos gemelos, lo miraron como los ojos de la anciana que ascendían a través del agua. Hubo un movimiento alrededor de la boca de Fa —no una mueca o una preparación para hablar— y los labios se le agitaron como los de la gente nueva, y luego se quedaron otra vez abiertos e inmóviles.

—Oa no los sacó de su vientre.

Al principio ninguna imagen acompañó a estas palabras, pero penetraron en la sensación de Lok y la reforzaron. Luego Lok volvió a atisbar entre las hojas buscando el significado de las palabras y se encontró mirando directamente a la boca de la mujer gorda. La mujer iba hacia el árbol, apoyada en Tuami, y se tambaleaba y chillaba de risa de modo que Lok podía verle los dientes. No eran anchos y útiles para comer y masticar, sino muy pequeños, y había dos más largos que los otros. Eran dientes que recordaban los del lobo.

El fuego se apagó con un rugido y un torrente de chispas. El anciano ya no bebía, sino que yacía inmóvil en el tronco hueco, y los otros estaban sentados o acostados y el ruido de los cantos moría como el fuego. Tuami y la mujer gorda pasaron bajo el árbol y desaparecieron. Lok se dio vuelta para observarlos. La mujer gorda quiso ir al agua, pero Tuami la tomó por el brazo y la hizo girar. Se quedaron así mirándose, la mujer gorda pálida en un lado a causa de la luna y rojiza en el otro a causa del fuego. Se reía de Tuami y le sacaba la lengua mientras él hablaba rápidamente. De pronto Tuami la tomó con las dos manos y la apretó contra el pecho, y ambos lucharon, jadeando y sin hablar. Tuami le alcanzó luego un mechón del cabello y tiró hacia abajo, obligándola a levantar la cara, contraída por el dolor. Ella clavó las uñas de la mano derecha en la espalda de Tuami y tiró hacia abajo al mismo tiempo que Tuami le tiraba del pelo. Tuami pegó su cara contra la de ella y giró de modo que una de sus rodillas quedó detrás de la mujer. Luego levantó la mano hasta apoyarla en la parte de atrás de la cabeza de ella. La mano clavada en la espalda de Tuami se aflojó, buscó a tientas, se tendió alrededor de él y de pronto los dos se encontraron unidos, forcejeando al mismo tiempo, flanco contra flanco y boca contra boca. La mujer gorda comenzó a deslizarse y Tuami a inclinarse sobre ella. Hincó torpemente una rodilla en tierra y los brazos de la mujer le rodearon el cuello. La mujer quedó tendida de espaldas a la luz de la luna, con los ojos cerrados, el cuerpo flojo y el pecho jadeante. Tuami se arrodilló, le soltó a tientas la piel que tenía alrededor de la cintura, gruñó y se arrojó sobre ella. Lok pudo ver otra vez los dientes de lobo. La mujer gorda movía la cara de un lado a otro y la tenía contraída como cuando luchaba con Tuami.

Lok se volvió hacia Fa. Estaba todavía arrodillada, mirando en el claro el montón de madera rojiza, y la piel sudorosa le brillaba débilmente. Lok tuvo una imagen súbita y brillante y vio como él y Fa se apoderaban de las niñas y huían a través del claro. Acercó la cabeza a la boca de Fa y le preguntó en voz baja:

—¿Nos apoderamos de las niñas ahora?

Fa se apartó de Lok para poder verlo claramente a la luz empañada de aquel momento. Se estremeció de pronto como si la claridad de la luna que caía sobre el árbol fuese una luz invernal.

—¡Espera!

Las dos personas que estaban bajo el árbol hacían ruidos furiosos como si se pelearan. En particular la mujer gorda gritaba ahora como una lechuza y Lok oía que Tuami jadeaba como un hombre que lucha con un animal y no cree que vencerá. Los miró y vio que Tuami no sólo estaba acostado con la mujer gorda, sino que además la comía, pues del lóbulo de la oreja de ella manaba una sangre negra.

