La princesa de Babilonia
I
El anciano Belo, rey de Babilonia, se tenía por el primer hombre de la tierra, pues todos sus cortesanos se lo decían y sus historiadores se lo probaban. Lo que podía servir de excusa a tamaña ridiculez es que sus predecesores habían construido Babilonia hacía más de treinta mil años y él la había embellecido. Sabido es que su palacio y sus jardines, situados a pocas parasangas de Babilonia, se extendían entre el Éufrates y el Tigris, que bañaban sus amenas orillas.
Su vasta mansión, de tres mil pasos de fachada, se elevaba hasta las nubes. La plataforma estaba rodeada por una balaustrada de mármol blanco de cincuenta pies de altura que sostenía estatuas colosales de todos los reyes y próceres del imperio. Dicha plataforma, compuesta de dos hileras de ladrillos cubiertos por una espesa capa de plomo de un extremo a otro, sostenía doce pies de tierra; y sobre aquella tierra se habían levantado bosques de olivos, naranjos, limoneros, palmeras, claveros, cocoteros y canelos que formaban avenidas impenetrables a los rayos del sol.
Las aguas del Éufrates, elevadas mediante bombas por cien columnas huecas, llegaban hasta el jardín para llenar amplios estanques de mármol y, cayendo luego por otros canales, iban a formar en el parque cascadas de seis mil pies de longitud y cien mil surtidores, cuya altura apenas podía alcanzarse. Los jardines de Semíramis, que asombraron al Asia varios siglos más tarde, no eran sino una pálida imitación de aquellas antiguas maravillas; pues en tiempos de Semíramis todo empezaba a degenerar, tanto entre los hombres como entre las mujeres.
Pero lo más admirable que había en Babilonia, lo que eclipsaba todo el resto, era la hija única del rey, llamada Formosante.
Tomando modelo en sus retratos y en sus estatuas Praxiteles esculpió, pasados los siglos, su Afrodita y la que llamaron Venus de las bellas nalgas. ¡Qué diferencia, oh cielos, entre el original y las copias! Por tal motivo Belo estaba más orgulloso de su hija que de su reino. Contaba dieciocho años y necesitaba un esposo digno de ella, pero ¿dónde hallarlo? Un antiguo oráculo disponía que Formosante sólo podría pertenecer a quien tensara el arco de Nemrod. Dicho Nemrod, el fuerte cazador ante el Señor, había dejado un arco de siete pies babilónicos de madera de ébano más dura que el hierro del Cáucaso, que se trabaja en las fraguas de Derbent. Y ningún mortal, después de Nemrod, había podido tensar aquel arco maravilloso.
También se decía que el brazo que tensara el arco daría muerte al león más terrible y peligroso que se soltara en el circo de Babilonia. Y no era eso todo: el tensador del arco, el vencedor del león, debía derrotar a todos sus rivales, pero, sobre todo, debía tener mucho ingenio, ser el mejor de los hombres, el más virtuoso y poseer la cosa más rara que existiese en el universo entero.
Se presentaron tres reyes con el ánimo de disputarse a Formosante: el faraón de Egipto, el sha de las Indias y el gran kan de los escitas. Belo señaló el día y el lugar del certamen en un extremo de sus parques, en el amplio espacio rodeado por las aguas del Éufrates y el Tigris reunidas. Se levantó alrededor de la palestra un anfiteatro de mármol para quinientos mil espectadores. Frente al anfiteatro estaba el trono del rey, que debía acudir con Formosante, acompañada de toda la corte; y a derecha e izquierda, entre el trono y el anfiteatro, había otros tronos y sitiales para los tres reyes y para todos los demás soberanos que tuvieran curiosidad por presenciar aquella augusta ceremonia.
El rey de Egipto llegó primero, a caballo del buey Apis y portando el sistro de Isis. Iba seguido de dos mil sacerdotes vestidos con túnicas de lino más blancas que la nieve, dos mil eunucos, dos mil magos y dos mil guerreros.
El rey de las Indias llegó poco después en un carro tirado por doce elefantes. Tenía un séquito más numeroso y más brillante aun que el del faraón de Egipto.
El último en aparecer fue el rey de los escitas. Sólo tenía junto a él escogidos guerreros, armados de arcos y flechas. Su montura era un soberbio tigre que había domesticado, y que era tan alto como los más bellos caballos de Persia. El porte de aquel monarca, imponente y majestuoso, oscurecía el de sus rivales. Sus brazos desnudos, tan nervudos como blancos, parecían tensar ya el arco de Nemrod.
Los tres príncipes se prosternaron en primer lugar ante Belo y Formosante. El rey de Egipto ofreció a la princesa los dos cocodrilos más hermosos del Nilo, dos hipopótamos, dos cebras, dos ratas de Egipto y dos momias, con los libros del gran Hermes, que tenía por la cosa de mayor rareza del mundo.
El rey de las Indias le ofreció cien elefantes, con una torre de madera dorada cada uno, y puso a sus pies el Veda, escrito por la propia mano de Sakya.
El rey de los escitas, que no sabía leer ni escribir, presentó cien caballos de combate cubiertos de gualdrapas de pieles de zorros negros.
La princesa bajó los ojos ante sus pretendientes y se inclinó con una gracia a la par modesta y noble.
Belo hizo que condujeran a los monarcas a los tronos que se les había dispuesto. «¿Por qué no tendré tres hijas?, les dijo. Haría así felices a seis personas en este día.» Luego hizo que sortearan quién probaría primero el arco de Nemrod. Pusieron en un casco de oro los nombres de los tres pretendientes.
Salió primero el del rey de Egipto, luego apareció el del rey de las Indias. El rey escita, contemplando el arco y sus rivales, no se lamentó en absoluto por ser el último.
Mientras preparaban aquellas brillantes pruebas, veinte mil pajes y otras tantas doncellas distribuían ordenadamente refrigerios a los espectadores entre las hileras de asientos. Todos decían que los dioses habían dispuesto que hubiera reyes para dar fiestas todos los días mientras fuesen variadas, que la vida es demasiado corta para gastarla de otro modo, que los juicios, las intrigas, la guerra, las disputas de los sacerdotes, que consumen la vida humana, son cosas absurdas y horribles, que el hombre ha nacido para disfrutar, que no amaría los placeres con tanta pasión y tan de continuo si no estuviera formado para ellos, que la esencia de la naturaleza humana es regocijarse, y que lo demás es locura. Tan excelente moral sólo ha sido desmentida por los hechos.
Cuando iba a iniciarse el certamen que debía decidir el destino de Formosante, se presentó en la barrera un joven desconocido, montado en un unicornio, acompañado de un criado montado de igual forma y que llevaba en el puño un pájaro de regular tamaño. Los guardias quedaron atónitos al ver con aquel acompañamiento a un personaje que tenía el aspecto de la divinidad.
Era, como se ha dicho más tarde, el rostro de Adonis en el cuerpo de Hércules; era la majestad unida a las gracias. Sus negras cejas y sus largos cabellos rubios, mezcla de belleza desconocida en Babilonia, fascinaron a los presentes. Todo el anfiteatro se puso en pie para contemplarlo mejor, todas las damas de la corte fijaron en él sus atónitas miradas. La propia Formosante, que bajaba siempre la vista, la levantó y se sonrojó; los tres reyes palidecieron. Todos los espectadores, comparando a Formosante con el desconocido, exclamaban: «¡No hay en el mundo nadie tan hermoso como la princesa y como lo es ese muchacho!»
Los porteros, presas de asombro, le preguntaron si era rey. El forastero respondió que no tenía tal honor, pero que había venido de muy lejos por curiosidad para ver si había reyes que fueran dignos de Formosante.
Le dejaron pasar a la primera fila del anfiteatro, con su criado, sus dos unicornios y su pájaro. Saludó cortésmente a Belo, a su hija, a los tres reyes y a toda la concurrencia.
Sus dos unicornios se tendieron a sus pies, su pájaro se posó en su hombro y su criado, que llevaba una bolsa, se puso a su lado.
Comenzaron las pruebas. Sacaron de su estuche de oro el arco de Nemrod. El gran maestro de ceremonias, seguido de cincuenta pajes y precedido de veinte trompetas, lo presentó al rey de Egipto, que lo hizo bendecir por sus sacerdotes y, tras apoyarlo en la cabeza del buey Apis, no dudó en alcanzar aquella primera victoria. Bajó al centro de la arena, hizo un intento y agotó sus fuerzas con unas contorsiones que provocaron la risa del anfiteatro e incluso hicieron sonreír a Formosante.
Su limosnero mayor se le acercó y le dijo: «Renunciad, Majestad, a este vano honor, que sólo es de los músculos y de los nervios: triunfaréis en todo lo demás. Venceréis al león, pues tenéis el sable de Osiris. La princesa de Babilonia debe pertenecer al príncipe que tenga mayor ingenio, y vos habéis adivinado enigmas. Debe casarse con el más virtuoso, que sois vos, pues habéis sido educado por los sacerdotes de Egipto. Debe ganar el más generoso y vos habéis dado los dos cocodrilos más bellos y las dos ratas más hermosas que se encuentran en el delta. Poseéis el buey Apis y los libros de Hermes, que son lo más raro del universo. Nadie puede disputaros a Formosante.
—Tenéis razón», dijo el rey de Egipto, y volvió a sentarse en su trono.
Pusieron el arco en las manos del rey de las Indias. Tuvo por el esfuerzo ampollas durante quince días y se consoló presumiendo que el rey de los escitas no sería más afortunado que él.
El escita manejó el arco a su vez. Unió la destreza a la fuerza: pareció que el arco tomaba cierta elasticidad entre sus manos, hizo que se doblara algo, pero no pudo conseguir tensarlo. El anfiteatro, que se había inclinado a favor de aquel príncipe por su buen aspecto, se lamentó de su escaso éxito y juzgó que la bella princesa no se casaría nunca.
Entonces el joven desconocido bajó de un salto a la arena y, dirigiéndose al rey de los escitas le dijo: «No se extrañe Vuestra Majestad por no haber conseguido el empeño. Estos arcos de ébano se hacen en mi país, basta con saber el punto. Tenéis mayor mérito vos al hacer que se doblara que el que pueda tener yo al tensarlo.» Tomó al punto una flecha, la ajustó sobre la cuerda, tensó el arco de Nemrod e hizo volar la flecha mucho más allá de las barreras. Un millón de manos aplaudió aquel prodigio. Babilonia entera fue una aclamación y todas las mujeres decían: «¡Qué suerte que un chico tan guapo tenga tanta fuerza!»
Sacó luego de su bolsillo una laminilla de marfil, escribió en ella con una aguja de oro, ató la tablilla de marfil al arco y lo presentó a la princesa con una gracia que encantaba a todos los asistentes. Luego volvió a sentarse con mucha modestia entre su pájaro y su criado. Babilonia entera estaba boquiabierta; los tres reyes estaban confusos y el desconocido no parecía darse cuenta.
Más asombrada quedó Formosante al leer en la tablilla de marfil atada al arco estos versos en cuidada lengua caldea:
El arco de Nemrod es el arco de la guerra,
El arco del amor es el de la felicidad.
Vos lo lleváis. Por vos el dios vencedor
Se ha convertido en dueño de la tierra.
Tres poderosos reyes, al presente rivales,
Osan alcanzar el honor de agradaros:
A quien prefiere vuestro corazón ignoro,
Más el universo estará celoso de él.
Aquel madrigal no desagradó a la princesa. Fue criticado por varios caballeros de la antigua corte, que dijeron que antes, en los buenos tiempos, se habría comparado a Belo con el sol y a Formosante con la luna, a su cuello con una torre y a su seno con un celemín de trigo. Dijeron que el forastero no tenía ni pizca de imaginación y que se apartaba de las reglas de la verdadera poesía. Pero todas las damas encontraron los versos muy galantes. Quedaron maravilladas de que un hombre que tensaba tan bien un arco tuviera tanto ingenio. La camarera mayor de la princesa le dijo: «Señora, cuánto talento perdido. ¿De qué le servirán a ese mozo su ingenio y el arco de Nemrod? —Para hacerse admirar, respondió Formosante. —¡Ah!, añadió la camarera entre dientes, un madrigal más y bien podría hacerse querer.»
Mientras tanto Belo, tras consultar con sus magos, declaró que aunque no hubiese podido ninguno de los tres reyes tensar el arco de Nemrod, no por eso iba a dejar a su hija sin casar, y que sería de quien lograra dar muerte al gran león que cebaban a posta en su casa de fieras. El rey de Egipto, a quien habían educado en toda la prudencia de su país, juzgó que era en extremo ridículo exponer un rey a las fieras para casarlo. Admitía que la posesión de Formosante era un alto premio, pero pretendía que si el león lo mataba no podría casarse nunca con la bella babilonia.
El rey de las Indias compartió la opinión del egipcio; ambos llegaron a la conclusión de que el rey de Babilonia se burlaba de ellos, que debían llamar a sus ejércitos para castigarlo. Tenían bastantes súbditos que se sentirían muy honrados en morir al servicio de sus señores sin que les costara un cabello a sus sagradas testas, que destronarían fácilmente al rey de Babilonia y luego echarían a suertes a la hermosa Formosante.
Firmado el acuerdo, ambos reyes enviaron a su país la orden de reunir un ejército de trescientos mil hombres para raptar a Formosante.
Mientras tanto el rey de los escitas bajó solo a la arena, armado de su cimitarra. No es que estuviera perdidamente prendado de los encantos de Formosante. La gloria había sido hasta entonces su única pasión y le había conducido a Babilonia. Quería mostrar que si los reyes de las Indias y de Egipto habían sido lo bastante prudentes como para no comprometerse con unos leones, él era lo bastante atrevido para no desdeñar aquel combate, y repararía así el honor de la corona. Su valor poco común no le permitió servirse siquiera del auxilio de su tigre. Avanza solo, con pocas armas, cubierto con un casco de acero con adornos de oro y un penacho de tres colas de caballo blancas como la nieve.
Sueltan ante él al más gigantesco león que se haya jamás criado en las montañas del Antilíbano. Sus terribles garras parecían capaces de destrozar a los tres reyes al tiempo y sus enormes fauces de devorarlos. Sus horribles rugidos resonaban en el anfiteatro. Los dos fieros contendientes se lanzan uno contra otro en rápida carrera. El valeroso escita hunde su espada en las fauces del león, pero la punta, yendo a parar a uno de esos grandes dientes que nada puede atravesar, se rompe en pedazos y el monstruo de los bosques, enfurecido por la herida, hundía ya sus ensangrentadas uñas garras en los costados del monarca.
El joven desconocido, apenado por el peligro que corría tan valeroso príncipe, se arroja a la arena más pronto que el rayo; corta la cabeza del león con la misma destreza con que se ha visto luego en nuestros torneos a diestros caballeros ensartar cabezas de moro o anillas.
Luego, sacando una cajita, la presentó al rey escita diciendo: «Vuestra Majestad encontrará en esta cajita el verdadero díctamo que crece en mi país. Vuestras gloriosas heridas sanarán en un instante. Sólo el azar os ha impedido vencer al león, pero no por ello vuestro arrojo es menos admirable.»
El rey escita, más proclive a la gratitud que a la envidia, dio las gracias a su salvador y, tras haberle abrazado tiernamente, volvió a su cuartel para aplicar el díctamo a sus heridas.
El desconocido dio la cabeza del león a su criado; éste, tras lavarla en la gran fuente que se hallaba a los pies del anfiteatro, y haber vaciado toda la sangre, sacó un hierro de su bolsa, arrancó los cuarenta dientes del león y puso en su lugar cuarenta diamantes de igual grosor.
Su amo, con su ordinaria modestia, volvió a su asiento. Diole la cabeza del león a su pájaro y le dijo: «Hermoso pájaro, id a depositar a los pies de Formosante este pequeño obsequio. » Partió el pájaro llevando en una de sus garras el terrible trofeo; lo presentó a la princesa inclinando humildemente el cuello y echándose ante ella. Los cuarenta brillantes dejaron maravillados a los presentes. Todavía no se conocía aquel prodigio en la soberbia Babilonia: la esmeralda, el topacio, el zafiro y el piropo eran considerados aún los más preciados ornamentos. Belo y toda su corte quedaron prendados de admiración. El pájaro que ofrecía aquel presente los sorprendió aún más. Era de la altura de un águila, pero sus ojos eran tan dulces como los del águila son fieros y amenazadores. Su pico era de color de rosa y parecía tener un no sé qué de la hermosa boca de Formosante. Su cuello reunía todos los colores del arco iris, aunque más vivos y brillantes. El oro, en mil matices, brillaba en su plumaje. Sus pies parecían una mezcla de plata y púrpura, y la cola de los hermosos pájaros que se enganchó más tarde al carro de Juno no se acercaba a la suya.
La atención, la curiosidad, el asombro y el éxtasis de toda la corte se dividían entre los cuarenta diamantes y el pájaro. Se había posado en la balaustrada, entre Belo y su hija Formosante, que lo alababa, lo acariciaba y lo besaba. Parecía recibir sus caricias con una mezcla de placer y respeto. Cuando la princesa le daba un beso se lo devolvía y la miraba luego con ojos tiernos. Recibía de sus manos galletas y alfóncigos, que tomaba con su pata purpúrea y plateada y llevaba a su pico con una gracia que no se puede expresar.
