Capítulo 10

Júpiter expone su plan

Pete rodó por la enhiesta ladera entre rocas y maleza que desgarraron su ropa. Intentó asirse a los arbustos, desesperado y temeroso de caer por un corte vertical de la pendiente. Por desgracia, la vegetación apenas tenía consistencia y no aguantaba su peso impulsado. Se hallaba sólo a un metro del precipicio cuando su cuerpo quedó frenado en el tronco de un árbol retorcido.

—¡Uf! —gruñó, cerrando instintivamente sus dedos alrededor del grueso tronco.

Durante un momento se quedó quieto. Podía escuchar su agitada respiración. De repente, advirtió que estaba solo.

—¡Bob! —gritó.

No obtuvo respuesta. Debajo de él se abría un abismo.

—¡Bob! —llamó enloquecido.

Entonces oyó un movimiento a su izquierda. El rostro del tercer investigador asomó por entre la espesa vegetación.

—Estoy bien… supongo. Me hallo en una especie de margen. Pero… no puedo mover la pierna.

—Intenta moverla poco a poco.

Pete aguardó tenso, pendiente del amortiguado movimiento entre la maleza donde se hallaba su amigo. Al fin Bob exclamó más fuerte:

—Quizá no tenga importancia. Puedo moverla. Caí sobre ella. Me duele, aunque no mucho.

—¿Puedes arrastrarte hacia arriba?

—No sé, Pete. Es muy empinado.

—Y si resbalamos… —Pete no terminó de expresar su temor.

—Será mejor que pidamos auxilio.

—Y a pleno pulmón —añadió Pete.

Abrió la boca para gritar, pero sólo emitió un leve susurro. En aquel preciso momento descubrió un rostro asomado al borde de la carretera. Aquel rostro tenía una desagradable cicatriz y un ojo tapado.

Los chicos y el hombre se miraron fijamente por espacio de diez segundos. Repentinamente, el desconocido desapareció. Lo oyeron correr, luego un motor que se ponía en marcha y el chirrido de neumáticos al salir disparado el coche.

Apenas extinguido el ruido del motor, les llegó el de otros vehículos que se aproximaban.

—¡Chilla, Bob!

Ambos se esforzaron en ser oídos. Sus gritos fueron ampliados por el eco, y unos frenos lanzaron su queja metálica sobre la crujiente grava de la carretera. La faz amable de dos hombres apareció sobre el borde del precipicio.

Una gruesa cuerda voló hacia Pete, que se ató por la cintura, y acto seguido fue izado hasta la carretera. La cuerda voló de nuevo, y un rato después Bob estaba junto a Pete.

El tercer investigador se examinó la pierna, y comprobó que sólo había sufrido un esguince. El vehículo que se había detenido era un camión. El chófer se ofreció a llevarlos hasta el rancho Crooked-Y. Quince minutos después se apeaban con sus bicicletas delante de la verja del rancho. Dijeron adiós al conductor, y caminaron hasta el porche de la casa.

La señora Dalton que los vio, gritó:

—¡Cielos! ¿Qué ha sucedido?

Pete empezó a narrar lo sucedido, pero un puntapié de Bob lo hizo enmudecer.

—Descendíamos a mucha velocidad, y nos caímos, señora —explicó Bob—. Parece que me he lastimado la pierna, y un buen hombre nos trajo en su camión.

—¿Qué le pasa a tu pierna? —preguntó la señora Dalton—. Déjame verla.

Como la mayoría de las mujeres que viven en el campo, la señora Dalton era una excelente enfermera. Luego de reconocer la pierna de Bob, aseguró que sólo se trataba de una ligera torcedura. Si bien no era preciso la intervención de un médico, Bob tendría que hacer reposo. La buena mujer lo instaló en el porche en un cómodo sillón, y le trajo una limonada.

—Tú sí puedes trabajar, Pete —dijo ella—. El señor Dalton no ha regresado, y convendría echar heno a los caballos.

—Sí, señora —accedió presuroso Pete.

Bob, sentado a la sombra con una pierna sobre una silla sonrió a su amigo, que, bajo el ardiente sol, trabajaba sin descanso. Éste le miró ceñudo, si bien terminó por considerar que no le importaba. En realidad, sentíase a gusto ejercitando sus músculos al calor del sol.

Antes de la cena, el camión pequeño de Patio Salvaje, conducido por el rubio Konrad, trajo a Júpiter. Pete lo ayudó a descargar el equipo de inmersión, que guardaron en el pajar, junto con otro paquete misterioso.

Konrad se quedó a cenar y el señor Dalton admiró la estatura y músculos del ayudante bávaro de tío Titus.