Lok se sintió excitado. Tendió una mano y la puso sobre Fa, pero ella sólo tuvo que volver hacia él unos ojos de piedra para que inmediatamente quedase envuelta en aquella misma sensación incomprensible, aquella sensación peor que la de Oa y que Lok reconocía pero no podía entender. Se apresuró a retirar la mano del cuerpo de Fa y abrió de nuevo las hojas para mirar el fuego y el claro. La mayoría de la gente había entrado en las cuevas. Del anciano sólo se veían los pies, apoyados en los lados del tronco hueco. El hombre que se había arrastrado alrededor del fuego estaba tendido de bruces entre las piedras redondas que contenían el agua de abejas, y el cazador que hacía la guardia seguía en pie junto a la cerca de espinos apoyado en un palo. Mientras Lok lo observaba ese hombre comenzó a dejarse caer hasta que quedó tendido e inmóvil cerca de los espinos, y la luz de la luna se le reflejó débilmente en la piel desnuda. Tanakil había desaparecido y las mujeres arrugadas también; el claro era poco más que un espacio alrededor de un montón de madera rojiza.

Lok se volvió y miró a Tuami y la mujer gorda, quienes habían llegado a la culminación de la lucha y en aquel momento estaban inmóviles, y los cuerpos brillantes de sudor olían a carne y a miel de las piedras. Lok miró a Fa, que seguía silenciosa y terrible y contemplaba una imagen que no estaba en la oscuridad de la hiedra. Lok bajó la vista y automáticamente se puso a palpar la madera podrida en busca de comida. Pero de pronto descubrió su sed, y una vez descubierta ya no podía ignorarla. Impaciente, volvió a mirar a Tuami y la mujer gorda, pues de todos los acontecimientos pasmosos e inexplicables que se habían producido en el claro ellos eran el más comprensible y al mismo tiempo el más interesante.

La batalla feroz y como de lobos había terminado. Al parecer no sólo se habían acostado juntos; habían luchado entre ellos y se habían devorado mutuamente, pues había sangre en la cara de la mujer y en la espalda del hombre. Ahora, terminada la pelea y restablecida entre ellos la paz, o lo que fuera, jugaban juntos. El juego era complicado y absorbente. No había animal en la montaña o la llanura, ni criatura en los matorrales y el bosque bastante flexible y hábil y con la sutileza y la imaginación necesarias para inventar juegos como aquéllos, ni con el ocio y la vigilia imprescindibles para jugarlos. Perseguían el placer como los lobos persiguen a los caballos; parecían seguir las huellas de la presa invisible, escuchar con la cabeza inclinada y el rostro concentrado y retirarse a la luz pálida de los primeros pasos de un acercamiento secreto. Jugaban con el placer cuando lo alcanzaban como juega una zorra con un pájaro gordo, aplazando la muerte de la presa para gozar doblemente del placer de comérsela. Guardaban silencio aparte de los gruñidos y jadeos y un gorgoteo ocasional de risa oculta de la mujer gorda.

Una lechuza blanca pasó sobre el árbol y un momento después Lok oyó la nota del ave, que siempre sonaba más allá de donde estaba. El espectáculo de Tuami y la mujer gorda no era tan excitante como había sido cuando luchaban, y Lok no podía ahora olvidar su sed. No se atrevía a hablarle a Fa, no sólo a causa del extraño alejamiento de ella, sino también porque Tuami y la mujer gorda hacían tan poco ruido en aquel momento que hablar volvía a ser peligroso. Lok se sentía cada vez más impaciente por apoderarse de las niñas y huir.

El fuego tenía un color rojo muy débil y la luz apenas llegaba a los ramajes de alrededor del claro, de modo que esa pared se oscurecía cada vez más contra el cielo brillante. El terreno del claro estaba tan sumido en las tinieblas que Lok tenía que emplear su vista nocturna. El fuego, aislado, parecía flotar. Tuami y la mujer gorda salieron de debajo del árbol tambaleándose y no se alejaron juntos, sino que fueron cada uno por su lado a través de las sombras, hacia cuevas separadas. La cascada retumbaba, y ahora se oían las voces del bosque con sus crepitaciones y pasos invisibles. Otra lechuza blanca voló a través del claro y se alejó por el otro lado del río.

Lok se volvió hacia Fa y le dijo en voz baja:

—¿Ahora?

Fa se le acercó. Había en su voz el mismo tono apremiante e imperioso que cuando lo había obligado a obedecerla en la terraza:

—Yo tomaré al nuevo y saltaré sobre los espinos. Cuando me haya ido, sígueme.

Lok pensó, pero no le vino imagen alguna.

—Liku…

Las manos de Fa se apretaron contra el cuerpo de Lok.

—¡Fa ordena!