Belo, que había contemplado los diamantes con atención, pensó que una de sus provincias apenas podría pagar un presente tan rico. Ordenó que se prepararan para el desconocido obsequios de mayor magnificencia que los que estaban destinados a los tres monarcas. «Ese mozo, decía, es sin duda hijo del rey de la China, o de esa parte del mundo que llaman Europa, de la que he oído hablar, o de África, que es, según dicen, vecina del reino de Egipto.»
Envió al punto a su caballerizo mayor a que cumplimentara al desconocido y a que le preguntara si era soberano o hijo de soberano de alguno de aquellos imperios y por qué, si poseía tan asombrosos tesoros, había acudido con un criado y una bolsa.
Mientras el caballerizo mayor se dirigía al anfiteatro para cumplir su cometido, llegó otro criado montado en un unicornio. Dicho criado, dirigiendo la palabra al mozo, le dijo: «Vuestro padre Orinar se acerca al fin de sus días y he venido para avisaros.» El desconocido levantó los ojos al cielo, dejó escapar unas lágrimas y contestó con una sola palabra: «Vámonos.»
El caballerizo mayor, tras haber expresado los saludos de Belo al vencedor del león, al dador de los cuarenta diamantes, al dueño del hermoso pájaro, preguntó al criado de qué reino era soberano el padre de aquel joven héroe. Respondió el criado: «Su padre es un anciano pastor muy querido en la comarca.»
En el tiempo de aquella breve conversación el desconocido había montado ya en su unicornio. Dijo al caballerizo mayor: «Señor, os ruego que me pongáis a los pies de Belo y de su hija. Me atrevo a suplicarle que cuide del pájaro que le dejo: es único como ella.» Al concluir aquellas palabras partió como un rayo; sus dos criados lo siguieron y pronto se perdieron de vista.
Formosante no pudo contener un gran grito. El pájaro, volviéndose hacia el anfiteatro donde había estado sentado su dueño, parecía muy afligido al no verlo ya. Luego, mirando fijamente a la princesa y frotando suavemente su mano con su pico, parecía entregarse a su servicio.
Belo, más asombrado que nunca, no podía creer que aquel mozo tan extraordinario fuera hijo de un pastor. Hizo que corrieran tras él, pero pronto le informaron que no podía darse alcance a los unicornios sobre los que aquellos tres hombres cabalgaban, y que al paso que iban debían hacer cien leguas al día.
II
Todos comentaban aquel extraño suceso y se agotaban en vanas conjeturas. ¿Cómo podía el hijo de un pastor regalar cuarenta diamantes de aquel tamaño? ¿Por qué iba montado en un unicornio? No hallaban respuesta y Formosante, acariciando a su pájaro, se hallaba sumida en un profundo ensueño.
Su prima hermana la princesa Aldea, muy bien formada y casi tan hermosa como Formosante, le dijo: «Prima, no sé si ese joven semidiós es hijo de un pastor, pero me parece que ha cumplido todos los requisitos señalados para vuestra boda. Ha tensado el arco de Nemrod, ha vencido al león y tiene mucho ingenio, pues ha hecho para vos un hermoso poema de repente. Después de los cuarenta enormes diamantes que os ha regalado, no negaréis que no sea el más generoso de los hombres. Poseía con su pájaro lo más raro que existe en la tierra. Su virtud no tiene igual, ya que, pudiendo quedarse junto a vos ha marchado sin dudarlo al saber que su padre estaba enfermo. El oráculo se ha cumplido en todos sus puntos, excepto en el que exige que venza a sus rivales; pero ha hecho más, ha salvado la vida del único competidor al que podía temer, y cuando se trate de vencer a los otros dos, creo que no podéis dudar de que lo consiga con suma facilidad.
—Todo cuanto decís es muy cierto, replicó Formosante, pero ¿será posible que el mejor de los hombres y tal vez el más amable sea hijo de un pastor?»
La camarera mayor, entrando en la conversación, dijo que muy a menudo la palabra pastor se aplicaba a los reyes, que los llamaban pastores porque esquilan sus rebaños, que sin duda habría sido una broma del criado, que aquel joven héroe habría llegado tan mal acompañado para mostrar que su mérito estaba por encima del fasto de los reyes y para que sólo a sí mismo debiera él tener a Formosante. La princesa respondió solamente dando a su pájaro mil cariñosos besos.
Mientras tanto prepararon un gran festín para los tres reyes y todos los príncipes que habían acudido a la fiesta. La hija y la sobrina del rey debían hacer los honores. Llevaron a los reyes presentes dignos de la magnificencia de Babilonia. Mientras esperaba que sirvieran Belo reunió a su consejo para tratar el matrimonio de su hija y habló así, como gran político que era:
«Soy viejo, no sé qué hacer ni a quién entregar a mi hija. El que la merecería no es más que un vil pastor. El rey de las Indias y el de Egipto son unos poltrones; el rey de los escitas me convendría pero no ha cumplido ni una de las condiciones impuestas. Voy a consultar una vez más el oráculo. En la espera, deliberad y concluiremos según lo que diga el oráculo, pues un rey sólo debe guiarse por la orden expresa de los dioses inmortales.»
Fue entonces a su capilla y el oráculo le respondió, como era su costumbre, con pocas palabras: Tu hija no se casará hasta que haya corrido el mundo. Belo, atónito, volvió al consejo y comunicó la respuesta.
Todos los ministros sentían profundo respeto por los oráculos; todos estaban de acuerdo, o fingían estarlo, en que eran la base de la religión, que la razón debe callar ante ellos, que gracias a ellos los reyes gobiernan a los pueblos y los magos a los reyes, que sin los oráculos no habría virtud ni reposo en la tierra. Finalmente, tras haber testimoniado la más profunda veneración por ellos, llegaron casi todos a la conclusión de que aquél era impertinente y que no había que obedecerlo, que no había nada más indecente para una doncella, y sobre todo si era hija del gran rey de Babilonia, que ir a correr sin saber adónde, que era la mejor manera de no casarse o de hacer una boda clandestina, vergonzosa y ridícula, que, en una palabra, aquel oráculo no tenía sentido común.
El ministro más joven, llamado Onadase, que tenía más talento que los demás, dijo que el oráculo se refería sin duda a alguna peregrinación devota y que se ofrecía para ser acompañante de la princesa. El consejo fue de su opinión, pero todos querían hacer de escuderos. El rey decidió que la princesa podría ir a trescientas parasangas en el camino de Arabia, a un templo cuyo santo tenía fama de conseguir felices casamientos a las doncellas, y que sería el decano del consejo quien la acompañara. Tras aquella decisión se fueron a cenar.
III
En medio de los jardines, entre las cascadas, se elevaba un salón ovalado de trescientos pies de diámetro, cuya bóveda azul sembrada de estrellas representaba todas las constelaciones con los planetas, cada una en el lugar que le correspondía, y aquella bóveda giraba al igual que el cielo gracias a unas tramoyas tan invisibles como las que dirigen los movimientos celestes. Cien mil antorchas, encerradas en cilindros de cristal de roca, iluminaban el exterior y el interior del comedor.
Un aparador en gradas contenía veinte mil fuentes de oro y frente al aparador otras gradas estaban ocupadas por músicos. Otros dos anfiteatros estaban repletos de frutas de todas las estaciones y de ánforas de cristal donde brillaban todos los vinos de la tierra.
Los comensales tomaron asiento en una mesa de compartimientos que representaban flores y frutos, todo en piedras preciosas. La bella Formosante se colocó entre el rey de las Indias y el de Egipto, la hermosa Aldea junto al rey de los escitas. Había una treintena de príncipes, cada uno junto a una de las más hermosas damas de palacio. El rey de Babilonia en el centro, frente a su hija, parecía dividido entre el pesar por no haber podido casarla y el placer de tenerla todavía junto a sí. Formosante le pidió licencia para poner a su pájaro en la mesa a su lado. El rey lo encontró muy acertado.
La música, que comenzó a sonar, dio plena libertad a cada príncipe para conversar con su vecina. El festín resultó agradable y magnífico al tiempo. Habían servido ante Formosante un guiso muy del agrado del rey su padre. La princesa dijo que debían presentarlo primero a Su Majestad; al punto el pájaro asió la fuente con maravillosa destreza y fue a presentarla al rey. Nunca se produjo tamaño asombro en la mesa. Belo lo acarició tanto como su hija. El pájaro levantó luego el vuelo para regresar junto a ella. Desplegaba al volar una cola tan hermosa, sus alas extendidas mostraban tan brillantes colores, el oro de su plumaje despedía un centelleo tan deslumbrante que todas las miradas estaban fijas en él. Los músicos dejaron de tocar y permanecieron inmóviles. Nadie comía, nadie hablaba, sólo se oía un murmullo de admiración. La princesa de Babilonia lo estuvo besando durante toda la cena, sin pensar siquiera que había reyes en el mundo. El de las Indias y el de Egipto sintieron aumentar su despecho e indignación y cada uno se prometió que forzaría la marcha de sus trescientos mil hombres para vengarse.
En cuanto al rey de los escitas, estaba ocupado dando conversación a la hermosa Aldea. Su altivo corazón, despreciando sin despecho los desdenes de Formosante, había concebido hacia ella más indiferencia que resentimiento. «Es hermosa, decía, lo admito; pero me parece una de esas mujeres ocupadas sólo de su belleza y que piensan que el género humano debe de estarles agradecido cuando se dignan aparecer en público. En mi país no adoramos ídolos. Preferiría una mujer fea, complaciente y atenta a esa hermosa estatua. Señora, vos tenéis tantos encantos como ella y os dignáis dar conversación a los forasteros. Con la franqueza de un escita os confieso que os doy la preferencia sobre vuestra prima.» Se equivocaba sin embargo en cuanto al carácter de Formosante: no era tan desdeñosa como le parecía, pero el cumplido fue muy bien recibido por la princesa Aldea. Su conversación se hizo muy interesante: estaban muy contentos y seguros ya uno del otro antes de levantarse de la mesa.
Tras la cena fueron a pasear por los bosques. El rey de los escitas y Aldea no dejaron de buscar un rincón solitario. Aldea, que era la franqueza personificada, habló así a aquel príncipe:
«No odio en absoluto a mi prima, aunque sea más hermosa que yo y esté destinada al trono de Babilonia: el honor de agradaros es mi mayor atractivo. Prefiero la Escitia con vos a la corona de Babilonia sin vos. Pero tal corona me pertenece por derecho, si derechos hay en el mundo, pues pertenezco a la rama primogénita de Nemrod y Formosante es de la segundona. Su abuelo destronó al mío y ordenó que lo mataran.
—¡Cómo es la fuerza de la sangre en la casa de Babilonia!, exclamó el escita. ¿Cómo se llamaba vuestro abuelo? —Se llamaba como yo. Mi padre tenía el mismo nombre: fue confinado con mi madre en un rincón del imperio y Belo, tras su muerte, no temiendo nada de mí quiso educarme con su hija. Pero ha decidido que no me tengo que casar.
—Quiero vengaros a vos, a vuestro padre y a vuestro abuelo, dijo el rey de los escitas. Os garantizo que os casaréis. Os raptaré pasado mañana, pues mañana tengo que almorzar con el rey de Babilonia, y volveré para defender vuestros derechos con un ejército de trescientos mil hombres. —Lo apruebo», dijo la hermosa Aldea. Y tras darse su palabra de honor se separaron.
Hacía ya mucho tiempo que la sin par Formosante se había ido a acostar. Había hecho que colocaran junto a su cama un naranjo en una caja de plata para que se posara su pájaro. Tenía las cortinas echadas, pero ningún deseo de dormir. Su corazón y su imaginación estaban demasiado despiertos. El gentil desconocido se aparecía ante sus ojos: lo veía disparando una flecha con el arco de Nemrod, lo contemplaba cortando la cabeza al león, recitaba su madrigal, y al final lo veía huir de la multitud, montado en su unicornio. Entonces prorrumpía en sollozos y gritaba entre lágrimas: «Ya no lo veré más, no volverá.
—Si volverá, señora, le respondió el pájaro desde lo alto de su naranjo; ¿puede uno haberos visto y no volver a veros?
—¡Oh, cielos! ¡Oh, potencias eternas! ¡Mi pájaro habla perfecto caldeo!» Diciendo estas palabras, corre las cortinas, tiende sus brazos hacia él, se arrodilla en la cama: «¿Sois acaso un dios bajado a la tierra? ¿Sois el gran Ormuz oculto bajo ese hermoso plumaje? Si sois un dios, devolvedme a ese apuesto mozo.
—Sólo soy un volátil, respondió el otro, pero nací en los tiempos en que todos los animales hablaban y los pájaros, las serpientes, las burras, los caballos y los grifos conversaban familiarmente con los hombres. No he querido hablar ante la gente por miedo a que vuestras camareras me tomaran por brujo: sólo a vos quiero abrirme.»
Formosante, atónita, fuera de sí, embriagada por tantas maravillas, agitada por el deseo de hacerle cien preguntas a un tiempo, le pidió primero qué edad tenía. «Veintisiete mil novecientos años y seis meses, señora. Soy de la época de la pequeña revolución del cielo que vuestros magos llaman la precesión de los equinoccios, y que se realizó en unos veintiocho mil años de los vuestros. Hay revoluciones infinitamente más largas, por lo que tenemos seres mucho más viejos que yo. Hace veintidós mil años aprendí el caldeo en uno de mis viajes. Siempre me gustó mucho la lengua caldea; pero los demás animales, mis congéneres, han renunciado a hablar en vuestros países. —¿Y eso por qué, divino pájaro? —¡Ay! Porque los hombres tienen la costumbre de comernos en lugar de charlar e instruirse con nosotros. ¡Bárbaros! No se daban cuenta de que al tener los mismos órganos que ellos, los mismos sentimientos, las mismas necesidades, los mismos deseos teníamos lo que se llama alma igual que ellos? ¿Que éramos sus hermanos y que sólo hay que asar y comer a los malvados? Hasta tal punto somos hermanos vuestros que el gran Ser, el Ser eterno y creador, al hacer un pacto con los hombres nos incluyó expresamente en el tratado. Os prohibió alimentaros con nuestra sangre y a nosotros sorber la vuestra.
»Las fábulas de vuestro antiguo Locman, traducidas a tantas lenguas, serán testimonio eterno del feliz comercio que en otro tiempo mantuvisteis con nosotros. Todas empiezan con estas palabras: En los tiempos en que los animales hablaban. Es cierto que hay muchas mujeres que les hablan siempre a sus perros, pero éstos resolvieron no responder desde que les forzaron a latigazos a ir de caza y a ser cómplices de la muerte de nuestros antiguos amigos comunes los ciervos, los gamos, las liebres y las perdices. Tenéis todavía antiguos poemas en los que los caballos hablan y los cocheros les dirigen la palabra a diario; pero de un modo tan grosero y pronunciando tan infames palabras que los caballos, que antes os amaban, hoy os detestan.
»El país en el que vive vuestro encantador desconocido, el más perfecto de los hombres, resulta ser el único en el que vuestra especie sabe querer a la nuestra y hablarle, y el único país de la tierra en el que los hombres son justos.
—¿Y dónde está el país de mi querido desconocido? ¿Cuál es el nombre de este héroe? ¿Cómo se llama su imperio? Pues creeré lo mismo que es un pastor como que vos sois un murciélago. —Su país, señora, es el de los gangáridas, pueblo virtuoso e invencible que vive en la orilla oriental del Ganges. El nombre de mi amigo es Amazán. No es rey y dudo que quisiera rebajarse a serlo; ama demasiado a sus compatriotas y es pastor como ellos. Pero no os vayáis a imaginar que esos pastores se parecen a los vuestros, los cuales, cubiertos apenas con harapos, guardan ovejas infinitamente mejor vestidas que ellos, gimen bajo el peso de la pobreza y pagan a un recaudador de impuestos la mitad del miserable sueldo que reciben de sus amos. Los pastores gangáridas, nacidos iguales, son dueños de rebaños innumerables que cubren sus prados eternamente floridos. Nunca los matan: es un horrible crimen para el Ganges matar y comer a su semejante. Su lana, más fina y brillante que la seda más hermosa, es el mayor objeto de comercio de oriente. Además, la tierra de los gangáridas produce cuanto puedan apetecer los deseos del hombre. Esos diamantes que Amazán ha tenido el honor de ofreceros son de una mina de su propiedad. Ese unicornio que le habéis visto montar es la cabalgadura ordinaria de los gangáridas. Es el animal más hermoso, más fiero, más terrible y más manso que adorna la tierra. Bastarían cien gangáridas y cien unicornios para aniquilar ejércitos innumerables. Hará dos siglos un rey de las Indias concibió la locura de querer conquistar aquella nación: se presentó seguido de diez mil elefantes y un millón de guerreros. Los unicornios atravesaron a los elefantes, como he visto en vuestra mesa alondras ensartadas en pinchos de oro. Los guerreros caían bajo el sable de los gangáridas como cosechas de arroz cortadas por las manos de los pueblos de oriente. El rey cayó prisionero, con más de seiscientos mil hombres. Lo bañaron en las salutíferas aguas del Ganges y lo pusieron al régimen del país, consistente en alimentarse solamente de vegetales prodigados por la naturaleza para alimentar cuanto respira. Los hombres que se alimentan de carne y beben licores fuertes tienen todos una sangre agria y adusta que los enloquece de cien modos diferentes. Su principal demencia consiste en verter la sangre de sus hombres y devastar fértiles llanuras para reinar en cementerios. Se emplearon seis meses enteros para curar al rey de las Indias de su enfermedad. Cuando los médicos opinaron que tenía el pulso más tranquilo y el espíritu más asentado extendieron un certificado para el consejo de los gangáridas. Dicho consejo, oído el parecer de los unicornios, envió amablemente a su país al rey de las Indias, a su necia corte y a sus imbéciles guerreros. Aquella lección los volvió cuerdos y desde aquel tiempo los indios respetaron a los gangáridas, así como los ignorantes que quieren instruirse respetan entre vosotros a los filósofos caldeos, a los que no pueden igualar. —A propósito, querido pájaro, le dijo la princesa, ¿existe alguna religión entre los gangáridas? —¿Si existe? Señora, nos reunimos para dar gracias a Dios los días de plenilunio, los hombres en un gran templo de cedro, las mujeres en otro, para evitar distracciones, todos los pájaros en un bosque y los cuadrúpedos en un hermoso prado. Damos gracias a Dios por todas las bondades que nos ha prodigado. Tenemos sobre todo unos loros que predican de maravilla.
