Capítulo 3

El Diablo huye

—¡Luke! —amonestó la señora Dalton. El capataz no cedió.

—Sigo sin creer en las historias, pero un hombre debe admitir la realidad. La cueva ha vuelto a gemir sin que ninguno explique la causa. Si no es el Viejo Maldito, ¿quién es?

Luke Hardin se alejó del porche camino de las dependencias.

La señora Dalton lo miró preocupada.

—Temo que el suceso afecte a todos —comentó—. Luke es valeroso. Nunca le oí expresarse en esos términos.

—Me gustaría saber por qué nos habló el Viejo Maldito —repuso Júpiter.

La señora Dalton se sonrió.

—Supongo que Luke está cansado. Todos estamos cansados y algo preocupados. Bien, muchachos, ¿qué os parece un vaso de leche y unas galletas?

—¡Fantástico, señora! —contestó Pete.

No tardaron en comer galletas sentados en el cómodo salón del viejo rancho. Vistosas alfombras indias cubrían el piso, bajo rústicos muebles. La gran chimenea de piedra llenaba casi totalmente un lado. Cabezas de venados, osos y pumas, colgaban de las paredes.

—¿Qué es el Viejo Maldito, señora Dalton? —preguntó Júpiter.

—Sólo una antigua leyenda india. Cuando los españoles llegaron hace mucho tiempo, los indios les hablaron de un monstruo negro y resplandeciente, el Viejo Maldito, que vivía en un profundo estanque en el interior de la Montaña del Diablo.

Pete parpadeó.

—Si nadie puede ver al Viejo Maldito, ¿cómo sabían que era negro y resplandeciente? La señora Dalton se rió.

—Ahí está el busilis. Por supuesto que no tiene sentido. Pero ellos daban por cierto que alguien lo había visto, contándolo luego, y así nació la historia, que pasó de una a otra generación.

—¿Qué pensaban dos españoles? —quiso saber Bob.

—Bueno… de eso hace muchos años, y también eran supersticiosos. Aunque no lo creyeron, nunca se acercaban al valle, si podían evitarlo. Sólo uno tan valiente como el propio Diablo, entró en la cueva.

—Háblenos de el Diablo.

En aquel momento apareció el señor Dalton, acompañado de un hombre bajo y delgado, provisto de gruesas gafas. Los chicos ya lo conocían. Se trataba del huésped de los Dalton, el profesor Walsh.

—¡Hola, muchachos! Ya me enteré de vuestra estancia en el misterioso Valle de los Lamentos.

—¡Tonterías! —exclamó el señor Dalton—. Nada sucede allí, como tampoco en el rancho. Son meros accidentes, y nada más.

—Lo admito, amigo Dalton —explicó el profesor—. Sin embargo, sus hombres no opinan igual. Los ignorantes se inclinan a creer en fuerzas sobrenaturales más que en su propio descuido.

—¡Ojalá pudiéramos averiguar la causa y demostrarla! —continuó el señor Dalton—. Después del accidente de hoy, perderé más hombres. Incluso Júpiter comprendió que el corrimiento se debió a la artillería naval frente a la costa.

—Discúlpeme, señor —habló Júpiter—. Nos gustaría ayudarlo si nos deja. Tenemos cierta experiencia, de la cual ya les habrá informado el señor Crenshaw.

—¿Que tenéis experiencia? —repitió el señor Dalton, mirando fijamente a los chicos.

Júpiter se sacó dos tarjetas de un bolsillo y las entregó al señor Dalton. El ranchero las estudió. La primera, grande, de negocios, decía:

El señor Dalton frunció el ceño.

—¿Investigadores, eh? Bueno, no sé… quizá no guste al sheriff que se inmiscuyan unos chicos. El profesor Walsh miró la tarjeta.

—¿Qué significan los interrogantes, chicos? ¿Dudáis de vuestra habilidad como detectives?

El profesor se sonrió ante su propio chiste. Bob y Pete sólo mostraron los dientes y esperaron a que Jupe lo explicara. Los adultos siempre preguntaban por los interrogantes, exacto lo que Júpiter esperaba.

—No, señor —respondió el primer investigador—. Los interrogantes son nuestro símbolo. Significan preguntas no contestadas, misterios no resueltos, enigmas de toda índole que intentamos esclarecer. Hasta ahora nunca hemos fallado en resolver cualquier acertijo.