Lok se movió rápidamente, de modo que las hojas ásperas de la hiedra rozaron unas con otras.

—Pero Liku…

—Yo tengo muchas imágenes en la cabeza.

Las manos de Fa soltaron a Lok. Lok estaba acostado en la copa del árbol y todas las imágenes del día comenzaron a girar una vez más. Oyó que el aliento de Fa pasaba junto a él y se hundía en la hiedra, que susurró de nuevo. Miró de prisa el claro, pero nadie se movía allí. Sólo veía los pies del anciano que sobresalían del tronco hueco y los agujeros muy negros de las cuevas de ramas. El fuego flotaba con un débil color rojo y un corazón más brillante donde las llamas azules recorrían la madera. Tuami asomó en la cueva, se acercó al fuego y lo miró. Fa había salido ya a medias de la hiedra y se apoyaba en las ramas gruesas del árbol, en la parte del río. Tuami tomó una rama y atizó las cenizas calientes hasta que echaron chispas y lanzaron al aire una columna de humo y de puntos parpadeantes. La mujer arrugada salió también de su cueva, le quitó la rama y durante unos instantes los dos se quedaron balanceándose y conversando. Luego Tuami se fue, y un momento después Lok oyó el ruido que hacía al acostarse entre hojas secas. Esperó, y la mujer se puso a excavar la tierra alrededor del fuego hasta convertirlo en un montecillo negro con una boca resplandeciente en lo alto. La mujer llevó césped al fuego y lo arrojó en esa boca, y la hierba se encendió y crepitó mientras una ola de luz se extendía por el claro. La mujer arrugada temblaba en el extremo de una larga sombra y la luz vaciló y se apagó. Lok oyó y sintió a la vez que ella iba a tientas hacia la cueva, se agachaba y entraba.

Recuperó su vista nocturna. El claro volvía a estar muy tranquilo y oyó que la piel de Fa raspaba la vieja corteza del árbol al deslizarse hacia el suelo. Se dio cuenta de lo inmediato del peligro. El conocimiento de que estaban a punto de engañar a aquella gente extraña, y todas sus obras inescrutables y la terrible imagen de Fa que se arrastraba hacia ellos le apretaban la garganta de tal modo que no podía respirar y el corazón le sacudía el cuerpo. Buscaba apoyo en la madera podrida y se ocultaba detrás de la hiedra con los ojos cerrados, buscando sin darse cuenta las horas en que el árbol muerto era relativamente seguro. El olor de Fa se elevó hasta él desde el lado del árbol que daba al fuego y compartió con ella la imagen de una cueva con un oso apostado a la entrada. El olor dejó de elevarse, la imagen desapareció y comprendió que Fa se había convertido en ojos, oídos y nariz que se arrastraban silenciosamente hacia la cueva.

El corazón y la respiración se le calmaron un poco y pudo mirar otra vez al claro. La luna asomó por el borde de una nube espesa y arrojó una luz gris azulada sobre el bosque. Pudo ver a Fa, tendida junto a la luz, agarrada a la tierra y a no más del doble de su longitud del montón negro del fuego. A la nube sucedió otra y el claro se llenó de oscuridad. Por encima de los espinos que cerraban la entrada al sendero oyó que el centinela se ahogaba y trataba de levantarse. Luego oyó que vomitaba y a continuación un largo gemido. Las sensaciones se mezclaban en Lok. Pensaba a medias que la gente nueva podía decidir de pronto estar como estaban ellos, levantarse, hablar y mostrarse cautos o infinitamente hábiles y confiados. A esto se unía una imagen de Fa, que no se atrevía a correr a lo largo del tronco junto a la terraza; y el deseo ardiente y apremiante de estar con ella era también parte de esa imagen. Se movió en la copa de hiedra, separó las hojas que daban al río y buscó a tientas las ramas del tronco. Descendió en seguida del árbol, antes que las sensaciones tuvieran tiempo de cambiar y lo transformaran en un Lok obediente, y se quedó entre la larga hierba al pie del árbol muerto. Pero recordó de pronto a Liku, se arrastró más allá del árbol y trató de ver en qué cueva estaba la niña. Fa avanzaba hacia la derecha del fuego. Lok se movió a la izquierda, se puso a gatas y fue hacia la cueva de más allá de los troncos y del montón de bultos desordenados. Los troncos huecos seguían donde la gente los había dejado, como si también ellos hubiesen bebido la bebida melosa, y los pies del anciano todavía sobresalían del más próximo. Lok se agachó junto a ese tronco y olió cautelosamente el pie del anciano. No tenía dedos, o más bien —pues ahora lo veía de tan cerca— estaba cubierto con cuero como la cintura de toda aquella gente y olía fuertemente a vaca y a sudor. Lok alzó la vista y miró sobre el borde del tronco. El anciano estaba completamente tendido, con la boca abierta, y lanzaba ronquidos por la nariz delgada y puntiaguda. A Lok se le erizó el pelo en el cuerpo y se agachó como si el anciano hubiese abierto los ojos. Se ocultó en la tierra revuelta y la hierba junto al tronco, y ahora que la nariz se le había ajustado al anciano se desentendió de él, pues le llegaban otros muchos fragmentos de información. Los troncos por ejemplo, se relacionaban con el mar. El blanco de los costados era blanco de mar, áspero y evocador de playas y de la incesante progresión de las olas. Había el olor de la resina del pino, de una clase de limo peculiarmente espeso y fuerte que la nariz de Lok podía identificar como distinto, pero que no tenía nombre. Había los olores de muchos hombres, mujeres y niños y, al fin, de una manera más vaga pero no menos poderosa, un olor compuesto de muchos, el olor único de la vejez extrema.