»Ésa es la patria de mi querido Amazán, ahí vivo yo; tengo tanta amistad por él como amor os ha inspirado. Si os parece, viajaremos juntos para ir a visitarlo.
—A decir verdad, lindo oficio tenéis, replicó sonriendo la princesa, que ardía en deseos de hacer el viaje pero no se atrevía a decirlo.
—Sirvo a mi amo, dijo el pájaro; y, después de la dicha de amaros, la mayor es la de favorecer vuestros amores.»
Formosante no sabía dónde se hallaba, se creía transportada fuera de la tierra. Todo cuanto había visto en aquel día, todo cuanto estaba viendo, todo cuanto oía y sobre todo lo que sentía en su corazón la sumía en un arrebato muy superior al que sienten en la actualidad los afortunados musulmanes cuando, desprovistos de sus bienes terrenales, se ven en el noveno cielo en brazos de sus huríes, rodeados y penetrados por la gloria y la dicha celestiales.
IV
La princesa pasó toda la noche hablando de Amazán. Lo llamaba únicamente su pastor y desde entonces los nombres de pastor y de amante se emplean indistintamente en algunas naciones.
Ora preguntaba al pájaro si Amazán había tenido otras amantes. Respondíale que no y ella no cabía en sí de dicha. Ora quería saber cómo pasaba su vida y se enteraba, entusiasmada, que la empleaba en hacer el bien, cultivar las artes, descubrir los secretos de la naturaleza y perfeccionar su ser. Ora quería saber si el alma de su pájaro era de la misma naturaleza que la de su amante; por qué había vivido casi veintiocho mil años, mientras que su enamorado sólo tenía dieciocho o diecinueve. Hacía cien preguntas por el estilo, a las que el pájaro respondía con una discreción que irritaba su curiosidad. El sueño cerró por fin sus ojos y abandonó a Formosante a la dulce ilusión de los sueños enviados por los dioses, que superan a veces la propia realidad y apenas pueden ser explicados por toda la filosofía de los caldeos.
Formosante se despertó muy tarde. Era ya de día cuando el rey su padre entró en su aposento. El pájaro recibió a Su Majestad con respetuosa cortesía, fue a su encuentro, aleteó, alargó el cuello y volvió a su naranjo. El rey se sentó en la cama de su hija, más bella todavía a causa de sus sueños. Acercó sus barbas a aquel hermoso rostro y, tras darle dos besos, le habló con estas palabras:
«Querida hija, ayer no pudisteis encontrar marido según era mi deseo; sin embargo necesitáis uno, lo exige la salvaguarda de mi imperio. He consultado el oráculo que, como sabéis, no miente jamás y dirige toda mi conducta. Me ha ordenado que os haga recorrer el mundo. Tenéis que viajar. —¡Ah! Al país de los gangáridas, sin duda», dijo la princesa. Y al pronunciar aquellas palabras, que se le habían escapado, notó que había cometido una torpeza. El rey, que no sabía una palabra de geografía, le preguntó qué era eso de gangáridas. La princesa pudo zafarse fácilmente. El rey le hizo saber que debía hacer una peregrinación y que había designado a los componentes de su séquito: el decano de los consejeros de Estado, el limosnero mayor, una camarera, un médico, un boticario y su pájaro, con el servicio conveniente.
Formosante, que nunca había salido del palacio del rey su padre y que hasta el día de los tres reyes y de Amazán había llevado una vida muy insípida en la etiqueta del fasto y la apariencia de los placeres, quedó encantada al tener que hacer una peregrinación. «¿Quién sabe, decía por lo bajo a su corazón, si los dioses no inspirarán a mi joven gangárida el mismo deseo de ir a la misma capilla y si tendré la dicha de volver a ver a mi peregrino?» Dio cariñosamente las gracias a su padre, diciéndole que siempre había tenido secreta devoción por el santo al que la enviaban.
Belo ofreció un excelente banquete a sus huéspedes. Había sólo hombres, gente muy mal avenida: reyes, príncipes, ministros, pontífices, celosos todos unos de otros, midiendo sus palabras, incómodos con sus vecinos y consigo mismo. La comida fue triste, a pesar de lo mucho que se bebió. Las princesas permanecieron en sus aposentos, ocupadas en la partida. Comieron en la intimidad. Formosante fue a pasearse luego por los jardines con su querido pájaro, el cual volaba de árbol en árbol para distraerla mostrando su maravillosa cola y su divino plumaje.
El rey de Egipto, que estaba algo achispado, por no decir ebrio, pidió un arco y flechas a uno de sus pajes. A decir verdad, aquel príncipe era el arquero más torpe de su reino.
Cuando tiraba al blanco el lugar más seguro era el objetivo al que se dirigía. Pero el hermoso pájaro, al volar con tanta rapidez como la flecha, se presentó por sí mismo al golpe y cayó ensangrentado en brazos de Formosante. El egipcio, riéndose con risa necia, se volvió a sus aposentos. La princesa hirió el cielo con sus gritos, se deshizo en llanto, se golpeó las mejillas y el pecho. El pájaro moribundo le dijo en voz baja: «Quemadme y no dejéis de llevar mis cenizas a la Arabia Feliz, al este de la antigua ciudad de Adén o Edén y de exponerlas al sol sobre una hoguera de clavo y de canela.» Tras proferir aquellas palabras expiró. Formosante estuvo mucho tiempo sin sentido y sólo volvió en sí para prorrumpir en sollozos. Su padre, compartiendo su dolor y maldiciendo al rey de Egipto, no dudó de que aquel suceso presagiara un siniestro futuro. Fue enseguida a consultar al oráculo de la capilla. El oráculo respondió: Mezcla de todo: muerte viva, infidelidad y constancia, pérdida y ganancia, calamidad y dicha. Ni él ni su consejo entendieron una palabra, pero estaba satisfecho por haber cumplido con sus deberes de devoción.
Su hija, anegada en llanto, mientras él consultaba el oráculo hizo que se rindieran al pájaro las honras fúnebres que había ordenado y resolvió llevarlo a Arabia aun con peligro de su vida. Lo quemaron en lino incombustible con el naranjo sobre el que había dormido, y la princesa recogió sus cenizas en una pequeña urna de oro, cubierta de carbunclos y diamantes que sacaron de las fauces del león. ¡Ojalá hubiese podido quemar vivo al detestable rey de Egipto en lugar de cumplir con aquel funesto deber! No deseaba otra cosa. En su despecho hizo matar a los dos cocodrilos, los dos hipopótamos, las dos cebras y las dos ratas, e hizo arrojar al Éufrates las dos momias; de haber tenido el buey Apis tampoco se habría salvado.
El rey de Egipto, ultrajado por aquella afrenta, partió inmediatamente para hacer avanzar a sus trescientos mil hombres. El rey de las Indias, viendo que su aliado se marchaba, volvióse el mismo día con el firme propósito de unir sus trescientos mil indios al ejército egipcio. El rey de Escitia se fue por la noche con la princesa Aldea, resuelto a volver a luchar por ella a la cabeza de trescientos mil escitas y devolverle la herencia de Babilonia que le era debida, pues descendía de la rama primogénita.
Por su parte la hermosa Formosante se puso de camino a las tres de la madrugada con su caravana de peregrinos, confiando en que podría ir hasta Arabia para ejecutar la última voluntad de su pájaro y que la justicia de los dioses inmortales le devolvería a su querido Amazán, sin el cual no podía vivir.
De este modo, el rey de Babilonia no encontró a nadie al despertar. «¡Hay que ver cómo terminan las grandes fiestas y qué asombroso vacío dejan en el alma cuando ha pasado el estrépito!», exclamó. Pero montó en una cólera verdaderamente real cuando supo que habían raptado a la princesa Aldea. Dio orden de que despertaran a todos sus ministros y de que se reuniera el consejo. Mientras esperaba su llegada no dejó de consultar su oráculo; pero sólo pudo sacarle estas palabras, tan célebres luego en todo el universo: Cuando no se casa a las muchachas se casan ellas solas.
Al punto dio orden de que trescientos mil hombres marcharan contra el rey de los escitas. La guerra más terrible estaba encendida por todas partes y era el resultado de los placeres de la fiesta más hermosa que nunca se había dado en la tierra. El Asia iba a ser asolada por cuatro ejércitos de trescientos mil combatientes cada uno. Queda claro que la guerra de Troya, que asombró al mundo varios siglos más tarde, no era en comparación más que un juego de niños. Pero debe considerarse también que en la disputa de los troyanos sólo se trataba de una vieja bastante descocada que se había hecho raptar dos veces, mientras que aquí el caso era de dos doncellas y un pájaro.
El rey de las Indias iba a esperar a su ejército en el amplio y magnífico camino que conducía entonces en línea recta de Babilonia a Cachemira. El rey de los escitas corría con Aldea por el hermoso camino que conducía al monte Emaús. Todos estos caminos desaparecieron más tarde por causa del mal gobierno. El rey de Egipto había marchado hacia occidente y bordeaba el pequeño mar Mediterráneo, que los ignorantes de los hebreos llamaron luego el Gran mar.
En cuanto a la hermosa Formosante, seguía el camino de Basora, plantado de altas palmeras que proporcionaban eterna sombra y frutos en todas las estaciones. El templo al que iba en peregrinación se hallaba en la propia Basora. El santo al que habían dedicado aquel templo era poco más o menos del estilo del que luego se adoró en Lampsaco. No sólo facilitaba maridos a las doncellas sino que muy a menudo hacía las veces de marido. Era el santo más célebre de toda Asia.
A Formosante le importaba poco el santo de Basora, sólo invocaba a su querido pastor gangárida, a su hermoso Amazán. Contaba con embarcar en Basora y entrar en la Arabia Feliz para hacer lo que el pájaro muerto había ordenado.
En la tercera noche, no bien hubo entrado en una posada en la que sus aposentadores le habían preparado alojamiento, supo que el rey de Egipto se hallaba también allí. Sabedor de la marcha de la princesa por sus espías, había cambiado inmediatamente de ruta, seguido de numerosa escolta. Llega, hace colocar centinelas en todas las puertas, sube al aposento de la hermosa Formosante y le dice: «Señorita a vos os buscaba. Me habéis hecho muy poco caso cuando estaba en Babilonia; es justo castigar a las desdeñosas y a las caprichosas. Tendréis, pues, la bondad de cenar conmigo esta noche, mi cama será la vuestra y haré con vos lo que me plazca.»
Formosante advirtió que no era la más fuerte; sabía que el buen tino consiste en adaptarse a la situación. Así que tomó el partido de librarse del rey de Egipto mediante una treta inocente. Lo miro de soslayo, eso que varios siglos más tarde se ha dado en llamar de reojo, y le habló de este modo, con una modestia, una gracia, un candor, un recato y un cúmulo de encantos que habrían hecho enloquecer al más cuerdo y cegado al más clarividente:
«Admito, Señor, que siempre bajé los ojos ante vos cuando le hicisteis el honor a mi padre el rey de ir a su palacio. Temía a mi corazón, temía a mi ingenua sencillez: me espantaba el que mi padre y vuestros rivales advirtieran la preferencia que os daba y que tanto merecéis. Puedo ahora dar rienda suelta a mis sentimientos. Juro por el buey Apis que es, después de vos, lo que más respeto en el mundo, que vuestras proposiciones me han entusiasmado. Ya he cenado una vez con vos en el palacio de mi padre; muy bien puedo cenar aquí sin que él esté presente. Lo único que os pido es que vuestro limosnero mayor beba con nosotros, me pareció en Babilonia un comensal muy locuaz. Tengo un vino de Chiraz excelente y quiero que ambos lo probéis. En cuanto a la segunda proposición, es muy tentadora, pero una doncella bien nacida no debe hablar de eso; os bastará saber que os considero el mayor de los reyes y el más amable de los hombres.»
Aquellas palabras trastornaron al rey de Egipto. Aceptó de buen grado que el limosnero fuera tercero. «Debo pediros otro favor, dijóle la princesa, permitid que mi boticario venga a verme. Las doncellas solemos tener pequeñas molestias que exigen ciertos cuidados, como vapores, palpitaciones, cólicos, ahogos, que conviene vigilar en determinadas circunstancias; en una palabra, tengo urgente necesidad de mi boticario y espero que no me negaréis esta pequeña prueba de amor.
—Señorita, respondióle el rey de Egipto, aunque un boticario tenga intenciones opuestas precisamente a las mías y el objeto de su arte sea contrario al del mío, no puedo negaros una petición tan justa. Ordenaré que venga a veros mientras esperamos la cena. Supongo que debéis estar cansada después del viaje, tal vez tendréis necesidad de una doncella: podéis llamar a la que más os agrade. Esperaré vuestras órdenes y vuestra comodidad.» Se retiró y llegaron el boticario y la doncella, llamada Irla. La princesa tenía plena confianza en ella. Le ordenó que trajera seis botellas de vino de Chiraz para la cena y que hiciera beber otras tantas a los centinelas que tenían custodiados a los oficiales de su escolta. Luego encomendó al boticario que pusiera en las botellas ciertas drogas de su farmacia que hacían dormir veinticuatro horas y que siempre llevaba consigo. Fue puntualmente obedecida. El rey regresó con el limosnero mayor al cabo de media hora: la cena resultó muy animada, el rey y el sacerdote vaciaron las seis botellas y reconocieron que en Egipto no había vino como aquél. La doncella cuidó de que también bebieran los criados que habían servido en la mesa. La princesa se guardó mucho de probarlo, pretextando que su médico la había puesto a régimen. Todos quedaron pronto dormidos.
El limosnero del rey de Egipto tenía la barba más hermosa que puede llevar un hombre de su condición. Formosante se la cortó con gran destreza y tras coserla a una cintita se la ató a la barbilla. Se puso la túnica del sacerdote y todos los distintivos de su dignidad y vistió a su doncella de sacristán de la diosa Isis. Una vez provista de la urna y de sus alhajas salió de la posada por entre los centinelas, que dormían como su señor. La criada había hecho disponer dos caballos en la puerta. La princesa no podía llevar consigo a ninguno de los soldados de su escolta, pues habrían sido detenidos por la guardia.
Formosante e Irla pasaron por entre las hileras de soldados los cuales, tomando a la princesa por el gran sacerdote, la llamaban Reverendísimo padre y le pedían su bendición. Las dos fugitivas llegaron en veinticuatro horas a Basora antes de que el rey despertara. Se despojaron entonces de su disfraz, que hubiese podido infundir sospechas. Fletaron a toda prisa un navío que las llevó, por el estrecho de Ormuz, a las hermosas costas de Edén, en la Arabia Feliz. A ese Edén, cuyos afamados jardines se convirtieron más tarde en el lugar de los justos: fueron modelo de los Campos Elíseos, del jardín de las Hespérides y del de las islas Afortunadas. Pues en los climas cálidos los hombres imaginaron la mayor beatitud entre las sombras y el murmullo de las aguas. Vivir eternamente en el cielo con el Ser Supremo o ir a pasear por un jardín fue lo mismo para los hombres, que hablan siempre sin comprenderse y que todavía no han podido tener ideas claras ni expresiones apropiadas.
No bien hubo pisado la princesa aquellas tierras, su primer cuidado fue rendir a su pájaro las honras fúnebres que le había exigido. Sus hermosas manos dispusieron un montoncito de leña de clavo y de canela.
Cuál no sería su sorpresa cuando, al esparcir las cenizas del pájaro sobre la leña, ésta se encendió por sí misma. Todo se consumió en un instante. En lugar de cenizas apareció un gran huevo del que salió su pájaro, más brillante que nunca. Fue uno de los mejores instantes de la vida de la princesa; sólo otro podía serle más agradable: lo deseaba, pero no contaba conseguirlo.
«Ahora veo, le dijo al pájaro, que sois el fénix de que tanto me habían hablado. Creo que voy a morirme de asombro y de contento. No creía en la resurrección, pero mi dicha me ha convencido. —La resurrección, señora, le dijo el fénix, es la cosa más sencilla del mundo. No es más sorprendente nacer dos veces que una. Todo es resurrección en este mundo: las orugas resucitan en mariposas, un hueso plantado en el suelo resucita en árbol, todos los animales enterrados resucitan en hierbas, en plantas y alimentan a otros animales convirtiéndose en su propia sustancia. Todas las partículas que componían los cuerpos se han transformado en seres distintos. Es cierto que soy el único a quien el poderoso Ormuz ha concedido la gracia de resucitar en su misma naturaleza.»