El señor Dalton consultó la segunda tarjeta, pequeña, de color verde. Cada uno de los chicos poseía una, y todas decían lo mismo:

El portador de la presente

es un auxiliar voluntario de la

policía de Rocky Beach.

Cualquier ayuda que se le preste,

será agradecida.

Firmado, Samuel Reynolds

Jefe de Policía

El profesor Walsh escrutó la tarjeta a través de sus gruesas gafas.

—Bien, bien. ¡Impresionante, muchachos! Incluso poseéis credenciales.

—Amigos míos, demostráis más sentido común que todos los trabajadores del rancho —reconoció el señor Dalton—. Quizá tres muchachos con ideas frescas sea lo que necesitamos para resolver esa tontería. Estoy seguro de que hay una explicación muy simple, y si me prometéis ser precavidos, pondré luz verde a vuestras investigaciones.

—¡Seremos precavidos! —prometieron los chicos.

La señora Dalton se sonrió.

—Sin duda hay una explicación muy sencilla, que a todos nos ha pasado por alto. El señor Dalton añadió:

—Quizá sea el viento a través de viejos túneles, y nada más.

Júpiter cogió la última galleta.

—Usted y el sheriff han registrado la cueva, señor.

—De uno a otro extremo. Muchos de los pasadizos están bloqueados por desprendimientos causados por terremotos, pero llegamos hasta donde nos fue posible.

—¿Observaron ustedes algo que hiciera pensar en un cambio reciente? —preguntó Júpiter.

—¿Algo cambiado? —el señor Dalton frunció el ceño—. Nada que recuerde ahora. ¿A dónde quieres llegar, hijo?

—Bien, señor. Sabemos que los gemidos empezaron hace un mes, luego de un silencio que ha durado cincuenta años. Si el viento provocase el sonido, entonces sería lógico suponer que algo ha cambiado en el interior de la cueva, si después de tantos años vuelve a oírse. Más claro: dudo que el viento haya cambiado.

—¡Ah! —exclamó el profesor Walsh—. El chico ha razonado con evidente lógica, Dalton. Empiezo a creerlos capaces de solucionar el misterio.

Júpiter prosiguió:

—También sabemos que los gemidos sólo se producen durante la noche, cosa imposible, si la causa fuera el viento. ¿Ha observado usted si sucede en noches de vendaval?

—No, no lo creo, Júpiter —dijo Dalton, que empezaba a mostrarse realmente interesado—. Entiendo lo que quieres decir. Si fuera el viento, entonces oiríamos gemidos todas las noches ventosas. Naturalmente, podría ser el viento y cierta combinación atmosférica especial.

El profesor Walsh se sonrió.

—O tal vez el Diablo, que ha vuelto a cabalgar.

Pete se atragantó.

—¡No diga eso, profesor! Jupe ya nos regaló la misma idea.

El señor Walsh miró a Júpiter.

—¿Lo dijiste convencido? ¡No me vengas ahora con creencias de fantasmas, jovencito!

—Nadie afirma nada sobre los fantasmas, señor —intervino Bob—. No obstante, jamás vimos un fantasma.

—Comprendo —respondió el profesor—. Los españoles aseguraban que el Diablo regresaría cuando menos se le esperase. Y después de exhaustiva investigación, no me atrevo a contradecirlos.

—¿Ha investigado el caso? —preguntó Bob.

—El señor Walsh es profesor de historia —explicó la señora Dalton—. Se encuentra aquí, en Santa Carla, para realizar estudios durante un año sobre la historia de California.

El señor Dalton creyó que tal vez podría ayudarnos a explicar a nuestro personal la razón de los gemidos del valle.

—No tuve suerte hasta ahora —admitió el profesor—. Sin embargo, muchachos, quizá os interese conocer la historia de el Diablo. Me seduce la idea de escribir un libro de su pintoresca vida.

—Sería fantástico —exclamó Bob.

—Sí, me gustaría saber más de él —convino Júpiter.

El profesor Walsh se recostó en su sillón, y comenzó la historia de el Diablo y su famosa y última aventura.

En los primitivos días de California, la tierra que ahora constituía el rancho Crooked-Y, había sido parte del rancho Delgado. Las posesiones de la familia Delgado, fueron de las mayores concesiones de tierras otorgadas a colonos españoles por el rey de España. Los españoles no acudieron a California en gran número como los ingleses a la parte este de América. El rancho Delgado fue un vasto dominio privado durante muchas generaciones.