Lok sentía una picazón en el pelo; le temblaba la carne. Se serenó y se arrastró a lo largo del tronco hasta llegar a donde estaban las piedras redondas, a poca distancia del fuego caliente pero sin luz. Las piedras conservaban aún aquel olor, y era tan fuerte que podía vérselo como un resplandor o una nube alrededor de los agujeros en la parte alta. El olor era como la gente nueva, repelía y atraía, acobardaba y tentaba; era como la mujer gorda y al mismo tiempo como el terror del ciervo y del anciano. Lok recordaba tanto al ciervo que se agachó otra vez, pero no sabía adonde había ido el ciervo, ni de dónde venía, excepto que se acercaba al claro desde detrás del árbol. Se dio vuelta, miró hacia arriba y vio la hiedra y el árbol muerto, grande, desgreñado, y que colgaba de las nubes como un oso de las cavernas. Se arrastró rápidamente a la choza de la izquierda. El centinela apostado junto a los espinos volvió a gemir.

Lok olió el camino a lo largo de las ramas inclinadas en la parte trasera de la cueva y encontró un hombre y otro hombre y otro hombre. No había olor de Liku, excepto una especie de olor generalizado, tan débil que era apenas la vaga conciencia de algo que podía relacionarse con la niña. Siempre que se tendía en tierra tenía esa sensación, pero no alcanzaba a seguirle el rastro. Se sintió audaz. Abandonó aquella búsqueda azarosa y fue al lado abierto de la cueva. En primer lugar la gente había puesto dos palos, verticalmente, tendiendo otro entre ellos. Luego habían apoyado innumerables ramas contra el palo largo y habían formado así una saliente frondosa. Había tres de esas construcciones: una a la izquierda, otra a la derecha y la tercera entre el fuego y los espinos donde estaba el centinela. Los extremos cortados de las ramas habían sido introducidos por la fuerza en la tierra y formaban una línea curva. Lok se arrastró hasta el final de la línea y asomó la cabeza cautelosamente. El ruido de la respiración y los ronquidos que llegaban de adentro era irregular y fuerte. Alguien dormía a menos de la distancia de un brazo. Ese alguien gruñó, eructó, se dio vuelta y una mano cayó de modo que la palma abierta rozó la cara de Lok. Lok se echó hacia atrás, temblando, y luego se inclinó hacia adelante y olió la mano. Era una mano pálida, ligeramente brillante, impotente e inocente como la mano de Mal. Pero era más estrecha y larga y de una blancura fungosa.

Había un espacio estrecho entre el brazo y el lugar donde los extremos de las ramas se introducían oblicuamente en la tierra. La imagen de Liku, tan enloquecedoramente presente y tan oculta, lo impulsó hacia adelante. No entendía el mensaje de aquella sensación, pero sabía que debía hacer algo. Comenzó a arrastrar el cuerpo hacia adelante, lentamente, por el espacio estrecho, como una culebra que se desliza en un agujero. Sintió un aliento en la cara y se detuvo. Había una cara a menos de una mano de distancia. Sentía el cosquilleo del pelo fantástico y veía el casco de hueso, largo e inútil, que prolongaba la cabeza sobre las cejas. Podía ver el brillo mate de un ojo en una ranura que no estaba bien cerrada y los dientes de lobo irregulares, y sentía el aliento agridulce en la mejilla. El Lok interior compartía una imagen de terror con Fa, pero el Lok exterior era valiente y tranquilo como el cielo.