Formosante, que desde el día en que vio a Amazán y al fénix por vez primera había ido de sorpresa en sorpresa, le dijo: «Comprendo que el gran Ser haya podido formar con vuestras cenizas un fénix más o menos parecido a vos; pero que seáis precisamente la misma persona, que tengáis la misma alma, confieso que eso no puedo comprenderlo. ¿Qué fue de vuestro espíritu mientras os llevaba en mi bolsa tras vuestra muerte?
—¡Dios mío! Señora, ¿no le resulta tan fácil al gran Ormuz continuar su acción sobre un pequeño destello de mí mismo que empezar la acción de nuevo? Con anterioridad me había concedido el sentimiento, la memoria y el pensamiento, y me los sigue concediendo ahora. El que haya vinculado este favor a un átomo de fuego elemental oculto en mí o al conjunto de mis órganos, en el fondo no importa: ni el fénix ni los hombres sabrán jamás cómo se produce. Pero la mayor gracia que el Ser Supremo me ha concedido es la de renacer para vos. ¡Ojalá pueda pasar los veintiocho mil años que me quedan de vida hasta mi próxima resurrección junto a vos y mi querido Amazán!
—Fénix mío, replicó la princesa, acordaos de que las primeras palabras que me dijisteis en Babilonia, y que nunca olvidaré, alimentaron en mí las esperanzas de volver a ver a ese querido pastor que idolatro. Forzoso es que vayamos juntos al país de los gangáridas y que lo lleve a Babilonia. —Es precisamente mi intención, dijo el fénix, y no hay un momento que perder. Hay que ir al encuentro de Amazán por el camino más corto, es decir, por los aires. Hay en la Arabia Feliz dos grifos, amigos míos, que viven a sólo ciento cincuenta millas de aquí. Voy a escribirles por una paloma mensajera y llegarán antes de la noche. Tendremos tiempo de hacer que os construyan un sofá con cajones para contener las provisiones. Estaréis muy cómoda en ese coche con vuestra doncella. Esos dos grifos son los más fuertes de su especie, cada uno asirá con sus garras un brazo del sofá. Pero vamos ya, que el tiempo vuela.» Fue al punto con Formosante a encargar el sofá a un tapicero que conocía. Lo terminaron en cuatro horas. Metieron en los cajones bollos de leche, galletas mejores que las de Babilonia, ponciles, ananás, cocos, alfóncigos y vino de Edén, superior al vino de Chiraz como éste es superior al de Suresnes.
El canapé resultaba tan ligero como sólido y cómodo. Eos dos grifos llegaron a Edén en el momento oportuno. Formosante e Irla se sentaron en el coche. Los dos grifos lo levantaron como una pluma. El fénix volaba junto a ellos o se posaba en el respaldo. Los grifos pusieron rumbo hacia el Ganges con la rapidez de una flecha que cruza los aires. Sólo descansaron por la noche unos instantes para comer y dar un trago a los dos cocheros.
Llegaron por fin a la tierra de los gangáridas. El corazón de la princesa latía de esperanza, amor y contento. El fénix hizo detener el coche ante la casa de Amazán, pidió hablarle, pero hacía tres horas que había salido sin que nadie supiera dónde había ido.
No hay palabras, incluso en la lengua de los gangáridas, que puedan expresar la desesperación de Formosante. «¡Ay! Ya me lo había temido, dijo el fénix. Las tres horas que pasasteis en la posada camino de Basora con ese desdichado rey de Egipto os han arrebatado tal vez para siempre la felicidad de vuestra vida; mucho me temo que hayamos perdido sin remedio a Amazán.»
Preguntó entonces a los criados si podían saludar a su señora madre. Respondieron que su esposo había muerto la antevíspera y que no recibía a nadie. El fénix, que era muy conocido en la casa, no dejó de hacer entrar a la princesa de Babilonia en un salón cuyas paredes estaban recubiertas de madera de naranjo con molduras de marfil.
Los subpastores y subpastoras, vestidos con largas túnicas blancas ceñidas con guarniciones color de aurora, le sirvieron en cien fuentes de sencilla porcelana cien platillos deliciosos, entre los que no se veía ningún cadáver disfrazado: se trataba de arroz, sagú, sémola, fideos, macarrones, tortillas, requesones, natillas, pasteles de todas clases, verduras, frutas de aroma y sabor desconocidos en otras partes, y profusión de licores refrescantes, superiores a los mejores vinos.
Mientras la princesa comía, reclinada en un lecho de rosas, cuatro pavos reales o pavones, mudos por fortuna, la abanicaban con sus brillantes alas. Doscientos pájaros, cien pastores y cien pastoras le daban un concierto a dos coros: ruiseñores, canarios, currucas y pinzones cantaban los altos con las pastoras, mientras que los pastores hacían el contralto y el bajo. Era en su conjunto la hermosa y sencilla naturaleza. La princesa confesó que si bien había mayor magnificencia en Babilonia, la naturaleza era mil veces más agradable entre los gangáridas.
Pero, mientras le ofrecían aquella música tan consoladora y voluptuosa, no dejaba de llorar, diciendo a la joven Irla: «Los pastores y las zagalas, los ruiseñores y los canarios hacen el amor, mientras que yo me encuentro privada del héroe gangárida, digno objeto de mis tiernísimos e impacientes deseos.»
Mientras tomaba el refrigerio, admiraba y lloraba, el fénix decía a la madre de Amazán: «Señora, no podéis dejar de recibir a la princesa de Babilonia; sabéis… —Lo sé todo, dijo, hasta su aventura en la posada camino de Basora. Un mirlo me lo ha contado todo esta mañana, y ese cruel mirlo es la causa de que mi hijo, presa de desesperación, haya enloquecido y haya abandonado la casa de su padre. —¿Entonces no sabíais que la princesa me ha resucitado?, repuso el fénix. —No, hijo mío, sabía por el mirlo que habíais muerto, y no tenía consuelo.
Estaba tan afligida por esta pérdida, por la muerte de mi esposo y la precipitada marcha de mi hijo que había ordenado que no se dejara entrar a nadie en mi casa. Pero, ya que la princesa de Babilonia me hace el honor de venir a verme, haced que entre cuanto antes. Tengo cosas muy importantes que decirle y quiero que estéis presente.» Fue al punto a otra sala al encuentro de la princesa. Caminaba con dificultad: era una señora de unos trescientos años, pero estaba todavía de buen ver y se adivinaba que hacia los doscientos treinta o cuarenta había sido encantadora. Recibió a Formosante con respetuosa nobleza, entremezclada con un aspecto interesante y dolorido que causó en la princesa viva impresión.
Formosante le expresó en primer lugar sus condolencias por la muerte de su marido.
«¡Ay!, dijo la viuda, debéis interesaros por su pérdida más de lo que creéis. —Estoy realmente afligida, dijo Formosante: era padre de…» Al decir aquellas palabras se puso a llorar. «Había venido sólo por él y con no pocos peligros. Por él he dejado a mi padre y a la corte más brillante del universo, he sido raptada por un rey de Egipto al que detesto. Liberada de mi raptor, he cruzado los aires para ver a quien amo, llego y me huye.» Las lágrimas y los sollozos le impidieron continuar.
Dijo entonces la madre: «Señora, cuando el rey de Egipto os retenía, cuando cenabais con él en una posada del camino de Basora, cuando vuestras hermosas manos le servían el vino de Chiraz, ¿no recordáis haber visto un mirlo que revoloteaba por el aposento?
—Realmente sí, me está viniendo a la memoria. No le había prestado mucha atención pero al repasar mis ideas recuerdo muy bien que en el momento en que el rey de Egipto se levantó de la mesa para darme un beso el mirlo salió volando por la ventana dando un grito y no regresó.
—¡Ay! Señora, repuso la madre de Amazán, ése es precisamente el motivo de nuestras desdichas. Mi hijo había enviado a aquel mirlo para que se enterara de vuestro estado de salud y de cuanto ocurría en Babilonia. Calculaba poder volver pronto a ponerse a vuestras plantas y consagraros su vida. No sabéis hasta qué punto os adora. Todos los gangáridas son amorosos y fieles, pero mi hijo es el más apasionado y constante de todos. El mirlo os encontró en una posada: estabais bebiendo muy contenta con el rey de Egipto y un horrible sacerdote, vio que le dabais un tierno beso a ese monarca que había matado al fénix y por quien mi hijo conserva un invencible horror. A la vista de aquello el mirlo fue presa de justa indignación y alzó el vuelo maldiciendo vuestros funestos amores. Ha regresado hoy y lo ha contado todo. ¡Pero en qué momentos, oh cielos! Cuando mi hijo lloraba conmigo la muerte de su padre y la del fénix, cuando sabía por mí misma que es vuestro primo hermano.
—¡Oh, cielos! ¡Mi primo! ¿Es posible, señora? ¿Por qué azar? ¿Cómo? ¡Feliz yo hasta ese extremo y desdichada por haberle ofendido!
—Mi hijo es primo vuestro, continuó la madre, y pronto os daré pruebas de ello. Pero al convertiros; en parienta mía me arrancáis a mi hijo; no podrá sobrevivir al dolor que le ha causado el beso dado al rey de Egipto.
—¡Ay! Tía, exclamó la hermosa Formosante, juro por él y por el poderoso Ormuz que aquel beso funesto, lejos de ser criminal, era la mayor prueba de amor que pudiera dar a vuestro hijo. Por él desobedecía a mi padre. Por él iba del Éufrates al Ganges. Al caer en manos del indigno faraón de Egipto, sólo podía escapar engañándolo. Pongo por testigo las cenizas y el alma del fénix que estaban entonces en mi bolsillo; él podrá hacerme justicia. ¿Pero cómo puede ser que vuestro hijo, nacido en las orillas del Ganges, pueda ser primo mío, cuando mi familia reina en las orillas del Éufrates desde hace tantos siglos?
—Ya sabéis, le dijo la venerable gangárida, que vuestro tío abuelo Aldea era rey de Babilonia y que fue destronado por el padre de Belo. —Sí, señora. —Sabréis que su hijo Aldea había tenido de su matrimonio a la princesa Aldea, educada en vuestra corte. Este príncipe, perseguido por vuestro padre, vino a refugiarse en nuestro tranquilo país, con nombre supuesto, se casó conmigo y de él he tenido al joven príncipe Aldea-Amazán, el más hermoso, fuerte, intrépido y virtuoso de los mortales, y hoy el más loco. Fue a las fiestas de Babilonia atraído por la fama de vuestra belleza: desde aquel día os idolatra. Tal vez no volveré a ver a mi querido hijo.»
Entonces hizo desplegar ante la princesa todos los títulos de la casa de Aldea, pero Formosante no quiso verlos. «¡Ay!, exclamó, ¿se examina señora lo que se desea? Mi corazón os cree sobradamente. Pero ¿dónde está Aldea-Amazán? ¿Dónde está mi pariente, mi amado, mi rey? ¿Dónde está mi vida? ¿Qué camino ha tomado? Iré a buscarlo por todas las esferas que el Eterno ha creado y que adorna con su presencia. Iré a la estrella Canope, a Sheat, a Aldebarán. Iré a convencerle de mi amor y de mi inocencia. »
El fénix justificó a la princesa del crimen que le imputaba el mirlo de haber dado un beso de amor al rey de Egipto. Pero había que desengañar a Amazán y hacer que regresara. Envió pájaros por todos los caminos, puso en campaña a los unicornios. Finalmente le informaron que Amazán había tomado el camino de la China. «¡Pues bien, vamos a la China!, exclamó la princesa. El viaje no es largo, confío en traeros a vuestro hijo dentro de quince días a lo sumo.» Ante aquellas palabras, ¡cuántas lágrimas de ternura derramaron la madre gangárida y la princesa de Babilonia! ¡Cuántos abrazos! ¡Cuántas efusiones cordiales!
El fénix encargó al punto una carroza de seis unicornios. La madre procuró doscientos jinetes y obsequió a su sobrina la princesa con varios miles de diamantes de su país. El fénix, afligido por la desgracia causada por la indiscreción del mirlo, ordenó que todos los mirlos abandonaran aquellas tierras, y desde entonces ya no se encuentran mirlos en las orillas del Ganges.
V
En menos de ocho días los unicornios llevaron a Formosante, Irla y el fénix a Cambalú, capital de la China. Era una ciudad mayor que Babilonia y de una especie de magnificencia muy distinta. Aquellos nuevos objetos, aquellas nuevas costumbres hubiesen divertido a Formosante de haber podido ocuparse de otra cosa que de Amazán.
Cuando el emperador de la China supo que la princesa de Babilonia se hallaba en una de las puertas de la ciudad le envió cuatro mil mandarines en traje de ceremonia. Todos se prosternaron ante ella y cada uno le presentó un parabién escrito con letras de oro en una hoja de seda púrpura. Formosante les dijo que de tener cuatro mil lenguas no dejaría de responder inmediatamente a cada mandarín, pero como sólo tenía una les rogaba que aceptaran se sirviera de ella para darles las gracias a todos en general. Luego la acompañaron respetuosamente al palacio del emperador.
Era éste el monarca más justo, cortés y discreto de la tierra. Él fue quien por primera vez trabajó la tierra con sus imperiales manos para hacer la agricultura honrosa a su pueblo. Fue también el primero en establecer premios para la virtud. En los demás países las leyes estaban vergonzosamente limitadas a castigar los crímenes. Aquel emperador acababa de expulsar de sus estados a una cuadrilla de bonzos extranjeros, llegados de los rincones de occidente con la insensata esperanza de forzar a toda la China a pensar como ellos, los cuales, so pretexto de anunciar verdades habían adquirido riquezas y honores. Al expulsarlos les había dicho estas palabras, registradas en los anales del imperio:
Podríais hacer tanto mal aquí como lo habéis hecho en otras partes: habéis venido a predicar dogmas de intolerancia a la nación más tolerante de la tierra. Os expulso para no verme obligado a castigaros. Seréis conducidos con los debidos honores hasta mis fronteras; se os dará lo necesario para regresar a los confines del hemisferio del que salisteis. Id en paz si es que podéis estar en paz y no volváis jamás.
La princesa de Babilonia conoció con alegría aquel dictamen y aquellas palabras. Estaba más segura de ser bien recibida en la corte, pues se hallaba muy lejos de tener dogmas intolerantes. El emperador de la China, cenando con ella en la intimidad, tuvo la cortesía de prescindir del engorro de la etiqueta; ella le presentó al fénix, que recibió muchas caricias del emperador y fue a posarse a su sillón. Formosante, al término de la comida, le confió ingenuamente el motivo de su viaje y le rogó que hiciera buscar en Cambalú al hermoso Amazán, cuya aventura le contó, sin ocultarle en absoluto la fatal pasión por aquel joven héroe que inflamaba su corazón. «¡A quién se lo contáis!, díjole el emperador de la China.
Me ha hecho el favor de venir a mi corte y he quedado encantado con el amable Amazán. Cierto es que está profundamente afligido, pero sus gracias son igualmente conmovedoras. Ninguno de mis favoritos posee más ingenio que él, ninguno de mis mandarines de toga tiene más amplios conocimientos, ninguno de mis mandarines de espada el porte más marcial y heroico. Su extremada juventud aumenta el valor de sus talentos. Si fuera tan desgraciado, tan abandonado por el Tien y el Changt como para querer ser conquistador, rogaría a Amazán que se pusiera al frente de mis ejércitos con la seguridad de triunfar sobre el universo entero. Es una lástima que su pesadumbre le altere a veces el ingenio.
—¡Ah! Señor, le dijo Formosante muy emocionada y en tono de dolor, sobrecogimiento y reproche, ¿por qué no habéis hecho que cenáramos con él? Me estáis dando la muerte, enviad a buscarlo enseguida.
—Se ha marchado esta mañana sin decir hacia qué país se dirigía, señora.» Formosante se volvió hacia el fénix: «Y bien, fénix, ¿habéis visto jamás a una doncella más desdichada que yo? Pero señor, continuó, ¿cómo, por qué ha podido abandonar tan de repente una corte tan amable como la vuestra, en la que se gustaría pasar toda la vida?
—Esto es lo que ocurrió, señora. Una princesa de mi familia, de las más discretas, se prendó de pasión por él y lo citó a mediodía en sus aposentos; se marchó al amanecer dejando esta esquela que le ha costado no pocas lágrimas a mi parienta:
Hermosa princesa de la casa real de la China, merecéis un corazón que sólo a vos pertenezca. Yo he jurado a los dioses inmortales amar siempre a Formosante, princesa de Babilonia, y enseñarle cómo pueden reprimirse los deseos en los viajes. Ha tenido la desgracia de sucumbir ante un indigno rey de Egipto y yo soy el más desgraciado de los hombres. He perdido a mi padre y al fénix, así como la esperanza de ser amado por Formosante. He abandonado a mi afligida madre y a mi patria y no puedo vivir ni un instante en los lugares donde he sabido que Formosante quería a otro; he jurado recorrer el mundo y ser fiel. Vos me despreciaríais y los dioses me castigarían si violara mi juramento. Buscad un amante, señora, y sed tan fiel como lo soy yo.
—¡Ah!, dejadme esa asombrosa carta, dijo la hermosa Formosante, será mi consuelo. Soy feliz en mi desdicha. Amazán me ama, Amazán renuncia por mí a la posesión de las princesas de la China. Sólo él en toda la tierra es capaz de alcanzar tal victoria. Me da un gran ejemplo, aunque el fénix sabe que no lo necesito; es muy cruel verse privada de su amante por el más inocente de los besos dado por fidelidad. Pero ¿dónde ha ido? ¿Qué camino ha tomado? Dignaos decírmelo y parto enseguida.»