Luego empezaron a llegar otros colonizadores a California, y la tierra de los Delgado fue diezmada mediante progresivas usurpaciones. Después de la guerra mexicana, California pasó a integrarse en los Estados Unidos, y numerosos norteamericanos fijaron su residencia en el país, sobre todo, a raíz de la gran fiebre del oro en 1849. Hacia 1880 casi todo el gran dominio de los Delgado había desaparecido, excepto una reducida zona, no mayor que el Crooked-Y, con el Valle de los Lamentos.

El último de los Delgado, Gaspar Ortega Jesús de Delgado y Cabrilla, fue un joven audaz y fiero, que odió a los norteamericanos. Los consideraba ladrones que se habían apropiado del suelo familiar. El joven Gaspar tenía escaso dinero y ningún poder, pero ansiaba vengar a su familia y recuperar sus tierras. Eso le indujo a transformarse en el campeón de todas las antiguas familias hispanomexicanas, asentadas desde antaño en California. Ocultándose en los montes, se convirtió en un fuera de la ley. Pero los españoles lo consideraban un nuevo Robin Hood. Para los norteamericanos no era más que un bandido.

Éstos llamaron a Gaspar Delgado, el Diablo, inspirándose en la montaña de este nombre, donde tenía su refugio. Tardaron dos años en cazarlo. Durante ese tiempo, robó el dinero a los recaudadores de impuestos, asaltó las oficinas gubernamentales llevándose los fondos, y ayudó a los californianos de habla española, mientras que aterrorizaba a los de habla inglesa.

En 1888, el Diablo fue capturado por el sheriff del condado de Santa Carla. En un famoso juicio, que los californianos de origen español calificaron de falso, lo sentenciaron a la horca. Dos días antes de ser ejecutado, unos amigos le ayudaron en una atrevida evasión diurna. El Diablo escaló el tejado del penal, corrió por encima de otros, y, finalmente, saltó a lomos de su caballo negro que lo aguardaba.

Herido en su huida, y tenazmente perseguido por el sheriff y su patrulla, el Diablo cabalgó hasta su escondite en la cueva del Valle de los Lamentos. El sheriff y sus hombres bloquearon todas las salidas conocidas, pero no entraron. Creyeron que el Diablo saldría solo, obligado por el hambre o cuando su herida se enconara.

Mantuvieron la guardia durante varios días, pero no hubo señales de el Diablo. Durante el tiempo que esperaron, oyeron extraños gemidos procedentes de algún lugar del interior de la cueva. Naturalmente, supusieron que era el español quien gemía, debido a sus heridas. Finalmente, el sheriff ordenó que sus hombres entrasen. Buscaron por todos los pasadizos y cavernas durante cuatro días sin hallar nada. Registraron todo el país, con el mismo éxito. Jamás descubrieron huellas de el Diablo: su cuerpo, ropas, pistola, caballo, dinero. Nada.

El Diablo nunca más volvió a verse. Alguien dijo que su novia, Dolores del Castillo, se había introducido en la cueva por una entrada secreta, ayudándolo a huir, para comenzar una nueva vida en Sudamérica. Según otros, los amigos lograron sacarlo y lo ocultaron en los ranchos durante muchos años.

Empero la creencia general era que jamás abandonó la cueva, y que permanecía oculto donde los norteamericanos nunca lo encontrarían y que seguía allí.

Durante muchos años, los robos y actos de violencia cuyos autores se desconocían, se achacaron a el Diablo, que aún cabalgaba a través de la noche en su gran caballo negro. Los gemidos continuaban en algún lugar de la cueva, desde entonces llamada del Diablo.

—Pero —acabó el profesor Walsh—, los gemidos se interrumpieron de repente, y los españoles creyeron que el Diablo había renunciado a sus incursiones, si bien seguía en la cueva a la espera del momento en que lo necesitaran de verdad.

—¡Cáscaras! —exclamó Pete—. ¿Supone eso que algunas personas aún lo creen en la cueva?

—¡Eso no es posible! —intervino Bob.

—De acuerdo, muchacho —convino el profesor—. He realizado extensos estudios sobre el Diablo, y comprobado como aparece en todos los cuadros suyos con la pistola en la cadera derecha. Sin embargo, estoy seguro de que es zurdo.

Júpiter asintió pensativo.

—Las historias acerca de figuras legendarias a menudo son falsas.

—Exacto —corroboró el profesor—. La versión oficial es que murió de su herida aquella noche en la cueva. Pero mis estudios revelan que su herida no fue mortal de necesidad. Y si en 1888 tenía dieciocho años, es muy probable que aún viva.