Lok pasó el brazo sobre el hombre dormido y palpó un espacio y luego hojas y tierra en el otro lado. Apoyó firmemente la palma de la mano en el espacio y se preparó para pasar sobre el dormido describiendo un arco. Mientras, el hombre habló. Las palabras le salían del fondo de la garganta como si no tuviera lengua y le estorbaran la respiración. El pecho le subió y le bajó rápidamente. Lok retiró el brazo apoyado en el otro lado y se agazapó de nuevo. El hombre se puso a golpear las hojas a su alrededor; el puño apretado arrancó una lluvia de luces de los ojos de Lok. Lok retrocedió y el hombre se arqueó de modo que el vientre le quedó más alto que la cabeza. Durante todo el tiempo las palabras sin lengua pugnaban por salir y los brazos golpeaban alrededor las ramas inclinadas. La cabeza del hombre se volvió de pronto y Lok vio que tenía los ojos completamente abiertos pero no miraban a nada; giraban con la cabeza lo mismo que los ojos de la anciana en el agua. Miraban de través, y el temor le contrajo la piel a Lok. El hombre levantaba cada vez más el cuerpo, y las palabras se habían convertido en una serie de graznidos más y más fuertes. En una de las otras chozas se oyó un ruido, la charla aguda de las mujeres y luego un grito de terror. El hombre que estaba junto a Lok cayó de lado, se levantó tambaleando y se abrió paso golpeando las ramas, que rodaron formando un montón. El hombre avanzó trastabillando y sus graznidos se convirtieron en un grito al que alguien respondió. Otros hombres forcejeaban en la cueva, derribando las ramas y gritando. Junto a los espinos el centinela daba vueltas tropezando y luchando con las sombras. Una figura se alzó de entre los destrozos junto a Lok, vio vagamente al primer hombre y lo golpeó con un palo. Inmediatamente la oscuridad del espacio libre se llenó de gente que luchaba y gritaba. Alguien retiró del fuego los terrones de césped y primeramente un débil resplandor y luego un estallido de llamas iluminaron el claro y el círculo de árboles. El anciano estaba allí, blandiendo el palo gris alrededor de la cabeza y la cara. También estaba allí Fa, corriendo y con las manos vacías. Vio al anciano y se desvió. La figura que estaba junto a Lok alzó un palo y Lok se detuvo en el aire. Se encontró rodando entre una maraña de miembros, dientes y garras. Consiguió desprenderse y la maraña siguió luchando y gruñendo. Vio que Fa pasaba por encima de los espinos y desaparecía detrás, y que el anciano, una imagen demente de pelo y ojos brillantes, descargaba un palo con un bulto en la punta sobre el montón de hombres. En el momento en que Lok saltaba también sobre los espinos observó que el centinela se esforzaba por pasar entre ellos. Cayó al otro lado sobre las manos y corrió hasta que los matorrales lo detuvieron. Vio que el centinela pasaba rápidamente con el palo curvo y la ramita preparados, se agazapó bajo la rama doblada de una haya y desapareció en el bosque.

El fuego ardía brillantemente en el claro. El anciano se hallaba junto al fuego, y los otros hombres se levantaban. El anciano gritó y señaló y uno de los hombres se acercó tambaleando a los espinos y corrió detrás del centinela. Las mujeres se habían reunido alrededor del anciano y la niña Tanakil estaba entre ellas con las manos en los ojos. El centinela y el otro hombre volvieron corriendo, le gritaron al anciano y entraron en el claro a través de los espinos. Lok alcanzó a ver que las mujeres arrojaban ramas en el fuego; eran las ramas de una cueva. La mujer gorda se retorcía las manos y gemía y tenía al nuevo en el hombro. Tuami hablaba animadamente con el anciano y señalaba el bosque y luego el lugar en que estaba la cabeza del ciervo. El fuego crecía; montones de hojas se incendiaban con un chasquido explosivo y los árboles del claro se veían tan nítidamente como de día. La gente se amontonó alrededor del fuego, dándole la espalda y haciendo frente a la oscuridad del bosque. Iban rápidamente a las cuevas y volvían corriendo con ramas que arrojaban al fuego, y la luz aumentaba. Luego trajeron pieles enteras de animales y se envolvieron los cuerpos. La mujer gorda había dejado de gemir y alimentaba al nuevo. Lok veía que las mujeres lo acariciaban temerosas, le hablaban, le ofrecían las conchas que llevaban al cuello y miraban constantemente el cerco oscuro de los árboles. Tuami y el anciano seguían hablando con animación y con muchos movimientos de cabeza. Lok se sentía seguro en la oscuridad, pero comprendía que aquella gente sacaba de la luz una fuerza impenetrable.