El emperador de la China le respondió que, por los informes que le habían dado, creía que su enamorado había tomado un camino que conducía a Escitia. Al punto engancharon a los unicornios y la princesa, tras dar los más afectuosos parabienes, se despidió del emperador con el fénix, su doncella Irla y todo su séquito.
En cuanto estuvo en Escitia advirtió mejor que nunca cuánto difieren y diferirán los hombres y los gobiernos hasta el día en que algún pueblo más ilustrado que los demás comunique la luz poco a poco tras mil siglos de tinieblas, y que en los países bárbaros habrá almas heroicas que tendrán la fuerza y la perseverancia de convertir a las bestias en hombres. No había ciudades en Escitia, y por ende tampoco artes agradables. Sólo se veían enormes praderas y naciones enteras en tiendas y carros. Aquel aspecto inspiraba pavor. Formosante preguntó en qué tienda o en qué carromato se alojaba el rey. Le dijeron que hacía ocho días que se había puesto en marcha a la cabeza de trescientos mil jinetes para ir al encuentro del rey de Babilonia, a cuya sobrina, la hermosa princesa Aldea, había raptado. «¿Ha raptado a mi prima?, exclamó Formosante, no esperaba yo este nuevo suceso. ¡Vaya! ¡Mi prima, que estaba más que contenta haciéndome la corte, es ahora reina y yo ni siquiera me he casado!» Se hizo conducir sin pérdida de tiempo a las tiendas de la reina.
Su inesperado encuentro en aquellos climas lejanos, las cosas singulares que tenían que contarse una a otra, dieron a su entrevista un encanto que les hizo olvidar que nunca se habían tenido en gran estima. Volvieron a verse con arrebato; una dulce ilusión ocupó el lugar del verdadero cariño. Se abrazaron llorando e incluso hubo entre ellas cordialidad y franqueza, dado que la entrevista no se celebraba en un palacio.
Aldea reconoció al fénix y a la confidente Irla. Le dio a su prima pieles de marta cibelina y recibió a cambio diamantes. Hablaron de la guerra que ambos reyes emprendían, deploraron la condición de los hombres a los que unos monarcas envían por capricho a matarse por unas discrepancias que dos personas sensatas podrían conciliar en una hora. Pero, sobre todo, hablaron del hermoso forastero vencedor de leones, dador de los mayores diamantes del universo, hacedor de madrigales, dueño del fénix, convertido en el más desdichado de los mortales por el informe de un mirlo. «Es mi querido hermano, decía Aldea. —Es mi amante, exclamaba Formosante; sin duda lo habéis visto, tal vez esté aún aquí, pues sabe que es vuestro hermano, prima, y no os habrá dejado de repente como dejó al rey de la China.
—Claro que lo he visto, ¡oh dioses!, repuso Aldea: ha pasado cuatro días enteros conmigo. ¡Ah, prima, cuán digno de lástima es mi hermano! Un falso informe le ha vuelto completamente loco; recorre el mundo sin saber adónde va. Figuraos que ha llevado la demencia hasta rechazar los favores de la escita más hermosa de toda la Escitia. Se marchó ayer tras escribirle una carta que la ha dejado desconsolada. Se ha ido al país de los cimerios. —¡Alabado sea Dios!, exclamó Formosante. ¡Una negativa más por mi causa! Mi dicha supera mi esperanza, así como mi desgracia ha superado todos mis temores. Haced que me entreguen esa encantadora carta, y partiré, lo seguiré con las manos llenas de sus sacrificios. Adiós, prima, Amazán está en el país de los cimerios, vuelo hacia allí.»
Aldea encontró que su prima la princesa estaba más loca aun que su hermano Amazán. Mas, como ella también había experimentado los efectos de aquella epidemia, como había abandonado las delicias y la magnificencia de Babilonia por el rey de los escitas, como las mujeres sienten especial interés por las locuras causadas por el amor, se compadeció realmente de Formosante, le deseó feliz viaje y le prometió que serviría su pasión si alguna vez volvía a tener la dicha de ver a su hermano.
VI
La princesa de Babilonia y el fénix llegaron en poco tiempo al imperio de los cimerios, mucho menos poblado, a decir verdad, que la China, aunque dos veces más extenso, parecido antaño a la Escitia pero convertido desde hacía poco en un estado tan floreciente como los reinos que se vanagloriaban de instruir a los demás.
Tras varios días de marcha entraron en una ciudad muy grande que la emperatriz reinante hacía embellecer; pero no se encontraba allí, pues viajaba a la sazón de las fronteras de Europa a las de Asia para conocer por sí misma sus estados, apreciar los males y procurar los remedios, para acrecentar las comodidades y sembrar la instrucción.
Uno de los principales dignatarios de aquella antigua capital, sabedor de la llegada de la babilonia y del fénix, se apresuró a rendir pleitesía a la princesa y a hacerle los honores del país, en la seguridad de que su señora, que era la más cortés y magnífica de las reinas, le agradecería que hubiese recibido a tan alta señora con las mismas atenciones que ella le hubiese prodigado.
Se alojó a Formosante en palacio, tras apartar a una inoportuna multitud de pueblo; se le ofrecieron fiestas ingeniosas. El señor cimerio, que era gran naturalista, conversó largo y tendido con el fénix mientras la princesa estaba en sus aposentos. El fénix le confesó que había viajado antiguamente por el país de los cimerios y que le resultaba irreconocible. «¿Cómo han podido operarse tan prodigiosos cambios en tan poco tiempo?, decía. No hace ni trescientos años que vi aquí a la naturaleza salvaje en todo su horror, y hoy encuentro las artes, el esplendor, la gloria y la cortesía.
—Un solo hombre comenzó tan magna obra, respondió el cimerio, y una mujer la ha perfeccionado; una mujer ha resultado ser mejor legisladora que la Isis de los egipcios y la Ceres de los griegos. La mayoría de los legisladores ha tenido un talento estrecho y despótico que ha limitado su visión al país que han gobernado; cada cual ha mirado a su pueblo como si fuera el único de la tierra o como si tuviera que ser enemigo del resto del mundo. Han creado instituciones para ese solo pueblo, han introducido costumbres para él solo, han establecido una religión únicamente para él. Por eso los egipcios, tan famosos por sus montones de piedras, se han embrutecido y deshonrado por sus bárbaras supersticiones. Toman a las demás naciones por infieles, no mantienen relaciones con ellas y excepto la corte, que a veces se eleva sobre los prejuicios vulgares, no hay un egipcio que quiera comer en un plato que haya utilizado un extranjero. Sus sacerdotes son crueles y absurdos. Sería preferible no tener leyes y escuchar sólo a la naturaleza, que ha grabado en nuestros corazones los caracteres de lo justo y lo injusto, a someter a la sociedad a leyes tan insociales.
»Nuestra emperatriz abraza proyectos completamente opuestos. Considera que su vasto estado, en el que coinciden todos los meridianos, debe corresponder a todos los pueblos que viven junto a esos distintos meridianos. La primera de sus leyes ha sido la tolerancia de todas las religiones y la compasión por todos los errores. Su preclaro ingenio ha visto que, si bien los cultos son diferentes, la moral es la misma por doquier; mediante ese principio ha vinculado a su nación con todas las naciones del mundo, y los cimerios miran al escandinavo o al chino como a un hermano. Ha hecho más: ha querido que esa inapreciable tolerancia, el primer vínculo de los hombres, se establezca también entre sus vecinos. De este modo ha merecido el título de madre de la patria y tendrá el de bienhechora del género humano si persevera en su actitud.
»Antes que ella, unos hombres, por desgracia poderosos, enviaban tropas de asesinos para que saquearan pueblos desconocidos y regaran con su sangre las heredades de sus padres. Aquellos asesinos eran llamados héroes y su bandidaje, gloria. Nuestra soberana posee otra gloria: ha hecho avanzar sus ejércitos para llevar la paz, para impedir que los hombres se destrocen, para obligarlos a soportarse unos a otros, y sus estandartes han sido los de la concordia pública.»
El fénix, encantado con todo lo que le contaba aquel señor, le dijo: «Señor, hace veintisiete mil novecientos años y siete meses que estoy en el mundo, y no he visto nada que iguale a lo que me acabáis de decir.» Le pidió noticias de su amigo Amazán; el cimerio le contó lo mismo que habían dicho a la princesa en la China y en la Escitia, Amazán huía de todas las cortes en cuanto una dama le daba una cita en la que temía sucumbir. El fénix informó enseguida a Formosante de aquella nueva prueba de fidelidad que Amazán le daba, fidelidad tanto más asombrosa cuanto que no podía sospechar que su princesa pudiera enterarse.
Había marchado hacia Escandinavia. En aquellos países nuevos espectáculos iban a sorprenderlo. La realeza y la libertad subsistían juntas mediante un acuerdo que parecía imposible en otros estados. Los campesinos tomaban parte en la legislación, al igual que los grandes del reino, y un joven príncipe daba las mayores esperanzas de ser digno de gobernar a una nación libre. Y eso era lo más extraño: el único rey en la tierra despótico por derecho según un contrato formal con su pueblo era al mismo tiempo el más joven y justo de los reyes.
Entre los sármatas Amazán vio a un filósofo en el trono. Podría llamársele rey de la anarquía, pues era el jefe de cien mil reyezuelos, de los que uno solo podía con una palabra anular las resoluciones de todos los demás. No le costaba a Eolo más trabajo contener todos los vientos que se enfrentan sin cesar que a aquel rey conciliar los espíritus. Era un piloto rodeado por eterna tempestad y, sin embargo, la nave no se partía, pues el príncipe era un excelente piloto.
Recorriendo todos esos países tan distintos del suyo Amazán rechazaba constantemente todas las aventuras que se le presentaban, desesperado siempre por el beso que Formosante había dado al rey de Egipto, firme siempre en su inconcebible resolución de dar a Formosante ejemplo de fidelidad única e inquebrantable.
La princesa de Babilonia, junto con el fénix, lo seguía de cerca, y llegaba tarde sólo por uno o dos días, sin que uno se cansara de correr y la otra perdiera un momento al seguirlo.
Cruzaron así toda la Germania. Admiraron los progresos que la razón y la filosofía hacían en el norte. Todos los príncipes eran instruidos, todos autorizaban la libertad de pensar. Su educación no había sido confiada a hombres que tuvieran interés en engañarlos o que estuvieran equivocados; los habían educado en el conocimiento de la moral universal y en el desprecio de las supersticiones. Se había desterrado de todos sus estados una costumbre insensata que debilitaba y despoblaba varios países meridionales: era la de enterrar en vida, en amplios calabozos, a un número infinito de personas de ambos sexos, eternamente separados uno del otro, y de hacerles jurar que nunca tendrían contacto entre sí. Tal exceso de demencia, acreditado durante siglos, había devastado la tierra tanto como las más crueles guerras.
Los príncipes del norte habían comprendido por fin que si querían tener yeguadas no había que separar a los caballos más fuertes de las yeguas. También habían destruido errores no menos extravagantes y perniciosos. Por fin podían los hombres ser razonables en aquellos vastos países, mientras que en otras partes se seguía creyendo que sólo puede gobernárseles mientras son imbéciles.
VII
Amazán llegó al país de los bátavos. En medio de su pesar, su corazón experimentó una dulce satisfacción al encontrar una débil imagen del país de los felices gangáridas: la libertad, la igualdad, la limpieza, la abundancia, la tolerancia. Pero las señoras del lugar eran tan frías que ninguna le hizo proposiciones como se las habían hecho en todas partes; no tuvo que molestarse en resistir. Si hubiera querido asediar a aquellas señoras las habría subyugado a todas sin ser amado por ninguna; pero estaba muy lejos de pensar en conquistas.
Formosante estuvo a punto de darle alcance en aquella insípida nación: fue cosa de un momento.
Amazán había oído hablar a los bátavos con tantos elogios de cierta isla llamada Albión, que decidió embarcarse con sus unicornios en un navío que, gracias a un viento de oriente favorable, le había llevado en cuatro horas hasta las orillas de aquella tierra más célebre que Tiro y la isla Atlántida.
La hermosa Formosante, que lo había seguido por las orillas del Duina, del Vístula, del Elba y del Wesser, llegó por fin a la desembocadura del Rhin, que vertía entonces sus rápidas aguas en el mar Germánico.
Al llegar supo que su querido enamorado navegaba hacia las costas de Albión.
Creyendo ver a su navío dio gritos de alegría que sorprendieron a todas las demás bátavas, que no se imaginaban que un mozo pudiese causar tanta alegría. Y en cuanto al fénix no le prestaron mucha atención, pues pensaron que sus plumas no podrían venderse seguramente tan bien como las de los patos y gansos de sus charcas. La princesa de Babilonia alquiló o fletó dos naves para transportarla con todo su acompañamiento hasta aquella bienaventurada isla que iba a poseer el único objeto de sus deseos, el alma de su vida, el dios de su corazón.
Un funesto viento de occidente se levantó de repente en el mismo instante en que el fiel y desdichado Amazán ponía pie a tierra en Albión. Los navíos de la princesa no pudieron zarpar. La angustia, el amargo dolor y la profunda melancolía se apoderaron de Formosante. Se fue a la cama en su dolor, esperando que el viento cambiara, pero sopló ocho días seguidos con una violencia descorazonadora. Durante aquel siglo de ocho días la princesa se hacía leer novelas por Irla. No es que los bátavos supieran hacerlas, pero como eran los mercaderes del universo, vendían el ingenio de las demás naciones al igual que sus productos. La princesa hizo comprar en casa de Marc-Michel Rey todos los cuentos que se habían escrito entre los ausonios y los velches y cuya venta estaba prohibida sabiamente en aquellos pueblos para enriquecer a los bátavos. Esperaba encontrar en aquellas historias alguna aventura parecida a la suya y que calmara su dolor. Irla leía, el fénix daba su opinión y la princesa no encontraba en La campesina enriquecida, en Tanzai, en El sofá ni en Los cuatro Facardin nada que tuviera la menor relación con sus aventuras. Interrumpía a cada momento la lectura para preguntar de qué lado soplaba el viento.
VIII
Mientras, Amazán estaba ya camino de la capital de Albión, en su carroza de seis unicornios, y soñaba en su princesa. Vio un carruaje volcado en la cuneta. Los criados se habían dispersado en busca de auxilio, el dueño del carruaje se había quedado tranquilamente en su interior, sin dar prueba de la menor impaciencia y distrayéndose fumaba, pues entonces se fumaba. Se llamaba milord Whatthen, que significa poco más o menos milord Quemasdá en la lengua en que traduzco estas memorias.
Amazán corrió para ayudarle y levantó por sí solo el coche, pues su fuerza era superior a la de los demás hombres. Milord Quemasdá se contentó con decir: «¡Qué hombre tan fuerte!» Unos labriegos del contorno, que habían acudido, montaron en cólera porque les habían hecho ir en vano y las tomaron con el extranjero: lo amenazaron llamándole perro extranjero y quisieron pegarle.
Amazán cogió a dos con cada mano y los arrojó a veinte pasos; los demás lo respetaron, lo saludaron y le pidieron propina: les dio más dinero del que nunca habían visto. Milord Quemasdá le dijo: «Os estimo, venid a comer conmigo a mi casa de campo, que sólo está a tres millas», y subió al coche de Amazán porque el suyo estaba descompuesto por el golpe.
Tras un cuarto de hora de silencio miró a Amazán y le dijo: «How dye do?», al pie de la letra: ¿Cómo hacéis hacer? y en la lengua del traductor: ¿Cómo os encontráis?, lo que significa absolutamente nada en ninguna de las lenguas. Luego añadió: «Tenéis seis unicornios muy hermosos», y continuó fumando.
El viajero le dijo que sus unicornios estaban a su servicio, que venía con ellos desde el país de los gangáridas, y aprovechó para hablarle de la princesa de Babilonia y del fatal beso que había dado al rey de Egipto. A lo que el otro no replicó nada, pues le importaba un comino que hubiera en el mundo un rey de Egipto y una princesa de Babilonia. Estuvo un cuarto de hora más sin hablar, tras lo cual volvió a preguntar a su compañero cómo hacía hacer y si comían buen roast beef en el país de los gangáridas. El viajero le respondió con su habitual cortesía que no comían a sus hermanos en las orillas del Ganges. Le explicó el sistema que fue, muchos siglos más tarde, el de Pitágoras, Porfirio y Yámblico. Con lo cual milord se durmió y no despertó hasta que llegaron a su casa.
Tenía una mujer joven y encantadora, a la que la naturaleza había dado un alma tan despierta y sensible como indiferente era la de su marido. Varios señores albioneses habían acudido aquel día a comer con ella. Había temperamentos de todas las especies, pues al haber sido gobernado el país casi siempre por extranjeros, las familias llegadas con aquellos príncipes habían traído costumbres distintas. Se encontró en compañía de personas muy amables, otras de talento superior y algunas de profunda ciencia.
La dueña de la casa no tenía en absoluto ese aspecto postizo y torpe, ese envaramiento, esa gazmoñería que se reprochaba entonces a las mujeres de Albión. No ocultaba, mediante un porte desdeñoso y un afectado silencio, la esterilidad de sus ideas y el humillante embarazo de no tener nada que decir: no había mujer más atractiva. Recibió a Amazán con la cortesía y las gracias que le eran naturales. La extraordinaria belleza de aquel joven extranjero y la repentina comparación que estableció entre él y su marido la impresionaron muy sensiblemente.