—¿Le gustaría vivir en el rancho, Konrad? —preguntó el señor Dalton—. Si estuviera conmigo, no me importaría perder cinco trabajadores.

—Si se encuentra en apuros, posiblemente el señor Titus no se oponga a que vengamos a ayudarle Hans y yo, unas semanas.

El señor Dalton se lo agradeció.

—Espero no llegar a ese extremo. En realidad, confío en que pronto se solucionarán mis problemas. Castro se ha recuperado mucho, y me ha prometido hablar a los hombres cuando lo den de alta en el hospital.

—Agradable noticia, Jess —contestó la esposa.

Pero el ranchero manifestó su pesimismo.

—Dudo que lo haga a tiempo. Los hombres se irán si se repiten los accidentes. El sheriff no logra avances positivos, según me explicó el Diablo no tenía hijos, y tampoco ha identificado al hombre que vieron los chicos.

—Confío en una pronta explicación —terció el profesor Walsh—. La razón prevalecerá sobre la superstición, en cuanto los hombres se paren a pensar. El tiempo es el mejor calmante.

—Me gustaría confiar en eso —deseó el ranchero. Los hombres hablaron de otros problemas. Luego de la cena, Konrad regresó a Rocky Beach y el profesor Walsh se retiró a preparar una conferencia para la universidad; los Dalton se enfrascaron en resolver las cuentas del rancho, y los Tres Investigadores se retiraron a su cuarto.

Tan pronto cerraron la puerta, Bob y Pete rodearon a Júpiter.

—¿Cuál es tu plan? —inquirió Bob.

—¿Era un diamante? —preguntó Pete. Júpiter se sonrió.

—Es un diamante, tal como supuse. Un gran diamante útil para uso industrial, sin mucho valor crematístico. El joyero de Los Ángeles se sorprendió cuando le dije dónde lo había descubierto. Le resultaba difícil creerlo. Según su opinión, la piedra es de procedencia africana. Se quedó con ella, para hacer varias pruebas. Me llamará tan pronto complete su estudio.

—¡Estupendo! —exclamó Pete.

—¿Conseguisteis las velas y los sombreros?

—Por supuesto que sí —afirmó Pete.

—Y un libro del Valle de los Lamentos —añadió Bob.

Los dos ayudantes explicaron al jefe las incidencias del viaje a Santa Carla, y lo ocurrido al regreso.

—¿Apuntasteis el número de matrícula del coche? —quiso saber Júpiter.

—Nos fue imposible —aclaró Pete—. Pero observé que la placa no era corriente, sino azul y blanca.

—Hum —musitó Júpiter—, probablemente una placa de Nevada. ¿Y dices que el hombre de la cicatriz se asomó a observaros?

—Probablemente regresó con la sana intención de rematar su tarea. Por fortuna para nosotros, la llegada de otros vehículos le obligó a marcharse —habló en tono enojado Pete.

—Puede que sí —admitió Júpiter—. ¿Y también visteis al profesor en la ciudad?

—Y al viejo Ben y a su ayudante Waldo —añadió Bob.

—Ese lugar no se halla muy lejos del rancho —musitó Júpiter—. Cualquiera pudo trasladarse allí en pocos minutos y regresar sin que advirtieran su ausencia.

—Estoy de acuerdo —convino Bob.

—Aun así —continuó pensativo Júpiter—, una matrícula de Nevada resulta interesantísima. Según sabemos, los que viven cerca de este rancho tienen vehículos con matrículas de California.

—¿Y no habrá alguien a quien no conozcamos? —preguntó Pete.

—Por supuesto que sí —admitió Bob—. El hombre del ojo tapado.

—Al menos, eso parece —corroboró Júpiter—. Ahora debemos ponernos a trabajar. Antes quiero leer ese libro del Valle de los Lamentos. Mientras, vosotros revisaréis el equipo de inmersión. Envolved los tanques en algo que los disimule, y colocadlos en los portaequipajes de las bicicletas, junto con las velas, los sombreros y el paquete que traje.

—¡Dinos tu plan! —exigieron sus ayudantes.

—Os lo diré por el camino —prometió Júpiter, consultando su cronómetro—. Tenemos que darnos prisa si queremos llegar al Valle de los Lamentos antes de la puesta del sol. Esta noche pretendo resolver el misterio del dichoso valle.

Media hora después, el primer investigador bajaba al pajar con el libro, que mostró a Bob y Pete.

—Creo que he averiguado parte de la respuesta —anunció—. Según leo aquí, hace unos cincuenta años cerraron muchos túneles de la vieja mina de la Montaña del Diablo. Nunca hallaron oro, plata ni metal alguno. Esa fue la razón de que cegaran los túneles. Y hace cincuenta años que dejaron de oírse los lamentos.

