12
Tuami estaba sentado en la popa de la piragua, con la pala del timón bajo el brazo izquierdo. Había mucha luz y los parches de sal ya no parecían agujeros en la vela de piel. Pensaba amargamente en la vela cuadrada que habían dejado empaquetada en aquella última hora de desesperación entre las montañas, pues con esa vela y la brisa que soplaba a través del barranco no hubiese tenido que esforzarse tanto en aquellas horas. No hubiese tenido que pasar toda la noche preguntándose si la corriente vencería al viento y los llevaría de vuelta a la cascada mientras la gente o los que aún quedaban dormían profundamente. Pero habían seguido adelante y las paredes de roca se fueron apartando hasta que el lago se hizo tan ancho que Tuami no tuvo que mirar las estrellas para saber cómo se movían, y se sentó. El esfuerzo le había enrojecido los ojos, y las montañas se alzaban sobre el agua plana. Se movió un poco, pues el pantoque redondo era duro y la almohadilla de cuero que muchos timoneles habían amoldado convirtiéndola en un asiento cómodo se había perdido mientras subían por la ladera desde el bosque. Sentía la presión que se transmitía a su antebrazo a lo largo del remo y sabía que si pasaba la mano por el costado de la embarcación el agua lo golpearía en la palma y le subiría hasta la muñeca. Las dos líneas negras que se extendían en las amuras no formaban un ángulo agudo; se desviaban en ángulos casi rectos con la línea de la piragua. Si el viento cambiaba o vacilaba, esas líneas se deslizarían hacia adelante y desaparecerían y la presión disminuiría en el remo y comenzarían a navegar de popa hacia las montañas.
Cerró los ojos, cansado, y se pasó una mano por la frente. El viento podía cesar y se verían obligados a remar con la poca fuerza que les quedaba para llegar así a una orilla antes que la corriente los llevase de vuelta. Sacudió la mano y miró la vela: vibraba suavemente y las escotas dobles que iban desde la popa hasta las cabillas se movían juntas, se movían separándose, se movían hacia arriba y hacia abajo. Miró la larga extensión de agua gris visible en aquel momento y vio un monstruo que pasaba deslizándose a menos de un cable de distancia, a estribor; la raíz le sobresalía de la superficie como el colmillo de un mamut. Se deslizaba hacia la cascada y los demonios del bosque. La piragua, inmóvil, esperaba a que cesase el viento. Tuami trataba de reflexionar, trataba de considerar la corriente, el viento y la piragua, pero no podía llegar a ninguna conclusión, y le dolía la cabeza.
Se sacudió irritado y las líneas paralelas se apartaron de los costados de la piragua. Un viento favorable, y agua abundante alrededor, ¿qué más podía desear un hombre? Aquellas nubes que se endurecían a los dos lados eran colinas con árboles. Lo que se veía bajo la vela parecía ser terreno llano, donde quizá los hombres podían cazar al aire libre, sin tropezar entre árboles negros y piedras duras. ¿Qué más podía desear un hombre?
Pero todo era confuso. Se miró el dorso de la mano izquierda y trató de pensar. Había esperado la luz para volver a la cordura y a la condición humana que parecían haberlos abandonado, pero la aurora brillaba desde hacía tiempo y aún se sentían como en el barranco: perseguidos por fantasmas, hechizados, abrumados por una extraña aflicción irracional, como él mismo, o vacíos, postrados, profundamente dormidos. Parecía que el traslado de las embarcaciones —o de la embarcación más bien, pues habían perdido la otra— desde el bosque hasta lo alto de la cascada los había llevado a un nuevo nivel, no sólo de tierra, sino también de experiencia y de emoción. El mundo en cuyo centro se movía tan lentamente la piragua estaba oscuro entre la luz; era desaliñado, desesperante, sucio.