Sirvieron la comida. Hizo sentar a Amazán a su lado y le hizo probar budines de todas clases, al saber que los gangáridas no se alimentaban de nada que hubiese recibido de los dioses el don celestial de la vida. Su belleza, su fuerza, las costumbres de los gangáridas, los progresos de las artes, la religión y el gobierno fueron los temas de una conversación tan agradable como instructiva durante la comida, que duró hasta que anocheció, y durante la cual milord Quemasdá bebió mucho y no dijo palabra.
Tras el almuerzo, mientras milady servía el té y se comía con los ojos al mozo, estaba éste hablando con un miembro del Parlamento, pues de todos es sabido que ya entonces había un Parlamento, llamado Wittenagemot, que significaba reunión de la gente de talento. Amazán se informaba de la constitución, las costumbres, las leyes, las fuerzas, los usos y las artes que hacían a aquel país tan recomendable. Y aquel señor le habló en estos términos:
«Durante mucho tiempo anduvimos desnudos, aunque el clima no es cálido. Durante mucho tiempo fuimos tratados como esclavos por gentes venidas de la antigua tierra de Saturno, regada por las aguas del Tíber. Pero nosotros mismos nos hemos hecho más daño del que recibimos de nuestros primeros vencedores. Uno de nuestros reyes llevó la bajeza hasta declararse súbdito de un sacerdote que vivía también a las orillas del Tíber y al que llamaban el Viejo de las siete montañas. El destino de esas siete montañas ha sido mucho tiempo el de dominar una gran parte de Europa, ocupada entonces por unos brutos.
»Tras aquellos tiempos de envilecimiento llegaron siglos de ferocidad y anarquía. Nuestra tierra, más tormentosa que los mares que la rodean, ha sido saqueada y ensangrentada por nuestras discordias. Varias testas coronadas han recibido la última pena. Más de cien príncipes de sangre real han terminado sus días en el patíbulo. Se arrancó el corazón a todos sus seguidores y se les abofeteó con él. El verdugo sería el más indicado para escribir la historia de nuestra isla, pues todas las cuestiones importantes las liquidaba él.
»No hace mucho que, para colmo de horrores, algunas personas que llevaban una capa negra y otras que vestían camisa blanca por encima de su casaca, al ser mordidas por perros rabiosos contagiaron la rabia a toda la nación. Todos los ciudadanos fueron asesinos o víctimas, verdugos o ajusticiados, depredadores o esclavos, en nombre del cielo y buscando al Señor.
»¿Quién podría creer que de ese espantoso abismo, de ese caos de disensiones, atrocidades, ignorancia y fanatismo haya salido el gobierno más perfecto que existe tal vez hoy en el mundo? Un rey venerado y rico, todopoderoso para hacer el bien, impotente para hacer el mal, se encuentra a la cabeza de una nación libre, guerrera, comerciante e ilustrada. Los grandes por un lado y los representantes de las ciudades por el otro comparten la legislación con el monarca.
»Por una singular fatalidad se había visto el desorden, la guerra civil, la anarquía y la pobreza desolar el país cuando los reyes pretendían ejercer el poder arbitrario. La tranquilidad, la riqueza, la felicidad pública han comenzado a reinar entre nosotros cuando los reyes han comprendido que no eran absolutos. Todo andaba de pies a cabeza cuando se disputaba sobre cosas ininteligibles; todo se encuentra en orden cuando se las ha despreciado. Nuestras victoriosas armadas proclaman nuestra gloria por todos los mares y las leyes protegen nuestras fortunas. Nunca puede un juez interpretarlas arbitrariamente, nunca se pronuncia una sentencia que no esté motivada. Castigaríamos como asesinos a los jueces que se atreviesen a enviar a la muerte a un ciudadano sin manifestar los testimonios que lo acusan y la ley que lo condena.
»Es cierto que sigue habiendo entre nosotros dos partidos que se combaten con la pluma y con intrigas; pero también se unen cuando se trata de tomar las armas para defender la patria y la libertad. Dichos partidos se vigilan uno al otro; impiden mutuamente que se viole el sagrado depósito de las leyes. Se odian pero aman al estado: son como dos enamorados celosos que sirven a cual mejor a la misma amada.
»El mismo espíritu que nos ha hecho conocer y mantener los derechos de la naturaleza humana nos ha hecho llevar las ciencias a la mayor altura a la que puedan llegar entre los hombres. Vuestros egipcios, que pasan por tan grandes mecánicos; vuestros indios, a los que todos toman por grandes filósofos; vuestros babilonios, que se ufanan de haber observado los astros durante cuatrocientos treinta mil años; los griegos, que han escrito tantas frases y han hecho tan pocas cosas, no saben nada en comparación con nuestros colegiales que han estudiado los descubrimientos de nuestros grandes maestros. Hemos arrancado más secretos a la naturaleza en el transcurso de cien años que los que el género humano ha podido descubrir en multitud de siglos.
»Éste es ni más ni menos el estado en el que nos encontramos. No os he ocultado el bien ni el mal, ni nuestros oprobios ni nuestra gloria, y no he exagerado en absoluto.»
Tras aquellas palabras Amazán se sintió penetrado por el deseo de instruirse en aquellas sublimes ciencias de las que le hablaban. Y si su pasión por la princesa de Babilonia, el respeto filial por su madre a la que había dejado, y el amor a su patria no hubiesen hablado con fuerza a su desgarrado corazón, hubiera deseado pasar el resto de su vida en la isla de Albión. Pero aquel desdichado beso dado por su princesa al rey de Egipto no le dejaba la tranquilidad de espíritu necesaria para estudiar las altas ciencias.
«Os confieso, dijo, que habiéndome impuesto la ley de recorrer el mundo y olvidarme de mí mismo, siento curiosidad por ver esa antigua tierra de Saturno, ese pueblo del Tíber y de las siete montañas al que antaño obedecisteis; debe ser, sin duda alguna, el primer pueblo de la tierra. —Os aconsejo que hagáis ese viaje, le respondió el albionés, por poco que os gusten la música y la pintura. Nosotros solemos ir a menudo a pasear nuestro tedio por las siete montañas. Pero os asombrará ver a los descendientes de nuestros vencedores.»
La conversación fue larga. Aunque el hermoso Amazán tuviera la mente algo trastornada, hablaba con tanto encanto, su voz era tan insinuante, su porte tan noble y afable, que la dueña de la casa no pudo evitar hablarle a solas. Le apretó suavemente la mano al hablarle y al mirarle con ojos humedecidos y chispeantes que llevaban los deseos a todos los resortes de la vida. Lo retuvo a cenar y a dormir. Cada instante, cada palabra, cada mirada inflamaban su pasión. Cuando todos se hubieron retirado le escribió una esquela, no dudando de que fuera a cortejarla a su cama mientras milord Quemasdá dormía en la suya. Amazán tuvo una vez más el valor de resistir. Tan maravillosos efectos produce una vena de locura en un alma fuerte y profundamente herida.
Amazán, según su costumbre, le escribió a la señora una contestación respetuosa en la que insistía en la santidad de su juramento y en la estricta obligación que tenía de enseñar a la princesa de Babilonia a doblegar sus pasiones. Hecho lo cual hizo enganchar a sus unicornios y partió para Batavia dejando a toda la compañía maravillada y desesperada a la dueña de la casa. En los excesos de su dolor ésta dejó caer la carta de Amazán. Milord Quemasdá la leyó a la mañana siguiente. «Menudas tonterías», dijo encogiéndose de hombros, y se fue a cazar zorros con varios borrachines de la vecindad.
Amazán bogaba ya en el mar, provisto de un mapa geográfico que le había regalado el sabio albionés que había conversado con él en casa de milord Quemasdá. Veía con sorpresa gran parte de la tierra en una hoja de papel.
Sus ojos y su imaginación se perdían por aquel pequeño espacio. Miraba el Rhin, el Danubio, los Alpes del Tirol, señalados entonces con otros nombres, y todos los países por donde tenía que pasar antes de llegar a la ciudad de las siete montañas. Pero, sobre todo, dirigía la mirada al país de los gangáridas, a Babilonia, donde había visto a su querida princesa, y al fatal país de Basora, donde ésta había besado al rey de Egipto.
Suspiraba, lloraba, pero reconocía que el albionés que le había regalado el universo en miniatura no se había equivocado al decir que eran mil veces más instruidos en las orillas del Támesis que en las del Nilo, el Éufrates o el Ganges.
Mientras regresaba a Batavia Formosante volaba hacia Albión con sus dos naves, que singlaban a toda vela. La de Amazán y la de la princesa se cruzaron, se tocaron casi: los dos amantes estaban muy cerca uno del otro pero no podían sospecharlo. ¡Ah, si lo hubieran sabido! Pero el imperioso destino no lo permitió.
IX
En cuanto hubo desembarcado en la tierra llana y fangosa de Batavia Amazán partió como un rayo hacia la ciudad de las siete montañas: Tuvo que cruzar la parte meridional de Germania. Cada cuatro millas encontraba a un príncipe y a una princesa, damas de honor y mendigos. Estaba asombrado por las coqueterías que aquellas señoras y aquellas doncellas le hacían con la buena fe germánica; se limitaba a responder con modestas negativas. Tras cruzar los Alpes se embarcó en el mar de Dalmacia y atracó en una ciudad que no se parecía a nada de lo que había visto hasta entonces.
El mar formaba las calles y las casas estaban construidas en el agua. Las pocas plazas públicas que adornaban aquella ciudad estaban repletas de hombres y mujeres que tenían un doble rostro, el que les había dado la naturaleza y otro de cartón pintarrajeado que se aplicaban encima, de tal modo que la nación parecía compuesta de espectros. Los forasteros que llegaban a la ciudad empezaban comprándose un rostro, como en otras partes uno se provee de gorros y zapatos. Amazán despreció aquella moda contra natura: se presentó tal como era. Había en la ciudad doce mil mozas registradas en el libro mayor de la república: mozas útiles al estado, encargadas del comercio más ventajoso y agradable que haya enriquecido a una nación. Los comerciantes ordinarios, con enormes gastos y grandes riesgos, enviaban paños a oriente; aquellas bellas comerciantas hacían sin riesgo alguno un tráfico siempre floreciente de sus encantos. Fueron todas a presentarse al hermoso Amazán y a que eligiera. Huyó a toda prisa, pronunciando el nombre de la sin par princesa de Babilonia y jurando por los dioses inmortales que era más hermosa que todas las doce mil mozas venecianas. «Sublime bribona, exclamaba en sus arrebatos, ya os enseñaré yo a ser fiel.»
Por fin las aguas amarillas del Tíber, charcas empozoñadas, moradores macilentos, descarnados y escasos, cubiertos de viejas capas agujereadas, que dejaban ver su piel seca y curtida, se presentaron a su mirada y le anunciaron que estaba a las puertas de la ciudad de las siete montañas, de aquella ciudad de héroes y legisladores que había conquistado y civilizado a gran parte del globo.
Se había imaginado que vería en la puerta triunfal quinientos batallones mandados por héroes, y en el Senado una asamblea de semidioses dando leyes a la tierra. Por todo ejército encontró una treintena de bribones montando guardia con un quitasol. Y tras penetrar en un templo que le pareció muy hermoso, aunque menos que el de Babilonia, quedó sorprendido al oír una música ejecutada por hombres que tenían voz de mujer.
«Sí que es un gracioso país esta antigua tierra de Saturno, se dijo. He visto una ciudad en la que nadie tenía su rostro y aquí hay otra en la que los hombres no tienen ni su voz ni su barba.» Le dijeron que aquellos cantores no eran hombres, que se les había despojado de su virilidad para que cantasen con mayor agrado las excelencias de una prodigiosa cantidad de gente de mérito. Amazán no entendió ni una palabra.
Aquellos señores le rogaron que cantara: cantó una melodía gangárida con su gracia habitual. Su voz era de contralto y muy hermosa. «¡Ah, monsignor, le dijeron, qué encantador soprano seríais! ¡Ah! Si… —¿Cómo si…? ¿Qué pretendéis decir? —¡Ah, monsignor! —¿Y bien? —¡Si no tuvieseis barba!» Entonces le explicaron con mucho gracejo y con gestos muy elocuentes, según su costumbre, de qué se trataba. Amazán quedó totalmente confuso. «He viajado, decía, pero nunca oí hablar de semejante capricho.»
Cuando hubieron cantado, el Viejo de las siete montañas fue con toda pompa hasta la puerta del templo. Cortó el aire en cuatro con el pulgar levantado, dos dedos estirados y otros dos doblados, diciendo estas palabras en una lengua que ya no se hablaba: A la ciudad y al universo. El gangárida no podía comprender cómo dos dedos podían llegar tan lejos.
Vio luego desfilar a toda la corte del dueño del mundo: estaba compuesta de graves personajes, unos con túnicas rojas, otros violeta. Casi todos miraban al hermoso Amazán con ojos lánguidos, le hacían reverencias y se decían unos a otros: San Martino, che bel ragazzo! San Pancratio, che bel fanciullo!
Los ardientes, cuyo oficio era mostrar a los forasteros las curiosidades de la ciudad, se apresuraron a hacerle ver unas casuchas en las que un mulero no querría pasar la noche, pero que habían sido antaño dignos monumentos de la grandeza de un pueblo rey. Vio también cuadros de doscientos años y estatuas de más de veinte siglos que le parecieron obras maestras. «¿Continúan haciendo obras como ésas?
—No, Excelencia, le respondió uno de los ardientes, pero despreciamos al resto de la tierra porque conservamos estas rarezas. Somos como ropavejeros que ciframos nuestra gloria en los viejos trajes que quedan en nuestros almacenes.»
Quiso Amazán ver el palacio del príncipe y allí lo llevaron. Vio a unos hombres de violeta contando el dinero de los ingresos del estado: tanto de una tierra por el Danubio, tanto de otra por el Loira, el Guadalquivir o el Vístula. «¡Oh!, dijo Amazán tras consultar su mapa geográfico, ¿vuestro señor posee entonces toda Europa como los antiguos héroes de las siete montañas? —Debe poseer el universo entero por derecho divino, le respondió uno de violeta, e incluso hubo un tiempo en que sus antecesores se acercaron a la monarquía universal. Pero sus sucesores tienen la modestia de conformarse hoy día con el dinero que sus súbditos los reyes les pagan en forma de tributos.
—¿Así que vuestro señor es realmente el rey de reyes? ¿Es ése su título?, preguntó Amazán. —No, Excelencia, su título es siervo de siervos. En principio es pescador y portero, y por eso los emblemas de su dignidad son las llaves y las redes, pero dicta órdenes a todos los reyes. No hace mucho envió ciento un mandamientos a un rey del país de los celtas, y el rey obedeció.
—Vuestro pescador enviaría quinientos o seiscientos mil hombres para que se ejecutaran sus ciento una voluntades.
—Nada de eso, Excelencia, nuestro santo señor no tiene suficiente caudal para pagar a diez mil soldados, pero tiene cuatrocientos a quinientos mil profetas divinos repartidos por los demás países. Dichos profetas de todos los colores, son mantenidos a expensas de los pueblos, como es natural. Anuncian de parte del cielo que mi señor puede con sus llaves abrir y cerrar todas las cerraduras, sobre todo las de las cajas de caudales. Un cura normando, que tenía el cargo de confidente de los pensamientos del rey en cuestión, le convenció de que debía acatar sin rechistar los ciento un pensamientos de mi señor, pues debéis saber que una de las prerrogativas del Viejo de las siete montañas es la de tener siempre razón, tanto cuando se digna hablar como escribir.
—¡Cáspita!, dijo Amazán, ¡qué hombre tan singular! Me gustaría comer con él. —Excelencia, ni que fuerais rey podrías comer a su mesa. Todo cuanto podría hacer por vos sería que os dispusieran una junto a la suya, aunque más pequeña y baja. Pero si queréis tener el honor de hablarle le pediré audiencia para vos mediante la buona mancia que tengáis la bondad de darme. —Con mucho gusto», dijo el gangárida. El de violeta le hizo una reverencia. «Os introduciré mañana, dijo. Haréis tres genuflexiones y besaréis los pies del Viejo de las siete montañas.» Al oír aquellas palabras Amazán prorrumpió en tan fuertes risotadas que a punto estuvo de ahogarse; salió sujetándose los costados y se fue riendo todo el camino, hasta llegar a su posada, donde continuó con la risa largo rato.
Cuando se disponía a comer se presentaron veinte hombres barbilampiños y veinte violines para darle una serenata. El resto del día fue cortejado por los señores más importantes de la ciudad, que le hicieron proposiciones más extrañas que las de besarle los pies al Viejo de las siete montañas. Como era cortés en extremo creyó al principio que aquellos caballeros lo tomaban por una dama y les advirtió de su error con el recato más circunspecto. Pero, al acosarle con insistencia dos o tres de los más decididos, los arrojó por la ventana, sin pensar que le hiciera un gran sacrificio a la hermosa Formosante. Abandonó a toda prisa la ciudad de los dueños del mundo en la que había que besarle a un viejo los dedos de los pies, como si allí tuviera la mejilla, y en la que se abordaba a los mozos con ceremonias más extrañas todavía.
X
De provincia en provincia, rechazando siempre los arrumacos de cualquier especie, siempre fiel a la princesa de Babilonia, airado siempre contra el rey de Egipto, aquel modelo de constancia llegó a la capital nueva de las Galias. Aquella ciudad, como tantas otras, había pasado por todos los grados de barbarie, ignorancia, necedad y miseria. Su primer nombre había sido lodo; luego había tomado el de Isis, por el culto de Isis que hasta allí había llegado. Su primer Senado había sido un gremio de bateleros. Durante mucho tiempo había sido esclava de los depredadores de las siete montañas y varios siglos más tarde de otros héroes bandidos, llegados de la otra orilla del Rhin, que se habían adueñado de su pequeño territorio.