—¿Dónde está Liku?

Vio que la gente se inmovilizaba y encogía. Sólo Tanakil comenzó a gritar hasta que la mujer arrugada la tomó por el brazo y la sacudió.

—¡Denme a Liku!

Cabeza de Castaña escuchaba de soslayo a la luz del fuego, buscando la voz con el oído, y tenía levantado el palo curvo.

—¿Dónde está Fa?

El palo se encogió y enderezó de pronto. Un momento después algo cruzó por el aire como el ala de un pájaro; luego se oyó un golpe seco, un rebote de madera y un chasquido. Una mujer corrió a la cueva por la que se había arrastrado Lok, sacó todo un haz de ramas y las arrojó al fuego. Las oscuras siluetas de la gente miraban al bosque inescrutable.

Lok se alejó confiando en su nariz. Se tendió en el sendero y encontró el olor de Fa y de los dos hombres que la habían seguido. Avanzó, con la nariz aplicada a la tierra, siguiendo el olor que lo llevaría de nuevo a Fa. Tenía muchas ganas de oírla hablar otra vez y de tocarla con el cuerpo. Se movía más rápidamente a través de la oscuridad que precedía a la aurora, y la nariz le decía, paso a paso, todo lo sucedido. Allí estaban las huellas de la huida de Fa, muy separadas, y los dedos de los pies habían desplazado una media luna de tierra en el camino. Descubrió que podía ver más claramente ahora, ya lejos del fuego, pues la aurora asomaba detrás de los árboles. Una vez más se acordó de Liku. Volvió, trepó al tronco hendido de una haya y miró el claro a través de las ramas. El centinela que había corrido detrás de Fa bailaba delante de la gente. Se arrastraba como una culebra, iba a lo que quedaba de las cuevas, se levantaba y volvía al fuego echando la zarpa como un lobo, y la gente se apartaba. El hombre señalaba, imitaba una cosa que corría y se agazapaba y movía los brazos como las alas de un pájaro. Se detuvo junto a los espinos, trazó una línea en el aire sobre ellos, una línea que subía y subía hacia los árboles y terminaba en un gesto de ignorancia. Tuami habló rápidamente con el anciano. Lok vio que se arrodillaba junto al fuego, despejaba un espacio y se ponía a dibujar con un palo. No había señales de Liku, y la mujer gorda estaba sentada en un tronco hueco con el nuevo en el hombro.

Lok se dejó caer en tierra, encontró otra vez las huellas de Fa y las siguió corriendo. En los pasos de Fa había terror y a Lok se le erizó el pelo. Llegó a un lugar donde los perseguidores se habían detenido y vio que uno de ellos se había puesto de lado y que los pies sin dedos habían dejado marcas profundas en la tierra. Vio también la distancia entre los pasos donde Fa había saltado al aire y luego la sangre, derramada espesamente y que describía una curva irregular, desde el bosque al pantano. La siguió entre una maraña de zarzas por donde habían pasado los perseguidores. Fue más allá sin tener en cuenta las espinas que le desgarraban la piel. Vio los lugares en que los pies de Fa, como los suyos, se habían hundido terriblemente en el lodo dejando un agujero abierto, lleno ahora de agua estancada. La superficie del pantano se extendía bruñida y aterradora. Las burbujas habían dejado de elevarse desde el fondo, y el lodo pardo, que había formado espirales en la superficie del agua, se había hundido otra vez. Hasta la espuma y la maleza y los racimos de huevas de rana estaban ahora inmóviles en el agua muerta, bajo las ramas sucias. Los pasos y la sangre llegaban hasta allí; allí estaban el olor y el terror de Fa, y después nada.