Movió el remo en el agua y las escotas se sacudieron. La vela hizo una observación soñolienta y luego volvió a llenarse atentamente. Quizá si estibaran bien la embarcación, si colocasen las cosas de modo adecuado… En parte para apreciar el trabajo de las mujeres, y en parte para alejar sus propios pensamientos, Tuami examinó el interior de la piragua.
Los fardos estaban donde los habían arrojado las mujeres. Los dos de babor formaban una tienda para Vivani, aunque, testaruda como siempre, ella prefería un refugio de hojas y ramas. Debajo había un haz de flechas, y se estaban estropeando pues Bata dormía sobre ellas boca abajo. Luego encontrarían las astas combadas o rajadas y las puntas de pedernal rotas. La parte de estribor era un revoltijo de pieles de poca utilidad para todos, pero las mujeres las habían arrojado allí en vez de atender a la vela. Una de las ollas se había roto y la otra estaba volcada con el tapón de arcilla todavía en su sitio. Habría poco que beber fuera del agua. Vivani se había tendido en las pieles inútiles. ¿Había puesto allí las pieles para estar cómoda, sin preocuparse por la preciosa vela? No sería raro. Vivani se cubría con una piel magnífica, la piel del oso cavernario que había costado dos vidas: el precio que su primer hombre había pagado por ella. ¿Qué importancia tenía una vela, pensaba Tuami amargamente, cuando Vivani quería estar cómoda? ¡Qué tonto era Marlan! Había huido con Vivani. El corazón, el ingenio, la risa y el increíble cuerpo blanco de Vivani lo habían enceguecido. ¡Y qué tontos eran todos! Habían ido con Marlan, obligados por su magia, o arrastrados por alguna compulsión inexpresable. Tuami miraba a Marlan con odio y pensaba en la daga de marfil que había estado afilando tan lentamente. Marlan estaba acostado, de frente a la popa, con las piernas extendidas en el fondo y la cabeza apoyada en el mástil. Tenía la boca abierta, y el cabello y la barba parecían un matorral gris. Tuami veía a la luz creciente cómo Marlan había perdido la fuerza. Antes tenía arrugas alrededor de la boca, profundos canales desde las ventanas de la nariz hacia abajo; pero ahora la cara se le había adelgazado también. Había un agotamiento completo en aquella inclinación de la cabeza y en la mandíbula caída y oblicua. Dentro de no mucho tiempo, pensó Tuami, cuando estemos a salvo y fuera de la región de los diablos, me atreveré a utilizar la punta de marfil. Aun así, observar la cara de Marlan y pensar en matarlo intimidaba de veras. Tuami desvió la vista, echó una mirada al montón de cuerpos tendidos en la proa y luego se miró los pies. Tanakil estaba allí cerca, acostada de espaldas. No se le había agotado la vida como a Marlan, sino que más bien poseía vida en abundancia, una vida nueva y ajena. No se movía mucho y cada vez que respiraba sacudía un fragmento de sangre seca que le colgaba del labio inferior. Los ojos de Tanakil no estaban dormidos ni despiertos. Ahora que podía verlos claramente, Tuami descubrió que había noche en ellos, pues estaban hundidos y oscuros, con una opacidad sin inteligencia. Aunque se inclinó hacia adelante, los ojos de Tanakil no lo miraron y continuaron vueltos interiormente hacia la noche. Twal, acostada también allí, extendía un brazo, protegiendo a la niña. Tenía el cuerpo de una mujer vieja, aunque era más joven que él y madre de Tanakil.
Tuami volvió a pasarse la mano por la frente. Si pudiera dejar esta pala y trabajar en mi daga, o si tuviera carbón de leña y una piedra lisa… Paseó los ojos por la embarcación buscando algo que pudiera distraerlo. Soy como un charco; una marea me ha llenado, la arena se arremolina, las aguas se oscurecen y unas cosas extrañas me salen de las grietas de la mente, arrastrándose.