El tiempo, que todo lo cambia, la había convertido en una ciudad cuya mitad era muy noble y agradable y la otra algo tosca y ridícula: era el emblema de sus habitantes. Había en su recinto unas cien mil personas por lo menos que no tenían otra cosa que hacer que jugar y divertirse. Aquel pueblo de ociosos juzgaba las artes que los demás cultivaban. Ignoraban lo que acontecía en la corte; aunque sólo se encontraba a cuatro millas parecía que estuviera a seiscientas por lo menos. El buen trato en sociedad, la alegría, la frivolidad eran su única e importante ocupación: los gobernaban como niños a los que se regalan juguetes para que dejen de chillar. Si se les hablaba de los horrores que, dos siglos atrás, habían entristecido a su patria y de los espantosos tiempos en que la mitad de la nación había dado muerte a la otra por unos sofismas, decían que realmente aquello no estaba bien, y luego volvían a reír y a cantar coplillas.
Cuanto más corteses, graciosos y amables eran los ociosos mayor contraste se observaba entre ellos y los grupos de ocupados. Entre aquellos ocupados, o que pretendían estarlo, había una tropilla de oscuros fanáticos, entre absurdos y bribones, cuyo solo aspecto entristecía la tierra y que la hubieran trastornado, de haber podido, para darse algo de notoriedad. Pero la nación de los ociosos, bailando y cantando, los hacía volver a sus cavernas, como los pájaros obligan a los autillos a meterse en los agujeros de las chozas.
Otros ocupados, en número menor, eran conservadores de antiguas costumbres bárbaras contra las que la naturaleza, asustada, clamaba a voz en grito; sólo consultaban sus registros carcomidos. Si veían en ellos una costumbre insensata y horrible la miraban como una ley sagrada. Por esa fea costumbre de no atreverse a pensar por sí mismos y sacar sus ideas de las ruinas de los tiempos, existían aún en la ciudad de los placeres usos atroces. Por tal motivo no había proporción alguna entre los delitos y las penas. A veces se hacía sufrir mil muertes a un inocente para hacerle confesar un crimen que no había cometido.
Se castigaba una travesura de mozo como se hubiese castigado un envenenamiento o un parricidio. Los ociosos proferían grandes gritos y al día siguiente ya ni se acordaban y sólo hablaban de las nuevas modas.
Aquel pueblo había contemplado discurrir todo un siglo durante el cual las bellas artes alcanzaron un grado de perfección que nunca se hubiera intentado esperar. Acudían entonces los extranjeros, como a Babilonia, para admirar los grandes monumentos de la arquitectura, los prodigios de los jardines, los sublimes esfuerzos de la escultura y la pintura. Se embelesaban con una música que llegaba al alma sin impresionar el oído.
La verdadera poesía, es decir, la que resulta natural y armoniosa, la que habla tanto al corazón como al espíritu, no se conoció en aquella nación hasta aquel siglo feliz. Nuevos géneros de elocuencia mostraron sublimes bellezas. En especial los teatros resonaron con obras maestras que ningún otro pueblo pudo igualar. En una palabra, el buen gusto se extendió por todas las profesiones, hasta tal punto que hubo buenos escritores incluso entre los druidas.
Tantos laureles, que habían alzado sus copas hasta las nubes, se secaron pronto en una tierra agostada. Sólo quedaron unos pocos cuyas hojas eran de un verde pálido y mortecino. La decadencia se produjo por la facilidad en el hacer y la pereza en el buen hacer, por la saciedad de lo bello y el gusto por lo extravagante. La vanidad protegió a los artistas que traían de nuevo los tiempos de la barbarie y esa misma vanidad, al perseguir a los verdaderos talentos, los obligó a abandonar su patria; los zánganos hicieron desaparecer a las abejas.
Ya no quedaban casi verdaderas artes ni ingenio; el mérito consistía en discutir a tontas y a locas sobre el mérito del siglo anterior. El pintamonas que manchaba las paredes criticaba con mucha ciencia los cuadros de los grandes pintores; los emborronadores de papel desfiguraban las obras de los grandes escritores. La ignorancia y el mal gusto tenían otros chapuceros a sus expensas; se repetían las mismas cosas en cien volúmenes con títulos distintos. Todo era diccionario o folleto. Un gacetillero druida escribía dos veces por semana los oscuros anales de varios energúmenos ignorados por la nación y prodigios celestes realizados en desvanes por bribones y bribonas. Otros ex druidas, vestidos de negro, a punto de morir de rabia y de hambre, se quejaban en cien escritos de que ya no se les permitiera engañar a los hombres y que se dejara aquel derecho a unos machos cabríos vestidos de gris. Algunos archidruidas imprimían libelos difamatorios.
Amazán no sabía nada de todo eso, y aunque lo hubiera sabido no se habría preocupado mucho, pues tenía la mente ocupada por la princesa de Babilonia, el rey de Egipto y su inviolable juramento de despreciar todas las coqueterías de las señoras, fuera cual fuese el país al que su pesar lo condujera.
El populacho, liviano e ignorante, que lleva siempre al exceso la curiosidad innata al género humano, se apiñó largo rato en torno a los unicornios. Las mujeres, más sensatas, forzaron las puertas de su posada para contemplar su persona.
Expresó al posadero su deseo de ir a la corte, pero unos ociosos de la buena sociedad, que se encontraban allí por casualidad, le dijeron que no estaba ya de moda, que los tiempos habían cambiado y que sólo en la ciudad se encontraban placeres. Aquella misma noche fue invitado a cenar por una señora cuyo ingenio y talento eran conocidos fuera de su patria y que había viajado por algunos de los países que Amazán había recorrido. Apreció mucho a aquella señora y a la concurrencia que estaba en su casa. La libertad era allí decente, la alegría en absoluto ruidosa, la ciencia nada repelente y el ingenio nada afectado. Vio que el nombre de buena sociedad no es injustificado, aunque a menudo se emplee mal. Al día siguiente almorzó en compañía no menos amable, aunque mucho más voluptuosa. Cuanto más satisfecho estuvo de los comensales, más contentos quedaron de él. Sentía que su alma se ablandaba y disolvía como las hierbas aromáticas de su país se funden suavemente a fuego moderado y desprenden deliciosos perfumes.
Tras la comida lo llevaron a un espectáculo encantador, condenado por los druidas porque les quitaba oyentes. Dicho espectáculo era una mezcla de versos agradables, cantos deliciosos, bailes que expresaban los impulsos del alma y perspectivas que encantaban la mirada, engañándola. Aquel género de placer, que reunía tantos géneros, era conocido por su nombre extranjero: se llamaba ópera, que significaba antiguamente en la lengua de las siete montañas trabajo, cuidado, ocupación, industria, empresa, tarea, asunto. Aquel asunto le encantó. Sobre todo le llamó la atención una muchacha por su melodiosa voz y las gracias que la acompañaban. Aquella muchacha del asunto le fue presentada al finalizar la función por sus nuevos amigos. La obsequió con un puñado de diamantes. Quedó tan agradecida que no se separó de él el resto del día. Cenó con ella y durante la comida olvidó su sobriedad, y después olvidó su juramento de ser siempre insensible a la belleza e inexorable a los tiernos arrumacos. ¡Qué ejemplo de la debilidad humana!
La hermosa princesa de Babilonia llegaba en aquel momento con el fénix, su doncella Irla y sus doscientos jinetes gangáridas montados en sus unicornios. Hubo que esperar un buen rato a que abrieran las puertas. Preguntó primero si el más hermoso, valiente, ingenioso y fiel de los hombres estaba todavía en la ciudad. Los oficiales comprendieron que estaba hablando de Amazán. Hizo que la llevaran a su posada, entró con el corazón palpitante de amor: toda su alma estaba dominada por la inenarrable dicha de ver por fin en su amado el modelo de la constancia. Nada pudo impedirle entrar en su aposento: las cortinas estaban descorridas y vio al hermoso Amazán durmiendo en brazos de una bonita morena. Ambos parecían tener gran necesidad de descanso.
Formosante profirió un grito de dolor que resonó en toda la casa, pero que no pudo despertar ni a su primo ni a la muchacha del asunto. Cayó sin sentido en brazos de Irla. En cuanto hubo recobrado el sentido salió de aquel fatal aposento con una mezcla de dolor y rabia. Irla fue a enterarse de quién era aquella señorita que pasaba tan buen rato con el hermoso Amazán. Le dijeron que era una muchacha del asunto muy complaciente, que unía a sus talentos el de cantar con bastante gracia. «¡Oh cielos! ¡Oh poderoso Ormuz!, exclamaba la hermosa princesa de Babilonia sumida en llanto, ¡quién me traiciona y con quién! O sea que el que ha rechazado por mí a tantas princesas me abandona por una cómica de las Galias. No, no podré sobrevivir a semejante afrenta.
—Señora, le dijo Irla, así son todos los muchachos de una parte del mundo a otra. Ni que estuvieran enamorados de una beldad bajada del cielo, en ciertos momentos la traicionarían por una moza de posada.
—Lo tengo decidido, dijo la princesa, no lo veré nunca más; partamos ahora mismo, que enganchen los unicornios.» El fénix la conjuró a que esperara por lo menos a que despertara Amazán y pudiese hablar con él. «No lo merece, dijo la princesa, sería una cruel ofensa, creería que os he rogado que le hicierais reproches y que quiero reconciliarme con él. Si me queréis no añadáis esta injuria a la que me ha infligido.» El fénix, que al fin y al cabo debía la vida a la hija del rey de Babilonia, no pudo desobedecerla. Se marchó con toda su gente. «¿Dónde vamos, señora?, le preguntó Irla.
—No lo sé, respondió la princesa. Tomaremos el primer camino que encontremos, mientras huya de Amazán para siempre me doy por satisfecha.»
El fénix, que era más sensato que Formosante porque estaba libre de la pasión, la consolaba en el camino. Le hacía ver con suavidad que era triste castigarse por las faltas de otro, que Amazán le había dado pruebas bastante evidentes y numerosas de fidelidad para que ella le perdonara un momento de debilidad, que era un justo a quien le había faltado la gracia de Ormuz, que en lo sucesivo sería más constante en el amor y en la virtud, que el deseo de expiar su falta lo liaría superarse, que ella sería mucho más dichosa, que varias grandes princesas antes que ella habían perdonado parecidas faltas y les había ido muy bien.
Le daba ejemplos y dominaba hasta tal punto el arte de contar que el corazón de Formosante terminó por calmarse y apaciguarse. Hubiese querido no partir tan aprisa, encontraba que sus unicornios iban demasiado veloces, pero no se atrevía a dar marcha atrás. Luchando entre el deseo de perdonar y de mostrar su cólera, entre su amor y su vanidad, dejaba que sus unicornios continuaran avanzando: recorría el mundo según la predicción del oráculo de su padre.
Amazán supo al despertar la llegada y la marcha de Formosante y el fénix, la desesperación y la indignación de la princesa. Le dijeron que había jurado no perdonarlo jamás. «Sólo me queda seguirla y darme muerte a sus plantas», exclamó.
Sus amigos de la buena sociedad de ociosos acudieron a la noticia de aquel suceso. Todos fueron de la opinión de que era muchísimo mejor que se quedara con ellos, que no había nada comparable a la muelle vida que llevaban en el seno de las artes y de una voluptuosidad tranquila y delicada, que varios extranjeros e incluso reyes habían preferido aquel reposo, tan agradablemente ocupado y tan encantador, a su patria y a su trono, que además su coche se había estropeado y un guarnicionero le estaba haciendo otro a la última moda, que el mejor sastre de la ciudad le había cortado ya una docena de trajes del mejor gusto, que las señoras más graciosas y amables de la ciudad, en cuyas casas se hacía tan bien comedia, habían reservado cada una un día para darle una fiesta. Mientras tanto, la muchacha del asunto tomaba chocolate en su tocador, reía, cantaba y hacía mil arrumacos al hermoso Amazán, que vio al fin que tenía la cabeza a pájaros.
Como la sinceridad, la cordialidad, la franqueza, así como la magnanimidad y el arrojo, componían el carácter de aquel gran príncipe, les había contado a sus amigos sus desgracias y sus viajes. Sabían que era primo hermano de la princesa y estaban informados del beso funesto que le había dado al rey de Egipto. «Entre parientes esas travesuras se perdonan, de otro modo nos pasaríamos la vida peleándonos», le dijeron.
Nada quebrantó su deseo de correr tras Formosante, pero como su coche no estaba listo tuvo que pasar tres días con los ociosos en fiestas y placeres. Se despidió al fin de ellos abrazándolos y ofreciéndoles los diamantes mejor tallados de su país, y recomendándoles que fueran siempre ligeros y frívolos, ya que así resultaban más amables y dichosos. «Los germanos, decía, son los ancianos de Europa, los pueblos de Albión son los hombres hechos y derechos, los moradores de la Galia son los niños y me gusta jugar con ellos.»
XI
No les costó mucho a sus guías seguir el camino de la princesa. No se hablaba sino de ella y de su gran pájaro. Todos los habitantes del país se hallaban aún en el entusiasmo de la admiración. Los pueblos de Dalmacia y de la Marca de Ancona experimentaron más tarde una sorpresa menos deliciosa al ver volar una casa por los aires. Las orillas del Loira, del Dordoña, del Garona y del Gironda resonaban todavía con las aclamaciones.
Cuando Amazán llegó al pie de los Pirineos los magistrados y druidas del país le hicieron bailar contra su voluntad al son del tamboril. Pero cuando hubo cruzado los Pirineos no vio más alegría. Si de vez en cuando oía alguna canción era siempre triste: los moradores caminaban con paso grave, granos ensartados y un puñal al cinto.
La nación, vestida de negro, parecía estar de luto. Si los criados de Amazán preguntaban a los transeúntes, éstos respondían por señas. Si entraban en una posada, el mesonero hacía saber a la gente en tres palabras que no había nada en casa y que se podía mandar a buscar a varias millas las cosas más necesarias.
Cuando se preguntaba a aquellos silenciosos si habían visto pasar a la hermosa princesa de Babilonia, respondían con menos brevedad: «La hemos visto, y no es tan hermosa, sólo es bella una tez morena; hace gala de un seno de alabastro que es la cosa más asquerosa del mundo y casi desconocida en nuestros climas.»
Amazán avanzaba hacia la provincia regada por el Betis. No habían transcurrido más de doce mil años desde que aquel país había sido descubierto por los tirios, por la misma época en que hicieron el descubrimiento de la gran isla Atlántida, sumergida varios siglos más tarde. Los tirios cultivaron la Bética, que los naturales del país dejaban en barbecho con la idea de que no debían hacer nada y que les correspondía a sus vecinos los galos ir a cultivar sus tierras.
Los tirios habían llevado consigo a unos palestinos, que ya en aquellos tiempos recorrían todos los países mientras hubiera dinero que ganar. Aquellos palestinos, prestando con fianza al cincuenta por ciento, se habían apropiado de casi todas las riquezas del país. Aquello les hizo creer a los pueblos de la Bética que los palestinos eran hechiceros, y todos cuantos eran acusados de brujería eran quemados sin misericordia por una compañía de druidas llamados buscadores o antropocayos. Dichos sacerdotes los revestían primero con un traje de disfraz, se apoderaban de sus bienes y recitaban con mucha devoción las mismas plegarias de los palestinos mientras los asaban a fuego lento por amor de Dios.
La princesa de Babilonia había bajado del coche en la ciudad que luego se llamó Sevilla. Su intención era embarcar en el Betis para volver por Tiro a Babilonia, reunirse con su padre el rey Belo y olvidar, si podía, a su infiel amante o pedirlo en matrimonio. Llamó a dos palestinos que se ocupaban de todos los negocios de la corte. Tenían que procurarle tres navíos. El fénix hizo los tratos necesarios y fijó el precio tras discutir un poco.
La posadera era muy devota y su marido, no menos devoto, era familiar, es decir, espía de los druidas buscadores antropocayos. No dejó de avisarles que tenía en su casa a una bruja y a dos palestinos que hacían un pacto con el demonio disfrazado de gran pájaro dorado. Los buscadores, al saber que la dama poseía una prodigiosa cantidad de diamantes, la declararon al punto bruja. Esperaron a la noche para encerrar a los doscientos jinetes y a los unicornios, que dormían en grandes caballerizas, pues los buscadores son unos cobardes.
Tras atrancar las puertas se apoderaron de la princesa y de Irla, pero no pudieron coger el fénix, que se alejó con vuelo rápido: estaba seguro de que encontraría a Amazán en el camino de la Galia a Sevilla.
Dio con él en la frontera de la Bética y le contó la desgracia de la princesa. Amazán no podía hablar, estaba fuera de sí, enfurecido. Se armó con una coraza de acero damasquinada en oro, una lanza de doce pies, dos venablos y una espada llamada Fulminante, que podía hendir de un solo golpe árboles, rocas y druidas. Cubrió su hermosa cabeza con un casco de oro empenachado con plumas de garza y avestruz. Era la antigua armadura de Magog, que su hermana Aldea le había regalado en su viaje a Escitia. Los pocos criados que lo acompañaban montaron igual que él en unicornios.