—¿Sospechas que hayan abierto algunos de ellos, y que el aire al pasar origina el gemido? —preguntó Bob.

—Eso creo —afirmó Júpiter—. La cuestión es cómo y por qué. ¿Estáis a punto?

—A la orden, jefe —respondió Pete.

—Bien, salid del pajar con los sombreros puestos.

Los muchachos se tocaron con los sombreros de paja de ancha ala, equilibraron los pesados tanques disimulados con sacos y montaron sus bicicletas. Éstas resultaron difíciles de manejar debido al peso.

—¡Oooh! —gritó Bob, dolorido.

—¿Te duele el tobillo, Bob? —preguntó solícito, Pete.

—Es el peso —dijo Júpiter.

Bob asintió.

—No podré llevarlo, Júpiter. Habré de quedarme. Júpiter pensó un instante.

—No, no te quedarás, Bob. Quizá este contratiempo se transforme en una ventaja. Al menos nuestra decepción parecerá convincente.

—¿Qué decepción? —quiso saber Pete.

—Utilizaremos la táctica militar de los campos de fuego y leños que parecen cañones —explicó Júpiter—. Bob, descarga tu equipo. Sin el peso podrás pedalear.

Y así fue. Cuando descargado el equipo, logró pedalear sin más contratiempo. La señora Dalton los saludó desde el porche.

—Divertiros, muchachos, y no vengáis demasiado tarde. ¡Tened mucho cuidado!

Una vez lejos del rancho, pedalearon con fuerza. Cuando alcanzaron la verja de hierro al final de la carretera, llevaron los paquetes y bicicletas a la espesa maleza.

—Ahora —dijo Júpiter, escuchad mi plan—. Vamos a entrar en la cueva sin ser vistos.

Pete asintió.

—Entendido. Cogeremos a los gemidos por sorpresa.

—Así es. Y, desde luego, si mi teoría es correcta, somos vigilados estrechamente ahora mismo.

—¡Repámpanos! —exclamó Bob—. Entonces, ¿cómo lo haremos?

—Sumergiéndonos —explicó Júpiter—. Utilizaremos los equipos. Según mis cálculos la marea de esta noche cubrirá la entrada del túnel.

—De acuerdo, Jupe —convino Bob—. ¿Y cómo entraremos en el agua sin ser vistos, si somos vigilados ahora?

El primer investigador exclamó triunfal:

—Usaremos la táctica del reclamo. Los ejércitos primitivos solían encender fuegos de campamento durante la noche. Y se deslizaban en la oscuridad.

—La verdad, yo… —empezó Pete.

—Escuchad —continuó Júpiter—. Anoche observé que la senda de la derecha es visible desde lo alto de la Montaña del Diablo, y la de la izquierda queda oculta. Vamos, avancemos sin precauciones a campo abierto.

Escalaron la verja de hierro y continuaron su descenso por la vereda de la izquierda. Tan pronto quedaron ocultos a ojos indiscretos situados en lo alto de la montaña, Júpiter ordenó:

—Alto aquí.

Dejaron en tierra los tanques de aire, y Júpiter abrió el paquete secreto.

—¡Se trata de ropas viejas! —exclamó Pete.

—¡Idénticas a las que llevamos! —añadió Bob.

—Exacto —confirmó Júpiter—. Rellenadlas de maleza y atad los brazos y piernas con este cordel.

Bob y Pete obedecieron las indicaciones de Jupe. Al poco rato dispusieron de dos muñecos parecidos al primero y segundo investigador.

—¡Y los sombreros ocultarán nuestros rostros! —dijo Pete.

—Eso pretendo —afirmó Júpiter—. Quienquiera que nos observe desde la montaña, quedará convencido de que somos nosotros. Bob se quedará aquí con los muñecos y los moverá de cuando en cuando.

Rápidamente colocaron los reclamos en sitio visible. Bob se sentó junto a ellos, como si charlasen. A distancia parecía que los Tres Investigadores se hallaban sentados en el borde de la escollera observando el panorama.

Júpiter y Pete se deslizaron sendero abajo hasta la pequeña playa. Allí se colocaron los tanques de aire.

—La marejada no es fuerte esta noche —dijo Júpiter—. Eso nos evitará problemas cuando nademos hacia la entrada de la cueva.

Pete asintió.

—No estaremos más de cinco minutos debajo del agua. —Eso creo. Traigo la brújula, y, de ser necesario, podemos salir rápidamente a la superficie. Nuestro cebo atraerá la atención del vigía, que no se preocupará del océano.

Los muchachos se acoplaron los tubos de respirar a la boca, caminaron de espaldas al agua, y se sumergieron debajo de las olas.