La piel que estaba a los pies de Vivani se movió y se levantó; Tuami creyó que ella despertaba. Pero una piernecita roja, cubierta con rizos y no más larga que una mano se extendió en el aire, palpó alrededor, probó la superficie de la olla y la rechazó; tocó la piel, se movió otra vez y frotó un mechón de pelo entre el pulgar y el índice. Satisfecha, tiró de la piel de oso, apretó firmemente los dedos alrededor de uno o dos rizos, y se quedó inmóvil. Tuami se estremeció como si tuviera un ataque epiléptico; la pala se sacudió también y las líneas paralelas se separaron de la piragua. La pierna roja era una entre otras seis que salían de una grieta.
—¿Qué podíamos haber hecho? —gritó.
El mástil y la vela se enderezaron. Vio que Marlan tenía los ojos abiertos y lo miraba.
Marlan habló desde muy adentro del cuerpo:
—A los demonios no les gusta el agua.
Eso era cierto y consolador. El agua brillante se extendía hasta muy lejos. Tuami miró a Marlan con una expresión de súplica, ya fuera del charco. Olvidó la daga casi afilada del todo.
—Sin el agua habríamos muerto.
Marlan cambió de posición; la madera dura le fatigaba los huesos. Luego miró a Tuami y movió la cabeza gravemente.
La vela era ahora de un color rojo oscuro. Tuami miró hacia atrás, a la barranca entre las montañas, y vio que había allí una luz dorada y que el sol se ponía. Como si obedeciera a alguna señal la gente comenzó a moverse, incorporándose y mirando por encima del agua las montañas verdes. Twal se inclinó sobre Tanakil, la besó y le murmuró algo al oído. Los labios de Tanakil se abrieron. La voz de la niña era áspera y llegaba de muy lejos en la noche:
—¡Liku!
Tuami oyó que Marlan le decía en voz baja desde el mástil:
—Es el nombre del demonio. Sólo ella puede pronunciarlo. Vivani estaba ya realmente despierta. Oyeron un bostezo fuerte y exuberante y la piel de oso se sacudió. Vivani se incorporó, se echó hacia atrás el cabello suelto y miró primeramente a Marlan y luego a Tuami. Tuami se sintió colmado inmediatamente de lujuria y de odio. Si ella hubiera sido lo que era, si Marlan, si su hombre, si ella hubiera salvado al hijo en la tormenta del agua salada…
—Me duelen los pechos —dijo Vivani.
Si ella no hubiera deseado al niño como un juguete, si yo no hubiera salvado a la otra como una broma…
Comenzó a hablar en voz alta y rápidamente:
—Hay llanuras más allá de esas colinas, Marlan, pues son menos altas; y allí habrá rebaños para cazar. Vayamos hacia la costa. Tenemos agua… ¡pero por supuesto tenemos agua! ¿Trajeron las mujeres la comida? ¿Trajiste la comida, Twal?
Twal levantó la cara, retorcida por la aflicción y el odio.
—¿Qué tengo que ver con la comida? Tú y él entregaron a mi hija a los demonios y ellos me devolvieron otra niña que no ve ni habla.
La arena se arremolinaba en el cerebro de Tuami. Pensaba con miedo: ellos me devolvieron un Tuami cambiado. ¿Qué debo hacer? Sólo Marlan es el mismo, más pequeño y más débil, pero el mismo. Buscó con la mirada al único que no había cambiado como algo a lo que podía aferrarse. El sol ardía en la vela roja y Marlan estaba rojo. Tenía los brazos y las piernas contraídos, el cabello y la barba estirados, unos dientes que eran dientes de lobo y los ojos como piedras ciegas. La boca se le abría y cerraba.
—Te digo que no pueden seguirnos. No pueden pasar por el agua.
Lentamente la niebla fue desapareciendo y al fin fue una vela que brillaba al sol. Vakiti se arrastró alrededor del mástil, evitando cuidadosamente que el cabello magnífico, del que estaba tan orgulloso, rozase las escotas. Se deslizó alrededor de Marlan, mostrándole, en la medida que se lo permitía la estrecha embarcación, respeto y pesar por habérsele acercado tanto. Pasó junto a Vivani y fue a donde estaba Tuami haciendo una mueca de arrepentimiento.