Amazán, abrazando a su querido fénix, le dijo sólo estas tristes palabras: «Soy culpable. Si no me hubiera acostado con una muchacha del asunto en la ciudad de los ociosos la hermosa princesa de Babilonia no se hallaría en este espantoso estado: corramos a atacar a los antropocayos.» Pronto entró en Sevilla. Mil quinientos alguaciles guardaban las puertas del recinto en que estaban encerrados los doscientos gangáridas y sus unicornios sin tener qué comer. Todo estaba dispuesto para el sacrificio de la princesa de Babilonia, su doncella Irla y los dos ricos palestinos.
El antropocayo general, rodeado de sus antropocayos subalternos, se hallaba ya en su sagrado tribunal. Una muchedumbre de sevillanos con granos ensartados en sus cintos juntaban las manos sin articular palabra, y conducían ya a la hermosa princesa, a Irla y a los dos palestinos, con las manos atadas a la espalda y vestidos con traje de disfraz.
El fénix entró por un tragaluz en la cárcel cuyas puertas empezaban ya a derribar los gangáridas. El invencible Amazán las rompía desde fuera. Salieron armados completamente y sobre sus unicornios. Amazán se puso a la cabeza. Poco costó derribar a los alguaciles, los familiares y los sacerdotes antropocayos: cada unicornio atravesaba a docenas de ellos a un tiempo. La Fulminante de Amazán cortaba en dos a los que encontraba. El pueblo, con capas negras y gorgueras sucias, huía sin dejar de sujetar en sus manos sus granos bendecidos por amor de Dios.
Amazán asió con sus manos al buscador general en el tribunal y lo arrojó a la hoguera que estaba dispuesta a cuarenta pasos.
Arrojó también uno tras otro a los buscadores subalternos. Hincó luego la rodilla ante Formosante. «¡Ah, qué amable sois!, díjole ésta, ¡y cuánto os adoraría si no me hubieseis traicionado con una muchacha del asunto!»
Mientras Amazán hacía las paces con la princesa, mientras los gangáridas amontonaban en la hoguera los cuerpos de todos los antropocayos y las llamas se elevaban hacia el cielo, Amazán vio a lo lejos como un ejército que avanzaba hacia él. Un anciano monarca, con la cabeza coronada, se acercaba en un carro tirado por ocho mulas enganchadas con cuerdas; otros cien carros seguían atrás. Iban acompañados de graves personajes con capa negra y golilla, montados en hermosos caballos. Les seguía una muchedumbre a pie, con el pelo grasiento y en silencio.
Amazán hizo formar a sus gangáridas y avanzó con la lanza en ristre. Cuando el rey lo vio se quitó la corona, bajó de su carro, abrazó el estribo de Amazán y le dijo: «Hombre enviado de Dios, sois el vengador del género humano, el libertador de mi patria, mi protector. Esos monstruos sagrados que habéis eliminado de la tierra eran mis dueños en nombre del Viejo de las siete montañas y me veía obligado a soportar su criminal poder. Mi pueblo me habría abandonado si yo hubiese querido moderar tan sólo sus abominables atrocidades. A partir de hoy respiro, reino y os lo debo a vos.» Luego besó con sumo respeto la mano de Formosante y le suplicó que se dignara montar, con Amazán, Irla y el fénix en su carroza de ocho mulas. Los dos palestinos, banqueros de la corte, que permanecían de bruces por miedo y agradecimiento, se levantaron y la tropa de unicornios siguió al rey de la Bética hasta su palacio.
Como la dignidad del rey de un pueblo grave exigía que sus mulas fueran al paso, Amazán y Formosante tuvieron tiempo de contarle sus aventuras. Conversó también con el fénix, lo admiró y besó cien veces.
Comprendió cuan ignorantes, brutos y bárbaros eran los pueblos de occidente, que se comían a los animales y no comprendían su lengua, que sólo los gangáridas habían conservado la naturaleza y la dignidad primitiva del hombre. Pero sobre todo veía que los más bárbaros entre los mortales eran aquellos buscadores antropocayos, de los que Amazán acababa de librar al mundo. No se cansaba de bendecirlo y darle gracias. La hermosa Formosante estaba ya olvidando el suceso de la muchacha del asunto y su alma estaba henchida del valor del héroe que le había salvado la vida. Amazán, sabedor de la inocencia del beso dado al rey de Egipto y de la resurrección del fénix, gozaba de una alegría sin sombra y estaba embriagado por el amor más violento.
Almorzaron en palacio y comieron bastante mal. Los cocineros de la Bética eran los peores de Europa. Amazán les aconsejó que llamaran a algunos de las Galias. Los músicos del rey ejecutaron durante el banquete aquella célebre tonada que andando el tiempo se llamó Locuras de España. Tras la comida hablaron de cosas serias.
El rey preguntó al hermoso Amazán, a la hermosa Formosante y al hermoso fénix qué proyectos tenían. «Mi intención, dijo Amazán, es volver a Babilonia, de la que soy presunto heredero, y pedir a mi tío Belo la mano de mi prima hermana, la sin par Formosante, a menos que ella prefiera vivir conmigo entre los gangáridas.
—Mi deseo, dijo la princesa, es no separarme jamás de mi primo hermano. Pero creo conveniente ir a ver a mi padre el rey, puesto que sólo me dio permiso para ir en peregrinación a Basora y he recorrido el mundo.
—En cuanto a mí, dijo el fénix, seguiré adonde vayan a estos tiernos y generosos amantes.
—Tenéis razón, dijo el rey de la Bética, pero el regreso a Babilonia no es tan fácil como pensáis. Me llegan a diario noticias de aquel país por las naves tirias y por mis banqueros palestinos, que están en comunicación con todos los pueblos de la tierra. Todos se han alzado en armas por el Éufrates y el Nilo. El rey de Escitia reclama la herencia de su mujer a la cabeza de trescientos mil guerreros a caballo. El rey de Egipto y el rey de las Indias devastan también las orillas del Tigris y el Éufrates, cada uno a la cabeza de trescientos mil hombres, para vengarse de una burla que les habían hecho. Mientras el rey de Egipto está fuera de su país, su enemigo el rey de Etiopía asola Egipto con trescientos mil hombres. Y el rey de Babilonia sólo tiene seiscientos mil hombres para defenderse.
»Os confieso, continuó el rey, que cuando oigo hablar de esos prodigiosos ejércitos que oriente vomita de sus entrañas y de su asombrosa magnificencia, cuando los comparo con nuestros pequeños cuerpos de veinte a treinta mil soldados, que tanto nos cuesta vestir y mantener, me entran ganas de creer que oriente fue creado mucho antes que occidente. Parece que hayamos salido anteayer del caos y ayer de la barbarie.
—Señor, dijo Amazán, los recién llegados les ganan a veces a los que entraron primero en la carrera. En mi país piensan que el hombre procede de la India, pero no tengo certeza alguna.
—¿Y vos qué pensáis?, dijo al fénix el rey de la Bética. —Señor, respondió el fénix, soy demasiado joven todavía para conocer la antigüedad. Sólo he vivido unos veintisiete mil años, pero mi padre, que había vivido cinco veces esa edad, me decía que había sabido de su padre que los países de oriente habían sido siempre más populosos y ricos que los demás. Sabía por sus antepasados que las generaciones de todos los animales habían comenzado en las orillas del Ganges. Yo no tengo la vanidad de ser de tal opinión. No puedo creer que los zorros de Albión, las marmotas de los Alpes y los lobos de la Galia procedan de mi país, del mismo modo que los abetos y robles de vuestras tierras desciendan de las palmeras y cocoteros de las Indias.
—¿Entonces de dónde venimos?, preguntó el rey. —Lo ignoro por completo, respondió el fénix. Sólo querría saber dónde podrán ir la hermosa princesa de Babilonia y mi querido amigo Amazán. —Dudo que con sus doscientos unicornios puedan cruzar por entre tantos ejércitos de trescientos mil hombres, repuso el rey. —¿Por qué no?», dijo Amazán.
El rey de la Bética advirtió la sublimidad del ¿por qué no?, pero pensó que la sublimidad sola no bastaba contra ejércitos innumerables. «Os aconsejo, les dijo, que vayáis al encuentro del rey de Etiopía. Estoy en relación con este príncipe negro por medio de mis palestinos. Os daré cartas para él. Como es enemigo del rey de Egipto estará muy contento al verse reforzado por vuestra alianza. Puedo ayudaros con dos mil hombres muy sobrios y valientes; de vos dependerá enrolar a otros tantos en los pueblos que viven o mejor que brincan al pie de los Pirineos y que llaman vascos o vascones. Enviad a uno de vuestros guerreros en un unicornio con algunos diamantes: no hay vasco que no abandone el castillo, o sea la choza, de su padre para serviros. Son incansables, aguerridos y graciosos; quedaréis muy contento con ellos. Mientras llegan os daremos fiestas y os prepararemos las naves. Nunca agradeceré bastante el favor que me habéis hecho.»
Amazán gozaba de la dicha de haber encontrado a Formosante y de disfrutar en paz con su trato de todos los encantos del amor reconciliado, que valen casi tanto como los del amor naciente.
Pronto llegó una tropa altiva y alegre de vascos bailando al son del tamboril; la otra tropa altiva y seria de béticos estaba ya lista. El anciano rey de tez morena abrazó cariñosamente a los dos amantes, hizo que cargaran sus naves con armas, camas, juegos de ajedrez, trajes negros, golillas, cebollas, ovejas, gallinas, harina y mucho ajo, deseándoles feliz travesía, amor constante y victorias.
La flota llegó a los lugares donde dicen que, muchos siglos después, la fenicia Dido, hermana de un tal Pigmalión, esposa de un tal Siqueo, tras abandonar la ciudad de Tiro, llegó para fundar la soberbia ciudad de Cartago cortando un cuero de buey en tiras, según testimonio de los más graves autores de la antigüedad, que nunca contaron fábulas, y según los profesores que han escrito para los niños. Aunque bien mirado, nunca hubo nadie en Tiro que se llamara Pigmalión, Dido o Siqueo, que son nombres completamente griegos, ni hubo siquiera rey en Tiro en aquellos tiempos.
La soberbia Cartago no era todavía puerto de mar; sólo había por allí algunos númidas que hacían secar pescado al sol. Bordearon Bizacena y las Sirtes, fértiles parajes en que luego estuvieron Cirene y el gran Quersoneso.
Llegaron por fin a la primera boca del río sagrado del Nilo. En el extremo de aquella fértil tierra el puerto de Canope recibía ya navíos de todas las naciones mercantes, sin que se supiera si el dios Canope había fundado el puerto, o si sus moradores habían creado el dios, o si la estrella Canope había dado su nombre a la ciudad o si la ciudad había dado el suyo a la estrella. Todo cuanto se sabía es que la ciudad y la estrella eran muy antiguas, y es todo lo que puede saberse sobre el origen de las cosas, de la naturaleza que sean.
Allí fue donde el rey de Etiopía, tras asolar todo Egipto, vio desembarcar al invencible Amazán y a la adorable Formosante. Le tomó a él por el dios de las batallas y a ella por la diosa de la belleza. Amazán le presentó la carta de recomendación del rey de España. El de Etiopía les dio para empezar suntuosas fiestas, según costumbre indispensable de los tiempos heroicos. Luego hablaron de ir a exterminar a los trescientos mil hombres del rey de Egipto, los trescientos mil del emperador de las Indias y los trescientos mil del gran kan de los escitas, que sitiaban la inmensa, orgullosa y voluptuosa ciudad de Babilonia.
Los dos mil españoles que Amazán había llevado consigo dijeron que no necesitaban para nada al rey de Etiopía para socorrer a Babilonia, que bastaba con que su rey les hubiese ordenado que fueran a liberarla y que los demás sobraban en aquella expedición.
Los vascos dijeron que ya habían llevado a cabo otras, que derrotarían ellos solos a los egipcios, los indios y los escitas, y que sólo marcharían con los españoles con la condición de que éstos fueran en la retaguardia.
Los doscientos gangáridas se echaron a reír ante las pretensiones de sus aliados y afirmaron que con sólo cien unicornios pondrían en fuga a todos los reyes de la tierra.
La hermosa Formosante los calmó con su prudencia y sus melodiosas palabras. Amazán presentó al monarca negro sus gangáridas, sus unicornios, los españoles, los vascos y su hermoso pájaro.
Pronto estuvo todo listo para marchar hacia Menfis, Heliópolis, Arsinoe, Petras, Artemite, Sora, Apame, para ir a atacar a los tres reyes y para hacer aquella memorable guerra ante la cual todas las guerras que los hombres han realizado después no han sido sino peleas de gallos y de codornices.
De todos es sabido cómo se enamoró el rey de Etiopía de la hermosa Formosante y cómo la sorprendió en el lecho, cuando un dulce sueño cerraba sus grandes párpados.
Todos recuerdan que Amazán, testigo de aquel espectáculo, creyó ver el día y la noche durmiendo juntos. Nadie ignora que Amazán, indignado por la afrenta, sacó de repente su Fulminante, cortó la perversa cabeza del negro y expulsó a todos los etíopes de Egipto. ¿No están escritos todos esos prodigios en el libro de las crónicas de Egipto? La fama, con sus cien trompetas, ha pregonado las victorias que consiguió sobre los tres reyes con sus españoles, sus vascos y sus unicornios. Devolvió a la hermosa Formosante a su padre y liberó a todo el séquito de su amada, que el rey de Egipto había reducido a esclavitud. El gran kan de los escitas se declaró vasallo suyo y vio confirmado su matrimonio con la princesa Aldea. El invencible y generoso Amazán, reconocido como heredero del reino de Babilonia, hizo su entrada triunfal en la ciudad con el fénix, en presencia de cien reyes tributarios. Las fiestas de su boda superaron las que había dado el rey Belo. Sirvieron al buey Apis asado, los reyes de Egipto y de las Indias escanciaron la bebida a los esposos y aquellas bodas fueron celebradas por quinientos grandes poetas de Babilonia. ¡Oh musas, a las que se invoca siempre al principio de una obra, yo os imploro al final! En vano me reprochan hacer la acción de gracias sin haber recitado el benedicite. ¡Musas, no por ello dejaréis de protegerme! Impedid que los continuadores temerarios estropeen con sus fábulas las verdades que he mostrado a los mortales en este relato fiel, como se han atrevido a falsificar Cándido, El Ingenuo y las castas aventuras de la casta Juana que un ex capuchino ha desfigurado con versos dignos de capuchinos en las ediciones bátavas. Que no le hagan esta mala jugada a mi tipógrafo, padre de familia numerosa y que apenas tiene con qué comprar los tipos, el papel y la tinta. ¡Oh musas! Imponed silencio al detestable Coger, profesor de charlatanería en el colegio Mazarino, que no se ha contentado con los discursos morales de Belisario y del emperador Justiniano y ha escrito malísimos libelos difamatorios contra estos dos grandes hombres.
Amordazad al pedante Larcher quien, sin saber ni una palabra del antiguo babilonio, sin haber viajado como yo por las tierras bañadas por el Éufrates y el Tigris, ha tenido la desfachatez de afirmar que la hermosa Formosante, hija del mayor rey del mundo, la princesa Aldea y todas las damas de aquella respetable corte se acostaban con todos los palafreneros de Asia por dinero en el gran templo de Babilonia, por un mandato religioso. Ese libertino de colegio, enemigo vuestro y del pudor, acusa a las bellas egipcias de Mendes de amar sólo a machos cabríos, proponiéndose en secreto dar una vuelta por Egipto para ver si por fin hace alguna conquista.
Como desconoce lo moderno tanto como lo antiguo, insinúa, con la esperanza de tener acceso a la casa de alguna anciana, que nuestra incomparable Ninon se acostó a la edad de ochenta años con el abate Gédoyn y otros miembros de la Academia francesa y de la de Inscripciones y Bellas Letras. No ha oído hablar nunca del abate de Château-neuf, que confunde con el abate Gédoyn. No conoce mejor a Ninon que a las mujeres de Babilonia.
Musas, hijas del cielo, vuestro enemigo Larcher ha ido más lejos: se deshace en elogios de la pederastia. Osa afirmar que todos los niños de mi país están sujetos a esa infamia. Cree salvarse aumentando el número de los culpables.
¡Nobles y castas musas, que detestáis por igual la pedantería y la pederastia, protegedme de maese Larcher!
Y vos, maese Aliborón, llamado Fréron, ex presunto jesuita, vos que tenéis vuestro Parnaso tanto en Bicetre como en la taberna de la esquina, a quien se ha rendido tanta justicia en todos los teatros de Europa en la honrada comedia de La Escocesa, digno hijo del padre Desfontaines, que nacisteis de sus amores con uno de esos lindos mozos que llevan un hierro y una banda como el hijo de Venus y que se elevan como él por los aires, aunque no suben más arriba que las chimeneas, mi querido Aliborón, por quien he sentido siempre tanto cariño y que me habéis hecho reír un mes seguido en tiempos de aquella Escocesa, os encomiendo mi Princesa de Babilonia: decid de ella mucho mal para que la lean.
No voy a olvidaros, gacetillero eclesiástico, ilustre orador de los convulsionarios, padre de la iglesia fundada por el abate Bécherand y por Abraham Chaumeix: no dejéis de decir en vuestras hojas, tan piadosas como elocuentes y sensatas, que La princesa de Babilonia es herética, deísta y atea. Sobre todo, intentad convencer al señor Riballier para que haga condenar La princesa de Babilonia por la Sorbona; le daréis una gran alegría a mi librero, a quien he regalado esta pequeña historia como aguinaldo.