—Lo siento, patrón —dijo—. Ahora vete a dormir.
Se puso la pala del timón bajo el brazo izquierdo y se sentó en el lugar de Tuami. Aliviado, Tuami pasó por encima de Tanakil y se arrodilló junto a la olla llena, suspirando. Vivani se peinaba con los brazos levantados y moviendo el peine en todas direcciones. No había cambiado, o quizá sólo en relación con el pequeño demonio que ahora la poseía. Tuami recordó la noche en los ojos de Tanakil y renunció a la idea de dormir. Quizá lo haría luego, cuando tuviera que hacerlo, pero con la olla como ayuda. Las manos inquietas buscaron en la faja y sacaron de ella el marfil afilado, de mango sin forma. Encontró la piedra en la bolsa y se puso a afilar en medio del silencio. El viento se refrescó un poco y el remo empujaba detrás. La piragua estaba tan cargada que el viento no la podía zarandear como hacía aveces con las embarcaciones de corteza. Pero soplaba alrededor de ellos y se llevaba parte de la confusión de Tuami. Tuami trabajaba de mal humor en la hoja de la daga y no le importaba si iba o no a terminar de afilarla con tal de tener algo que hacer.
Vivani acabó de peinarse y miró a todos. Lanzó una risita que habría sido nerviosa en cualquiera menos en Vivani. Tiró de la cuerda que le sujetaba la cuna de cuero a los pechos y dejó que el sol le brillara en la piel. Detrás de Vivani se veían las colinas bajas y el verdor de los árboles con la oscuridad.
La sombra se extendía sobre el agua como una línea delgada y los árboles se alzaban sobre ella verdes y jóvenes.
Vivani se inclinó y retiró a un lado la piel de oso. El pequeño demonio estaba tendido en un cuero al que se aferraba con manos y pies. Al derramarse la luz sobre él levantó la cabeza y abrió los ojos parpadeando. Se levantó apoyándose en los brazos y miró alrededor alegre y solemnemente, con rápidos movimientos del cuello y el cuerpo. Bostezó, de modo que pudieron ver que le salían los dientes, y luego movió la lengua rosada entre los labios. Olfateó, se dio vuelta, corrió a la pierna de Vivani y trepó por ella hasta el pecho. Vivani temblaba y reía como si este placer y amor fueran también temor y tormento.
Las manos y los pies del demonio se apoyaban en Vivani. Vacilando, medio avergonzada, con la misma risa asustada, Vivani inclinó la cabeza, lo acunó en los brazos y cerró los ojos. Los otros le sonreían también como si sintieran aquella boca extraña y tirante, como si a pesar de ellos mismos hubiera brotado allí un manantial de amor y de miedo. Hacían sonidos de adoración y sumisión, tendían las manos y al mismo tiempo temblaban a causa de la repulsión que sentían ante aquellos pies demasiado ágiles y aquel cabello rojo y rizado. Tuami, sintiendo en la cabeza remolinos de arena, trataba de pensar en el tiempo en que el demonio sería ya adulto. En aquellas tierras altas, a salvo de la persecución de la tribu, pero aislados de los hombres por las montañas demoníacas, ¿qué sacrificio se verían obligados a hacer a un mundo de confusión? Eran tan diferentes del grupo de audaces cazadores y magos que habían navegado río arriba hacia la cascada como una pluma mojada de una seca. Inquieto, Tuami daba vueltas al marfil en las manos. ¿Para qué servía afilarlo? ¿Para utilizarlo contra un hombre? ¿Quién afilaría una punta para vencer la oscuridad del mundo?
Marlan habló con voz ronca como luego de alguna meditación.
—Ellos se quedan en las montañas o en la oscuridad de debajo de los árboles. Nosotros nos quedaremos en el agua y las llanuras. Nos libraremos de la oscuridad de los árboles.
Sin tener conciencia de lo que hacía, Tuami volvió a mirar la línea de oscuridad que se alejaba, curvándose bajo los árboles a medida que la ribera retrocedía. El diablillo ya había comido bastante. Descendió del cuerpo inclinado de Vivani y se dejó caer en el pantoque seco. Comenzó a arrastrarse inquisitivamente, apoyado en los antebrazos y atisbando alrededor con la luz del sol en los ojos. La gente retrocedía y adoraba, reía y apretaba los puños. Hasta Marlan movió los pies y los recogió.
Era ya plena mañana y el sol se derramaba sobre ellos desde los montes. Tuami dejó de frotar la piedra contra el hueso. Sentía bajo la mano el bulto informe que sería luego el mango de la daga. No tenía fuerza en las manos ni imágenes en la cabeza. Ni la hoja ni el mango tenían importancia en aquellas aguas.
Durante un momento tuvo la tentación de arrojar la daga por la borda.
Tanakil abrió la boca y pronunció las sílabas insensatas:
—¡Liku!
Twal se arrojó gritando sobre ella como si quisiera retener a la hija que la había abandonado.
La arena volvió al cerebro de Tuami. Se sentó en cuclillas y se balanceó de un lado a otro mientras daba vueltas al marfil en la mano, sin ningún propósito. El diablo examinaba el pie de Vivani.
De pronto llegó de las montañas un ruido, un estruendo tremendo que resonó alrededor y se extendió en una maraña de vibraciones a través del agua brillante. Marlan se agazapó y movió los dedos como apuñalando las montañas, y los ojos le centelleaban parecidos a piedras preciosas. Vakiti se había agachado y la pala los había desviado del viento, y la vela rechinaba. El diablo compartió toda esa confusión. Trepó rápidamente por el cuerpo de Vivani utilizando los brazos que ella había tendido instintivamente para protegerse y luego se acurrucó en la capucha de piel que Vivani tenía detrás de la cabeza y quedó allí encerrado. La capucha se agitaba.
El estruendo de las montañas dejó de oírse poco a poco. La gente, aliviada como si ya no sintiese la amenaza de un arma, volcó su risa en el demonio. Le gritaban al bulto. Vivani arqueaba la espalda y se retorcía como si una araña se le hubiera metido dentro de la piel. Luego el demonio reapareció, con el trasero hacia arriba y las pequeñas nalgas apretadas contra la nuca de Vivani. Hasta el severo Marlan retorció la cara en una sonrisa. Vakiti reía a carcajadas y no podía enderezar el rumbo, y Tuami dejó caer el marfil de las manos. El sol brillaba en la cabeza y las nalgas del diablillo y de pronto todo volvió a estar bien y las arenas descendieron al fondo del charco. Las nalgas y la cabeza se ajustaban y eran una figura que se podía palpar con las manos. Las manos esperaban en el marfil tosco del mango del cuchillo, mucho más importante que la hoja. Eran una respuesta al amor asustado y airado de la mujer y a las nalgas ridículas e intimidantes que se balanceaban en la cabeza; eran una contraseña. Las manos de Tuami buscaron a tientas el marfil y Tuami sintió en los dedos a Vivani y al diablo.
Por fin el diablo se dio vuelta y se acomodó. Asomó la cabeza y luego la metió en el cuello de Vivani. Y la mujer se frotó la mejilla contra el pelo rizado del diablo, sonriendo y mirando desafiante a la gente. Marlan habló en medio del silencio:
—Ellos viven en la oscuridad bajo los árboles.
Tomando el marfil firmemente y sintiendo la embestida del sueño, Tuami contempló la línea de oscuridad. Estaban muy lejos y detrás había mucha agua. Atisbo hacia adelante más allá de la vela para ver qué había en la otra orilla, pero el lago era tan largo y el agua centelleaba tanto que no pudo ver si la línea de oscuridad terminaba en alguna parte.